22 de julio de 2009

Entremeses literarios (LXVI)

LO BUENO, SI MUCHO, ES MALO
Adolfo Bioy Casares
Argentina (1914-1999)

Suele merodear, como perro hambriento, por la calle Roberto Ortiz. Cuando lo veo, lo invito a comer o a almorzar gratis, en mi restaurante. No olvido que fue el dueño del restaurante donde mejor se comía en el barrio de la Recoleta. "El pelotón fiel", como de manera afectuosa llamaba a los clientes de la primera hora, nunca lo abandonó. Cada uno de ellos sabía perfectamente que en ningún otro restaurante degustaría manjares tan exquisitos. Con el tiempo, que no perdona, los comensales habituales alcanzaron un estado lamentable. Algo peor: día a día formaban un grupo más reducido, porque a unos antes, a otros después, les llegaba la hora de morir. La gente nueva veía a esos pocos viejos pálidos, ojerosos, desdentados y se decía: "La comida aquí debe de ser mala para la salud. La prudencia me aconseja no volver a poner los pies en este lugar".


EL JUEZ HABIL
Leon Tolstoi
Rusia (1828-1910)

El Emir de Argel, Bauakas, quiso cer­ciorarse de que no se exageraba al afirmar que en un lugar de la provincia había un juez extraordinariamente hábil y justo, que descubría siempre la verdad hasta el punto que nadie había logrado engañarle nunca. Bauakas se disfrazó de comerciante y se presentó en el lugar donde habitaba el juez. A la entrada del pueblo se encontró con un mendigo que le pidió limosna. Baua­kas le dio unas monedas, e iba a proseguir su camino cuando el mendigo le tomó por una parte de su traje.
- ¿Qué quieres? -le preguntó enton­ces el Emir-. ¿No te he dado ya limosna?
- Me has dado limosna -respondió el mendigo-. Pero quiero que me hagas el favor de llevarme sobre tu caballo hasta la plaza, porque los demás caballos po­drían pisotearme si tratase de llegar has­ta allí por mí mismo.
Bauakas subió a la grupa al mendigo y le condujo hasta la plaza. Allí detuvo el caballo, pero el mendigo no bajaba.
- ¿Por qué no te mueves? -le dijo el Emir-. Baja, hemos llegado.
- ¿Por qué he de bajar? -le replicó el mendigo-. Este caballo es mío. Si por las buenas no me lo dejas, el juez deci­dirá.
Muchas personas los rodeaban, escu­chando la discusión.
- Vayan a casa del juez -les gritaron-. El los pondrá de acuerdo.
Bauakas y el mendigo fueron en busca del juez. Había mucha gente en la sala; el juez llamaba por turno a los que ante él debían comparecer. Antes de que al Emir le llegara el turno, el juez llamó ante sí a un sabio y a un mujik. Disputaban por una mujer. El mujik afirmaba que era la suya; el sabio sostenía lo contrario y la reclamaba porgue decía que le pertenecía. El juez, después de oírles, guardó un momento de silencio. Después dijo:
- Dejen a la mujer en mi casa y vuelvan mañana.
Cuando aquéllos partieron, entraron un carnicero y un vendedor de aceite. El car­nicero estaba cubierto de manchas de san­gre y el aceitero lleno de manchas de aceite. El carnicero llevaba dinero en la mano y el aceitero estrechaba la mano del car­nicero. Este decía:
- He comprado aceite a este hombre y sacaba mi bolsa para pagarle cuando me asió la mano para robarme el dinero; y ante ti hemos venido, yo con la bolsa y él sujetando mi mano. ¡El dinero me pertenece y él es un ladrón!
- ¡No es cierto! -replicó el aceite­ro-. El carnicero quiso comprarme acei­te y me rogó que le cambiase una moneda de oro; tomé el dinero y lo puse sobre el mostrador. El se apoderó entonces de la bolsa y quiso huir, pero yo le cogí de la mano y aquí estamos.
Después de una pausa respondió el juez:
- Dejen el dinero en mi casa y vuelvan mañana.
Cuando llegó el turno de Bauakas y el men­digo, el Emir refirió como había ocurrido el hecho. Le oyó el juez y cuando terminó pidió al mendigo que le diera su versión.
- Nada de lo que ha dicho es cierto -replicó éste-. Yo atravesaba el lugar montado en mi caballo, cuando él me pi­dió que le llevase a la plaza de la ciudad. Le hice subir sobre la grupa del animal y le conduje a donde quería ir, pero una vez llegados no quiso bajar, diciendo que el caballo era suyo, lo cual no es cierto. Después de una pausa, dijo el juez:
- Dejen el caballo en mi casa y vuelvan mañana.
Al día siguiente, una gran multitud se reunió para conocer las decisiones del juez. Llegaron el sabio y el mujik.
- Llévate la mujer -dijo el juez al sa­bio-, y que le den cincuenta azotes al mujik.
El juez llamó al carnicero.
- Tuya es la bolsa -le dijo. Y designando al vendedor de aceite: Que le den cincuenta azotes -añadió.
Llegó el turno de Bauakas y el mendigo.
- ¿Reconocerías a tu caballo entre otros veinte? -preguntó el juez al Emir.
- Le reconocería.
- ¿Y tú?
- También -dijo el mendigo.
- Sigúeme -dijo el juez a Bauakas.
Fueron al establo; el Emir designó a su caballo entre los otros veinte. El juez llamó en seguida al mendigo y le ordenó que dijese cuál era su animal. El mendigo reconoció al caballo y le mostró. Volvieron todos a la sala y el juez dijo a Bauakas:
- Tuyo es el caballo. Ve por él. -E hizo dar cincuenta azotes al mendigo.
Después de esto, el juez se volvió a su casa. Bauakas le siguió.
- ¿Qué quieres? -le preguntó el juez-. ¿Te desagrada mi sentencia?
- Estoy muy satisfecho de ella -dijo el Emir-. Sólo que quisiera saber cómo te has enterado de que la mujer era del sabio y no del mujik; de que la bolsa era del carnicero y no del mercader; de que el caballo me pertenecía.
- He aquí cómo supe que la mujer era del sabio: por la mañana la llamé y le dije: "Echa tinta en mi tintero". Ella lo tomó, lo limpió apresuradamente y lo llenó de tinta. Esto quiere decir que esta­ba acostumbrada a hacerlo. Si hubiera sido la mujer de un mujik no hubiese sa­bido como arregrárselas. De ahí deduje que el sabio tenía razón. En cuanto al dinero, he aquí cómo supe la verdad: anoche puse la bolsa en un cubo de agua, y por la mañana fui a ver si en el agua flotaba aceite. Si el dinero hubiera sido del aceitero, el roce de sus manos aceitosas hubiera manchado la bol­sa y algo de aceite hubiera quedado: como el agua estaba clara, el dinero pertenecía al carnicero. Respecto al caballo, era más difícil de resolver. El mendigo lo reconoció tan pronto como tú. Más yo no los había some­tido a la misma prueba. Les hice ir al es­tablo para ver a quien de los dos recono­cía el caballo. Cuando tú te acercaste vol­vió la cabeza hacia ti, mientras que cuan­do se acercó el mendigo sólo movió la oreja y levantó la pata. He aquí cómo comprendí que tú eras el dueño del ca­ballo.
Bauakas le dijo entonces:
- Yo no soy mercader, soy el Emir Bauakas y he venido solamente para sa­ber si lo que de ti se hablaba era cierto. Ahora veo que eres un sabio y un hábil juez. Pídeme lo que quieras y te lo conce­deré.
- Ninguna recompensa necesito -respondió el juez-. Me basta con oír tus alabanzas.



DEBUTANDO
Paulina Correa
Chile (1965)

Hace frío. No sé por qué me trajo hasta acá. Pero dijo que la esperara. Que vendría por mí en cualquier momento. No me gusta andar en la calle, de noche, con un vestido tan escotado. Ella insistió en que me lo pusiera. Miro a derecha e izquierda, pero nada. Se hizo humo. Qué hago, ni siquiera tengo plata para regresar. Un auto se detiene frente a mí. Es un hombre. "¿Cuánto?", me pregunta. No entiendo. "Veinte lucas, no ve que es su primera vez...", contesta una reconocible voz de mujer.


DESASTROSO FIN DE LOS TRES REYES MAGOS
Marco Denevi
Argentina (1922-1998)

"Herodes, viéndose burlado por los Magos, se irritó sobremanera y mandó matar a todos los niños que había en Belén" (Mateo, 2, 16). Los tres Reyes Magos, camino de regreso a sus tierras, oyeron a sus espaldas el clamor de la Degollación. Más de una madre corrió tras ellos, los alcanzó y los maldijo. La noticia, de todos modos, se pro­pagó rápidamente. Marcharon entre puños crispados e injurias. En una encrucijada vieron a José y a María que huían a Egipto con el Niño. Cuando llegaron a sus respec­tivos países se ahorcaron.


LAS CIUDADES Y LOS CAMBIOS
Italo Calvino
Italia (1923-1985)

A ochenta millas de proa al viento maestral, el hombre llega a la ciudad de Eufamia, donde los mercaderes de siete naciones se reúnen en cada solsticio y en cada equinoccio. La barca que fondea con una carga de jengibre y algodón en rama volverá a zarpar con la estiba llena de pistacho y semilla de amapola, y la caravana que acaba de descargar costales de nuez moscada y de pasas de uva ya lía sus enjalmas para la vuelta con rollos de muselina dorada. Pero lo que impulsa a remontar ríos y atravesar desiertos para venir hasta aquí no es sólo el trueque de mercancías que encuentras siempre iguales en todos los bazares dentro y fuera del imperio del Gran Kan, desparramadas a tus pies en las mismas esteras amarillas, a la sombra de los mismos toldos espantamoscas, ofrecidas con las mismas engañosas rebajas de precio. No sólo a vender y a comprar se viene a Eufamia sino también porque de noche junto a las hogueras que rodean el mercado, sentados sobre sacos o barriles o tendidos en montones de alfombras, a cada palabra que uno dice -como "lobo", "hermana", "tesoro escondido", "batalla", "sarna", "amantes"- los otros cuentan cada uno su historia de lobos, de hermanas, de tesoros, de sarna, de amantes, de batallas. Y tú sabes que en el largo viaje que te espera, cuando para permanecer despierto en el balanceo del camello o del junco se empiezan a evocar todos los recuerdos propios uno por uno, tu lobo se habrá convertido en otro lobo, tu hermana en una hermana diferente, tu batalla en otra batalla, al regresar de Eufamia, la ciudad donde se cambia la memoria en cada solsticio y en cada equinoccio.


CIRCULO VICIOSO
Mario Halley Mora
Paraguay (1926-2003)

Ella era rica. El era pobre. Se enamoraron. El padre de ella, oligarca y plutócrata, dijo que no. La mamá de él, humilde y ambiciosa, dijo que sí. Por ambos lados opinaron los parientes, aconsejaron los amigos, sentenciaron los viejos y tomaron banderas los jóvenes. Por dos años permanecieron firmes en su amor, y sucedieron cosas. El padre de ella perdió su fortuna y la madre de él ganó la lotería. Ellos siguen amándose, pero la madre de él dice que no, y el padre de ella que sí, y los parientes opinan y los amigos aconsejan, los viejos sentencian y los jóvenes toman banderas.


UNA MISMA SANGRE
Karina Sacerdote
Argentina (1971)

Un ruido en la planta baja lo despierta. Mira a su lado y Sandra duerme. Sigiloso toma el arma, oculta de la vista de todo el mundo, en el doble fondo de un cajón de la cómoda. Empuña el revólver y camina. Sin hacer ruido, comienza a descender las escaleras. El asesino espera. Juan baja el último escalón. Se paraliza ante la presencia del hombre que, armado también, le apunta. Ambos, inertes con el dedo en el gatillo, se miran. Juan piensa que ese hombre podría ser Ignacio, su amigo de la infancia. Sus ojos se parecen, los rasgos de su cara, la cicatriz del mentón. Duda. El intruso parece notar que Juan no es otro que el amigo que no ve desde hace treinta años. Parece que también vacila. Que duda porque quiere dudar. El silencio persiste. Ignacio se pregunta qué pasaría si le hablara, si le dijera que es él. En los ojos del intruso sospecha las mismas presunciones, el mismo miedo. "No, no puede ser...", piensa enfrentado al hombre que se ha vuelto un desconocido, una amenaza. Al mismo hombre que ya no se parece a nadie. Se descubren como suspendidos, inmóviles, perplejos. Tiemblan. El estruendo de los dos disparos, que detonan al unísono, mata al silencio. Los cuerpos caen y la sangre de uno y otro forma un mismo charco. Una misma sangre. La misma que de pequeños los unió en un pacto de amistad hasta la muerte. En el dormitorio Sandra enciende la luz y llama: "¡Ignacio...!".


TIEMPO DE OLVIDO
Jorge Biggs
Chile (1959)

Salí de casa pensando que era verano pero a las dos cuadras me envolvió un frío intolerable. ¿Estaba en el sur de Chile, o en Europa, o en Alejandría? Me refugié debajo de una cornisa que asomaba de un edificio añoso y sopesé mis alternativas: podía volver por mi impermeable, o bien correr hasta la estación del Metro. Opté por lo segundo. Al enfrentar la escalera de la estación Santa Lucía, sentí una mano sobre mi hombro y una voz que me decía: "Abuelo, ¡otra vez desnudo y con este frío! Venga conmigo a casa, se lo pido por favor".


RECUERDOS DEL CARNAVAL DANTANIO
César Bruto
Argentina (1905-1984)

Con la cosa de que este anio se vino otra vez el carnaval, como vino el anio pasado y el traspasado y el tras-traspasado y todos los anterior desde que se fundó el mundo, lo cual es más bien historia de la antigua según los uno y historia preistórica según los otro, o sea que a la final no hay nadies que pueda decir con seguridá de que forma se hiso el mundo y recién tubo de venir coloN para que digiera que el mundo lo hisieron redondo, lo cual se pude probar a satifasión con solamente agarrar y comprar un coso de esos que le disen maspamundi o globosterraqueo, que vienen a ser unas especie de pelota como de las de jugar al fulbo, pero hechas "de lata" y marcada de punta a punta con rayas derecha, las cual van y se juntan en las punta que dige y forman los dos polos del mundo, o sea el lugar de la reflijeración por el frío que hase día y noche, endemientra que en otros sitio va y se cumula la calor o sea la calefasión del mundo y con eso el que lo inventó tuvo una buena idea, porque así los que viven arriba del mundo van adonde quieren, como ser a refrescarse los verano a maR del platA o a calentarse los invierno al brasiL, es desir los que tienen plata, porque los que no tienen agarran y se joroban en gran forma, hasta el día que venga arriba del mundo una guelga jeneral bien hecha y haiga igualdá entre pobre y los rico, o sea que los rico se vengan pobre y los pobre viceversa. Los carnaval dehaora no es desirlo, pero son una basura en todo los orden, meno en algún que otro difrás de cosaco que se ponen algunas muchachas que quedan bien con las polleritas cortas, meno las que son gorda como chancha y sequieren haser las ninias y muestran cada pedaso de piernas que dan gana de salir corriendo. Ante a los tiempo de mi viejo y mi vieja, los carnaval eran lindo porque uno agarraba y se tiraba tanta e esa agua arriba del cuerpo en los patios de las casa, jugando a un lado los honbre y al otro muger y tirándosen buenos baldasos de agua y bonbasos de goma de los que haora están prohibidos, porque la gente agarra y abusa y alguno enpiesa por tirar agua y acaba agarrándose a balasos o tirandosén piedras lo cual es más bien de salvages que no se dan cuenta que le pueden tirar una piedra a fulanO y pegarle a sutanO arriba de la cabesa, o sea que pagan los justo por los pecador, y que quien mal anda mal acaba, o sea de que el que hase las cosa bien no tiene nada adentro que le remuerda la conciensia. Yo, mi viejo, mi hermano cartucho, mi vieja y mi tío aquileZ se quedamo con los corso y siempre los recorremo de punta a punta, tanto para dibertirse mirando a los que se dibierten, como para ver si entre empujón, alguno va y pierde alguna cosa y uno la encuentre y despué va y la devuelbe si es fantasía o si es cartera con documentos los cual a uno no le sirven para nada, pero su dueño le puede dar una buena gratificasión. Endemientra que las autoridaD no le dean un palco para cada cual de las gente que van al corso, los atropeliones y caminatas seguirán viviendo y ocasionando perjuisios a los pueblo.


LEYENDA
Jorge Luis Borges
Argentina (1899-1986)

Abel y Caín se encontraron después de la muerte de Abel. Caminaban por el desierto y se reconocieron desde lejos, porque los dos eran muy altos. Los hermanos se sentaron en la tierra, hicieron un fuego y comieron. Guardaban silencio, a la manera de la gente cansada cuando declina el día. En el cielo asomaba alguna estrella, que aún no había recibido su nombre. A la luz de las llamas, Caín advirtió en la frente de Abel la marca de la piedra y dejó caer el pan que estaba por llevarse a la boca y pidió que le fuera perdonado su crimen. Abel contestó:
- ¿Tú me has matado o yo te he matado? Ya no recuerdo; aquí estamos juntos como antes.
- Ahora sé que en verdad me has perdonado -dijo Caín-, porque olvidar es perdonar. Yo trataré también de olvidar.
Abel dijo despacio:
- Así es. Mientras dura el remordimiento dura la culpa.