24 de julio de 2009

Juan Sasturain. Cambiando la lectura por la escritura

Juan Sasturain (1945) vive y trabaja en Buenos Aires. Es profesor de Literatura, periodista y crítico literario. Escribe ficciones, poesía y ensayos. Especializado en géneros y literaturas marginales, ha escrito ensayos sobre historieta y humor gráfico, y sobre el mundo del fútbol. Con el cuento "Con tinta sangre" ganó en 1990 el premio de la Semana Negra de Gijón. Ha publicado las novelas policiales "Manual de perdedores/1" (1985), "Manual de perdedores/2" (1987), "Arena en los zapatos" (1989), "Los sentidos del agua" (1990) y "Pagaría por no verte" (2008).
En ocasión del relanzamiento de "Los sentidos del agua", Sasturain escribió en el suplemento "Cultura y Nación" del diario "Clarín" del 12 de noviembre de 1992 un artículo en el que reflexiona sobre su escritura y el género policial. El artículo, titulado "Nada que decir, todo para contar", dice así:

Hay quienes escriben -dicen- porque tienen algo que decir. Eso es, al menos en término lógicos o semánticos, un equívoco: el que considera que tiene algo que decir, que lo diga. No es necesario que lo escriba. Y si cree que hay algo que deba hacer, que lo haga. La escritura, la ficción, pueden llegar antes, durante o después del acto o la dicción pero serán siempre otra cosa, nunca la misma. No hay equivalencias o sustituciones: decirle a ella "te quiero" no es lo mismo que hacerle el amor; y escribir un poema con esas y otras palabras más el deseo de hablar y de hacerle el amor es otra cosa. Esa diferencia es la literatura.
Hay quienes vivieron primero y luego -aparentemente- la literatura vino detrás para contarlo, como Conrad. Hay otros que en un principio escribie­ron la aventura que luego se atrevieron a vivir, como Oesterheld; están los que hicieron literatura mezclando biografía y ficción en una amalgama confusa o compleja sanamente indisoluble, como Miller, Cendars o Pratt, sin ir más lejos. Y hay, finalmente, escritores para quienes escribir - se me ocurren Borges, Salinger, Chandler- porque la "otra aventura", como dice Bioy, fueron los libros, sin recordar cuál era la primera, si la vida misma, ciertas formas de riesgo o las mujeres.
Creo, precisamente, que escribo por­que he leído.
Eso está claro. Lo que es un misterio -bah, es un decir- es por qué se abandona la lectura para empezar a escribir, por qué se pasa de una actividad inteligente, placentera, sutil, humilde y silenciosa como la lectura a lo contrario: la ambigüedad soberbia y el equívoco placer de escribir.
Porque también está claro que no todo lo que leemos nos lleva a escribir. Si Salgari me pudo incitar a viajar -cambiar de paisaje-, Lovecraft a cambiar de posición en la cama y Miller o Camus a cambiar de vida o de ideas en la vida, fueron Borges, Onetti, Hammett, Chandler, Cain, Juan Gelman, Oesterheld o Scott Fitzgerald los que me hicieron cambiar la lectura por la escritura.


El género, el tono, el ambiente e in­clusive el lenguaje que finalmente ele­gimos o nos elige es, una vez más, sa­biamente ocasional. Describir ese pro­ceso es como explicar por qué amamos a la mujer que amamos y no a otra de la misma ciudad o el mismo mundo. Muy simple: estaba allí en el momento justo.
Para escribir lo que intento, en mi caso bastaron, puntualmente, ciertos textos que operaron como relámpagos para una sensibilidad ya preparada tal vez y sin anteojos negros: la historia de la viga que cae ante el señor Flitcraft contada por Sam Spade a Brigid en un momento "muerto" de "El halcón mal­tés"; el comienzo de "Adiós, muñeca", la minuciosa descripción del descubrimiento de un cuerpo atascado en el piso de un baño, en "La ventana siniestra" -donde está todo Chandler- y la tra­vesía mexicana de la pareja bajo la llu­via en "Serenata", de Cain.
Después vienen las racionalizaciones ideológicas, que me las he creído: haber elegido el género negro como expresión marginal y contraliteraria; descansar en las convenciones formales y argumentales -el detective, la oficina, el crimen, la rubia- como armazón pre­via, modelo de verosimilitud que per­mite hacer "literatura de género" y no aspirar al equívoco prestigioso de la literatura a secas; incurrir en la pretensión de dejar "testimonio'' de lo que opina sobre ciertas situaciones en el país, el mundo y entre la gente, como si a alguien le importara.
Un poco de todo eso. En todo caso, la literatura -y el género negro en particular- como op­ción de vida y recalada nunca deja de ser un lugar sucio de motivos y mal iluminado de intenciones. Es claro que no es por dinero, por poder o por algu­na otra forma del engaño: su triunfo, como el de los mejores o únicos poe­mas de amor, es la crónica luminosa de una derrota.
Cuando hace veinte años, exacta­mente, escribí las primeras seis o siete páginas de la versión inicial de "Manual de perdedores", el detective se llamaba Julio Robledo y era un ex policía de algo más de cuarenta años, andaba en un Plymouth del '38 en una Buenos Aires contemporánea a la escritura y tenía un socio con el que compartía el mate y la oficina de la Avenida de Ma­yo: el gordo D'Amico.
La historia se dejó escribir a los tiros y a los tirones en tres años y estaba lista para el invierno de 1975. Tuvo la fortu­na de no ser publicada por entonces y asi durmió el sueño de los injustos durante casi una década para volver con­vertida en folletín por entregas, segun­da parte de las aventuras de Julio Ar­gentino Etchenique -el veterano jubi­lado municipal y también ex policía- que junto al mozo gallego Tony García vive el sueño quijotesco del impermeable, la pistola, y la oficina marloweana en un contexto porteño algo posterior: el verano del '79.
El clima y la peripecia son esencialmente los mismos, aunque el narrador y el escritor e incluso el protagonista los viven con una distan­cia diferente: la impostación y la parodia pretenden subsanar los problemas de verosimilitud. Etchenique se bautiza Etchenaik para creerse lo que actúa.


En el fondo, el personaje sólo reproduce los problemas de identidad del confundido firmante de la novela, que no sabe dónde ponerse, se sabe un im­postor. Una certeza en el fondo saluda­ble como punto de partida: estar con­vencido de que no se puede aspirar a la veracidad, no se puede "decir (escribir) la verdad" ni aspirar a ella. Las consecuencias han sido una peli­grosa pero comodísima desaprensión a la hora de verificar referencias litera­rias (el texto) y datos objetivos (la re­alidad, que le dicen): no tener la menor idea de lo que es un procedimiento fo­rense, soslayar el conocimiento de los mecanismos legales o la estructura del organigrama policial, no haber visto en mi pálida vida una morgue o un cadá­ver que no sea el encajonado familiar insalvable y desconocer prolijamente modelos y calibres de las armas más usuales que no he empuñado jamás y sólo he visto disparar en el cine o por televisión son algunas de las carencias de las que no me jacto pero que no puedo ni quiero negar. A la hora de escribir, me embarga una pereza lin­dante con la irresponsabilidad por todo aquello que no sea lidiar con las divi­nas palabras.
Hasta ahora, he empezado mis no­velas a partir de la intuición de ciertos personajes, de ciertas escenas, de algu­nos climas, lugares o situaciones que se me imponían. En eso, he acompañado solidariamente a mi personaje: com­partimos la perplejidad ante el cadá­ver, el desconcierto deslumbrado de las revelaciones. Confieso que no he sabido quién mataba a quién hasta bien entra­da "Arena en los zapatos", por ejemplo.

Acaso de esta precariedad de planes -escribir sin saber bien adonde se va en términos de trama o argumento- proviene cierto desaliño -para ser livianos en la calificación- del desarrollo, el exceso de explicaciones aclaratorias sobre el final, cierta confusión, sin ir más lejos. Pero también el espesor de las situaciones, la demora en los perso­najes y su circunstancia, climas, algo que suelo agradecer en los escritores que releo, algo que me suele sorprender cuando raramente vuelvo sobre lo pu­blicado: no sé muy bien que pasa pero sí recuerdo cómo.
La probablemente apócrifa anécdota de Faulkner/Hawks que llaman a Chandler para preguntarle, mientras dan los toques finales al guión de "El sueño eterno", quién mató al chofer que aparece ahogado en la piscina en la novela original, y la respuesta segura del autor luego de unos instantes: "No lo sé", me sirven de coartada envidiable, de cobertura prestigiosa.



Finalmente, si cabe, algo sobre "Los sentidos del agua", el primer texto que se dejó escribir fuera de Buenos Aires y despliega una historia de uruguayos y argentinos en París y Barcelona. Hay enigma, investigación, cadáveres, ras­gos del género aunque no detective. Su­pongo que la diferencia respecto de re­latos anteriores es que si bien hay un desenlace con cierre clásico y prolijo, nadie puede atribuirse la posesión de un sentido. Los personajes y el narra­dor poseen muy pocas certezas después de haber presumido de muchas. No tie­nen nada que decir pero sí algo que contar cuyo sentido se les escapa. Precisamente, creo, de eso se trata. Siempre.