15 de julio de 2009

Entremeses literarios (LXV)

LOS DIEZ CENTAVOS
Juan José de Soiza Reilly
Uruguay (1879-1959)

- ¡Mozo!
- ¿Señor?
- ¿Quién es aquel caballero tan sucio? Me molesta. Le veo todas las noches. Sin hablar, se emborracha. Se apresura a beber como si alguien le empinara la copa. Parece un aris­tócrata que se muriera de hambre.
- No sé cómo se llama. Pero, precisamente anoche, me preguntó quién era usted.
- ¿Sí? Pues dile si quiere conversar conmigo...
- Tanto gusto.
- Tanto placer.
Y en seguida, nos hicimos amigos. Hablamos de todo, menos de nosotros, que era lo único que nos interesaba. Por fin yo reventé:
- Vea, señor. Usted me intriga. Hace más de un mes que lo veo en este mismo café. Solo. Siempre solo y triste. De­searía saber por qué no se suicida.
- Lo mismo digo yo.
Sus miradas fosfóricas me asustan.
- No es extraño. He pasado diez años en el manicomio.
Desde aquella noche, nuestra amistad llenóse de cariño. Yo le confesé mi aburrimiento de ser pobre.
- Quisiera ser millonario -le dije-. Soy pobre de na­cimiento.
- Es una felicidad -me repuso-. Lo horrible, lo espan­toso, es haber sido, como yo, muy rico y muy feliz y encon­trarse de repente en la miseria. Y desdichado.
Me llevó a su casa. Es decir, a la miserable habitación donde vive o donde muere con sus hijos. ¡Qué pobreza! Es un conventillo. Varios chicos roñosos jugaban en el suelo.
- Vea usted... Estas criaturas tenían cuanto necesitaban. Trajes. Botines. Alimentos. Madre... Ahora carecen de to­do. Desde que mis negocios fracasaron, la dicha se hundió con ellos. Los hijos de los pobres, que nunca saborearon la opulencia, engordan con la miseria, pero los que nacieron en cunas lujosas y tienen que degradarse viviendo entre el ham­bre y la mugre, enflaquecen. Se mueren...
- Pero, el cariño de la madre ha de salvarlos.
- ¡La madre! Mi mujer también conoció la voluptuosidad del lujo... Por eso no pudo resistir la crueldad de la miseria.
- ¿Ha muerto? -pregunté.
Mi amigo tuvo un sollozo. Nada contestó. Pero uno de los hijos, el más sucio y desarrapado, le gritó:
- ¡Papá! Esta tarde la vi a mamá en Palermo. Iba en auto­móvil. El viejo que la acompañaba me tiró diez centavos.
- Dámelos -ordenó tranquilamente el padre.


EPIDEMIA
Mónica Sánchez Escuer
México (1965)

Los semáforos van del verde al amarillo, del amarillo al rojo con el monótono y desincronizado ritmo de siempre. El metrobús ya no atropella a nadie. La gente no se amontona en las paradas ni se aplasta en los cristales de las puertas de los metros. Los taxis no pelean con los micros, los micros con el mundo. No hay autos en doble fila. Ningún embotellamiento. No se escuchan cláxones ni recordatorios familiares en los cruces. Sólo se oye el viento, los pájaros curiosos y el GIS de un radio que alguien olvidó apagar. El Circuito Bicentenario luce inútil, desnudo, su nuevo concreto. El aire es transparente como en los tiempos de Fuentes. Hace días que no hay robos. Ningún policía. Todos huyeron. Todos. De la epidemia, de la ciudad, del país. Aún pueden verse en las carreteras, cerca de la frontera, a los más rezagados. Muchos ni siquiera enterraron a sus muertos. En hospitales y casas, sobre las camas sucias, perros, cucarachas, gatos, moscas y ratas se reparten los cuerpos. Ningún cerdo. Los pocos que algunas personas engordaban en sus patios, se comieron los restos de sus dueños. Todos murieron de influenza humana. No hay animal que se trague sus cadáveres.


LUNA
Enrique Anderson Imbert
Argentina (1910-2000)

Jacobo, el niño tonto, solía subirse a la azotea y espiar la vida de los vecinos. Esa noche de verano el farmacéutico y su señora estaban en el patio, bebiendo un refresco y comiendo una torta, cuando oyeron que el niño andaba por la azotea.
- ¡Chist! -cuchicheó el farmacéutico a su mujer-. Ahí está otra vez el tonto. No mires. Debe de estar espiándonos. Le voy a dar una lección. Sígueme la conversación, como si nada...
Entonces, alzando la voz, dijo:
- Esta torta está sabrosísima. Tendrás que guardarla cuando entremos: no sea que alguien se la robe.
- ¡Cómo la van a robar! La puerta de la calle está cerrada con llave. Las ventanas, con las persianas apestilladas.
- Y... alguien podría bajar desde la azotea.
- Imposible. No hay escaleras; las paredes del patio son lisas...
- Bueno: te diré un secreto. En noches como ésta bastaría que una persona dijera tres veces "tarasá" para que, arrojándose de cabeza, se deslizase por la luz y llegase sano y salvo aquí, agarrase la torta y escalando los rayos de la luna se fuese tan contento. Pero vámonos, que ya es tarde y hay que dormir.
Entraron dejando la torta sobre la mesa y se asomaron por una persiana del dormitorio para ver qué hacía el tonto. Lo que vieron fue que el tonto, después de repetir tres veces "tarasá", se arrojó de cabeza al patio, se deslizó como por un suave tobogán de oro, agarró la torta y con la alegría de un salmón remontó aire arriba y desapareció entre las chimeneas de la azotea.


LA AVENTURA
Alfonso Ibarrola
España (1934)

Sonó el teléfono de mi despacho. Era Ana. Me causó gran extrañeza porque jamás me había requerido directamente para nada. Era su marido quien trataba siempre conmigo. Una amistad íntima, fraterna, surgida hacía muchos años, que su posterior matrimonio no truncó ni enfrió. Ana estaba nerviosa, excitada... y yo no supe detenerla a tiempo. Tenía necesidad de desahogarse con alguien. Eso supuse al oír sus primeras frases. Luego, la confesión, de improviso, se tornó más íntima, más personal, más alusiva, más directa... ¿Estaba loca? Con cuatro hijos a su cuidado y me proponía una huída...
- ¡Compréndelo, Ana! No es posible.
Pero Ana no quiso comprender nada y aquella misma tarde hablé con su marido, le conté todo y no pareció sorprenderse.
- Escucha -me dijo-, ¿por qué no aceptas?
Mi asombro fue tan grande que no pude replicar ni decir nada.
- Pero si...
El insistió:
- Escúchame con calma. No dramaticemos. Ella necesita una aventura, un escape. Está harta de mí, del hogar, de los hijos... Sus nervios están deshechos. Tu eres mi mejor amigo, tengo confianza en ti... Si no fuera así no me atrevería a decirte que, por supuesto, todos los gastos que ocasione vuestro viaje los pagaría yo... ¿Qué me dices a esto?
- No sé -balbucí-. Tendré que consultarlo con mi mujer...


DULCINEA NO EXISTE
Marco Denevi
Argentina (1922-1998)

Sancho repitió, palabra por palabra, la descripción que don Quijote le había hecho de Dulcinea. Entonces Dulcinea, curvando los labios con envidia y desdén, masculló:
- Yo conozco a todas las mujeres del Toboso. Y le puedo asegurar que no hay ninguna que se parezca a esa que usted dice.


UN CONTADOR DE HISTORIAS LLAMADO ANDY WATSON
Marcial Fernández
México (1962)

Se castigaba con severidad a todo aquél que escribiera una mala historia. Andy Watson supo de este ajusticiamiento: luego de publicar su primer novela, misma que era aburridísima, los soldados del emperador simplemente le cortaron las manos. Los revisteros de moda reseñaron el hecho, dijeron que Watson sería siempre -de permitírsele seguir escribiendo- un pésimo escritor, y se olvidaron de su nombre. Empero, Andy Watson aprendió a escribir con los pies y publicó otro libro. La ley, en esta ocasión, de nueva cuenta fue implacable: le cortaron las piernas. Watson ya no publicaría más obras, en cambio gustó de contar cuentos, invariablemente insulsos, en el ágora del pueblo. Todos los que por casualidad lo oían, temerosos de perder las orejas -según el más reciente decreto-, le arrancaron la lengua. Hoy, lo único que hace es tomar el sol en una banca del parque, y quien lo mira, piensa inevitablemente en una buena historia: la de la azarosa vida de Andy Watson.


LA OVEJA NEGRA
Italo Calvino
Italia (1923-1985)

Erase un país donde todos eran ladrones. Por la noche, cada uno de los habitantes salía con una ganzúa y una linterna para ir a saquear la casa de un vecino. Al regresar al alba, cargado, encontraba su casa desvalijada. Y todos vivían en concordia y sin daño, porque uno robaba al otro y este a otro y así sucesivamente, hasta llegar al último que robaba al primero. En aquel país, el comercio, sólo se practicaba en forma de embrollo, tanto por parte del que vendía como del que compraba. El gobierno era una asociación creada para delinquir en perjuicio de los súbditos, y por su lado los súbditos sólo pensaban en defraudar al gobierno. La vida transcurría sin tropiezos, y no había ni ricos ni pobres. Pero he aquí, no se sabe cómo, apareció en el país un hombre honrado. Por la noche, en lugar de salir con la bolsa y la linterna, se quedaba en la casa fumando y leyendo novelas. Llegaban los ladrones, veían la luz encendida y no subían. Esto duró un tiempo; después hubo que darle a entender que si él quería vivir sin hacer nada, no era una buena razón para no dejar hacer a los demás. Cada noche que pasaba en casa, era una familia que no comía al día siguiente. Frente a estas razones, el hombre honrado no podía oponerse. También él empezó a salir por la noche para regresar al alba, pero no iba a robar. Era honrado, no había nada que hacer. Iba hasta el puente y se quedaba mirando pasar el agua. Volvía a casa y la encontraba saqueada. En menos de una semana el hombre honrado se encontró si un céntimo, sin tener qué comer, con la casa vacía. Pero hasta ahí no había nada que decir, porque era culpa suya; lo malo era que de ese modo suyo de proceder nacía un gran desorden. Porque él se dejaba robar todo y entre tanto no robaba a nadie; de modo que había siempre alguien que al regresar al alba encontraba su casa intacta: la casa que él hubiera debido desvalijar. El hecho es que al cabo de un tiempo, los que no eran robados, llegaron a ser más ricos que los otros y no quisieron seguir robando. Y por otro lado, los que iban a robar a la casa del hombre honrado, la encontraban siempre vacía; de modo que se volvían pobres. Entre tanto, los que se habían vuelto ricos, se acostumbraron a ir también al puente por la noche a ver correr el agua. Esto aumentó la confusión, porque hubo muchos otros que se hicieron ricos y muchos otros que se volvieron pobres. Pero los ricos vieron que, yendo de noche al puente, al cabo de un tiempo se volverían pobres. Y pensaron: "Paguemos a los pobres para que vayan a robar por nuestra cuenta". Se firmaron contratos, se establecieron salarios y porcentajes. Naturalmente, eran ladrones y siempre trataban de engañarse unos a otros. Pero como suele suceder, los ricos se hacían cada vez mas ricos y los pobres, cada vez más pobres. Había ricos tan ricos que ya no tenían necesidad de robar o de hacer robar para seguir siendo ricos. Pero si dejaban de robar se volvían pobres porque los pobres les robaban. Entonces pagaron a los más pobres de los pobres, para defender de los otros pobres sus propias casas, y así fue como instituyeron a la policía y construyeron las cárceles. De esa manera, pocos años después del advenimiento del hombre honrado, ya no se hablaba de robar o de ser robados sino sólo de ricos y pobres; y sin embargo todos seguían siendo ladrones. Honrado sólo había habido aquel fulano, y no tardó en morirse de hambre.


POR ESCRITO GALLINA UNA
Julio Cortázar

Argentina (1914-1984)

Con lo que pasa es nosotras exaltante. Rá­pidamente del posesionadas mundo estamos hurra. Era un inofensivo aparentemente cohe­te lanzado Cañaveral americanos Cabo por los desde. Razones se desconocidas por ór­bita de la desvió, y probablemente algo al rozar invisible la tierra devolvió a. Cresta nos cayó en la paf, y mutación golpe entramos de. Rápidamente la multiplicar aprendiendo de tabla estamos, dotadas muy literatura para la somos de historia, química menos un poco, desastre ahora hasta deportes, no im­porta pero: de será gallinas cosmos el, carajo qué.


EL OTRO YO
Mario Benedetti
Uruguay (1920-2009)

Se trataba de un muchacho corriente: en los panta­lones se le formaban rodilleras, leía historietas, ha­cía ruido cuando comía, se metía los dedos en la nariz, roncaba en la siesta, se llamaba Armando. Co­rriente en todo, menos en una cosa: tenía Otro Yo. El Otro Yo usaba cierta poesía en la mirada, se enamoraba de las actrices, mentía cautelosamente, se emocionaba en los atardeceres. Al muchacho le preocupaba mucho su Otro Yo y le hacía sentirse incómodo frente a sus amigos. Por otra parte, el Otro Yo era melancólico y, debido a ello, Armando no podía ser tan vulgar como era su deseo. Una tarde Armando llegó cansado del trabajo, se quitó los zapatos, movió lentamente los dedos de los pies y encendió la radio. En la radio estaba Mozart, pero el muchacho se durmió. Cuando despertó, el Otro Yo lloraba con desconsuelo. En el primer momento, el muchacho no supo qué hacer, pero des­pués se rehizo e insultó concienzudamente al Otro Yo. Este no dijo nada, pero a la mañana siguiente se había suicidado. Al principio la muerte del Otro Yo fue un rudo golpe para el pobre Armando, pero en seguida pensó que ahora sí podría ser íntegramente vulgar. Ese pensamiento lo reconfortó. Sólo llevaba cinco días de luto, cuando salió a la calle con el propósito de lucir su nueva y completa vulgaridad. Desde lejos vio que se acercaban sus ami­gos. Eso le llenó de felicidad e inmediatamente es­talló en risotadas. Sin embargo, cuando pasaron junto a él, ellos no notaron su presencia. Para peor de ma­les, el muchacho alcanzó a escuchar que comentaban: "Pobre Armando. Y pensar que parecía tan fuerte, tan saludable". El muchacho no tuvo más remedio que dejar de reír, y, al mismo tiempo, sintió a la altura del esternón un ahogo que se parecía bastante a la nostalgia. Pero no pudo sentir auténtica melancolía, porque toda la melancolía se la había llevado el Otro Yo.


CAPITAN LUISO FERRAUTO
Juan Rodolfo Wilcock
Argentina (1919-1978)

Una vez al año, en primavera, el capitán Luiso Ferrauto cambia de piel; de la piel vieja emerge lustroso y rosado como un recién nacido, pero al cabo de unas horas la piel nueva recobra su color normal, que es aceitunado, y también el pelo, que se ha desprendido junto con la piel del cráneo, vuelve a crecer rápidamente, como corresponde a un oficial de la Seguridad Pública. Su mujer, unida a él por un amor inusitado en estos tiempos, suele guardar estas pieles usadas de su marido y rellenarlas de goma espuma color carne, para hacer así un muñeco bastante presentable, bien cosido y armado, con su uniforme puesto. Ya tiene unos quince, en el garaje: todos oficiales de policía, tan parecidos a su marido que da gusto verlos a todos juntos, tan dignos, tan rectos, tan inalcanzables por la corrupción. La señora hizo instalar un equipo estéreo en el garaje y cuando el capitán está de servicio fuera de casa, la mujer baja para hacerles escuchar a sus ex maridos las mejores páginas de la lírica mundial. Absortos, como embelesados, los quince policías escuchan inmóviles la muerte de Desdémona, el merecido asesinato de Scarpia, la disputa fatal entre Carmen y Don José, delitos todos que exigen el arresto inmediato del culpable, hechos de sangre y de violencia como tantas veces han visto a lo largo de su carrera. Puesto que los muñecos de piel policíaca son producidos a razón de uno por año y cada uno es de edad más avanzada que el anterior, presentan esta insólita característica: que el más joven de los quince es el más viejo de los quince.