19 de diciembre de 2010

Cuentos selectos (IV). Anton Chejov: "La muerte de un funcionario público"

El ensayista y crítico literario italiano Ettore Lo Gatto (1890-1982) cita en su "Storia della letteratura russa" (Historia de la literatura rusa) el juicio de Tolstoi acerca de la técnica en los cuentos de Anton Chejov (1860-1904): "Chejov, como artista, no puede parangonarse con los escritores rusos precedentes -con Turguenev, con Dostoievski o conmigo-. Chejov tiene su forma propia, como los impresionistas. Uno mira, el artista usa los colores como sin escogerlos, cual si las pinceladas carecieran de relación entre sí. Pero nos alejamos un poco, se contempla la tela, y el conjunto nos da una impresión extraordinaria: ante nosotros tenemos un cuadro claro, indiscutible". Este juicio, de los más agudos sobre la técnica chejoviana, ha servido a los críticos para poner de relieve como principal mérito de Chejov en la historia de la literatura rusa moderna, el haberse alejado definitivamente del estilo entonces clásico; así como Iván Goncharov (1812-1891), Fiódor Dostoievski 1821-1881), Iván Turguenev (1818-1883) o el antes mencionado León Tolstoi (1828-1910) caracterizaban a sus personajes por medio de largas descripciones, relatando minuciosamente todos sus antecedentes en la vida, Chejov eliminó de sus cuentos todo aquello que no interesase al momento de la acción. En sus relatos, el carácter del protagonista quedaba descrito únicamente -a través de la expresividad de sus frases- en base a las respectivas situaciones que afrontaba, haciendo gala de un laconismo estilístico incomparable. El autor de "La dama del perrito" solía decir que "la brevedad es hermana del genio", y a este principio se ajustó en todas sus obras.
Chejov empezó su carrera literaria escribiendo breves relatos humorísticos y caricaturescos 
sobre pintorescos temas generales, los que publicaba en distintas revistas de actualidad como "Oskolki" y "Peterbúrgskaya gazeta" y, hacia 1888, ya se había consagrado en el mundo de los prosistas como cuentista de gran originalidad y escribía en uno de los periódicos más respetados de San Petersburgo, el "Nóvoye Vremia". Las cincuenta y ocho historias que escribió desde principios de ese año hasta su muerte lo situaron en una posición de privilegio dentro de la literatura rusa. Para la crítica especializada, como autor de cuentos cortos no existe ningún escritor ruso que se le pueda comparar. Incluso muchos críticos van más lejos todavía al afirmar que Chejov fue el escritor ruso más grande de todos los tiempos.
Lo Gatto, en la obra citada, sostiene que en sus cuentos "se advierte la huella del verdadero espíritu del autor; en ellos refleja su inmenso amor a las criaturas humanas, con todas sus debilidades y defectos. Retrata la realidad, todo lo que ha visto y observado, sin tomar postura; simplemente denuncia, no juzga. En sus obras aborda la realidad rusa, apática, grave, aburrida y casi desesperada". Y agrega más adelante: "En sus cuentos el ambiente está constituido por los gestos, palabras y actos de los personajes; son varios los estados de ánimo iniciales: debilitamiento de la personalidad frente al orgullo, timidez pasiva junto al énfasis, desesperanza frente a la realidad y al mismo tiempo sueños de redención, bien sea en el recuerdo del pasado, descrito siempre con colores suaves, o bien con aspiraciones para el porvenir". No menos enfático en sus apreciaciones fue Máximo Gorki (1868-1936), quien dijo que los cuentos de Chejov "encierran  un valor profundo: la valentía y el amor a la vida. Lo desconcertante de su talento es que no inventa nada y no escribe sobre nada que no exista en el mundo. No nos hace ni más buenos ni más bellos de lo que somos, y precisamente por esto hay personas que no quieren a Chejov".
En 1883, mientras estaba estudiando Medicina en la Universidad Estatal de Moscú, escribió "La muerte de un funcionario público", un claro ejemplo de su maestría para retratar a oficinistas, gendarmes, comerciantes, esposas y viudas de terratenientes, escritores sin éxito, militares sin dotes de mando, criadas, maestros de escuela o cualquiera de sus habituales personajes. En este caso se trata de un funcionario público que, a partir de una situación de aparente cotidianeidad, carente de cualquier matiz extraordinario, se debate en medio de un conflicto ambiguo y para él opresivo que lo lleva inevitablemente a una verdadera tragedia personal.

LA MUERTE DE UN FUNCIONARIO PUBLICO
 
El gallardo alguacil Iván Dmitrich Cherviakov se hallaba en la segunda fila de butacas y veía a través de los gemelos "Las campanas de Corneville". El hombre miraba y se sentía del todo feliz... Pero, de pronto... -en los cuentos aparecen a menudo estos "pero, de pronto", y los autores tienen razón en usarlos: la vida está llena de imprevistos-, de pronto se le arrugó la cara, los ojos se le pusieron en blanco, se le detuvo la respiración... apartó los gemelos, se inclinó y... ¡¡achís!! estornudó. Como es sabido, a nadie en ningún lugar se le prohibe estornudar. Estornudan los mujiks, los jefes de policía y a veces incluso los consejeros privados. Todo el mundo estornuda. Y por eso Cherviakov no se turbó en lo más mínimo; secó su cara con el pañuelo y, como persona educada que era, miró a su alrededor para enterarse de si había molestado a alguien con su estornudo.
Pero entonces no tuvo más remedio que turbarse. Vio cómo un vejete sentado frente a él, en la primera fila de butacas, se limpiaba cuidadosamente el cuello y la calva con su guante y murmuraba algo. Cherviakov reconoció en el viejecito al general Brizhalov, alto funcionario del Ministerio de Comunicaciones. "Lo he salpicado probablemente -pensó Cherviakov-; no es mi jefe, pero de todos modos resulta un fastidio. Tengo que pedirle disculpas". Cherviakov carraspeó, se inclinó hacia el general y le susurró al oído:
- Le pido disculpas, excelencia, lo he salpicado... No era mi intención...
- No es nada, no es nada...
- Se lo ruego por favor, discúlpeme. Fue... fue sin querer.
- ¡Oh, por favor! ¡Cálmese y déjeme escuchar!
Cherviakov, avergonzado, sonrió estúpidamente y se dispuso a mirar la escena. Miraba, sí, pero ya no pudo recuperar la felicidad de antes. Comenzó a sentirse molesto e intranquilo. En el entreacto se acercó a Brizhalov, se paseó a su lado y dominando su timidez, murmuró:
- Lo he salpicado, excelencia... Discúlpeme... Ha sido... Es que...
- Oh, déjelo ya... ¡Ni me acordaba del asunto y usted sigue con lo mismo! -contestó el general moviendo con impaciencia los hombros.
"Dice que lo ha olvidado, pero en sus ojos se lee la molestia -pensó Cherviakov mirando al general con desconfianza-. No quiere ni hablarme. Tendría que explicarle que no fue mi intención... que fue por una ley de la naturaleza. Si no, pensará que lo he hecho a propósito, y si no lo piensa ahora, lo puede pensar algún día".
Al llegar a casa, Cherviakov le explicó a su esposa el percance. Pero le pareció que la mujer se tomaba el acontecimiento con demasiada ligereza. Se asustó algo, aunque, cuando se enteró de que Brizhalov era de otro departamento, se sintió más tranquila.
- De todos modos, ve a pedirle disculpas -le dijo-. Si no, pensará que no sabes comportarte en público.
- ¡Pues ahí está la cosa! Es que ya me he disculpado, pero él, no sé, estaba algo raro... No dijo ni una palabra sensata. Además, no hubo ni tiempo para hablar.
Al día siguiente Cherviakov se puso el uniforme nuevo, se fue a cortar el cabello y marchó al 
despacho del general para darle una explicación. Al entrar en la sala de espera vio allí mucha gente esperando y también al propio general que ya había empezado a atender las solicitudes. Luego de haber despachado a varios de los visitantes, el general alzó la vista hacia Cherviakov.
- Usted recordará, excelencia, que ayer en el teatro de la Arcadia... -comenzó a decir el alguacil- yo estornudé y lo salpiqué involuntariamente. Le ruego...
- ¡Qué tonterías son éstas! ¡A quién se le ocurre!... ¿Qué se le ofrece? -preguntó el general volviéndose hacia el siguiente visitante.
"¡No quiere dirigirme la palabra! -pensó Cherviakov palideciendo-. O sea que está enfadado. No, esto no puede quedar así... Tengo que explicarle". Cuando el general terminó con el último de los que allí estaban y ya se dirigía hacia su gabinete, Cherviakov dió un paso hacia él y balbuceó:
- ¡Excelencia! Si me atrevo a importunarle es precisamente porque me siento arrepentido, puede creerme. No fue a propósito... permítame asegurárselo.
El general torció el gesto y con impaciencia añadió:
- ¡Me parece que usted se burla de mí, señor mío!- dijo, y desapareció tras la puerta.
"Pero, ¿de qué burlas habla? -pensó Cherviakov completamente aturdido-. ¿Cómo me voy a burlar yo? Parece mentira que siendo general no pueda entenderlo. Si se lo toma así, no le pediré más excusas a este fanfarrón. ¡Que se vaya al diablo! ¡Le escribiré una carta, pero no voy a venir más! ¡Palabra que no vengo!".
Así pensaba Cherviakov dirigiéndose a su casa. Pero no escribió la carta. Pensó una y otra vez en ella, pero no consiguió redactarla. Tuvo que volver al día siguiente a explicarse en persona.
- Ayer vine a importunar a su excelencia -balbuceó mientras el general dirigía hacia él una mirada interrogativa-, no para burlarme de usted, tal como usted tuvo a bien decirme. Le pedía disculpas porque cuando estornudé lo salpiqué... pero no tenía intención alguna de burlarme de usted. ¿Cómo me iba a atrever a burlarme? Si nos burlásemos los unos de los otros no habría entonces respeto a las personas de consideración... a las autoridades...
- ¡Fuera de aquí! -bramó el general, temblando de ira.
- ¿Cómo? -preguntó Cherviakov, aturdido de espanto.
- ¡Fuera de aquí! -volvió a aullar el general, pataleando.
Cherviakov notó que algo se le había roto en las entrañas. Sin ver nada y sin oir siquiera, retrocedió hacia la puerta, salió a la calle y echó a andar lentamente hacia su casa. Cuando llegó, entró maquinalmente a su cuarto, se tumbó en el diván sin quitarse el uniforme y... murió.