En ocasión del relanzamiento de "Los sentidos del agua", Sasturain escribió en el suplemento "Cultura y Nación" del diario "Clarín" del 12 de noviembre de 1992 un artículo en el que reflexiona sobre su escritura y el género policial. El artículo, titulado "Nada que decir, todo para contar", dice así:
Hay quienes escriben -dicen- porque tienen algo que decir. Eso es, al menos en término lógicos o semánticos, un equívoco: el que considera que tiene algo que decir, que lo diga. No es necesario que lo escriba. Y si cree que hay algo que deba hacer, que lo haga. La escritura, la ficción, pueden llegar antes, durante o después del acto o la dicción pero serán siempre otra cosa, nunca la misma. No hay equivalencias o sustituciones: decirle a ella "te quiero" no es lo mismo que hacerle el amor; y escribir un poema con esas y otras palabras más el deseo de hablar y de hacerle el amor es otra cosa. Esa diferencia es la literatura.
Hay quienes vivieron primero y luego -aparentemente- la literatura vino detrás para contarlo, como Conrad. Hay otros que en un principio escribieron la aventura que luego se atrevieron a vivir, como Oesterheld; están los que hicieron literatura mezclando biografía y ficción en una amalgama confusa o compleja sanamente indisoluble, como Miller, Cendars o Pratt, sin ir más lejos. Y hay, finalmente, escritores para quienes escribir - se me ocurren Borges, Salinger, Chandler- porque la "otra aventura", como dice Bioy, fueron los libros, sin recordar cuál era la primera, si la vida misma, ciertas formas de riesgo o las mujeres.
Creo, precisamente, que escribo porque he leído. Eso está claro. Lo que es un misterio -bah, es un decir- es por qué se abandona la lectura para empezar a escribir, por qué se pasa de una actividad inteligente, placentera, sutil, humilde y silenciosa como la lectura a lo contrario: la ambigüedad soberbia y el equívoco placer de escribir.
Creo, precisamente, que escribo porque he leído. Eso está claro. Lo que es un misterio -bah, es un decir- es por qué se abandona la lectura para empezar a escribir, por qué se pasa de una actividad inteligente, placentera, sutil, humilde y silenciosa como la lectura a lo contrario: la ambigüedad soberbia y el equívoco placer de escribir.
Porque también está claro que no todo lo que leemos nos lleva a escribir. Si Salgari me pudo incitar a viajar -cambiar de paisaje-, Lovecraft a cambiar de posición en la cama y Miller o Camus a cambiar de vida o de ideas en la vida, fueron Borges, Onetti, Hammett, Chandler, Cain, Juan Gelman, Oesterheld o Scott Fitzgerald los que me hicieron cambiar la lectura por la escritura.
El género, el tono, el ambiente e inclusive el lenguaje que finalmente elegimos o nos elige es, una vez más, sabiamente ocasional. Describir ese proceso es como explicar por qué amamos a la mujer que amamos y no a otra de la misma ciudad o el mismo mundo. Muy simple: estaba allí en el momento justo.
El género, el tono, el ambiente e inclusive el lenguaje que finalmente elegimos o nos elige es, una vez más, sabiamente ocasional. Describir ese proceso es como explicar por qué amamos a la mujer que amamos y no a otra de la misma ciudad o el mismo mundo. Muy simple: estaba allí en el momento justo.
Para escribir lo que intento, en mi caso bastaron, puntualmente, ciertos textos que operaron como relámpagos para una sensibilidad ya preparada tal vez y sin anteojos negros: la historia de la viga que cae ante el señor Flitcraft contada por Sam Spade a Brigid en un momento "muerto" de "El halcón maltés"; el comienzo de "Adiós, muñeca", la minuciosa descripción del descubrimiento de un cuerpo atascado en el piso de un baño, en "La ventana siniestra" -donde está todo Chandler- y la travesía mexicana de la pareja bajo la lluvia en "Serenata", de Cain.
Después vienen las racionalizaciones ideológicas, que me las he creído: haber elegido el género negro como expresión marginal y contraliteraria; descansar en las convenciones formales y argumentales -el detective, la oficina, el crimen, la rubia- como armazón previa, modelo de verosimilitud que permite hacer "literatura de género" y no aspirar al equívoco prestigioso de la literatura a secas; incurrir en la pretensión de dejar "testimonio'' de lo que opina sobre ciertas situaciones en el país, el mundo y entre la gente, como si a alguien le importara. Un poco de todo eso. En todo caso, la literatura -y el género negro en particular- como opción de vida y recalada nunca deja de ser un lugar sucio de motivos y mal iluminado de intenciones. Es claro que no es por dinero, por poder o por alguna otra forma del engaño: su triunfo, como el de los mejores o únicos poemas de amor, es la crónica luminosa de una derrota.
Después vienen las racionalizaciones ideológicas, que me las he creído: haber elegido el género negro como expresión marginal y contraliteraria; descansar en las convenciones formales y argumentales -el detective, la oficina, el crimen, la rubia- como armazón previa, modelo de verosimilitud que permite hacer "literatura de género" y no aspirar al equívoco prestigioso de la literatura a secas; incurrir en la pretensión de dejar "testimonio'' de lo que opina sobre ciertas situaciones en el país, el mundo y entre la gente, como si a alguien le importara. Un poco de todo eso. En todo caso, la literatura -y el género negro en particular- como opción de vida y recalada nunca deja de ser un lugar sucio de motivos y mal iluminado de intenciones. Es claro que no es por dinero, por poder o por alguna otra forma del engaño: su triunfo, como el de los mejores o únicos poemas de amor, es la crónica luminosa de una derrota.
Cuando hace veinte años, exactamente, escribí las primeras seis o siete páginas de la versión inicial de "Manual de perdedores", el detective se llamaba Julio Robledo y era un ex policía de algo más de cuarenta años, andaba en un Plymouth del '38 en una Buenos Aires contemporánea a la escritura y tenía un socio con el que compartía el mate y la oficina de la Avenida de Mayo: el gordo D'Amico.
La historia se dejó escribir a los tiros y a los tirones en tres años y estaba lista para el invierno de 1975. Tuvo la fortuna de no ser publicada por entonces y asi durmió el sueño de los injustos durante casi una década para volver convertida en folletín por entregas, segunda parte de las aventuras de Julio Argentino Etchenique -el veterano jubilado municipal y también ex policía- que junto al mozo gallego Tony García vive el sueño quijotesco del impermeable, la pistola, y la oficina marloweana en un contexto porteño algo posterior: el verano del '79. El clima y la peripecia son esencialmente los mismos, aunque el narrador y el escritor e incluso el protagonista los viven con una distancia diferente: la impostación y la parodia pretenden subsanar los problemas de verosimilitud. Etchenique se bautiza Etchenaik para creerse lo que actúa.
La historia se dejó escribir a los tiros y a los tirones en tres años y estaba lista para el invierno de 1975. Tuvo la fortuna de no ser publicada por entonces y asi durmió el sueño de los injustos durante casi una década para volver convertida en folletín por entregas, segunda parte de las aventuras de Julio Argentino Etchenique -el veterano jubilado municipal y también ex policía- que junto al mozo gallego Tony García vive el sueño quijotesco del impermeable, la pistola, y la oficina marloweana en un contexto porteño algo posterior: el verano del '79. El clima y la peripecia son esencialmente los mismos, aunque el narrador y el escritor e incluso el protagonista los viven con una distancia diferente: la impostación y la parodia pretenden subsanar los problemas de verosimilitud. Etchenique se bautiza Etchenaik para creerse lo que actúa.
En el fondo, el personaje sólo reproduce los problemas de identidad del confundido firmante de la novela, que no sabe dónde ponerse, se sabe un impostor. Una certeza en el fondo saludable como punto de partida: estar convencido de que no se puede aspirar a la veracidad, no se puede "decir (escribir) la verdad" ni aspirar a ella. Las consecuencias han sido una peligrosa pero comodísima desaprensión a la hora de verificar referencias literarias (el texto) y datos objetivos (la realidad, que le dicen): no tener la menor idea de lo que es un procedimiento forense, soslayar el conocimiento de los mecanismos legales o la estructura del organigrama policial, no haber visto en mi pálida vida una morgue o un cadáver que no sea el encajonado familiar insalvable y desconocer prolijamente modelos y calibres de las armas más usuales que no he empuñado jamás y sólo he visto disparar en el cine o por televisión son algunas de las carencias de las que no me jacto pero que no puedo ni quiero negar. A la hora de escribir, me embarga una pereza lindante con la irresponsabilidad por todo aquello que no sea lidiar con las divinas palabras.
Hasta ahora, he empezado mis novelas a partir de la intuición de ciertos personajes, de ciertas escenas, de algunos climas, lugares o situaciones que se me imponían. En eso, he acompañado solidariamente a mi personaje: compartimos la perplejidad ante el cadáver, el desconcierto deslumbrado de las revelaciones. Confieso que no he sabido quién mataba a quién hasta bien entrada "Arena en los zapatos", por ejemplo.
Acaso de esta precariedad de planes -escribir sin saber bien adonde se va en términos de trama o argumento- proviene cierto desaliño -para ser livianos en la calificación- del desarrollo, el exceso de explicaciones aclaratorias sobre el final, cierta confusión, sin ir más lejos. Pero también el espesor de las situaciones, la demora en los personajes y su circunstancia, climas, algo que suelo agradecer en los escritores que releo, algo que me suele sorprender cuando raramente vuelvo sobre lo publicado: no sé muy bien que pasa pero sí recuerdo cómo.
La probablemente apócrifa anécdota de Faulkner/Hawks que llaman a Chandler para preguntarle, mientras dan los toques finales al guión de "El sueño eterno", quién mató al chofer que aparece ahogado en la piscina en la novela original, y la respuesta segura del autor luego de unos instantes: "No lo sé", me sirven de coartada envidiable, de cobertura prestigiosa.
Finalmente, si cabe, algo sobre "Los sentidos del agua", el primer texto que se dejó escribir fuera de Buenos Aires y despliega una historia de uruguayos y argentinos en París y Barcelona. Hay enigma, investigación, cadáveres, rasgos del género aunque no detective. Supongo que la diferencia respecto de relatos anteriores es que si bien hay un desenlace con cierre clásico y prolijo, nadie puede atribuirse la posesión de un sentido. Los personajes y el narrador poseen muy pocas certezas después de haber presumido de muchas. No tienen nada que decir pero sí algo que contar cuyo sentido se les escapa. Precisamente, creo, de eso se trata. Siempre.
La probablemente apócrifa anécdota de Faulkner/Hawks que llaman a Chandler para preguntarle, mientras dan los toques finales al guión de "El sueño eterno", quién mató al chofer que aparece ahogado en la piscina en la novela original, y la respuesta segura del autor luego de unos instantes: "No lo sé", me sirven de coartada envidiable, de cobertura prestigiosa.
Finalmente, si cabe, algo sobre "Los sentidos del agua", el primer texto que se dejó escribir fuera de Buenos Aires y despliega una historia de uruguayos y argentinos en París y Barcelona. Hay enigma, investigación, cadáveres, rasgos del género aunque no detective. Supongo que la diferencia respecto de relatos anteriores es que si bien hay un desenlace con cierre clásico y prolijo, nadie puede atribuirse la posesión de un sentido. Los personajes y el narrador poseen muy pocas certezas después de haber presumido de muchas. No tienen nada que decir pero sí algo que contar cuyo sentido se les escapa. Precisamente, creo, de eso se trata. Siempre.