13 de agosto de 2011

Raúl Brasca. Ensayos sobre microficción (6)

Dolores Koch (1928-2009), a partir de su precursor ensayo "El microrrelato en México: Torri, Arreola y Monterroso" -que fuera publicado en 1981 por la revista "Hispamérica"-, ha prestado una enorme contribución al estudio de la microficción. Sus reflexiones teórico-críticas resultaron imprescindibles para el desarrollo del género en Hispanoamérica, "un género experimental del cuento que, carente de sanción crítica, se ha extendido agreste y alegremente por los campos literarios". "A través de la historia -ha escrito Koch-, el cuento ha sido la narrativa más elemental, cuyo origen oral tradicional le permite pasearse de una cultura a otra, de un idioma a otro, de un siglo a otro. Cada época lo colorea según su visión del mundo y lo arma de los recursos literarios en boga, pero su estructura básica no ha cambiado. La tendencia al cuento corto no es precisamente una novedad en la literatura mundial, pero por razones que no son fáciles de precisar, ha florecido con más vigor en los países hispanoamericanos".
En otro de sus textos, la autora de la magnífica selección de microrrelatos "Antes y después del dinosaurio. El microrrelato en América Latina" -publicada en 2009 por "Hostos Review" de Nueva York- estima que el microrrelato "debe su impulso vital a las grandes lecturas y a ellas responde. Es un diálogo universal de libros balanceándose entre dos polos: la escritura que habla de sí misma y la que dialoga con otros libros. Su asunto es a veces simbólico o emblemático y de carácter intemporal. Participa novedosamente a veces de la sabiduría del adagio, el aforismo y la parábola, y al mismo tiempo, del ensayo o anotación de diario. El final de un microrrelato es frecuentemente el descubrimiento de una verdad o de una paradoja".
Según el lingüista alemán Siegfried Schmidt (1940),
 el "hecho literario es un objeto comunicativo complejo, un proceso sociohistórico que dinamiza diversas prácticas sociales en torno a su quehacer", lo que pone de relieve la valiosa labor de los distintos actores que 
intervienen en un sistema cultural. Así, la participación tanto de autores como de 
antologistas, recopiladores, editores y críticos, ha ido configurando y consolidando el nuevo formato expresivo que se conoce como microficción, aquella que Brasca define como "una brevedad autosuficiente y esencialmente heterogénea". Brasca, precisamente, partícipe solícito como autor, antologista y crítico, escribió para el nº 20 (noviembre de 2009) de la revista electrónica de teoría de la ficción breve "El Cuento en Red" de México el siguiente texto (primera parte).

DEL PRESTAMO A LA APROPIACION
LO APOCRIFO COMO RECURSO EN LA ESCRITURA DE MICROFICCIONES
(Primera parte)

Desde la reescritura irónica de mitos clásicos hasta los fragmentos extraídos de obras extensas y titulados por quien los recortó, abundan en la microficción préstamos y apropiaciones en grados diversos. Reconocidos microficcionistas utilizaron, entre otros recursos, la paráfrasis de obras de otros géneros, la elaborada apropiación de brevísimos cuentos anónimos y el cambio de contexto de argumentos ajenos. Del análisis de estos procedimientos y de sus resultados, pueden extraerse conclusiones que alcanzan al género mismo. Una somera reflexión sobre los procedimientos mencionados proporciona ya un punto de partida, porque todos consisten en escribir sobre lo escrito. Habrá, por lo tanto, dos o más versiones: la que cuenta la letra del microrrelato y la o las que la antecedieron. Estas últimas son a veces ocultadas por el texto mediante el silencio o, incluso, mediante referencias, verdaderas o falsas, que desvían el rumbo de la atención del lector pero, otras veces, pueden leerse debajo de la letra como en un palimpsesto. La fidelidad entre las versiones depende del procedimiento utilizado. La paráfrasis, cuando sólo pretende volver a contar la historia en un nuevo formato, suele producir las versiones más fieles.
Un relato anónimo de la Edad Media es resumido en la revista mexicana "El Cuento" (nº 114-115, 1990) -bajo el título "El monje que conoció los goces del Paraíso"- como sigue: "Un religioso pedía siempre a Dios que le mostrase el gozo más pequeño del Paraíso. Una vez se le apareció una avecilla que se puso a cantar maravillosamente y, queriendo cogerla, la siguió a un bosque y escuchándola se quedó junto a un árbol y allí pasó largo rato. Cuando la avecilla echó a volar, el monje se dirigió al monasterio y vio que el claustro estaba completamente cambiado. A duras penas le dejaron entrar, porque no lo reconocían. Todos se admiraron de verle y él de ver a los demás monjes. Cuando el abad le preguntó quién regía el convento en la época en que había salido, consultaron las crónicas y vieron que había pasado un sinfín de años. El monje dijo que él sólo había estado fuera una hora, distraído por el dulce cantar de un pájaro". Este suceso extraordinario fue recogido por Alfonso el Sabio, aunque él atribuyó el milagro a la virgen. Su versión, parafraseada luego en "La visión de trasmundo en las literaturas híspánicas" (México, 1956), un trabajo de la investigadora argentina María Rosa Lida de Malkiel (1910-1962), se transformó en el microrrelato "El tiempo y el pájaro"
(revista "El Cuento" nº 143-145, México, 1999) cuando fue recortada de allí: "La famosa Cantiga CIII de Alfonso el Sabio, cuenta que un monje pide a la virgen que le dé a conocer en vida las delicias del paraíso. Paseando por el huerto del convento halla una fuente clara y oye un pajarillo cuyo canto le embelesa, cuando vuelve al convento -a la hora de comer, según cree-, lo encuentra todo distinto y se entera de que han transcurrido trescientos años entre su partida y su regreso". La misma historia sustenta dos microrrelatos. En el primero, el antólogo de "El Cuento" parafrasea una historia anónima. En el segundo, la microficción se obtiene por recorte de un texto parafraseado de una obra poética que, a su vez, recrea la historia original. Hay que señalar que las microficciones que como ésta, relatan historias que han recorrido los siglos, suelen ser muy buenas, al menos por su contenido. Cuando quien las cuenta es un microficcionista talentoso, los resultados son superlativos.

El mejor ejemplo de lo que acabo de decir es "El gesto de la muerte", que Borges y Bioy traducen para sus "Cuentos breves y extraordinarios" de "Le grand écart" (La gran separación) de Jean Cocteau, publicado en 1923: "Un joven jardinero persa dice a su príncipe: ¡Sálvame! Encontré a la Muerte esta mañana. Me hizo un signo de amenaza. Esta noche, por milagro, quisiera estar en Ispahán. El bondadoso príncipe le presta sus caballos. Por la tarde, el príncipe encuentra a la Muerte y le pregunta: Esta mañana, ¿por qué hiciste a nuestro jardinero un gesto de amenaza? No fue un gesto de amenaza -le responde-, sino un gesto de sorpresa. Pues lo veía lejos de Ispahán esta mañana y debo tomarlo esta noche en Ispahán". El antecedente más antiguo que nos ha llegado, por lo menos, el más antiguo que conoce quien esto escribe, es una versión atribuida a Beidhawi, exégeta Sunni y comentarista del Corán que fue uno de los librepensadores más celebrados de su época. Murió en Tabriz en el año 685. El texto (publicado en la revista "El Cuento" nº 143-145, México, 1999) es el siguiente: "Una vez Asrael, el ángel de la muerte, entró en casa de Salomón y fijó la mirada en uno de los amigos de éste. El amigo preguntó: ¿Quién es? 'El ángel de la muerte', respondió Salomón. 'Parece que ha fijado sus ojos en mí -continuó el amigo-. Ordena entonces al viento que me lleve consigo y me pose en la India'. Salomón así lo hizo. Entonces habló el ángel: 'Si lo miré tanto fue porque me sorprendió verle aquí, puesto que he recibido orden de ir a buscar su alma a la India y, sin embargo, estaba en tu casa, en Canaán'".

Similar historia, titulada "Salomón y Azrael" y difundida en el siglo XIII, es considerada anónima por algunos o atribuida al poeta sufí Yalal Al-Din Rumi, por otros. Otra versión, ligeramente distinta, fue publicada por el diario "La Nación" (5 de septiembre de 2003) de Buenos Aires, donde se lo presenta como texto anónimo perteneciente a la tradición de los narradores árabes: "Vivía en Bagdad un comerciante llamado Zaguir. Hombre culto y juicioso, tenía un joven sirviente, Ahmed, a quien apreciaba mucho. Un día, mientras Ahmed paseaba por el mercado se encontró con la Muerte, que lo miró con una mueca sorprendida y extraña. Asustado, echó a correr y no se detuvo hasta llegar a casa. Una vez allí le contó al señor todo lo ocurrido y le pidió un caballo diciendo que se iría a la ciudad de Samarra, donde tenía unos parientes, para de ese modo escapar de la muerte. Zaguir no tuvo inconveniente en prestarle el caballo más veloz de su cuadra, y se despidió diciéndole que si forzaba un poco a su cabalgadura podría llegar a Samarra esa misma noche. Cuando Ahmed se hubo marchado, Zaguir se dirigió al mercado y al poco rato encontró a la Muerte paseando entre los bazares. ¿Por qué has asustado a mi sirviente? -le preguntó a la Muerte-. Tarde o temprano te lo has de llevar, déjalo tranquilo mientras tanto... Oh, no era mi intención asustarlo -se excusó ella-, pero no pude evitar la sorpresa que me causó verlo aquí, pues esta noche tengo una cita con él en la ciudad de Samarra". No sabemos cómo la antigua historia llegó a Jean Cocteau. El hecho es que él la introduce en Occidente y que llega a nuestra lengua, en los "Cuentos breves y extraordinarios", con su firma. Borges y Bioy traducen al español la versión francesa con la concisión y el brillo que los caracteriza y que caracteriza al género.
Las ficciones brevísimas de brillante invención y belleza, como la que nos ocupa y muchos relatos sufíes, tienen un tipo particular de movilidad, pasan de una cultura a otra y recorren la historia en multitud de versiones. Incluso antes de los "Cuentos breves y extraordinarios", en 1926, tres años después de que se publicara la versión de Cocteau, el poeta holandés Pieter van Eyck (1887-1954), publicó su poema "El jardinero y la muerte", en el que utiliza el mismo asunto y los mismos nombres propios usados por el francés. Es un poema muy popular en Holanda, tanto que figura en algunas oficinas públicas y salas de espera. La historia también fue novelada. En 1934, el escritor norteamericano John O'Hara publicó "Appointment in Samarra" (Cita en Samarra), novela reeditada muchas veces hasta 2003 (la novela tiene un epígrafe de Sommerset Maugham que cuenta la misma historia pero contada desde el punto de vista de la Muerte). Una combinación de la versión árabe reproducida en "La Nación" y la de Borges y Bioy fue publicada en 1997 por el narrador vasco Bernardo Atxaga con el título de "El criado del rico mercader" en "Obabakoak". Las diferentes versiones de "El monje y el pájaro" se transmitieron sin cambios sustanciales a través del tiempo. Las de "El gesto de la Muerte" mantienen el esquema narrativo y presentan variaciones contextuales.
Esto mismo ha sucedido con otras piezas, no siempre anónimas, en tiempos más cercanos al nuestro. Nataniel Hawthorne concibió el siguiente argumento: "Una familia que se compone del padre, la madre y un par de hijos, sale a dar un paseo y se interna en un bosque. La pequeña hija se pierde de vista entre los árboles. La llaman. Regresa al rato. Al principio, ellos no advierten ningún cambio en ella; sin embargo, poco a poco, parecen notar algo extraño. Hasta que, tiempo más tarde, llegan incluso a sospechar que no es su hija, sino en verdad una extraña, la que regresó con ellos" (en "Cuadernos norteamericanos. 1850-1853", Bogotá, 2007). El argumento fue retomado por Jean Cocteau, quien lo repite en otro contexto en "Magias del circo" (revista "El Cuento" nº 129-130, 1995, y, con el título de "De magos" y ligeras diferencias de traducción, en la revista "El Cuento" nº 114-115, 1990): "En el circo, una madre imprudente deja que su hijo se preste al número de un mago chino. Lo meten en un cofre. Cierran. Luego abren el cofre: está vacío. Vuelven a cerrar y a abrir el cofre; el niño reaparece y vuelve a su asiento. Ahora bien: ya no es el mismo niño. Y nadie lo sospecha". Más elaborada es una recreación de Enrique Anderson Imbert, quien toma el argumento de su microrrelato "La casa encantada" de un relato anónimo aparecido en "Famous ghost stories" (1944), y los personajes de la novela más famosa de la literatura española: "Una joven soñó una noche que caminaba por un extraño sendero campesino, que ascendía por una colina boscosa cuya cima estaba coronada por una hermosa casita blanca, rodeada de un jardín. Incapaz de ocultar su placer, llamó a la puerta de la casa, que finalmente fue abierta por un hombre muy, muy anciano, con una larga barba blanca. En el momento en que ella empezaba a hablarle, despertó. Todos los detalles de este sueño permanecieron tan grabados en su memoria, que por espacio de varios días no pudo pensar en otra cosa. Después volvió a tener el mismo sueño en tres noches sucesivas. Y siempre despertaba en el instante en que iba a empezar su conversación con el anciano. Pocas semanas más tarde la joven se dirigía en automóvil a Litchfield, donde se realizaba una fiesta de fin de semana. De pronto tironeó la manga del conductor y le pidió que detuviera el automóvil. Allí, a la derecha del camino pavimentado, estaba el sendero campesino de su sueño. 'Espéreme un momento' suplicó, y echó a andar por el sendero, con el corazón latiéndole alocadamente. Ya no se sintió sorprendida cuando el caminito subió enroscándose hasta la cima de la boscosa colina y la dejó ante la casa cuyos menores detalles recordaba ahora con tanta precisión. El mismo anciano del sueño respondió a su impaciente llamado. 'Dígame -dijo ella- ¿se vende esta casa?'. 'Sí -respondió el hombre-, pero no le aconsejo que la compre. ¡Esta casa, hija mía, está frecuentada por un fantasma!'. 'Un fantasma -repitió la muchacha-. Santo Dios, ¿y quién es?'. 'Usted' dijo el anciano, y cerró suavemente la puerta".
En 1965, Enrique Anderson Imbert, dio a conocer "La cueva de Montesinos" (en "El gato de Cheshire"): "Soñó don Quijote que llegaba a un transparente alcázar y Montesinos en persona -blancas barbas, majestuoso continente- le abría las puertas. Sólo que cuando Montesinos fue a hablar don Quijote despertó. Tres noches seguidas soñó lo mismo, y siempre despertaba antes de que Montesinos tuviera tiempo de dirigirle la palabra. Poco después, al descender don Quijote por una cueva, el corazón le dio un vuelco de alegría: ahí estaba nada menos que el alcázar que había soñado. Abrió las puertas un venerable anciano al que reconoció inmediatamente: era Montesinos. '¿Me dejarás pasar?', preguntó don Quijote. 'Yo sí, de mil amores -contestó Montesinos con aire dudoso-, pero como tienes el hábito de desvanecerte cada vez que voy a invitarte...'". Una lectura atenta de ambos microrrelatos muestra claramente que se trata del mismo argumento: una persona sueña que va a cierto edificio, golpea la puerta y le abre un anciano de barba blanca. Cuando van a hablar, la persona despierta. Sueña lo mismo durante tres días. Luego, ya en la realidad material y en otra circunstancia, la persona ve el edificio soñado y llama a la puerta. Le abre el mismo anciano del sueño quien la trata como al fantasma que suele visitarlo y se desvanece siempre en el momento de iniciar la conversación. Además de su mayor concisión, el texto de Anderson Imbert tiene el atractivo de situar la acción en el ámbito ficcional del Quijote, lo que implica una serie de resonancias que amplían y, a la vez, particularizan la narración.