Dígalo. Sí, muy enfermo, es verdad, y probando un tratamiento terrible. Pero olvidemos eso, por favor. No estamos aquí para escuchar un parte de salud.
De acuerdo. Volvamos sobre "Espectros de Marx". Es una obra crucial, dedicada al tema de una justicia futura, que comienza con un exordio enigmático: "Alguien, usted o yo, dice: quisiera aprender a vivir por fin". Diez años después, ¿en qué punto se encuentra en lo que respecta a ese deseo de "saber vivir"?
Yo nunca aprendí a vivir. ¡En absoluto! Aprender a vivir debería significar aprender a morir, a tener en cuenta, para aceptarla, la mortalidad absoluta, sin resurrección ni redención, ni para sí ni para el otro. Es, a partir de Platón, la vieja exhortación filosófica: filosofar es aprender a morir. Creo en esa verdad sin rendirme a ella. Y cada vez menos. Nunca aprendí a aceptar la muerte. Todos somos sobrevivientes con plazo, y desde el punto de vista geopolítico de "Espectros de Marx", insisto sobre todo en un mundo más desigual que nunca, en los miles de millones de seres vivos -humanos o no- a quienes se niegan no sólo los "derechos del hombre" elementales, que ya tienen veinte siglos y que aumentan sin cesar, sino ante todo el derecho a una vida digna de ser vivida. Pero yo sigo siendo ineducable en lo relativo al conocimiento del saber morir. Todavía no aprendí ni incorporé nada en lo que respecta a ese tema. El plazo se agota rápidamente. No sólo porque soy, al igual que otros, heredero de una serie de cosas buenas o terribles: como la mayor parte de los pensadores a los que se me asocia están muertos, cada vez más a menudo se me trata de sobreviviente, de último representante de una "generación", en líneas generales la de los '60, lo cual, si bien no es del todo cierto, no me inspira sólo objeciones sino sentimientos de rebelión algo melancólicos. Como, por otra parte, algunos problemas de salud se tornan álgidos, la cuestión de la supervivencia o del plazo -que me preocupó durante toda la vida- adquiere hoy otro color de manera concreta e insoslayable.
Usó la palabra "generación". Es un concepto delicado que a menudo aparece en su escritura. ¿Cómo llamar a lo que se transmite de una generación?
Yo utilizo esa palabra de forma algo laxa. Podría ser el contemporáneo "anacrónico" de una "generación" pasada o futura. Ser fiel a quienes se relacionan con mi "generación", ser el guardián de un legado diferenciado pero común, significa dos cosas: en primer lugar, sostener, contra todo y contra todos, exigencias compartidas de Lacan a Althusser pasando por Levinas, Foucault, Barthes, Deleuze, Blanchot, Lyotard, Sararí Kofman, etcétera; para no nombrar a tantos pensadores vivos de los que también soy heredero, o a otros extranjeros. Esa predilección es una exigencia. No sólo relaciona a aquéllos y aquéllas que evoqué sino a todo el medio que los sostiene. Hay que salvar o hacer renacer esa época a cualquier precio. Hoy la responsabilidad es urgente: exige una guerra inflexible a la opinión, a lo que llamo los "intelectuales mediáticos", al discurso general de los poderes mediáticos, que responden a grupos político-económicos, a menudo editoriales y académicos. No hay que olvidar que, en esa reciente época "feliz", no había nada que no fuera irónico. Las diferencias estaban a la orden del día en ese medio que era cualquier cosa menos homogéneo como el que podría reagruparse, por ejemplo, en una débil apelación al género "pensamiento del 68". Si esa fidelidad toma a veces la forma de infidelidad y desviación, hay que ser fiel a esas diferencias, vale decir, continuar la discusión. Por mi parte, sigo discutiendo a Bourdieu, Lacan, Deleuze, Foucault, por ejemplo, que me siguen interesando mucho más que esos autores que concitan la atención de la prensa actual. Ese debate me sigue pareciendo vivo porque no se rebaja ni se degrada mediante denigraciones. Lo que dije de mi generación bien vale para el pasado, de la Biblia a Platón, Kant, Marx, Freud, Heidegger, etcétera. No quiero renunciar a eso; no puedo hacerlo. Aprender a vivir es siempre algo narcisista: se quiere vivir todo lo posible, salvarse, perseverar y cultivar todas las cosas que, infinitamente más grandes y fuertes que uno, no obstante forman parte de ese pequeño "yo" al que desbordan por todos lados. Pedirme que renuncie a lo que me formó, a lo que tanto amé, es pedirme que muera. En esa fidelidad hay una suerte de instinto de conservación. Renunciar, por ejemplo, a una dificultad de formulación, a un pliegue, a una paradoja, a una contradicción suplementaria, porque no se la va a entender o porque algún periodista que no sabe leer ni siquiera el título de un libro, cree entender que el lector o el oyente tampoco van a comprender y que su sustento se verá en peligro, me resulta una obscenidad inaceptable. Uno crea una escritura de la promesa heredada, de la huella preservada de la responsabilidad confiada. Yo creé mi escritura, y lo hice como una revolución interminable. En cada situación hay que crear un modo de exposición apropiado, crear la ley del acontecimiento singular, tener en cuenta al destinatario previsto o deseado y, al mismo tiempo, pensar que esa escritura determinará al lector, que la aprenderá a leer, a "vivir", ya que no está habituado a recibirla. Uno espera que renazca con otra determinación: por ejemplo, esos injertos sin confusión de la poética sobre la filosofía, o ciertas formas de usar las homonimias, lo indecidible, los ardides de la lengua. Cada libro es una pedagogía destinada a formar a su lector. Las producciones masivas que inundan la prensa y las editoriales no forman a los lectores. Suponen de forma fantasmática un lector que ya está programado, y es así que terminan por crear ese destinatario mediocre que postulan a priori. O, por una cuestión de fidelidad en el momento de dejar una huella, no puedo hacerla accesible a cualquiera ni tampoco dirigirla a alguien en particular. La huella que dejo significa a la vez mi muerte, futura o ya acaecida, y la esperanza de que ella me sobreviva. No se trata de una ambición de inmortalidad, sino que es estructural. Dejo papel, parto, me muero: es imposible salir de esa estructura; es la forma constante de mi vida. Cada vez que dejo partir algo, vivo mi muerte en la escritura. Prueba extrema: se expropia sin saber a quién se confía aquello que se deja.
¿Quién va a heredar y cómo? ¿Tendrá herederos?
Es una pregunta que se puede plantear hoy más que nunca. Pienso en ello permanentemente. En ese sentido, el tiempo de nuestra tecnocultura experimentó un cambio radical. La gente de mi "generación" estaba habituada a determinado ritmo histórico: se creía saber que cierta obra podía o no sobrevivir en función de sus cualidades uno, dos o como en el caso de Platón, veinticinco siglos. En la actualidad, sin embargo, la aceleración de las modalidades de archivo, pero también el desgaste y la destrucción, transforman la estructura y la temporalidad del legado. En el caso del pensamiento, la cuestión de la supervivencia ya adopta formas absolutamente imprevisibles. A mi edad, tengo hipótesis contradictorias con respecto a este tema: tengo simultáneamente el doble sentimiento de que, por un lado, para decirlo sin modestia y con una sonrisa, no se ha empezado a leerme, que si bien hay muchos buenos lectores -algunas decenas en el mundo, tal vez-, en el fondo es más tarde cuando todo eso tiene posibilidades de aparecer. Por otro lado, también pienso que quince días o un mes después de mi muerte ya no quedará nada excepto lo que está depositado legalmente en la biblioteca. Le aseguro que creo al mismo tiempo y con toda sinceridad en ambas hipótesis.
En lo que respecta a Europa, ¿no está usted en parte en guerra consigo mismo? Por un lado, destaca que los atentados del 11 de septiembre derriban la vieja gramática geopolítica de las potencias soberanas e instalan así la crisis de cierto concepto político que usted define como propiamente europeo. Por otro, conserva cierto apego a ese espíritu europeo, al ideal "cosmopolítico" de un derecho internacional cuya declinación describe. O la supervivencia...
Hay que "recuperar" la cosmopolítica. Cuando se habla de política, se usa una palabra griega, un concepto europeo que siempre supuso el Estado, la forma "polis" ligada al territorio nacional y a lo autóctono. Cualquiera sean las rupturas en el interior de esa historia, ese concepto de política sigue siendo el dominante incluso en el momento en que una serie de fuerzas lo disloca: la soberanía del Estado ya no está ligada a un territorio, como tampoco las tecnologías de la comunicación ni la estrategia militar, y esa dislocación pone en crisis el viejo concepto europeo de política. Y de la guerra, y también la distinción entre civil y militar, y el terrorismo nacional o internacional. Sin embargo, no creo que haya que lanzarse contra la política. Lo mismo pasa con la soberanía, que considero resultó positiva en determinadas situaciones; para luchar, por ejemplo, contra ciertas fuerzas mundiales del mercado. Se trata de un legado europeo que hay que cuidar y transformar al mismo tiempo. Es lo mismo que digo en "Voyous" (Rebeldes) respecto de la democracia como una idea europea que al mismo tiempo no existió nunca de forma satisfactoria y aún está por instalarse. En efecto, siempre hago ese gesto, para el cual no tengo una justificación última excepto que se trata de mí, que es en ese punto donde estoy. Estoy en guerra conmigo mismo, es verdad, usted no sabe hasta qué punto, más de lo que usted supone, y digo cosas contradictorias, que están en una tensión real, que me construyen, me dan vida y me hacen morir. En ocasiones la veo como una guerra aterradora y penosa, pero al mismo tiempo sé que es la vida. No encontraría la paz más que en el eterno reposo. Es por eso que no puedo decir que asumo esa contradicción, pero también sé que es eso lo que me da vida y me hace plantear, precisamente, su pregunta: "¿cómo aprender a vivir?"
En dos libros recientes plantea la cuestión de la salvación, de la brevedad de la supervivencia. Si la filosofía puede definirse como "atenta anticipación de la muerte" ¿se puede ver la "deconstrucción" como una ética interminable del sobreviviente?
Como ya dije, la supervivencia es un concepto original, que constituye la estructura misma de lo que llamamos la existencia. En términos estructurales, somos sobrevivientes, estamos marcados por la estructura de la huella, del testamento. Sin embargo, no querría dejar la puerta abierta a la interpretación según la cual la supervivencia está más cerca de la muerte, del pasado, que de la vida y del futuro. No, la deconstrucción está siempre del lado del sí, de la afirmación de la vida. Todo lo que digo a partir de "Pas au moins" (Como mínimo) respecto de la supervivencia como complicación de la oposición vida-muerte procede en mi caso de una afirmación incondicional de la vida. La supervivencia es la vida más allá de la vida, la vida más que la vida, y mi discurso no es mortífero sino que, por el contrario, es la afirmación de un ser vivo que prefiere vivir y, por lo tanto, sobrevivir a la muerte, ya que la supervivencia no es simplemente lo que reposa, sino que es la vida más intensa posible. Nunca me sentí tan acosado por la necesidad de morir como en los momentos de felicidad y alegría. Gozar y llorar la muerte que acecha, para mí es lo mismo. Cuando recuerdo mi vida, tiendo a pensar que tuve la oportunidad de amar hasta los momentos infelices de la misma, y de bendecirlos. Cuando recuerdo los momentos felices, también los bendigo, sin duda, y al mismo tiempo me precipitan al pensamiento de la muerte, hacia la muerte, porque son pasado, terminaron...