Cuenta Battista que su padre era antiperonista pero no reaccionario. Carpintero y socialista, en 1946 votó por la fórmula Tamborini-Mosca. Poco después, frente a cualquier progreso social impuesto por el flamante gobierno peronista, el hombre aseguraba que esa conquista integraba la agenda del legislador socialista Alfredo Palacios (1880-1965). "Me crié en una familia de clase obrera -rememora- que, paradójicamente, no celebraba las mejoras cosechadas para su clase. En septiembre de 1955, con mis victoriosos quince años, deambulaba por plaza San Martín festejando la caída de Perón cuando de pronto alguien clavó un distintivo en mi solapa. Era de metal dorado, mostraba una V y sobre la V una cruz. ¿Qué hacía esa insignia en la solapa de alguien que se proclamaba ateo de izquierda? Aquella tarde comprendí que estaba en el sitio equivocado, tiré el distintivo a la basura y me marché de esa plaza". Por entonces se ganaba la vida trabajando como cadete en una clínica de Buenos Aires en la que llegó a ser ayudante de radiólogo. Cuando tenía veinte años se dedicó a vender Biblias, hasta que consiguió un puesto de redactor en "Radiolandia", la revista de chismes del espectáculo más importante de la época. Sin embargo nunca llegó a trabajar allí, para alivio de sus amigos de "El Escarabajo de Oro", ya que de inmediato entró en una empresa de correos para dedicarse a las relaciones públicas. En esos años escribió el guión de "La familia unida esperando la llegada de Hallewyn", una película que dirigió Miguel Bejo (1944) y que se estrenó en 1972. La película fue premiada y alabada por la crítica, y luego su director se instaló en Barcelona y convocó a Battista para que le escribiera los guiones. Allí comenzó otra historia en la vida del autor de "Gutiérrez a secas", novela sobre la que habla en esta segunda parte de las entrevistas de "La Ventana" y "La máquina del Tiempo". Viajó a España en 1973 con el propósito de permanecer allí un par de años. "Al principio fue bárbaro -recuerda-, pero después se puso duro. Entonces conseguí trabajo en la editorial Bruguera, como escritor fantasma. Firmaba como Tomás Baeza. Escribía libros sobre sectas y sociedades secretas, la cábala y el diablo. Lo que más me interesaba eran los horóscopos, porque era lo que mejor pagaban. Yo no tenía ni idea de astrología y escribíamos muy controlados por el franquismo. Uno podía escribir para tipos casados de, digamos, Virgo: 'Tal día se reencuentra con una antigua amiga'. El lunes, encuentro afectuoso; el martes, el miércoles también, pero el jueves ya tenía que volver al hogar. Lo prohibían, si no". Un día, cuando iba a entregar sus originales, se cruzó en el ascensor de la editorial con un hombre de alrededor de sesenta años cuya marcada languidez lo conmovió. Se vio reflejado en ese hombre abatido y pensó: "Si sigo haciendo esto, ¿no terminaré igual a este tipo". Esa oscura contingencia significó el fin de sus días como escritor fantasma de la editorial Bruguera. Dejó Barcelona cuando un amigo le ofreció dirigir una urbanización en las islas Canarias. "Yo no sabía qué era una urbanización -cuenta el autor de "Sucesos Argentinos"-. La noche anterior a mi viaje invité a un arquitecto amigo a comer unas pizzas: 'Nos despedimos y de paso me explicás qué es una urbanización', le propuse. En Canarias yo era el capo, tenía treintirés años y me decían don Vicente. Hacía una reunión todos los lunes con la gente de la obra. Un ingeniero decía: "Don Vicente, pasa tal cosa con las aguas'. Y yo le preguntaba: 'Bien, ¿usted cómo lo solucionaría, ingeniero Pérez?'. El ingeniero Pérez decía que haría tal cosa y yo contestaba: 'Exactamente. Esa es la solución'. Tenía un piso con vista a la bahía, un Volvo 264 que había costado un millón doscientas mil pesetas, un Saab que no usaba nunca y un sueldo de cinco mil dólares". Allí, en Canarias, terminó "El libro de todos los engaños" (que había comenzado en Barcelona) y "Siroco", dos novelas que, cuando se publicaron en Buenos Aires diez años más tarde, obtuvieron muy buena crítica. Pero en algún momento se cansó: "No quería tener dinero y un yate. Yo quería escribir". Entonces regresó a la Argentina. En España alcanzó a publicar el libro de cuentos "Como tanta gente que anda por ahí" y el de ensayos "Literatura latinoamericana en lengua española", este último en colaboración con Jordi Estrada. Ya en su país, Battista se dedicó al periodismo -primero en la editorial Perfil y luego en el diario "Clarín"- y, naturalmente, a escribir ficciones.
En "Gutiérrez a secas", el protagonista escribe y se comunica sólo en el ciberespacio. De hecho nos plantea la situación del escritor ante las nuevas tecnologías y las nuevas realidades que éstas perfilan…
Gutiérrez se la pasa hablando de que va a escribir la novela (que no la escribe nunca pues sigue escribiendo libros por encargo, que modifican los correctores). Tiene un amigo, el único, Requejo, que cuestiona todo eso pero nunca muestra un libro. Y en algún momento Gutiérrez dice: "bueno, en última instancia soy más escritor que él, porque al menos escribo pero él dice que va a escribir, dice que escribe pero no muestra nada". A Gutiérrez lo pensé como un personaje lo más parecido a un robot. Concebí a un ser humano en una sociedad totalmente destruida, en el sentido de destrucción moral y cultural. En la novela no hay ningún hecho político, los que viven en ella tienen todo resuelto, pero me cuidé mucho de describir una ciudad silenciosa y gris, con seres que no demuestran sentimientos. Sólo lo hacen cuando chatean, pero ahí están demostrando sentimientos hacia personas inventadas: en un momento se enamora de una tal Dolores que vive o se supone vive en Sevilla (y realmente Dolores podría haber sido un jubilado de setenta años que se hace pasar por Dolores y lo enamora a Gutiérrez). El nunca la ve. Todo es una falsedad. Y dentro de esa falsedad, Gutiérrez llega a tener una relación con Ivana y se separa de ella el día que ella lo va a ver para decirle que lo quiere. Desde ese instante no la ve más, cuando ella le demuestra un sentimiento. Sus necesidades sexuales las cubre a través de un CD, con una prostituta, se masturba frente al televisor. Y cuando navega lo hace con el mote de Conan El Bárbaro. Es un personaje de un mundo totalmente robotizado, no sonríe sino al final, cuando se lo llevan no sabemos a dónde. Es un tipo sin pasado, sin historia, sin memoria: un robot.
¿Qué lo llevó a escribir esta novela?…
Yo venía de publicar dos novelas, "Siroco" y "Sucesos argentinos", de corte policial, entonces me marcaron como escritor policial. Ojo, que soy devoto de la literatura policial y, de hecho, creo que toda novela tiene algo de policial. Y decidí que mi próxima novela no sería policial. Se me ocurrió el principio y el final, lo cual me hizo pensar que estaba pensando en un cuento, y si te fijas, "Gutiérrez…" no deja de ser un cuento. Pensé en una novela donde el escritor no es del todo omnisciente, muchas veces a lo largo de la novela el autor (yo) dice: "bueno, no sé, habría que preguntárselo a Gutiérrez". Me dije, ¿qué pasará si escribo una novela en la que me dirijo a un lector, no a los lectores, sino al que está leyendo? A veces le digo o lo oriento para que vea las cosas de otra manera, y me percaté de que estaba manejándome con un ojo que lo miraba a Gutiérrez. Y eso, casi mágicamente, fue llevando la novela, porque Gutiérrez no quiere ser mirado, siempre vive solo, la única ventana de su apartamento da a una pared de otro edificio, nadie lo visita, no tiene amigos… Y al final de la novela te das cuenta de que Gutiérrez ha sido mirado todo el tiempo, lo veían por la pantalla de la computadora, sabían de él hasta el último detalle. Planteé la mirada del otro. Lo curioso es que cambié el final por una lectora anónima. La editora de Emecé me pidió la novela para leerla, y luego me la pidió para publicarla pero le dije que ya la tenía contratada. Pero pasa que también ella le dio la obra a leer a un lector o lectora que según ella es muy exigente y que le había dado un informe. "Me dijo que la novela le pareció perfecta, salvó las cuatro líneas del final". Le pregunté qué cómo era eso, incrédulo, y le pedí una razón, y me dijo que la novela era totalmente literatura pero disimulada todo el tiempo; en cambio, las cuatro líneas finales eran un chiste, un chiste literario. Y me fui y me puse a pensar. ¿Qué es lo importante en toda obra literaria? Que sea una obra literaria y que no se note la literatura, que vos la leas como naturalmente. La sometí al juicio de dos o tres amigos, entre ellos Abelardo, y me dijeron que ese lector o lectora estaba en lo cierto. Desde entonces, siempre que hablo de esa persona digo: "no sé quién será, pero se lo agradezco muchísimo".
¿Cómo se formó? ¿O aún se está formando?
Y de a poco... Sí, es cierto. Haydn murió de viejo (algo infrecuente en aquellos tiempos), y dicen que antes de morir dijo: "Diablos, ahora que empecé a conocer los secretos del clarinete me tengo que morir". Uno está formándose permanentemente, como supongo le pasará a la mayoría de los escritores. No sé. Es como la pregunta de por qué escribís. No tengo la menor idea. Ni siquiera tengo la excusa de decir que provengo de una familia de intelectuales. Mi padre era carpintero y mi madre ama de casa. En casa recuerdo que había un solo libro, el de Doña Petrona, que estaba en la cocina. Además como mi padre no profesaba ninguna religión, era socialista, ni siquiera había una Biblia. Pero a mí, e ignoro por qué, siempre me interesaron los libros. Me acuerdo que de muy chico iba a la casa de un amigo. El padre de mi amigo tenía una gran biblioteca; yo, impresionado, miraba en silencio los libros que guardaba. El escritorio que tengo en casa me lo hizo mi padre. Una de las primeras cosas que le pedí fue que me hiciera una biblioteca. Entonces yo era un jovencito que aún no escribía. Y la fui llenando de libros a mi gusto: Shakespeare se mezclaba con Salgari, ambos me gustaban. Carezco de estudios terciarios y dejé a medio camino los secundarios, soy una especie de autodidacta. Fui leyendo, hasta que un día, sin dejar de leer, comencé a escribir y en eso sigo. Considero que uno escribe siempre, aunque no esté escribiendo. Uno escribe un cuento y mientras dura ese proceso no deja de pensar en ese cuento. Con una novela también sucede algo parecido.
¿Cómo se da en usted el proceso de maduración de un texto y la prisa por escribirlo o el apuro por la publicación?
Siempre separo el periodismo de la literatura. Dos disciplinas diferentes. La nota periodística está sujeta a un espacio dado por la cantidad de palabras; a un tiempo, el que te dan para entregarla; y, en muchos casos, a un tema. Si no cumplís con esas exigencias la nota no se publica. Con la literatura pasa todo lo contrario. No tenés ni espacio, ni tiempo, ni tema. Es decir, que escribís lo que se te ocurre, te tomás el tiempo y le das el espacio que quieras.
Es completamente libre...
En torno al concepto de libertad podríamos estar hablando horas. Podríamos hablar de la libertad que tenemos, en tanto sujetos, para obrar de una y otra manera, ¿pero de sujetos en qué condiciones? Mi libertad es diferente a la de un esclavo. En aquella célebre obra de teatro, "La zorra y las uvas", Esopo mediante el suicidio se siente libre. Yo, honestamente, jamás jugaría esa carta porque sería libre pero, esencialmente, dejaría de ser. Eugéne Delacroix, en su menos célebre cuadro, le dio forma de mujer, con los pechos al aire y sosteniendo a la bandera francesa en su mano derecha. En este caso se trata de la libertad colectiva, producto de una revolución que, para mayor dato, incorporó la palabra "libertad" en su consigna y la transformó en un derecho inherente a la totalidad de los seres humanos. Claro que será diferente la idea que un anarquista tenga de la libertad de la idea que pueda tener un señor feudal o su correlativo en este siglo, y corto aquí porque, como te dije, podríamos hablar durante horas. Sí, me siento libre a la hora de escribir. Te puedo contar lo que me pasó con mi última novela, "Cuaderno del ausente", que editó Ateneo. Les interesaron los borradores que habían leído y me pusieron un plazo para entregarla. La razón es que pensaban presentarla en la Feria del libro. Se trataba de una elección, tenía la libertad de hacerlo o no. Elegí hacerlo. Les dije que iba a ponerme a trabajar en la corrección, aunque no garantizaba cumplir con la fecha. Fue como un desafío. Trabajé "a full" y la entregué en fecha. Debo admitir que tenía el apoyo de la editora que, amablemente, cariñosamente, se tomaba la libertad de enviarme mail tras mail preguntándome cómo iba el trabajo. En aquellos días pensé en Simenon, capaz de escribir una novela en un par de semanas. ¿Entendés ahora por qué dije que lo envidio?
Cuando corrige, ¿cuánto piensa en el lector?
Todo el tiempo pienso en el lector. Lo que pasa es que "el lector" es una figura casi fantasmal. Yo pienso en mí, debe seducirme a mí, y en ese momento, yo soy el otro, soy el lector. Corregir es quitar ripios, eliminar esas aclaraciones que sobran, corregir es dejar el misterio. Si al lector le decís, pasó por esto, por esto y por esto, el personaje hizo esto, esto y esto, le estás dando un programa de televisión. En cambio si vas contando una historia, pero en la historia no se cuenta todo, hacés que el lector participe. Yo creo que la síntesis de eso -yo lo intenté y espero haberlo logrado- es "Gutiérrez, a secas". Ahí, habrás visto, la novela está contada por un narrador aparentemente omnisciente como lo eran los de los siglos XVIII y XIX y, sin embargo, hay cosas que él no sabe. Hay momentos en las que dice, bueno, esto habría que preguntárselo a Gutiérrez. Es decir, el narrador cuenta hasta lo que sabe. Lo otro lo deja a criterio de las deducciones del lector.
¿Se podría hablar de una ética entre el escritor y el lector?
Sí. Yo creo que sí. Hace un rato hablábamos del policial. Sobre todo en el policial clásico, de enigma, el inglés -aunque lo haya inventado un norteamericano-, hay un código ético. En ese policial, el asesino no puede aparecer de golpe en el último capítulo porque estarías engañando al lector. El asesino tiene que estar al principio. Por ejemplo si yo doy una cantidad de datos y después digo: "ah, no, todo era un sueño", estoy engañando al lector. Hay una vieja película, "The woman in the window" (La mujer del cuadro), dirigida por Fritz Lang y protagonizada por Edward G. Robinson, que habla de un hombre de familia, de conducta intachable, que en una galería de arte que está junto al hotel en el que está por negocios, ve el cuadro de una mujer bellísima y sugestiva. Más tarde, baja en la mitad de la noche a comprar cigarrillos y ahí se le presenta la misteriosa mujer del cuadro, de carne y hueso. Así, el tipo se ve envuelto en una situación gansteril, hay un asesinato, etcétera y uno va siguiendo la historia con toda pasión, quiere saber cómo terminará. El final te defrauda. ¿Por qué? Nada de lo que hasta ahí había visto era cierto, se trataba de un sueño: el tipo se había quedado dormido.