La belleza es algo drástico porque hace que la gente se equivoque. Y la gente se equivoca, como se equivoca siempre. Al principio pensé: "Bueno, tienes este aspecto, a ver qué haces con eso". Fue algo que me ayudó a crecer, a no agachar la testa ante la belleza y dejar atrás mi timidez para luchar y decirme: "¡Avanti, ragazza!". Debía enfrentarme a ese desafío.
Se puede decir que empezó desde muy alto, con esa "mujer dulce" de Bresson.
Bresson me encontró en una agencia de modelos, como Jean Luc Godard había encontrado a Anna Karina. Fue demasiado temprano, pero maravilloso porque Bresson hace una gran diferencia entre actuar y ser. Eso me marcó. Fue para mí un maestro, un padre artista (mi verdadero padre es un ingeniero). Y eso que no quería a los actores. Trabajó con María Casares, que es una leyenda, y después dijo: "Nunca más". El me hizo advertir cualidades en mi voz, más allá de la belleza. Después me tocó trabajar con Maximilian Schell, a quien yo admiraba como actor. Tuve que viajar a Hungría, hablar en inglés -que no hablaba- y fue un mundo. Me trataban como a un ave de presa. Y yo sólo quería tener a mi madre conmigo. Sin embargo, mantenía la convicción de que debía continuar. Estaba en mi naturaleza. Me imaginaba a mí misma cruzando el océano para nadar, nadar y nadar contra los obstáculos. Pero no recuerdo un momento en que no haya tenido que pedirme cuentas. Haber tenido éxito desde muy joven no fue una ayuda. Porque no tomé el éxito como algo "guauaaaauuuuu". Además, yo sentía que debía pagar el precio de todo lo que no había aprendido, por ejemplo, al dejar la escuela.
Su belleza no le daba ninguna idea de soberanía.
Entonces, yo siempre sentía temor. Pero un temor que me empeñaba en no mostrar. ¡Y no lo mostraba de ninguna manera! Tenía veintiún años, acababa de nacer mi hijo Yann y debía filmar con John Huston. Y Paul Newman era mi "partenaire". Estaba aterrorizada. Me acuerdo de que Paul Newman entraba al estudio golpeando la puerta -¡booooooom!-, con una cerveza en la mano y un casquete americano sobre la cabeza. Y detrás, su hermano, tan alto como él. Pero en el set había otra persona muy importante, James Mason, que me hizo sentir muy bien y eso que en la película hacía de malo. El miedo es como una presencia física que uno no puede ni comunicar. ¿Qué iba a decir? "Estoy avergonzada, por favor, ayúdenme". ¡La belleza! Cuando estaba haciendo "El conformista", alguien me vino a decir que Stefania Sandrelli, que ya era toda una actriz, estaba llorando porque me había encontrado tan bella que no se sentía capaz de actuar conmigo. Entonces la fui a ver y le dije: "Por favor, Stefania, tenés que ayudarme, por favor no te pongas así, tengo dieciocho años, necesito tu solidaridad, tu amistad".
El temor tuvo que desaparecer para interpretar a Lou Andreas Salomé.
Pero dudé en hacerlo. La versión de Cavani me parecía muy explícita. Y yo siento mucho pudor, que es algo que puede funcionar de herramienta para el trabajo, pero no siempre. El desnudo no era un problema porque ya lo había hecho con Bresson, pero se trataba de otro tipo de desnudo. No tenía dudas sobre el desnudo en sí porque el cuerpo es algo bellísimo. Todos tenemos un cuerpo, todos nos desnudamos a la noche para dormir, para hacer el amor con la persona que queremos, no hay que tener vergüenza. Pero tampoco hay que abusar de él en determinada situación. Entonces, mientras estaba en Hollywood haciendo una película de ciencia ficción que se llamaba "Damnation Alley" (El callejón de la muerte), me encontré con una mujer muy linda, Ruth Roberts, que era la madre del primer asistente. Ella empezó a aconsejarme con el papel de Lou. Me dio a leer poemas de Rilke, comenzamos a conversar. Hasta que me dije: "Dominique, sos tan rara, estás haciendo esta cosa de ciencia ficción en Hollywood y al mismo tiempo dudando de hacer el papel de Lou Andreas Salomé. ¿Porque encontrás algo en el guión que no te gusta? ¿Eso es todo? ¡Vamos, muchacha!". Entonces me llevé a Ruth Roberts para que me acompañara durante la filmación. Fue una pena que fuera tan joven porque, si no, me hubiera animado a acercarme más a Liliana Cavani. No hubo alquimia. Fue como en un buen matrimonio o un mal matrimonio. Uno no puede decir: "¡Sos el culpable!". Son los dos.
¿Porqué no aceptó el papel que luego realizó Delphine Seyrig en "India song" (Canción india) de Marguerite Duras?
Personas cercanas fueron las instigadoras de esa decisión. Siento pena por haberme dejado influir por fuerzas oscuras que me hicieron retroceder en un deseo que no fue lo suficientemente decidido. La actriz es considerada como una supermujer, aunque sólo sea eso, una actriz. Un mito, una fantasía. Los hombres se sienten muy atraídos por las actrices pero, al mismo tiempo, si las poseen, las aplastan. Y eso que también se puede actuar con la fuerza que te dan los que te hacen sufrir. Eso puede ser la voz de la impronta.
En "Guerreros y cautivas", Edgardo Cozarinsky hace varias transposiciones de obras literarias. El personaje de la cautiva que usted acoge, como esposa de un coronel de frontera, no bebe sangre de oveja como la del cuento de Borges sino sangre de soldado. Esta es francesa, la otra inglesa. ¿Usted también decidió quedarse del otro lado?
En dos sentidos. Porque en Buenos Aires uno se siente como en su casa. Y si estoy aquí no es porque estoy del otro lado sino porque me siento del lado de la luz. Este es el lugar donde tuve la necesidad de tomar mi cuerpo entre mis manos. Así que comencé a aprender tai-chi con un profesor japonés para poder dar el salto entre Francia y la Argentina, que no fue fácil, aunque mi casa de París da entrada al mundo a partir de un montón de cosas que no se podrían pensar como propias de París.
Colette viajaba con cien pisapapeles de cristal que le había regalado Lalique. Así se sentía como en su casa, aún en un cuarto de hotel.
Muy caro, muy encantador, pero muy poco práctico para una actriz.
Pero en el '89 ya se fue de aquí "embrujada".
Al volver a Francia, luego de trabajar con Cozarinsky, quise aprender a hablar el porteño. Viajé en un avión de Aerolíneas Argentinas donde el piloto tenía la costumbre de salir de la cabina para hablar con los pasajeros. El me conocía como actriz y yo le conté mi aventura en la pampa haciendo "Guerreros y cautivas", y cómo me había encantado la naturaleza del lugar y también Buenos Aires, donde, a pesar de lo que está sucediendo, hay tan buena onda. Le dije que quería hablar porteño porque me parecía un idioma muy cercano a mí, que hablo bien el italiano. Porque aquí hay un español que a mí me suena italianizado y cuya música me encanta. El me dijo: "Bueno, yo tengo una amiga, una persona muy extraordinaria que vive en París y que tiene una escuela de idiomas. ¿Por qué no la llamas?". Después de dos días, cuando estaba de vuelta en mi casa, llamé a esa mujer, que se llama Zoe Cutzarida, para decirle que me gustaría que fuera mi profesora de español. El piloto me había explicado que ella había nacido en la Argentina y hablaba perfectamente. Entonces Zoe me dijo: "Nada más fácil. ¿Sabe que yo la conozco? Usted ha trabajado con el hijo de mi hermano. Porque en la película "Guerreros y cautivas", al primer Cutzarida que conocí fue a un hijo de Nicolás que se llama Alejandro. Zoe vivía a dos cuadras de mi casa. Nos encontramos para tomar el té juntas con su madre, que vivía con ella. Y me vi envuelta en una atmósfera de cierta cualidad que me encantó. Zoe es bellísima, muy muy especial. Era una casa llena de iconos ortodoxos, de objetos egipcios -porque el padre de Nicolás había sido embajador rumano en El Cairo- y de cuadros, porque Zoe en un tiempo había tenido una galería de pintura. Era todo un mundo artístico y refinado y, en medio, dos mujeres muy encantadoras. Empecé a trabajar con Zoe en su escuela, tomando clases. Y más allá de esas lecciones nació una amistad que duró diez años hasta que volví a la Argentina para hacer "Garage Olimpo". Y ella estaba acá para ayudarme a hablar en porteño. Menos mal. Antes de salir del país ella quería presentarme a su hermano. Porque Zoe, como es una mujer sola, que no está casada ni tiene hijos, está muy apegada a toda su familia y habla todo el tiempo de ella. Entonces, cuando me encontré con Nicolás era como si lo conociera de toda la vida. Sabía hasta dónde estaba enterrado el padre. Una siempre está a la búsqueda de su alma gemela. Entonces a la larga la encuentra. Fue así de simple y entonces decidí quedarme aquí.
Usted parece creer en los presagios -que son por lo general malos- y en los augurios -que son por lo general buenos-. Cuando bailó un tango en el papel de Ana Cuadri durante una célebre escena de la película "El conformista" de Bernardo Bertolucci, se trataba de una profecía: vendría, como dice el tango, a blanquearse en el Sur.
Una vez me llamó por teléfono un hombre que quería que grabara un texto de Marguerite Yourcenar. Era un especialista de radio que conocía su trabajo muy bien. Antes de leerlo ante el micrófono yo necesitaba leer el libro para mí. A veces trataba de ir más allá de lo que tenía que leer. E intentaba adelantar un capítulo. No sé si se entiende. Yo trataba de leer más antes de hacer el registro. Pero enseguida él se daba cuenta de que yo no estaba más en la voz. Cuando la gente detecta, para mí es lo máximo. Porque, en general, no sabe escuchar. Al finalizar el trabajo, él se fue a Venecia. Registramos parte del casete, pero de pronto me enfermé, mi voz se rompió, entonces tuvimos que parar. Luego seguimos. Me sentí muy respaldada por este hombre. Al final me acompañó hasta el colectivo para volverme a casa. Yo tenía una impresión rara que no podía definir. Entré al colectivo y le hice una señal a través del vidrio. Pero yo seguía teniendo esa sensación rara, como si él ya no estuviera allí. Y nunca más lo vi. Un buen día de primavera en París, yo iba a viajar al Sur en el coche. Abrí la puerta del departamento y vi uno de esos terribles sobres con una cruz. Cuando una encuentra esas cartas así, tiene miedo. No se atreve a abrirla. La puse a la luz y vi que se transparentaba el nombre. Entonces la abrí: ahí anunciaba la muerte de aquel hombre, su suicidio en Venecia. Francia estaba con todo el rojo, el blanco, el azul. Y había un sol increíble, pero me perseguía la idea de este hombre que había muerto. Cuando yo me había despedido de él, no sabía que iba a morir. Pero aquel día, cuando lo dejé para subir al colectivo, había visto algo. No sé por qué lo recuerdo ahora.
Si éste fue un presagio, ¿cuál podría considerarse un augurio?
Un día estaba sentada comiendo sola en un restaurante y vi entrar a Ingrid Bergman, a otra mujer muy mayor, a otra más joven y a un niño. Yo miraba a esta mujer mayor y pensaba: "Debe ser la madre de Ingrid Bergman; y las otras, la hija y el nieto". Pero esta mujer no era la madre de Ingrid Bergman sino una de sus mejores amigas, una de esas mujeres que en su vida habían sido como pilares. Era Ruth Roberts que un tiempo después, me ayudó para interpretar a Lou Andreas Salomé. Porque volví a encontrar en el momento justo a esta mujer del restaurante, bellísima.
Usted no se llama Margarita salvo en la película de Edgardo Cozarinsky. Pero fueron dos Margaritas las que la marcaron a fuego más allá de la sucesión de admirables que la pusieron frente a una cámara.
Yo tengo a mis santas Margaritas en Marguerite Yourcenar y Marguerite Duras, que fueron mis guías. ¡Sentirme amada por estas mujeres me dio un poquito de solidez, por favor! Con Marguerite Duras tuve, al principio, esa historia de no haber encontrado el momento para trabajar con ella. Primero porque estaba embarazada, luego por aquellos malos consejos que me impidieron aceptar un papel en "Canción india". Un día me llamó una directora belga para proponerme una película. Leí el guión, no me gustó. Luego me invitó a ver la película una vez hecha. Ahí pensé: "Qué mundo tan distinto el de Marguerite que tiene tanta poesía, tiene tanta... ¡Pensé en Marguerite, pensé en Marguerite y pensé en Marguerite! Cuando volví a mi casa, había un mensaje de ella en el contestador. Todavía no había escrito "L'amant" (El amante), que le dio tanto éxito y dinero. Filmaba con presupuestos pequeños. Escuché la voz, ¡esa voz de Marguerite!, e inmediatamente la llamé. Le dije: "Marguerite, esta vez no voy a perder la ocasión de trabajar con usted". Fui en coche hasta la zona donde ella vivía y vi un montón de edificios. En uno, había en cada ventana una planta que yo quiero mucho, que es un simple geranio, pero un geranio muy especial, el geranio rosa. Yo había descubierto esta planta poco tiempo antes, y me encantaba su olor que suele impregnar todo. Y cuando la vi en esas ventanas, pensé: "¡Ah, ésa tiene que ser la casa de Marguerite!". La película en la que me dirigió se llama "El buque Night", una película bastante discursiva que se rodó en una semana y que no fue muy difundida.
También usted fue "la voz" de Marguerite Yourcenar.
A Marguerite Yourcenar la conocí en el hotel Ritz, donde siempre se alojaba cuando venía a París. Me acompañaba este hombre de radio cuya muerte me conmovió tanto. Recuerdo que alguien estaba tomando fotos, pero no le presté atención. Marguerite era muy linda, con una luz en los ojos impresionante, y una boca y una sonrisa únicas. También me acuerdo de un detalle que me encantó -ella amaba mucho a la India- y era que tenía sobre el aparato de televisión un chal indio, blanco, bordado. El chal cubría la pantalla porque ella no miraba televisión. Yo tampoco, la odio. Luego de que murió este hombre con quien grabé "Deniers du réve" (El denario del sueño), recibí una carta de Marguerite Yourcenar que me enviaba desde Maine, escrita en un papel muy hermoso con una imagen de playa y de pájaros. Decía: "Dominique Sandra" -para ella yo siempre era "Dominique Sandra"-, donde me contaba que nuestro amigo había muerto y me preguntaba si habíamos terminado la grabación. Eso fue todo. Pasó el tiempo. Marguerite murió. Un día alguien me telefoneó a mi departamento con un acento muy raro -portugués creo- que me dijo: "Dominique Sanda, no sé si usted se acuerda de mí, pero yo estaba aquel día en el Ritz cuando usted conversaba con Marguerite Yourcenar. Tomé unas fotos de ustedes. Ahora he realizado una muestra muy importante que se llama 'El último viaje de Marguerite Yourcenar'. Si usted me permite, me gustaría exhibir esa foto de ustedes en la galería". Quedé entre encantada y sorprendida. Fui a la inauguración con unas amigas. Era en el Museo Beaubourg. Ahí me encontré con una serie bellísima de fotografías. Cada una tenía una frase de Marguerite, de esas frases de esas que suelen subrayarse. En la foto en que estamos ella y yo juntas, la frase se refería a la soledad: "Creo que el hábito precoz de la soledad es un bien infinito. Enseña, hasta cierto punto solamente, a pasar de los demás seres. Enseña también a amarlos aun más todavía".