5 de diciembre de 2010

Tomás Eloy Martínez y el pesimismo tardío de Julio Verne

Entre abril de 1903 y marzo de 1905, Julio Verne (1828-1905) -por entonces aquejado de cataratas y con una diabetes incipiente- trabajó simultáneamente en tres narraciones, sin las cuales no se entendería por completo el resto de su obra. La primera, "Maître du monde" (Amo del mundo), era una continuación pesimista de "Robur le conquérant" (Robur el conquistador). La terminó en siete meses e incorporó a esta historia escrita en 1886 la invención de un vehículo que podía circular sin alteraciones por el aire y la tierra, sobre el agua y debajo de ella. En la primavera de 1904 avanzó en la composición de "L'étonnante aventure de la mission Barsac" (La sorprendente aventura de la misión Barsac), pero tuvo que interrumpir el trabajo poco antes de Navidad, abatido por una repentina parálisis. Fue a comienzos de 1905 que escribió como en trance la novela breve "L'éternel Adam" (El eterno Adán), que fue publicada individualmente ese mismo año y en 1910 formando parte de la antología de relatos "Hier et demain" (Ayer y mañana).
En "El eterno Adán", después de un cataclismo mundial que inunda toda la tierra y la hunde en las profundidades del mar, un grupo de personas a bordo de un navío equipado con los adelantos de la civilización desembarca en los únicos restos de tierra firme que han quedado sobre el globo. A medida que transcurre el tiempo, los sobrevivientes sufren una regresión hacia el salvajismo y la barbarie, y la humanidad debe recomenzar desde cero. Esta vez, la fe sin límites en la ciencia y en la capacidad de la especia humana que caracterizó toda la obra de Verne deviene en una profunda desconfianza, tanto en la eficacia de la primera como en el destino de la segunda. El hombre, en esta oportunidad, advierte impotente que la naturaleza -incluida la suya propia- no se deja dominar por la ciencia. La naturaleza vence a la ciencia y a la técnica.
"El eterno Adán" se publicó en la Argentina en 1975. La edición contó con la inestimable colaboración del escritor y periodista argentino Tomás Eloy Martínez (1934-2010) quien, a manera de prólogo, escribió el ilustrativo ensayo "Profecías del fin del mundo". En él, el autor de "La pasión según Trelew" y "Santa Evita" atribuye el comienzo de esa alteración del credo positivista de Verne al episodio acaecido el 9 de marzo de 1886 cuando su sobrino Gastón lo esperó emboscado y le disparó dos balazos en una pierna luego de la negativa del escritor a darle una suma de dinero. Una de las balas de revólver se alojó en su tibia izquierda y nunca pudo ser extraída. Verne, que sólo pudo caminar apoyándose en un bastón hasta el fin de sus días, se vio obligado a renunciar a los viajes, tanto por tierra como por mar, que tanto le gustaban. Después del incidente, una sola vez fue a Nantes, en 1887, para liquidar la sucesión de su madre y otra vez a París, en 1897, para conversar con su abogado, Raymond Poincaré (1860-1934), sobre su proceso con el químico francés Eugène Turpin (1848-1927) que lo había demandado por difamación. Increíblemente, Julio Verne nunca conoció la Torre Eiffel ni tampoco pudo asistir a la grandiosa Exposición Universal de París en 1900. Su sobrino, mientras tanto, moriría en 1916 en una clínica psiquiátrica de Luxemburgo.
El extraordinario valor literario de "El eterno Adán" reside en que ofrece la particularidad de poder constatar la postrera inclinación de Verne hacia conclusiones más bien pesimistas, contrarias por completo al optimismo noble que animó los celebérrimos "Voyages extraordinaires" (Viajes extraordinarios). Ese aspecto es el que rescata precisamente Tomás Eloy Martínez, desdeñando el supuesto papel que pudo haber jugado Michel Verne (1861-1925) -hijo del escritor- en la redacción definitiva del relato, y resaltando, sí, el tono sombrío y desalentador que lo distingue.
 
En las cuatro grandes novelas que escribió antes de morir, Julio Verne puso fin a todas las simulaciones optimistas que habían enturbiado los "Viajes extraordinarios" y describió el vasto apocalipsis en que comenzaban a internarse los hombres. En las obras previas, la Providencia había asumido siempre la forma de un personaje ambiguo, con voluntad de poder, para quien el triunfo sobre la naturaleza era el medio de convertirse en Dios. Estas criaturas situadas más allá de la moral se llamaban Nemo en "Veinte mil leguas de viaje submarino" o en "La isla misteriosa", Hatteras en "Los ingleses en el polo norte", Maston en "El secreto de Maston", Mathias Sandorf en el relato homónimo. A la misma estirpe pertenece, acaso, el conquistador Robur, para quien el progreso debía ser moderado y la ciencia no debía adelantarse a las costumbres. Robur expresa al Verne de 1886 cuando afirma: "Conviene la evolución, no las revoluciones. Es preciso civilizar aún más a los pueblos para alcanzar la unión de todas las naciones".
A partir de 1886, percances privados trastornan la vida de Julio Verne y modifican su ideología. Su transformación es tan pronunciada que aún sorprende la ceguera con que críticos y lectores la pasaron por alto. La confusión proviene acaso de que los grandes temas de Verne reaparecieron en las nuevas novelas sin alteraciones aparentes: cada una de ellas incluía una invención científica que desbarataba la respiración del universo, y en cada aventura, los cauces del Bien y del Mal discurrían con la sensatez suficiente como para que ningún cataclismo los mezclara. Los símbolos no habían variado: todo nuevo relato incluía promontorios, rocas o torres solitarias que emergían de mares o desiertos infinitos, y que de algún modo anunciaban el Mal o el Misterio. En aquellos años de metamorfosis, Verne se distrajo también en obras triviales o meramente ingeniosas como "La isla de hélice" (1895), "La esfinge de los hielos" (1897), "El pueblo aéreo" (1901), "La caza del meteoro" (1902) y "El secreto de Wilhelm Storitz" (1902). Eran ejercicios para vaticinar la construcción de islas artificales, para completar las aventuras antárticas que Edgar Allan Poe había suspendido 
sesenta años antes en "Las aventuras de Arthur Gordon Pym", para imaginar la organización de un pueblo de hombres monos o, como en el caso del Wilhelm Storitz, para dar una versión frívola e inútil del teorema metafísico sobre la invisibilidad escrito en 1901 por H.G. Wells. Más dignas de estima parecen las reflexiones sobre el amor fraternal que embellecen las páginas de "Los hermanos Kip" (1902) o sobre la ferocidad del amor materno en "La invasión del mar" (1899).


Sin embargo, no es ése el Verne que amaba Raymond Roussel y a quien resultaban ya insuficientes la creación de máquinas asombrosas y la exploración del infinito. Educado en el romanticismo, su final es más patético. Las profecías que empieza a vomitar desde su altillo de neurótico descienden en línea recta de ese árbol genealógico en cuyo tronco están los profetas hebreos, pero que tiene dibujados en las nervaduras los nombres de Baudelaire, de Lautréamont, de Henri Michaux. Apenas se desbrozan las inevitables ingenuidades argumentales de "La misión Barsac" (1903) o de "El eterno Adán", el lector entra de lleno a una luminosa placenta en la que todo es poesía. En esas dos novelas, como en "El castillo de los Cárpatos" (1892) o en "Amo del mundo" (1904), los lectores inadvertidos creyeron disfrutar de amenas descripciones del infierno. Verne proponía algo más siniestro: demostrar que había estado allí, y que ahora el satanismo era su apostolado.
"El castillo de los Cárpatos" aporta algunas endebles señales de esa transformación. Refiere el asedio de dos nobles melómanos a una bella cantante de ópera, Stilla, y la desolación de ambos cuando Stilla muere entonando un aria de Arconati, entre efusiones de sangre. Cinco años después, la soprano reaparece en lo alto de un castillo inaccesible, deslumbradora como en el día de la muerte, y con la voz aún más tersa y poderosa. El artificio para resucitarla es el mismo que Adolfo Bioy Casares emplearía, cuarenta años más tarde, en "La invención de Morel". Ciertas combinadones ópticas y acústicas ideadas por un científico crean una vida ilusoria a la vez que suscitan la idea -como sucede en la novela de Verne- de que el hombre acaso sea también irreal. En los relatos anteriores a 1886, los héroes de esta historia hubiesen encontrado la felicidad en otra parte, y las invocaciones a Dios los hubieran consolado. En "El castillo de los Cárpatos", uno de los melómanos sucumbe y el otro enloquece. La palabra Dios queda impronunciada.
En "Amo del mundo", cuya ejecución es más tardía, el conquistador Robur emplea la ciencia para afirmar su poder sobre los hombres, extorsionarlos y humillarlos. El vehículo que había inventado en la novela bautizada con su nombre se llamaba Albatros y si sus evoluciones sobre la tierra no eran benéficas, al menos resultaban inofensivas; en "Amo del mundo", la máquina se llama Espanto y la guarida donde la oculta es el cráter de un volcán, el Great-Eyry. Robur ha elegido para comunicarse con los jefes de gobierno una fórmula que los inquisidores del siglo XV oían pronunciar a los servidores del demonio. "Soy el amo del mundo". Y en las últimas tres líneas de la novela, Verne impide toda confusión al respecto: "¿Me equivoqué al suponer que el Great-Eyry servía de refugio al demonio?", pregunta la inocente ama de llaves de un policía. "Robur no era el demonio", contesta éste. Pero la mujer replica: "¿Usted cómo lo sabe?".


De todas las novelas de Verne, ninguna incluye tantas pesadillas como "La sorprendente aventura de la misión Barsac"; ninguna, tampoco, consigue que los sueños parezcan tan cercanos y verosímiles. Otras narraciones incluyen la suma de las obsesiones y de la moralidad verneana: el principal ejemplo del período optimista es "La isla misteriosa". También "Mathias Sandorf" o "Veinte mil leguas..." abundan en muestras de desconfianza hacia la Ciencia, en promontorios o grutas que significan poder, y en hombres providenciales que han triunfado sobre la naturaleza. Pero en "La misión Barsac" esos elementos están multiplicados por el satanismo de la historia y por la aplicación (acaso silvestre, pero no por eso menos eficaz) de las ideas de Nietzsche sobre el superhombre y el eterno retorno.
En los inaccesibles desiertos de Nigeria, un aventurero maligno ha creado una ciudad cuyo único dogma es el Odio: Blackland. Los esclavos y los señores se distribuyen en aldeas concéntricas como los círculos del infierno. Una máquina eléctrica convoca a la lluvia y crea feracidad en el yermo. Otras, que vuelan como los helicópteros, hacen sus levas de esclavos en las aldeas y siembran la muerte. El amo de esos territorios se llama Killer. Verne aclara puntualmente que la palabra sajona significa asesino; su biógrafo Marcel Moré ha escrito que acaso sea una premonición de Hitler, a quien Killer se asemeja por la eufonía del nombre y por las tempestuosas variaciones del humor.
Dos torres dominan Blackland: una corresponde a los dominios privados de Killer, la otra a la fábrica donde un francés distraído y amoral, Marcel Camaret, inventa para Killer los prodigios mecánicos que lo han hecho poderoso. Camaret declara que es Dios y actúa como si lo fuera; Killer aspira a ser temido como un demonio. La figura de éste es abyecta, alcohólica, abominable. La del sabio es menos simple: hacia el final de la novela, un grupo de expedicionarios le advierte que sus invenciones sirven para el Mal, y que él es de algún modo cómplice de crímenes indescriptibles. Camaret padece entonces una crisis de conciencia que cuarenta años más tarde revivirá en Oppenheimer, en Fermi y en decenas de físicos que habían trabajado en la fisión del átomo. Pero, a la inversa de ellos, Camaret aplaca sus remordimientos capturando a un lugarteniente de Killer y sometiéndolo a una sesión de picana eléctrica. Para Verne, el planeta donde habita el hombre es ya sólo una cara del infierno, y su inevitable destino es el apocalipsis. En los parajes donde Dios no existe, la sociedad se organiza en amos y esclavos, en opresores y en víctimas, y la única redención posible son los cataclismos.


"El eterno Adán" refiere los pormenores de esa hecatombe. En las apacibles páginas iniciales de un diario descubierto a la vuelta de cuatrocientos siglos, se han esfumado ya las amenazas de la Ciencia, las contaminaciones de la atmósfera y los agravios de un pueblo contra otro. De pronto sobreviene el fin del mundo, veinte hombres se salvan, y la humanidad empieza a retroceder. En este páramo ocupado por el mar, por el silencio y por la voracidad de los vientres, Dios ha muerto al mismo tiempo que la escritura, la palabra y la condición humana. El apetito del hombre no se satisface, piensa el zartog Sofr, y su hambre perpetuo (hambre de poder, de progreso científico, de bienes de consumo) es lo que acabará por condenarlo a recomenzar eternamente en forma de vegetal, de reptil o de simio.
Marcel Moré supuso que el nombre del zartog Sofr-Ai-Sr era un imperfecto anagrama de Zaratustra, y la deducción sólo es válida si se piensa en el fervor con que Verne leía en sus últimos años las obras de Nietzsche. Pero no está allí, ciertamente, la clave que permite explicar cómo el buen burgués de Amiens, conservador por educación y por timidez, abjuró de Dios al final de la vida y lo condenó al vituperio y a la muerte. Piénsese más bien en Nemo, en Robur, en Camaret, que habían engendrado increíbles maravillas mecánicas y que habían visto en esas invenciones un reflejo de su propia divinidad. Piénsese en el majestuoso Verne, que era a la vez el creador de todos aquellos dioses y, por lo tanto, el verdadero padre de un universo surgido a imagen y semejanza de sus sueños. Al sentirse morir, Verne imaginó que era también Dios el que moría. Y no difería en ello de la mayor parte de los hombres. Todos hemos adivinado el apocalipsis, y hemos creído (o querido creer) que nuestro fin sería también el de la especie. Pero sólo Verne tuvo el coraje de convertir en literatura esa abrumadora manifestación de soberbia.