3 de diciembre de 2010

Mark Twain. Sobre la entrevista y los entrevistadores

Mark Twain (1835-1910) está considerado como uno de los más destacados escritores de la historia literaria de Estados Unidos. Nacido como Samuel Langhorne Clemens, en 1863 adoptó el seudónimo con el que se haría famoso retratando con un estilo popular y colmado de ácido humor a la sociedad norteamericana de la segunda mitad del siglo XIX. Autor de novelas memorables como "The adventures of Tom Sawyer" (Las aventuras de Tom Sawyer), "The prince and the pauper" (Príncipe y mendigo), "A Connecticut yankee in King Arthur's court" (Un yanqui en la corte del Rey Arturo) y "Adventures of Huckleberry Finn" (Las aventuras de Huckleberry Finn), Twain fue un maestro de la observación y del lenguaje. Por lo general, su nombre aparece asociado a la imagen paternal de un hombre irónico y algo excéntrico que contaba cuentos del Mississippi con un punzante sentido del humor. Sin embargo, lo suyo fue mucho más allá: desde las páginas del "Territorial Enterprise" y del "Buffalo Express", donde trabajó sucesivamente como periodista, criticó severamente la corrupción política de su país. Más tarde, en el "New York Herald", denunció y se opuso al incipiente imperialismo norteamericano y a las intervenciones militares en Cuba y Filipinas. También, en 1898 fundó en Boston la American Anti­-Imperialist League (Liga Antiimperialista de los Estados Unidos), desde donde se dedicó a la organización de actividades políticas, la creación de órganos de prensa y la publicación de panfletos y artículos que ponían en evidencia los desmanes expansionistas y colonialistas perpetrados por Estados Unidos. "Yo soy antiimperialista -declaró entonces- y nunca aceptaré que el águila imperial pose sus garras en ningún país extranjero". Durante mucho tiempo esta faceta del escritor fue ocultada por sus editores, pero sus consideraciones quedaron registradas en su extensa autobiografía.
Desde que cumplió setenta años y hasta poco antes de su muerte, Twain dictó a una mecanógrafa más de quinientas mil palabras. Al parecer, antes que escribirlos decidió dictar sus recuerdos personales y sus opiniones en torno a la política, la sexualidad, la religión y otras cuestiones, para poder así conservar un tono natural, franco y coloquial. Un tiempo antes lo había intentado con el magnetófono recién inventado por Thomas Edison (1847-1931), pero nunca llegó a sentirse cómodo con ese novedoso invento. "Dos o tres personas me escribieron en diferentes ocasiones diciéndome que si yo publicaba mi autobiografía tal vez la leerían cuando sus ocupaciones se lo permitieran. En vista de este interés frenético, creo que debo acceder a las demandas del público. Aquí está, entonces, mi autobiografía", decía el autor en la "North American Review", la revista literaria que publicó pequeñas selecciones de esas memorias en 1906. "Un libro que no se publica durante un siglo da al escritor una libertad que no podría tener de ninguna otra manera", explicó en una entrevista concedida al diario británico "London Times" en mayo de 1899. En consonancia con esa idea, poco antes de morir dispuso que sus memorias permanecieran custodiadas en una bóveda de la Universidad de Berkeley en California y solicitó que no se publicaran hasta cien años después de su fallecimiento. "Tal vez haya mercado para ese tipo de mercancía dentro de un siglo. No hay apuro; esperar y ver", ordenó en aquella oportunidad. Sin embargo, su hija, Clara Clemens (1874-1962), publicó distintas versiones de la autobiografía en 1924, 1940 y 1959, aunque con extensos fragmentos del original enmendados a instancias del editor Albert Bigelow Paine (1861-1937) con el objeto de silenciar el "incómodo" pensamiento de su autor. Finalmente, en 2010 académicos e editorialistas de la Universidad de Berkeley lanzaron el primero de los tres tomos en que se dispuso editarla de la autobiografía tal como Twain lo quería.


Entre las miles de páginas transcritas de diarios, notas, cartas, bocetos, ensayos y reflexiones del escritor norteamericano, se destaca un breve texto que revela un aspecto suyo poco conocido, en el que formuló sus particulares opiniones acerca del género periodístico que por entonces comenzaba a teñirse de amarillo al calor de las inescrupulosas estrategias de venta ideadas por los propietarios del "New York World", Joseph Pulitzer (1847-1911), y del "New York Journal", William Randolph Hearst (1863-1951). El artículo, titulado "Concerning the interview" (En torno a la entrevista), fue escrito en algún momento entre 1889 y 1890, y su interés reside en que, aunque por aquellos días el periodismo sensacionalista daba sus primeros pasos, Mark Twain ya se había formado una desagradable opinión sobre un género que es moneda corriente en el periodismo moderno.

A nadie le gusta ser entrevistado y, sin embargo, nadie se niega a ello porque los entrevistadores son educados y de modales gentiles, incluso cuando llegan en plan de destruir. No doy a entender con esto que siempre lleguen a destruir intencionalmente ni que, solo después de haber destruido, cobren conciencia de ello. No; creo más bien que su actitud es la del ciclón que sale con el cortés propósito de refrescar una villa sofocada por el calor, sin percatarse luego de que le ha hecho de todo menos un favor. El entrevistador lo disemina a uno, hecho picadillo, por toda la redondez del mundo, pero no puede concebir que uno se lo tome como un menoscabo. La gente que culpa a un ciclón lo hace sin reflexionar sobre que la idea de simetría que éste tiene no es la de una masa compacta. Quienes hacen reproches al entrevistador lo hacen sin pensar que, después de todo, él no es más que un ciclón, si bien disfrazado a imagen y semejanza de Dios, igual que el resto de nosotros. Y que no se propone hacer daño alguno, incluso cuando barre el continente con los restos de uno, pensando que solamente está haciendo las cosas más agradables para nosotros y que, en consecuencia, es más justo juzgarle por sus intenciones que por sus obras.


La entrevista no fue una invención feliz. Tal vez sea la manera menos afortunada de intentar dar con lo que realmente pueda ser un hombre. Para empezar, el entrevistador es todo lo contrario de una inspiración, pues se le teme. Se sabe por experiencia que, tratándose de estos desastres, no cabe escoger. No importa lo que él escriba, de un vistazo uno verá que habría sido mejor si hubiese puesto lo otro. Pero tampoco es que lo otro hubiese sido mejor que esto; sencillamente no habría sido esto. Cualquier cambio que se haga debe y podría ser una mejora aunque, en realidad, uno sabe muy bien que nada mejoraría. Tal vez no me esté haciendo entender. De ser así, entonces sí me he hecho entender, algo que no habría logrado excepto no haciéndome entender pues lo que trato de mostrar es lo que se siente, no lo que se piensa. Puesto en el trance de una entrevista, no se puede pensar. No es una operación intelectual: es tan solo un moverse, decapitado, en un círculo confuso. Uno quisiera entonces, de un modo aturdido, no haberlo hecho, aunque en realidad no se sepa qué es lo que uno no hubiese querido hacer y, además, sin que le importe saberlo porque ése no es el punto: simplemente uno quisiera no haber hecho lo que sea que haya hecho. No haber hecho qué cosa es cuestión de menor importancia; no tiene nada que ver con el caso, ¿se entiende lo que quiero decir? ¿Nadie se ha sentido alguna vez así? Bueno, así es como uno se siente al leer impresa la entrevista. Sí: tenemos miedo del entrevistador y no encontramos inspiración en ello. Uno se encierra en su caparazón, se pone en guardia, se hace el descolorido, intenta hacerse el listo y darle vueltas al tema sin decir nada y, cuando al fin lo ve todo impreso, se enferma al ver cuán bien lo hizo. Todo el tiempo, a cada nueva pregunta, uno está atento a detectar a dónde quiere llegar el entrevistador para hurtarle entonces el cuerpo. Especialmente si lo descubre tratando de hacernos decir cosas humorísticas. La verdad, eso es lo que trata de hacer todo el tiempo. Y lo hace tan llanamente, tan abierta y desvergonzadamente que al primer esfuerzo logra extenuarnos y, si aún insiste en ello, es como si nos llenase de brea. No creo que nadie haya dicho nunca algo realmente humorístico a un entrevistador desde la invención de su tan tenebroso oficio. Sin embargo, como está obligado a poner algo "característico", él mismo inventa las humoradas y salpica con ellas las entrevistas. Estas resultan siempre extravagantes, a menudo farragosas y, en general, compuestas "en dialecto": un dialecto inexistente e imposible, por cierto. Este tratamiento ha destruido a más de un humorista, pero el mérito no es del entrevistador porque él nunca se propuso hacerlo. Hay un montón de razones por las que toda entrevista es un error. Una de ellas es que el entrevistador, luego de abrir grifos aquí, allá y acullá, haciendo multitud de preguntas hasta dar con el que fluye libremente y con interés, nunca parece pensar que lo sabio sería concentrarse en este último y tratar de sacarle el mejor provecho, desentendiéndose de todo lo que ha dejado ya correr. Pero él no lo ve así: se asegura de cerrar ese manantial con otra pregunta sobre alguna otra cuestión, y con ello su única pobre oportunidad de llevar a casa algo de valor escapa de inmediato y para siempre. Habría sido mejor ceñirse al asunto del que a su hombre más interesaba hablar, pero esto jamás podría hacérsele entender. El no sabe si uno está prodigando metales preciosos o solo paleando escoria; no distingue la mugre del oro de ley: todo es igual para él y pondrá todo lo que se le diga. Entonces, al ver por sí mismo cuánto de lo que no valía la pena haber dicho está todavía crudo, intenta componerlo poniendo de su propia cosecha que cree madura pero que, en verdad, está podrida. Cierto, lo hace todo con muy buena intención. Igual que el ciclón. Así, sus interrupciones, su modo de desviarnos de un tópico hacia otro, tiene en cierta forma el efecto sumamente grave de dejarnos expresar solo a medias respecto a cada tema. Por lo general, solo atinamos a decir lo suficiente para perjudicarnos y nunca llegamos adonde hubiéramos querido para explicar y justificar nuestra posición.