Juan Forn (1959). Nació en Buenos Aires. Es escritor, traductor y editor, y fue asesor literario y director de varias editoriales desde 1984 hasta 1996. Desde entonces creó y dirigió el suplemento "Radar", publicado por "Página/12" de Buenos Aires, hasta 2002 cuando se radicó en Villa Gesell. Publicó las novelas "Corazones cautivos más arriba", "Frivolidad", "Puras mentiras" y "María Domecq". También el libro de cuentos "Nadar de noche" y el de crónicas "La tierra elegida" que recoge las mejores notas publicadas en "Página/12". El siguiente artículo se llama "Espejo de la Argentina".
Soriano estableció desde su primer libro un pacto con los lectores que lo convertiría en el autor argentino vivo más leído de su época. El desparpajo y dinamismo con que irrumpió en la literatura, en 1973, con "Triste, solitario y final", es comparable a la fulminante aparición de Manuel Puig cinco años antes. Como Puig, Soriano eligió camuflarse en un género considerado menor (el policial negro convertido en comic por toques de grotesco, tal como el autor de "La traición de Rita Hayworth" había elegido el folletín radiofónico), ambos fueron maestros del diálogo, ambos lograron dotar de inigualable vida a sus personajes y construir, a través de sus novelas, un espejo que enfrentó a los argentinos con su identidad. Allí radican los motivos que convirtieron a Soriano, como a Puig, en un autor tan querido y tan seguido por legiones de lectores. Sugestivamente, esa fascinación que ejercía sobre los lectores, traducida en generosas reediciones, provocó un desafortunado malentendido en un sector de la crítica argentina, que siempre lo miró con sospecha y antepuso las cifras que Soriano cobraba de anticipo al análisis profundo de sus virtudes como escritor (cosa que supo valorarse en el extranjero, donde su obra se tradujo a dieciocho idiomas, cosechando elogios y premios). El tiempo ha pasado, Soriano ya no se cuenta entre los vivos (muchos recordarán la tristeza colectiva que produjo su muerte y la multitud que se acercó espontáneamente a darle el último adiós, en enero de 1997) y es justo que se produzca de una vez por todas el demorado momento de su reconocimiento. Lo que hace más justo ese acto es que Soriano no sólo brilló como creador de ficciones sino que cumplió un rol comparable como periodista. Primero, en sus crónicas "de cabotaje" como él las llamaba, las de los tiempos de "Panorama" y "La Opinión", cuando a los demás los mandaban a los lugares más exóticos del extranjero y a él le tocaba el interior, el patio de atrás lleno de "artistas, locos y criminales" que rescató del olvido. Después durante su exilio, en "Il Manifesto" de Italia, "Le Canard Enchainé" de Francia y en las piezas que "Humor" se atrevió a publicar acá. Y, luego de su retorno a la Argentina, en "Página/12", diario que no sólo contribuyó a fundar y moldear sino que convirtió en su tribuna para develar, desde sus contratapas dominicales, todo aquello que se les iba birlando a los argentinos, desde la dignidad a la alegría, fueran sus culpables los sátrapas del gobierno, de la City financiera o del negocio del fútbol, la prensa o las editoriales. Soriano pasó más de la mitad de su vida en redacciones. Como muchos escritores era un autodidacta: manera elegante de definir el acto de pegarse como una lapa a toda persona que despertara su respeto o admiración, para aprender lo que pudiera de esa persona. Siempre pensó que estar en esas redacciones había sido un lujo para él; son muchos los que creen que él era un lujo para las redacciones. Defendió siempre el ejercicio de la imaginación y la buena prosa para escribir periodismo. Porque, como le gustaba decir -y aquí, como en algunos otros aspectos, puede comparárselo a Walsh-, la imaginación y la fidelidad a la verdad no tenían por qué ser términos opuestos. Fue un gran momento encargarme de la reedición de la obra completa de Soriano. Armar esa selección de testimonios en que él mismo confesaba cómo fue la génesis y la escritura de cada uno de sus libros me permitió recorrer paso a paso su itinerario literario, sus dilemas y sus astucias como escritor, el atrevimiento y coraje con que puso el dedo en la llaga de cuestiones que habría sido más cómodo sobrevolar y la maestría con que nos hizo ver el país desde la óptica de las víctimas, de los inocentes, de los anónimos antihéroes que tanto se parecen a los seres de carne y hueso que pueblan la Argentina.
Angela Pradelli (1959). Nacida en Buenos Aires, es profesora de Letras, escritora y periodista. Ejerce la docencia en escuelas secundarias y coordina talleres de escritura. Sus notas sobre educación y lenguaje se publican en el diario "Clarín". Colabora también en "Página/12" y otros medios. Es autora de las novelas "Las cosas ocultas", "Amigas mías", "Turdera" y "El lugar del padre". Ha publicado también cuentos y poesías en distintas antologías. Su última obra es "Libro de lectura, crónicas de una docente argentina". Lo que sigue es su artículo "Una tuerca grande y redonda".
Descubrí a Soriano gracias a mi viejo, que no era lector de literatura sino de diarios. Llegó a comprar hasta tres diarios por día en épocas en las que, como no había Internet, la lectura del diario era, también, acumulación de papel y tinta en la casa. Quién puede negarlo, tres diarios por día, para una casa chica, es una exageración que termina siempre en escándalo doméstico. Un día mi padre llegó con un diario nuevo. Entró silbando ese silbido que le salía bien bajito cuando era de alegría. "Leé", me dijo. Me puso delante la contratapa de Soriano y no se movió hasta que terminé de leer y le devolví el diario. Durante muchos años, todos los que Soriano escribió sus notas en "Página/12", mi viejo iba al quiosco, compraba el diario, y entraba a casa apurado por leer la contratapa. Una, dos, tres lecturas a veces. Después tiraba el diario sin leer ni siquiera los titulares. Vi ese gesto suyo repetirse durante mucho tiempo y una tarde se lo critiqué. Ese día, Soriano había publicado "Mecánicos" en la contratapa. ¿Cómo podía ser, le reproché, que un lector casi furioso de diarios los tirara sin leer? "¿Cómo sin leer? -me contestó mi padre-. Leí la nota de Soriano". "¿Y el resto?", le pregunté. "No hay resto", dijo mi padre. Todos los años les leo a mis alumnos del secundario ese relato, que Soriano publicó después en "Cuentos de los años felices". "Mecánicos" es una historia de aprendizaje en la que el padre del narrador decide darle una lección de vida a su hijo. Esa lección consiste en desarmar juntos el Renault Gordini del padre. Pieza por pieza. Y volver a armarlo después. Así aprendés, le dice el padre. Los dos van ensuciándose de grasa, aceite y transpiración a medida que desarman el tren delantero, la tapa del baúl, el parabrisas, el tablero, el cigüeñal. Enseguida todo se llena de rulemanes, tornillos, tuercas, bujes, grampas y resortes. Después de varios días de trabajo, al terminar de armar el Gordini, el padre y el hijo descubren en el suelo una tuerca de bronce grande y redonda que se habían olvidado de poner. El padre decide salir igual a la ruta con el Gordini recién armado y esa misma noche el hijo tiene que ir a buscarlo al hospital de Cañuelas. Algunas veces, en el aula, cuando termino de leerles ese relato a mis alumnos, pienso en qué diría Soriano si supiera que sus textos están incluidos en los programas de estudio de una escuela de suburbio. Pienso también en qué diría mi padre ahora. Los dos habíamos discutido aquella tarde en que "Mecánicos" se había publicado por primera vez y quizá mi padre, que nada sabía de la enseñanza de la literatura, pudo ver en ese relato -o mejor, en muchos relatos de Soriano leídos en las contratapas de un diario-, que la literatura puede ser, además, a veces, una enseñanza.
Rodolfo Rabanal (1940). Nació en la Ciudad de Buenos Aires. Ejerció el periodismo como corresponsal, Jefe de Redacción y columnista en diversos medios argentinos y extranjeros. Entre 1981 y 1982 trabajó como traductor de la Unesco en París. Actualmente es columnista del diario "La Nación" de Buenos Aires y vive en Uruguay. Escribió las novelas "El apartado", "Un día perfecto", "En otra parte", "El pasajero", "El factor sentimental", "La vida brillante", "Cita en Marruecos", "La mujer rusa" y "El héroe sin nombre". También escribió los libros de cuentos "No vayas a Génova en invierno" y "Los peligros de la dicha", y los ensayos reunidos en "La costa bárbara". Su obra ha sido traducida al inglés, francés y polaco. Lo que sigue es su artículo "Las mascotas de Soriano".
Soriano escribía de noche, siempre. Se sentaba a la máquina poco antes de las doce y trabajaba hasta que lo sorprendiera el alba, cuando el sueño ya le borroneaba el teclado. Despertaba al mediodía y el primer movimiento al que lo empujaba la conciencia era el de verificar si su gato -el gato de la familia cuyo nombre he olvidado- se había posado encima de la pila de páginas mecanografiadas. Se trataba de una instancia decisiva: los gatos siempre fueron animales sagrados, nada hacen por azar, tienen "propósitos", designios, preferencias, son premonitorios. Al menos eso creía Soriano. De modo que si su gato había dormido sobre los papeles producidos durante la noche, el trabajo "tenía sentido" y era probable que fuera incluso más bien bueno, de lo contrario había que revisar todo y quizás hasta desecharlo. Tal vez ésa haya sido la más firme cábala del "gordo" y sin duda, el juez de preselección más severo de cualquiera de sus obras. Creo recordar que esta doméstica sumisión extremadamente silenciosa empezó cuando escribía su libro "Triste, solitario y final" y todos compartíamos la redacción del semanario "Panorama", en la Argentina caliente de los años '70. Años antes habíamos sido colaboradores de "Primera Plana" pero sin conocernos, sólo traíamos nuestros trabajos a la redacción, los entregábamos al editor responsable y volvíamos a la calle. Ahora tengo la borrosa impresión de que, en algunos momentos, el entonces muy joven Soriano exasperaba a Hugo Gambini porque solía entregarle sus artículos escritos a mano en hojas de cuaderno. Es posible, Soriano había llegado de Tandil con las manos vacías, su ambición era trabajar en el periodismo, hacerse escritor y ahorrar para comprarse una máquina de escribir. La otra ambición consistía en conocer Los Angeles, Estados Unidos, visitar la casa de Laurel y Hardy, indagar en la vida de Raymond Chandler y escribir algo tan maravillosamente bello como "El largo adiós". Por Chandler profesó en esos años una auténtica idolatría. Marlowe, el parco detective de aquella especie de saga californiana, era su mascota. Por entonces, la literatura hacía estragos entre nosotros -la literatura y la política-, leíamos a Conrad, repetíamos de memoria el párrafo inicial de "Lord Jim" y afilábamos "el estilo", un modo de decir que no fuera decir lo obvio (detestábamos la palabra obvio) y una manera de narrar que nos distinguiera del pasado sin olvidar a los maestros. No sería inexacto decir que revistas como "Primera Plana" y "Panorama" y después el diario "La Opinión" prestaron a Osvaldo Soriano el marco y el contexto más afortunado para un joven escritor en marcha: en aquel periodismo estaba la calle y también la forma. La forma era la palabra justa describiendo la situación adecuada en el momento oportuno. Una frase debía ser precisa como un tajo y debía atrapar como un anzuelo. El reto era alto y el estímulo incesante. Escribir bien era imprescindible. Años más tarde, esa virtud narrativa de Soriano enriquecida por los poderes de la imaginación -irónica, humorística, piadosa- haría memorables sus contratapas de "Página/12". Hoy, a diez años de su prematura muerte -pero la muerte siempre es "prematura"- no sabemos de qué modo trataría a Nalbandian y qué habría dicho de la selección del Juvenil jugando en Paraguay, pero sí sabemos que siempre habría dicho algo distinto, nuevo, para nada "obvio". Tampoco sabemos, sobre todo, qué otros libros nos habría deparado, qué fantasías, qué críticas demoledoras enrostradas a la clase política, qué locas aventuras en pueblos perdidos de la honda Patagonia, de la vasta provincia de Buenos Aires o del Chaco ardiente. Pero semejante pensamiento es tan solo un juego de la mente, la obra de un escritor no se inscribe en los modos potenciales, vive por sí misma exactamente como un hecho y cada vez que alguien abre uno de sus libros se nos presenta entera. En ese sentido, podríamos decir que Soriano vive.