1 de marzo de 2015

Entremeses literarios (CLXXXI)

FINAL GRACIOSO
Sören Kierkegaard
Dinamarca (1813-1855)

Una vez sucedió que en un teatro se declaró un incendio entre basti­dores. El payaso salió al proscenio para dar la noticia al público, pero este creyó que se trataba de un chiste y aplaudió con ganas. El payaso repitió la noticia y los aplausos fueron todavía más jubilosos. Así perecerá el mundo, en medio del júbilo general del respetable público que pensará que se trata de una broma.


EL JUEGO DE CARTAS
Hebe Uhart
Argentina (1936)

Cuando era chica aprendí a jugar a las cartas a un juego que se llama escoba de quince. Mi papá me enseñó. Me mostró un hombre con el pelo largo, con medias coloradas que cubrían unas piernas más bien gordas y que llevaba zapatos negros con hebillas.
- Esta es la sota -me dijo.
Por empezar, el juego se llamaba escoba y no había nada en él que tuviera que ver con una escoba; la carta representaba a un hombre y el hombre se llamaba sota.
Mi papá añadió:
- La sota vale 8, aunque arriba diga 10.
Había un hombre que se llamaba Sota, que tenía un 10 arriba pero ese 10 para él valía 8. La sota podía venir de varias maneras: aparecía a veces con un oro, a veces con un palo, a veces con una espada. Al principio yo esperaba alegremente cómo iba a aparecer la sota; me parecía que era como una decisión personal de ese caballero aparecer de formas diferentes, como si cuando se vistiera, dijera, por ejemplo: "Ahora me voy a poner un oro encima". La sota de oro me ponía contenta; parecía que el hombre estaba más completo cuando llevaba el oro. Cuando llevaba el palo, un palo gordo y lleno de hojitas, al principio me produjo cierta desconfianza; después vi que no tenía ninguna actitud ni gesto airado, más bien llevaba el palo como una carga, con una especie de resignación. Como iba jugando todos los días ya me había acostumbrado a las variantes en que podía aparecer la sota; finalmente me agarró una cierta irritación, como si la sota fuera un boludo que llevaba lo que le ponían, como si tuviera la obligación de llevar el oro, la espada y el palo; pero conservaba cierta alegría por la sota de oro. El rey era otra figura. Pero el rey tenía corona, manto y mando; era comprensible. El caballo también; era una carta que tenía dibujado un caballero: su caballo estaba un poco de perfil y cumplía una función, iba a caballo. Pero la sota, ahí parado, como si viniera de visita, no tenía caballo ni era rey (aparte tenía el número más bajo de todos, el 10) me parecía que era como un subordinado del caballo y del rey. Cuando aprendí el mecanismo del juego, mi papá dijo:
- Ahora vamos a jugar por porotos.
¿Cómo será eso?, pensé. Inmediatamente aparecieron unos veinte porotos en la mesa y me di cuenta de que nadie pensaba en cocinarlos. Eran muy pocos, parecían porotos viejos y me producían una mezcla de admiración y fastidio. Alguna virtud que yo no conocía deberían tener para que mi papá se dignara manipularlos. Yo también aprendí a manejarlos y hasta les cobré cierto aprecio: el que reunía más porotos, ganaba. En el mejor de los casos, los porotos eran aliados, trabajaban para uno. En el peor, era tan miserable ese conjunto de dos porotos viejos que uno realmente no podía enrostrarles nada. Además sería una regla importante jugar por poro­tos; desde hacía siglos todos los hombres vendrían jugando a las cartas por porotos; sin ellos, el juego no serviría de nada, eran la moneda de las cartas. Pero un día los porotos desaparecieron, no se los encontraba por ningún lado. Entonces mi papá dijo:
- Vamos a jugar por maíces. Es lo mismo.
- No -dije yo protestando-, por maíz yo no juego.
Era el colmo, ese juego había perdido toda seriedad. Además si lo que correspondía eran porotos, los maíces eran una perversión y una de dos: o ese juego era tan inoperante y tonto que uno podía hacer lo que le daba la gana, o a lo mejor jugar con maíces era un delito, una infracción, algo que podía tener algún castigo. Y por un tiempo no me gustó más jugar a las cartas. Un año después, jugaba para ganar.


CONTESTADOR
Beatriz Alonso Aranzábal
España (1963)

Cuando descolgué el teléfono para escuchar si tenía mensajes, la voz grabada que empezaba con el habitual "El servicio contestador de Telefónica le informa..." me sonó como triste, casi llorosa. Sentí una extraña inquietud al colgar. Debía de haber oído mal. Volví a descolgar el teléfono y esperé unos segundos: "El servicio contestador..." me comunicaba de nuevo, esta vez sollozando, que no tenía mensajes. Estaba claro que ella no me vol­vería a llamar, hasta Telefónica lo sabía.


LA MUJER DE GALVAO
Gloria Pampillo
Argentina (1938-2013)

En 1680 cinco naves portuguesas penetran en el Río de la Plata. Soldados veteranos, presidiarios, ne­gros esclavos y algunas mujeres desembarcan sigilo­sos frente a Buenos Aires. Entre todos cierran la pe­nínsula que ocuparon con una empalizada, donde pueden apilar piedras, y a eso lo llaman el baluarte. La algazara de la fundación alerta a los espías que envían despachos a los españoles. Como en Buenos Aires apenas hay un millar de habitantes, el gober­nador llama en auxilio a las tropas aliadas de los indios guaraníes. Para animar a los remisos, los je­suitas que han alistado a los indios les prometen el saqueo. Desde ese momento, ya no pueden contener­los. Ahora los portugueses saben que lo que les espe­ra después de la muerte es el ultraje. Manuel Galvao y Joana, su mujer, comandan a los portugueses en la defensa. En el bando contrario son tres mil indígenas con sus caciques al frente. Flechado, Manuel Galvao sigue acudiendo a todos hasta que el disparo de un arcabuz lo hace caer. Joana, furiosa, sigue peleando encima de él. Pelea por la ropa que ella atendió y por los testículos que a los dos les dieron placer. En el Museo Español la pintaron así, vestida de azul, con el pelo incandescente, una espada en la mano y cuatro indios que la rodean, Manuel, con los ojos cerrados, está tendido, haragán, debajo de ella. Es un hombre que a la noche volvió a casa y se tiró en la cama sin darse cuenta de que su mujer sigue trabajando.


LITERATURA
Julio Torri
México (1889-1970)

El novelista, en mangas de camisa, metió en la máquina de escribir una hoja de papel, la numeró, y se dispuso a relatar un abordaje de piratas. No conocía el mar y sin embargo iba a pintar los mares del sur, turbulentos y misteriosos; no había tratado en su vida más que a empleados sin prestigio romántico y a vecinos pacíficos y oscuros, pero tenía que decir ahora cómo son los piratas; oía gorjear a los jilgueros de su mujer, y poblaba en esos instantes de albatros y grandes aves marinas los cielos sombríos y empavorecedores. La lucha que sostenía con editores rapaces y con un público indiferente se le antojó el abordaje; la miseria que amenazaba su hogar, el mar bravío. Y al describir las olas en que se mecían cadáveres y mástiles rotos, el mísero escritor pensó en su vida sin triunfo, gobernada por fuerzas sordas y fatales, y a pesar de todo fascinante, mágica, sobrenatural.


EN MI PECHO ANIDABAN ALONDRAS
Stella Maris Riera
Argentina (1958)

Creo que todo comenzó aquella vez que mi temperatura llegó a 39. Parece que mis arterias se engrosaron y mi sangre se endulzó. Cuando acudí al médico y me preguntó los síntomas le dije que en mi pecho anidaban alondras, que yo sentía su aleteo y su canto. Le dije que al principio fue una, sólo una; que entraba y que salía por el hueco de mi oído, que deambulaba solitaria, y transportaba vaya a saber qué. Pero claro, no comprendió. Desconcertado llamó a su colega quien de inmediato, también quiso conocer mis síntomas. Entonces le conté de aquel día que mis poros se agrandaron; es más, le expliqué que seguro fue cuando llegó ella, intentando pasar desapercibida para no ser descubierta, pero yo estaba atenta y, a pesar de su sigilo, igualmente la sentí. Sé que permaneció por meses en ese nido que yo había intuido estaban gestando en mí. Le repetí que yo sentía sus movimientos y que recuerdo perfecto cuando una nueva voz comenzó su piar. Sin embargo, a pesar de mi esfuerzo por ser clara y precisa, este médico tampoco comprendió. Juntos resolvieron que sería un desprestigio dar crédito a semejante locura. Así que con la mejor cara de científico afianzado en su supuesto saber, y mucho antes que yo tuviera oportunidad de hacer pregunta alguna, anticiparon un diagnóstico: "usted no tiene nada", "a lo sumo se trata de estrés o puro cansancio". Desconfiada, me marché.
Pasaron unos meses hasta aquel día en que el sol amaneció redondo y caliente como esos platos de sopa que supe tomar en mi niñez. Mi cuerpo por un instante se puso aún más febril y algo se arremolinó en mi interior. Mi corazón comenzó a latir con fuerza y me estremecí. Sentí nuevamente ese aleteo del que le había hablado a los médicos y con el que pretendí convencerlos de lo que, para entonces, parecía que sólo yo podía comprender; pero esta vez era muchísimo más rápido e intenso. Un sonido estremecedor me ensordeció. Entonces, un impulso incontenible me llevó a abrir de par en par las ventanas. Y no sabría decir cómo pero, cuando absorta levanté la mirada, mi cielo estaba lleno de alondras. Sí, estoy segura; fue justo en el instante en que mi pecho explotó.


INGRATITUD
Rodrigo Parra Sandoval
Colombia (1937)

Como su madre le había dicho desde pequeño que el matrimonio y el amor eran cosa de dos, se casó con dos mujeres: con la una un domingo y con la otra el domingo siguiente. Las escogió del mismo nombre, pues había leído de errores fatales que cometen los hombres por equivocar el nombre de sus amantes. Se fueron a vivir en barrios cercanos. Se ideó un trabajo que día de por medio lo ausentaba de la casa. Tuvo tres hijos con cada una, todos de las mismas edades. Había dispuesto todo para engendrarlos en el mismo momento. Les puso los mismos nombres para no confundirse, para no equivocar los cumpleaños. Las dos familias eran iguales en prácticamente todo. Hasta llegó a parecerle que en realidad solamente tenía una familia. Era como mirarse en el espejo. Siempre repartió su tiempo, su dinero y su afecto por igual entre las dos mujeres y las dos series de hijos, sin preferencias. Cada familia poseía su propia casa. Fue lo más justo y equitativo posible con sus dos familias. Nada les faltó en el sentido material. Trabajó duro para mantenerlos decentemente. Educó a los hijos en buenos colegios, aunque fueran colegios diferentes. Fue un buen padre. Por eso, ahora que todo se sabe, no comprende por qué todos están tan disgustados con él, por qué son así de ingratos las mujeres y los hijos.


BRICOLAGE PARCIAL
Raúl Brasca
Argentina (1948)

Un soñador se sueña frente al espejo de su cuarto examinando una moneda antigua. Despierta y encuentra la moneda en su cama. La toma entre sus dedos, la levanta, la mira con sorpresa y mira hacia el espejo. Ve su imagen pero el reflejo de su mano no muestra la moneda. Sumamente extrañado, vuelve la mirada y constata que en efecto la moneda está allí: es grande, oscura, dura y fría. Le da vuelta para ver la ceca y, al instante, se ve trasladado al otro lado del espejo. Asustado, conserva todavía serenidad para darse cuenta de que si gira de nuevo la moneda es probable que las cosas vuelvan a su orden natural. Pero ahora no la tiene, está en la mano de la proyección que ocupa su cama. Se tranquiliza pensando que no importa quién o qué la dé vuelta: él o el otro, el resultado será el mismo. Sin embargo, el otro se desinteresa de la moneda, la deposita sobre la sábana y se duerme profundamente. Por la angustia que lo posee, típica de las peores pesadillas, el soñador cree que sólo ha soñado que despertó. No obstante, no puede salir ni de la pesadilla ni del espejo.


REVOLUCIÓN
Sławomir Mrożek
Polonia (1930-2013)

En mi habitación la cama estaba aquí, el armario allá y en el medio la mesa. Hasta que esto me aburrió. Puse entonces la cama allá y el armario aquí. Durante un tiempo me sentí animado por la novedad. Pero el aburrimiento acabó por volver. Llegué a la conclusión de que el origen del aburrimiento era la mesa, o mejor dicho, su situación central e inmutable. Trasladé la mesa allá y la cama al medio. El resultado fue inconformista. La novedad volvió a animarme, y mientras duró me conformé con la incomodidad inconformista que había causado, pues sucedió que no podía dormir con la cara vuelta a la pared, lo que siempre había sido mi posición preferida. Pero al cabo de cierto tiempo la novedad dejó de ser tal y no quedo más que la incomodidad. Así que puse la cama aquí y el armario en el medio. Esta vez el cambio fue radical. Ya que un armario en medio de una habitación es más que inconformista. Es vanguardista. Pero al cabo de cierto tiempo… Ah, si no fuera por ese "cierto tiempo". Para ser breve, el armario en el medio también dejó de parecerme algo nuevo y extraordinario. Era necesario llevar a cabo una ruptura, tomar una decisión terminante. Si dentro de unos límites determinados no es posible ningún cambio verdadero, entonces hay que traspasar dichos límites. Cuando el inconformismo no es suficiente, cuando la  vanguardia es ineficaz, hay que hacer una revolución. Decidí dormir en el armario. Cualquiera que haya intentado dormir en un armario, de pie, sabrá que semejante incomodidad no permite dormir en absoluto, por no hablar de la hinchazón de pies y de los dolores de columna. Sí, esa era la decisión correcta. Un éxito, una victoria total. Pero esta vez "cierto tiempo" también se mostró impotente. Al cabo de cierto tiempo, pues, no sólo no llegué a acostumbrarme al cambio -es decir, el cambio seguía siendo un cambio-, sino que, al contrario, cada vez era más consciente de ese cambio, pues el dolor aumentaba a medida que pasaba el tiempo. De modo que todo habría ido perfectamente a no ser por mi capacidad de resistencia física que resultó tener sus límites. Una noche no aguanté más. Salí del armario y me metí en la cama. Dormí tres días y tres noches de un tirón. Después puse el armario junto a la pared y la mesa en el medio, porque el armario en el medio me molestaba. Ahora la cama está de nuevo aquí, el armario allá y la mesa en el medio. Y cuando me consume el aburrimiento, recuerdo los tiempos en que fui revolucionario.


LOS MEJOR CALZADOS
Luisa Valenzuela
Argentina (1938)

Invasión de mendigos pero queda un consuelo: a ninguno le faltan zapatos, zapatos sobran. Eso sí, en ciertas oportunidades hay que quitárselo a alguna pierna descuartizada que se encuentra entre los matorrales y sólo sirve para calzar a un rengo. Pero esto no ocurre a menudo, en general se encuentra el cadáver completito con los dos zapatos intactos. En cambio las ropas sí están inutilizadas. Suelen presentar orificios de bala y manchas de sangre, o han sido desgarradas a latigazos, o la picana eléctrica les ha dejado unas quemaduras muy feas y difíciles de ocultar. Por eso no contamos con la ropa, pero los zapatos vienen chiche. Y en general se trata de buenos zapatos que han sufrido poco uso porque a sus propietarios no se les deja llegar demasiado lejos en la vida. Apenas asoman la cabeza, apenas piensan (y el pensar no deteriora los zapatos) ya está todo cantado y les basta con dar unos pocos pasos para que ellos les tronchen la carrera. Es decir que zapatos encontramos, y como no siempre son del número que se necesita, hemos instalado en un baldío del Bajo un puestito de canje. Cobramos muy contados pesos por el servicio: a un mendigo no se le puede pedir mucho pero sí que contribuya a pagar la yerba mate y algún bizcochito de grasa. Sólo ganamos dinero de verdad cuando por fin se logra alguna venta. A veces los familiares de los muertos, enterados vaya uno a saber cómo de nuestra existencia, se llegan hasta nosotros para rogarnos que les vendamos los zapatos del finado si es que los tenemos. Los zapatos son lo único que pueden enterrar, los pobres, porque claro, jamás les permitirán llevarse el cuerpo. Es realmente lamentable que un buen par de zapatos salga de circulación, pero de algo tenemos que vivir también nosotros y además no podemos negarnos a una obra de bien. El nuestro es un verdadero apostolado y así lo entiende la policía que nunca nos molesta mientras merodeamos por baldíos, zanjones, descampados, bosquecitos y demás rincones donde se puede ocultar algún cadáver. Bien sabe la policía que es gracias a nosotros que esta ciudad puede jactarse de ser la de los mendigos mejor calzados del mundo.