EL CAZADOR DE UNICORNIOS
Aldo Pellegrini
Argentina (1903-1973)
EL GUARDA: ¿Adónde va usted?
EL CAZADOR: Allí. Al bosque.
EL GUARDA: Ese bosque es un coto de caza. ¿Qué va a hacer usted?
EL CAZADOR: Justamente voy a cazar.
EL GUARDA: ¿Tiene su licencia para cazar?
EL CAZADOR: No.
EL GUARDA: Allí, sentado a esa mesa, está el superintendente de caza. Debe usted cumplir los trámites de la licencia.
(El cazador se acerca a la mesa.)
EL SUPERINTENDENTE: ¿Qué caza usted?
EL CAZADOR: Unicornios.
EL SUPERINTENDENTE: (Levanta la cabeza fugazmente y lo mira). Muy bien. (Escribe:) U-ni-cor-nios. ¿Con qué objeto los caza?
EL CAZADOR: ¿Cómo, con qué objeto?
EL SUPERINTENDENTE: En esta planilla hay una línea que dice: "Objeto de la caza". Quiere decir con qué fin caza usted ese animal. Esta línea tiene que ser llenada, si no, no hay licencia. ¿Lo entiende usted?
EL CAZADOR: Objeto de la caza... objeto de la caza... ¿No se puede cazar sin objeto? ¿Cazar porque sí? ¿Cazar por cazar?
EL SUPERINTENDENTE: No, señor. Una caza sin objeto no está permitida. Demasiada gente hace cosas sin objeto en el mundo. Por esa razón nada tiene sentido. La caza es una cosa seria y debe tener un objeto.
EL CAZADOR: Con perdón de usted. Yo nunca he hecho nada que tuviera objeto, y hasta ahora me ha ido muy bien. Soy feliz y pienso seguir así.
EL SUPERINTENDENTE: Lo que haga usted de su vida no me importa, salvo en este problema de la caza. Su caza tiene que tener objeto. ¿Me entiende bien? Tiene que tener objeto.
(El cazador mira un poco desconcertado.)
EL GUARDA: Usted me resulta simpático. Quisiera solucionarle este problema. El superintendente le pregunta si caza para comer el animal, es decir, para aprovechar la carne, o quizás para aprovechar la piel, es decir, con objeto alimenticio o industrial.
EL CAZADOR: En realidad con ninguno de los dos objetos. Cazo unicornios por su espíritu.
EL GUARDA: Bueno, el espíritu no es una cosa útil. Usted en realidad hace lo que se llama "caza deportiva"; es decir que usted caza por el puro placer de cazar.
EL CAZADOR: No me produce ningún placer cazar espíritus. Más bien me produce cierto grado de tristeza.
EL GUARDA: ¿Y por qué los caza si le produce tristeza?
EL CAZADOR: ¿Cómo explicarle...? Para mí, cazar espíritus es una especie de necesidad.
EL GUARDA: ¿Qué clase de necesidad?
EL CAZADOR: Una necesidad... digamos... espiritual.
EL GUARDA: Pero, ¿por qué no caza espíritus de hombres? Son más frecuentes... a veces los encuentra a la vuelta de cualquier esquina.
EL CAZADOR: Sí; sé que cazar espíritus de hombres es lo normal, y lo hacen todos los que pueden, es decir, aquellos que tienen cierto grado de poder. Yo nunca he tenido poder... nunca... Pero todavía hay algo más...
EL GUARDA: ¿Qué más?
EL CAZADOR: Para conseguir espíritus de hombres hay que masacrar a los hombres... y yo... me avergüenza un poco decirlo... (Muy tímidamente) soy humanitario.
EL GUARDA: Pero no se avergüence... ¡es encantador! Ser humanitario... es encantador. ¿Por qué avergonzarse? Todavía no está penado por la ley.
EL CAZADOR: Sí, indudablemente... Pero esas inhibiciones lo vuelven a uno... ¿cómo decir? Le dan a uno un aspecto un poco estúpido.
EL GUARDA: Yo no lo creo así... no, no... Ahora bien, quisiera que me aclarara una duda. Usted debe saber mucho sobre el espíritu. Se habla tanto de él... yo mismo... lo menciono en mis conversaciones... pero, a decir verdad, no sé lo que es. Dígamelo usted. ¿Qué es en realidad el espíritu?
EL CAZADOR: Justamente por esa razón me dedico a la caza de espíritus. Yo tampoco sé lo que es.
(El superintendente, que ha estado escribiendo, levanta la cabeza y dice:)
EL SUPERINTENDENTE: Bien, señor, quedamos en que el objeto de su caza es el espíritu. Está bien, es admisible; es un objeto como cualquier otro... pero como no figura en la lista que tengo aquí de objetos probables, tendrá que esperar.
EL CAZADOR: ¿Qué tengo que esperar?
EL SUPERINTENDENTE: A que consulte al ministerio del ramo. Debo saber si el espíritu está incluido en la nómina de objetos útiles y honorables.
ALMAS PERDIDAS
Ricardo Sumalavia
Perú (1968)
Aquella vez, en la cantina de Don Claudio, perdí hasta el alma jugando a los dados. En una segunda oportunidad, no sólo la recuperé, sino que, incluso, regresé a casa con mucho dinero y otras tres almas que metí dentro de una caja de cartón y guardé en el compartimento superior del closet. Uno nunca sabe el valor que puede adquirir lo que no se ve.
EL CALLEJON DE LOS CIEGOS
Triunfo Arciniegas
Colombia (1957)
Una pareja de ciegos hace el amor de pie en el callejón. El hombre se afana detrás de la mujer, como si tratara de coronar una montaña, sus dedos resbalan en la tierra del deseo. Paso en silencio. Tropiezo con un bulto, tal vez su equipaje de vagabundos. Los ciegos se detienen un instante, giran la cabeza como pájaros y en mi delirio creo que sus ojos alumbran como tizones. Luego reanudan su asunto. Acosado por los gemidos, me alejo.
AÑOS
Cesare Pavese
Italia (1908-1950)
De lo que era yo entonces no queda nada: apenas hombre, era aún un crío. Lo sabía hacía tiempo, pero todo ocurrió a finales del invierno, una tarde y una mañana. Vivíamos juntos, casi escondidos, en una habitación que daba a una avenida. Silvia me dijo esa noche que tenía que irme, o irse ella: ya no teníamos nada que hacer juntos. Le supliqué que dejara que probásemos de nuevo; estaba acostado a su lado y la abrazaba. Ella me dijo:
- ¿Con qué finalidad? -Hablábamos en voz baja, a oscuras.
Luego Silvia se durmió y yo tuve hasta la mañana una rodilla pegada a la suya. Apareció la mañana como había aparecido siempre, y hacía mucho frío; Silvia tenía el pelo sobre los ojos y no se movía. En la penumbra yo miraba pasar el tiempo, sabía que pasaba y corría, y que afuera había niebla. Todo el tiempo que había vivido con Silvia en aquella habitación era como un solo día y una noche, que ahora terminaba por la mañana. Entonces comprendí que nunca volvería a salir conmigo entre la niebla fresca. Era mejor que me vistiera y me marchase sin despertarla. Pero ahora tenía en la cabeza una cosa que preguntarle. Esperé, intentando adormilarme. Cuando estuvo despierta, Silvia me sonrió. Seguimos hablando. Ella dijo:
- Es bonito ser sinceros, como nosotros.
- ¡Oh, Silvia! -susurré-, ¿qué haré al salir de aquí? ¿Adónde iré?
Era eso lo que tenía que preguntarle. Sin apartar la nuca del almohadón, ella sonrió de nuevo, beatífica.
- Bobo -dijo-, irás a donde quieras. ¿No es hermoso ser libre? Conocerás a muchas chicas, harás todas las cosas que quieras. Te envidio, palabra.
Ahora la mañana llenaba el cuarto y sólo había un poco de calor en la cama. Silvia esperaba paciente.
- Tú eres como una prostituta -le dije- y siempre lo has sido.
Silvia no abrió los ojos.
- ¿Estás mejor ahora que lo has dicho? -me dijo.
Entonces me quedé como si ella no estuviera, y miraba al techo y lloraba sin ruido. Las lágrimas me llenaban los ojos y corrían sobre la almohada. No valía la pena que se diera cuenta. Mucho tiempo ha pasado, y ahora sé que aquellas lágrimas mudas fueron la única cosa de hombre que hice con Silvia; sé que lloraba no por ella sino porque había entrevisto mi destino. De lo que era yo entonces no queda nada. Queda sólo que había comprendido quién sería en el futuro. Luego Silvia me dijo:
- Ya basta. Tengo que levantarme.
Nos levantamos juntos, los dos. No la vi vestirse. Estuve pronto en pie, junto a la ventana, y miraba vislumbrarse las plantas. Detrás de la niebla estaba el sol, el sol que tantas veces había entibiado el cuarto. También Silvia se vistió pronto, y me preguntó si no me llevaba mis cosas. Le dije que primero quería calentar el café, y encendí el hornillo. Silvia, sentada al borde de la cama, se puso a arreglarse las uñas. En el pasado se las había arreglado siempre en la mesa. Parecía abstraída y el pelo le caía continuamente sobre los ojos. Entonces daba sacudidas con la cabeza y se liberaba. Yo deambulé por el cuarto y recogí mis cosas. Hice un montón sobre una silla y, de repente, Silvia se puso de pie y corrió a apagar el café que se derramaba. Luego saqué la maleta y metí las cosas. Mientras tanto, por dentro me esforzaba por recoger todos los recuerdos desagradables que tenía de Silvia: sus futilidades, sus malos humores, sus frases irritantes, sus arrugas. Eso me llevaba de su cuarto. Lo que dejaba era una niebla. Cuando hube acabado, el café estaba listo. Lo tomamos de pie, junto al hornillo. Silvia dijo algo, que ese día iría a ver a un tipo, a hablar de un asunto. Poco después dejé la taza y me marché con la maleta. Afuera la niebla y el sol cegaban.
MARIA Y JOSE EN PALESTINA 2010
James Petras
Estados Unidos (1937)
Los tiempos corrían duros para José y María. La burbuja inmobiliaria había explotado. El desempleo se había disparado entre los trabajadores de la construcción. No había forma de encontrar trabajo, ni siquiera para un hábil carpintero. Sin embargo, la construcción de asentamientos seguía adelante, mayoritariamente financiados por el dinero de los judíos estadounidenses, las contribuciones de los especuladores de Wall Street y los propietarios de los antros de juego. "Menos mal -pensó José- que tenemos unas cuantas ovejas y olivos y que María cría unos cuantos pollos". Pero José estaba preocupado: "Queso y aceitunas no bastan para alimentar a un niño que está creciendo. María va a dar a luz a nuestro hijo cualquier día de estos". En sus sueños anhelaba un muchacho robusto trabajando a su lado… multiplicando los panes y los peces. Los colonos menospreciaban a José. Rara vez asistía a la sinagoga y en las principales fiestas sagradas llegaba siempre tarde para evitar el pago del diezmo. Su sencilla casita estaba situada en una quebrada cercana a un manantial que fluía todo el año. Era el sitio ideal para cualquier expansión de asentamientos. Por eso cuando José se retrasó en el pago del impuesto sobre la propiedad, los colonos se apropiaron de su casa, desalojando por la fuerza a José y María y ofreciéndoles un billete de ida para el autobús que iba a Jerusalén. José, nacido y criado en las áridas colinas, se defendió y ensangrentó a no pocos colonos con sus puños endurecidos por el trabajo. Pero al final tuvo que sentarse magullado en su lecho nupcial bajo el olivo, con desesperación negra. María, mucho más joven, sentía ya los movimientos del bebé. Su hora estaba próxima. "Tenemos que encontrar un refugio, José, tenemos que marcharnos… no es momento para venganzas", suplicó. José, que creía en el "ojo por ojo y diente por diente" de los profetas del Antiguo Testamento, acabó aceptando de mala gana. Por tanto, tuvo que vender sus ovejas, pollos y otras pertenencias a un vecino árabe para comprar un carro con un burro. Lo cargó con el colchón, algunas ropas, queso, aceitunas, huevos y así se encaminaron hacia la Ciudad Santa. El camino que debía seguir el burro era pedregoso y lleno de baches. María hacía una mueca de dolor con cada sacudida; le preocupaba que el traqueteo pudiera dañar al bebé. Pero había algo aún peor, este era el camino que forzosamente debían seguir los palestinos, con controles militares situados a cada paso. Nadie le había dicho a José que, como judío, podría haber tomado una carretera suavemente pavimentada, prohibida para los árabes. En el primer bloqueo de carretera, José vio una larga fila de árabes esperando. Señalando a su embarazada mujer, José preguntó a los palestinos, medio en árabe, medio en hebreo, si podían adelantarles. Le abrieron paso y la pareja siguió adelante. Un joven soldado levantó su rifle y ordenó a José y María que bajaran del carro. José descendió e hizo un gesto hacia la barriga de su esposa. El soldado soltó una risita y se volvió hacia sus camaradas: "Ese árabe viejo le ha hecho un bombo a la chica que compró por una docena de ovejas y ahora quiere un pase libre". José, rojo de rabia, gritó en un ronco hebreo: "Soy judío. Pero, a diferencia de vosotros… respeto a las mujeres embarazadas". El soldado empujó a José con su rifle y le ordenó que retrocediera: "Eres peor que un árabe, eres un judío viejo que se folla a muchachas árabes". María, asustada por el intercambio de exabruptos, se volvió hacia su marido y gritó: "Basta José, o acabarán disparándote y nuestro niño se quedará huérfano". Con grandes dificultades, María descendió del carro. Desde la garita de guardia llegó un oficial que después llamó a una soldado: "Eh, Judi, ve a mirar qué tiene bajo el vestido, no sea que vaya cargada de bombas". "¿Qué pasa? ¿Ya no te gusta que te toquen?", ladró Judith en hebreo con acento de Brooklyn. Mientras los soldados discutían, María se inclinó hacia José buscando apoyo. Finalmente, los soldados llegaron a un acuerdo. "Súbete el vestido y ven aquí", ordenó Judith. María palideció de vergüenza. José se enfrentó desesperado a las pistolas. Los soldados se rieron y señalaron hacia los pechos hinchados de María, bromeando acerca de un terrorista no nato con manos árabes y cerebro judío. José y María continuaron su camino hacia la Ciudad Santa. A lo largo de todo el camino, tuvieron que ir parando con frecuencia a causa de los controles. En todas y cada una de las ocasiones tuvieron que sufrir más retrasos, más indignidades y más insultos gratuitos escupidos por sefardíes y asquenazíes, por hombres y mujeres, laicos y religiosos, todos ellos soldados del Pueblo Elegido. Atardecía ya cuando María y José llegaron finalmente hasta el Muro. Las puertas se cerraban por la noche. María gritó de dolor: "José, siento que el niño viene ya. Por favor, haz algo, rápido". A José le entró el pánico. Vio las luces de un pequeño pueblo cercano y, dejando a María en el carro, corrió hasta la casa más próxima y golpeó la puerta con el puño. Una mujer palestina abrió un poco la puerta y atisbó en la oscuridad la cara agitada de José. "¿Quién eres tú? ¿Qué quieres?". "Soy José, un carpintero de las colinas de Hebrón. Mi mujer está a punto de dar a luz, necesito un refugio para proteger a María y al bebé". Señalando hacia María, que se había quedado en el carro, José suplicó en su extraña mezcla de hebreo y árabe. "Bien, hablas como un judío pero pareces árabe", dijo la mujer palestina riendo mientras volvía con él hacia el carro. El rostro de María estaba crispado de dolor y miedo: sus contracciones eran ya más frecuentes e intensas. La mujer ordenó a José que metiera el carro en un establo donde guardaban las ovejas y las gallinas. Tan pronto como entraron, María gritó de dolor y la mujer palestina, a la que se había unido ahora una partera de la vecindad, ayudó rápidamente a la joven madre a tumbarse en un lecho de paja. Así fue como el niño vino al mundo, mientras José lo observaba todo con el corazón encogido. Y sucedió después que los pastores, al regresar de sus campos, oyeron los gritos de alegría por el nacimiento y corrieron al establo con sus rifles y leche fresca de cabra sin saber si había amigos o enemigos, judíos o árabes. Cuando entraron en el establo y vieron a la madre con el bebé, dejaron a un lado sus armas y ofrecieron la leche a María que les dio las gracias en hebreo y en árabe. Los pastores estaban sorprendidos y maravillados: ¿quién era esa gente extraña, una pareja de judíos pobres que venían en paz con un burro y un carro con letras árabes? Las noticias sobre el extraño nacimiento de un niño judío justo fuera del Muro en un establo palestino corrieron veloces por doquier. Muchos vecinos entraron y contemplaron a María, el bebé y José. Mientras tanto, los soldados israelíes, equipados con lentes de visión nocturna informaron desde sus torres de vigilancia orientadas sobre la zona palestina: "Los árabes se están reuniendo justo fuera del Muro, en un establo, alumbrándose con velas". Las puertas que había en la parte baja de las torres de vigilancia se abrieron velozmente y varios vehículos blindados con luces brillantes, seguidos de soldados armados hasta los dientes, salieron y rodearon el establo, los aldeanos reunidos y la casa de la mujer palestina. Un altavoz aullaba: "Salgan fuera con las manos en alto o empezaremos a disparar". Todos salieron del establo junto con José, que se adelantó con las manos extendidas hacia el cielo diciendo: "Mi mujer, María, no puede cumplir vuestra orden. Está amamantando al pequeño Jesús".
AHORA QUE ESTAMOS CASI ESTABLECIDOS EN NUESTRA CASA
William Butler Yeats
Irlanda (1865-1939)
Ahora que estamos casi establecidos en nuestra casa, nombraré a esos amigos que ya no pueden cenar con nosotros. Junto al fuego en la antigua torre, conversando hasta muy tarde, subiendo al dormitorio por la angosta escalera de caracol... Descubridores de la olvidada verdad o simples compañeros de mi juventud, todos han muerto y esta noche están en mi pensamiento. Ellos fueron mis colegas íntimos muchos años, como si formaran parte de mi vida y mi mente, y sin embargo ahora sus rostros sin vida parecen contemplarnos desde el viejo grabado de algún libro. Estoy acostumbrado a su falta de vida.
EL IDIOTA
Gabriel Jiménez Emán
Venezuela (1950)
Cuando el sabio señaló la luna, el idiota se quedó mirando el dedo del sabio, y vio que se trataba del índice. Era un dedo arrugado, envuelto en una epidemis desgastada, cuyo tejido anterior se hacía tan fino que el espesor de la sangre, fragmentado en pequeños puntos rojos, se dividía a su vez en forma de tabique debido a las líneas irregulares que en grupos de cinco separaban a las falanginas de las falangetas. Por la parte posterior, en la superficie de los nudillos, estas líneas eran más numerosas y parecían nervaduras de hoja, pues el sabio era tan viejo que la piel del nudillo era un pellejo de consistencia inerte, y hasta tenía ciertas marcas de los mordiscos leves que el sabio le había dado en los momentos de reflexión. En los demás dedos del sabio había ciertos vellos que el idiota apenas conseguía registrar con el ojo, tal era su concentración en el índice, distintos de aquellos por ser lampiño, con los poros más grandes y de una uña más pronunciada, curva y de una pátina tenue de amarillo. Su superficie se adivinaba casi tan lisa como la de un cristal, y brillaba. El contorno de la cutícula estaba perfectamente dibujado; no había en su línea cóncava ni el más mínimo desprendimiento. El nacimiento de la próxima uña, blanco y puntiagudo, formaba con la cutícula un óvalo que el sabio miraba a veces, encontrando en él una especie de centro universal cuyo significado desconocía. Se detuvo por fin el idiota en la parte superior de la uña, que coincidía exactamente con el nivel de la yema y cuyo borde se inclinaba hacia abajo. Allí el idiota vio, perfectamente reflejada y redonda, a la luna.
LOUVRE
César Vallejo
Perú (1892-1938)
Un día que salía yo del Louvre, a un amigo que encontré en la puerta del mueso y que me preguntó adónde iba, le dije:
- Al museo del Louvre.
ESPIRAL
Enrique Anderson Imbert
Argentina (1910-2000)
Regresé a casa en la madrugada, cayéndome de sueño. Al entrar, todo oscuro, Para no despertar a nadie avancé de puntillas y llegué a la escalera de caracol que conducía a mi cuarto. Apenas puse el pie en el primer escalón dudé de si ésa era mi casa o una casa idéntica a la mía. Mientras subía temí que otro muchacho, igual a mí, estuviera durmiendo en mi cuarto y acaso soñándome en el acto mismo de subir por la escalera de caracol. Di la última vuelta, abrí la puerta y allí estaba él, o yo, todo iluminado de luna, sentado en la cama, con los ojos bien abiertos. Nos quedamos un instante mirándonos de hito en hito. Nos sonreímos. Sentí que la sonrisa de él era la que también me pesaba en la boca. Como en un espejo, uno de los dos era falaz. "¿Quién sueña a quién?", exclamó uno de nosotros, o quizá ambos simultáneamente. En ese momento oímos ruidos de pasos en la escalera de caracol. De un salto nos metimos uno en otro y así fundidos nos pusimos a soñar al que venía subiendo, que era yo otra vez.
DESNUDA, CON UN CUERVO
Miguel Angel de Rus
España (1963)
Me hizo posar desnuda, con un cuervo sobre uno de mis hombros. Hacía frio en su estudio y sentí mis senos duros y mis pezones erectos, la piel erizada. Me puso un collar de perlas al cuello. Quedó satisfecho de cómo estaba todo. Se alejó con paso indeciso hacia su cámara, se giró, se colocó tras el objetivo y me pidió con voz trémula que cerrara los ojos. Entre los disparos de su cámara fotográfica sentí sus jadeos. Sabía que estaba excitado y eso me hacía sentir poderosa. Sin moverme, sin hacer nada, sólo con mi belleza, el era un hombre convulso, un esclavo. Entreabrí los ojos y contemplé el efecto que hacía en mis pezones el bálsamo que me había frotado. ¡Creí que iban a reventar! En cierta forma, yo también estaba excitada. En ese momento escuché un golpe fuerte, pastoso, como de un saco de grasa, y un ruido metálico. Algunos papeles cayeron revoloteando lentos de la mesa que tenía a su lado. El cuervo aleteó asustado, saltó lejos de mí. Contemplé sobresaltada; aquel tipo estaba en el suelo, sin duda exánime.Me acerqué a él. Había dejado de respirar. Comprendí que tenía que actuar rápido. Extraje la cartera de su pantalón y saqué el dinero que me debía por mi trabajo de modelo. Era el segundo fotógrafo que se moría en lo que iba de año. Me repugna el modo en que son incapaces de controlar sus instintos. "Todos los hombres son unos simples mamiferos", dije despectiva. Me puse mi vestido de tirantes y salí dejando la puerta abierta. El aire tibio de la calle era agradable. Quiza debiera cambiar de profesión.