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Como hemos visto, la minoría cristiana estaba constituida, en gran parte, por la población urbana -hasta el punto de que los no cristianos fueron llamados «paganos», es decir habitantes de los «pagus» o propiedades rurales- y es precisamente en las ciudades en donde residía la administración y reinaba la burocracia. Ya desde los tiempos del emperador Augusto,el Imperio romano era espejo de un centralismo cada vez más acentuado cuanto mayor era la influencia oriental. Los emperadores romanos demostraron fehacientemente que cuanto más débil y corrompido es un poder, tanto más exagera la centralización del mismo. Puestos en esta situación, Diocleciano y Constantino intentaron, por lo menos, organizarla. La costumbre oriental de la deificación del emperador tímidamente sugerida por Calígula y francamente exigida por Heliogóbalo y Aureliano eran una simple muestra, más o menos anecdótica, de la influencia oriental; pero estaban mezcladas todavía con organizaciones, tradiciones y terminologías occidentales. Era menester decidirse y Diocleciano no dudó, por su parte, un solo instante. En su palacio de Nicomedia adoptó las costumbres de los monarcas orientales, su ceremonial, su corte, estableciendo definitivamente la autocracia. Cuando Constantino vio en la Iglesia cristiana una organización política extraordinaria que podía poner al servicio del Imperio, la burocracia imperial ya lo estaba; faltaba la burocracia eclesiástica. Empezó dando a los clérigos los mismos privilegios que ostentaban los sacerdotes paganos: se los eximió de impuestos, de prestar servicios al Gobierno y se concedió a todos los cristianos el derecho a testar en favor de la Iglesia. Frente a la muerte, y creyendo en una expiación ultraterrena, ello no podía dejar de ser fuente importante de ingresos para la comunidad cristiana.
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Pero lo más importante fue el reconocimiento de los tribunales eclesiásticos, hasta el punto de que una causa civil podía trasladarse a un tribunal episcopal y las sentencias que éste dictara habían de ser ratificadas forzosamente por el tribunal civil. Ello hizo que el obispo se transformase en un funcionario imperial de la más alta importancia; pero también se consiguió que los intereses profanos tuviesen muchas veces preponderancia sobre los espirituales.Constantino protegió la construcción de nuevas iglesias; se le atribuye la edificación de la primera basílica de San Pedro y la de Letrán en Roma, la de la Vera Cruz en Palestina, la del Santo Sepulcro en Jerusalén, la de la Ascensión en el Monte Olivete y la de la Natividad en Belén. Así, la nueva máquina imperial empezó a funcionar.
A mediados del siglo VII a.C. unos habitantes de Megara fundaron la colonia de Calcedonia en la ribera asiática del Bosforo. Más tarde, otro grupo mandado por un tal Bizas, fundó frente a Calcedonia, en la orilla europea del estrecho, otra ciudad o colonia que, en honor al nombre de su jefe, denominaron Bizancio. Como lugar estratégico para el paso de Europa a Asia y viceversa y como puesto de control para la navegación entre el mar Negro y el Mediterráneo, su historia fue muy importante.
Pero cuando adquirió notoriedad definitiva fue en el año 324 cuando Constantino la eligió como lugar destinado para la erección de la nueva capital del Imperio.Como ya se ha visto, la capitalidad romana se había convertido en trashumante. No residía desde hacía años en Roma y Diocleciano la había trasladado a la ciudad de Nicomedia en la Bitinia, a la que embelleció con importantes monumentos.
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Bizancio presentaba unas facilidades enormes para la defensa y era una maravillosa plataforma para la distribución de hombres, armas y víveres hacia cualquier lugar del Imperio; la mayor parte de los productos alimenticios y comerciales procedían de las regiones asiáticas o africanas; la decadencia de Roma era evidente y su vitalidad procedía y dependía también de Oriente. Así fue que, el 4 de noviembre del 326, con el visto bueno de los astrólogos "estando el sol en el signo de Sagitario y Cáncer gobernando la hora", el emperador, vestido de blanco, según una antigua tradición y gobernando un arado tirado por bueyes, trazó el perímetro de la ciudad. De vez en cuando levantaba el arado para volver a introducirlo en la tierra al poco rato. En aquel espacio habría una puerta de entrada.
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Se levantó una estatua que representaba originariamente a Apolo, pero se le sustituyó la cabeza por la representación de la del propio Constantino que ostentaba la corona de rayos de Helios, el dios del Sol. Se dice que algunos de estos rayos metálicos fueron hechos con fragmentos de los clavos de la crucifixión de Cristo. Lo que explicaría, en parte, que la estatua fuese venerada por cristianos y paganos y que se quemase, por unos y otros, incienso en su honor.
Constantinopla, al igual que Roma, tenía siete colinas y catorce regiones o barrios, su Foro, su Hipódromo, su Circo, su Capitolio y su Senado, y como su territorio era considerado romano estaba exento de impuestos. El nombre de Nueva Roma no tuvo aceptación fuera de los documentos oficiales, ya prevaleció el de Constantinopla, derivado de su fundador, o bien era llamada simplemente la Urbs, la ciudad, exactamente como Roma. El historiador árabe Al-Masudi (888–957), escribió alrededor del 950, que los habitantes de la ciudad, griegos, la llamaban Polín, de Polis o Bulin, y también Istán-Bulin, es decir, en la ciudad, de donde deriva el actual nombre de Estambul.
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Mientras tanto, y gracias a la ayuda del poder imperial, el obispo ya no es sólo un pastor de almas, es también el poseedor de un cargo oficial importarle. Las sillas episcopales de las ciudades ricas son ambicionadas. A la muerte de un obispo, la campaña electoral se hacía violenta y el perdedor no se sometía fácilmente ni solía aceptar su derrota. Esperar la muerte del vencedor podía ser algo lento; era más fácil acusarlo de herejía y exigir su deposición. Las tres ciudades más opulentas del Imperio eran un nido de conspiraciones. Alejandría, Antioquia y Constantinopla eran focos de rebelión, y en todas ellas hubo episodios que culminaron con el destierro de los respectivos obispos. Estos procesos causaron el estallido de disturbios en las ciudades hasta el punto de que fue necesario utilizar la fuerza pública.
En la primavera de 337 Constantino, que preparaba una campaña contra los persas, cayó enfermo. Sintiéndose morir pidió el bautismo. Lo recibió de manos de Eusebio de Nicomedia, un obispo hereje. A su muerte, su cuerpo embalsamado se exhibió en el más fastuoso de los salones del palacio. Maquillado, coronado de pedrería y envuelto en un manto púrpura, recibió durante nueve meses en audiencia a sus súbditos. Cada día los senadores se reunían alrededor del real cadáver y le consultaban sus decisiones, los jefes militares le presentaban sus planes de batalla, los administradores del erario le rendían cuentas entre el murmullo de las oraciones de difuntos, el cántico de los salmos y el humo de los incensarios. Obispos, monjes, diáconos y patriarcas se sucedían rezando y confiándole sus problemas de gobierno. El emperador continuó así reinando hasta la llegada de su hijo Constancio.
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