13 de julio de 2013

Charles Darwin, el viajero del Beagle (2). El vislumbramiento del misterio de los misterios

En diciembre de 1831, cuando Fitz Roy volvió a salir de su país para seguir con sus exploraciones, reunió a bordo del Beagle -un buque pequeño, de alrededor de 240 to­neladas, dotado con seis cañones y veintidós cronómetros- a un grupo compuesto por trece tripulantes, un médico, un car­pintero, siete particulares, treinta y cuatro marineros, seis grumetes, nuestro Darwin -requerido como naturalista para observar y colectar datos y muestras sobre la flora y la fauna de los lugares a recorrer-, un sirviente de él, y el catequista Richard Mathews (1811-1893), que viajaba como misionero a instalarse en Tierra del Fuego acompañado de los tres aborígenes sobrevivientes que habían sido llevados a Inglaterra en el viaje anterior, quienes tenían la misión de colaborar con él en su tarea religiosa.
En su viaje, además del libro “Reise in die aequinoctial-gegenden des neuen continents in den jahren 1799-1804” (Narrativa personal del viaje a las regiones equinocciales del nuevo continente durante los años 1799-1804) de Alexander von Humboldt (1769-1859), Dar­win llevó la Biblia y el recién aparecido primer tomo de los “Principles of Geology” (Principios de Geología) del ya citado Charles Lyell, libro que llegaría a ser una inspiración fundamental para “El origen de las especies”. El primer destino fue la isla de Wulaia situada al oeste de la isla Navarino, en el estrecho de Murray, lugar donde Fitz Roy planificó la reinstalación de los yaganes. Con ese propósito, el reverendo Mathews bendijo la ceremonia matrimonial entre Fuegia Basket y York Minster, un festejo acompañado con distintos obsequios traídos desde Europa. Sin embargo, al regresar tras varios días de exploraciones, se encontraron con el reverendo semidesnudo y sin rastros de los indígenas.
Evidentemente la devolución de los indígenas a sus respectivas tierras de origen resultó dramática. En el reencuentro con sus compa­triotas -narraría Darwin en 1839 en su “Journal and remarks. The voyage of the Beagle” (Diario del viaje de un naturalista alrededor del mundo)- Jemmy Button "entendió muy po­co de su lenguaje, y por otra parte se avergonzaba completamente de sus paisanos. Cuando después des­embarcó York Minster le recono­cieron de igual modo, y le dijeron que debía afeitarse, a pesar de que no tenía más de veinte pelos en su cara y de que todos nosotros llevá­bamos la barba crecida y descuida­da". Finalmente llegaron donde es­taba la tribu de Jemmy; allí éste esperaba encontrar a su madre y a sus parientes: "Ya le habían dicho que su padre estaba muerto, pero como había tenido un 'sueño en su cabeza' al respecto, no pareció muy preocupado por ello, y a menudo se consolaba con una refle­xión muy natural: ‘Me no help it’ (Mi no poder evi­tarlo). No pudo obtener detalle algu­no sobre la muerte de su padre porque sus parientes no quisieron hablarle de ella. Supimos, sin embargo, a través de York, que la madre había estado inconsolable por la pérdida de Jemmy y lo había buscado por todas partes". Luego agrega: "Comenzó una sistemática serie de robos; nuevos grupos de indígenas se fueron acercando: York y Jemmy perdieron muchas cosas", señala. Hasta los propios compatriotas trata­ron muy mal a los que regresaron: "Daba pena dejar a los tres fueguinos con sus salvajes compatriotas; pero nos tranquilizaba pensar que ellos no temían nada. York, que era hombre vigoroso y decidido, estaba seguro de pasarlo bien con su mujer, Fuegia. En cambio, el pobre Jemmy pa­recía algo desconsolado, y me quedó la duda de si no se hubiera alegrado de volver con nosotros".
Después de un año de la huida de los yámanas, dos canoas se acercaron al Beagle.
Era el 5 de marzo de 1834, cuando la expedición regresó a la zona en que los habían dejado. En una de ellas alguien alzó la mano en señal de saludo: era Jemmy Button. Continúa Darwin: “Bien pronto, empero, una pequeña canoa que ostenta una pequeña banderita en la proa se aproxima a nosotros y vemos que uno de los hombres que la tripulan se lava el rostro con mucho agua para quitar de el toda traza de pintura. Ese hombre es nuestro pobre Jemmy, convertido nuevamente en un salvaje ojeroso, huraño, con los cabellos en desorden y desnudo por completo, excepto un trozo de manta colocado alrededor de la cintura. No lo reconocemos hasta que se halla muy cerca de nosotros, porque está muy avergonzado y vuelve la espalda al navío. Lo habíamos dejado gordo, limpio, bien vestido; jamás he visto una transformación más completa y triste. Pero así que fue vestido de nuevo, desde que su primera turbación hubo desaparecido, vuelve a ser lo que era. Come con el capitán Fitz Roy y lo hace tan pulcramente como en otros tiempos. Dijo que tenía alimen­to suficiente; que no sentía el frío; que sus parientes eran muy buenos, y que no deseaba volver a Inglaterra. Por la tarde descubrimos la causa de este gran cambio en los sentimientos de Jemmy, al llegar su joven y bella esposa”.
“Con su habitual generosidad -continúa recordando Darwin-, trajo dos hermosas pieles de nutria para dos de sus mejores amigos, y al­gunas flechas y puntas de arpón, he­chas por sus propias manos, para el capitán. Contó que se había construido una canoa, y se jactaba de hablar un poco su propia lengua. Lo más curioso es que, según parece, enseñó algo de inglés a toda su tribu. Había perdido todas sus propieda­des. Nos contó que York Minster había construido una gran canoa y con su esposa Fuegia se ha­bía marchado a su país hacía varios meses. La despedida fue un acto de suma maldad: convenció a Jemmy y a su madre de que le acompañaran, pero los abandonó por la noche, ro­bándoles todas sus pertenencias. Jemmy se fue a dormir a tierra, y a la mañana siguiente regresó". Y con­cluye: "Todos a bordo mostraron sin­cera pena al darle el último apretón de manos. No dudo que será tan feliz, más feliz quizá, que si nunca hubiera salido de su tierra". En su “Autobiography” (Autobiografía), escrita en 1876 sólo para que la leyeran sus hijos y publicada once años después por uno de ellos -el botánico Francis Darwin (1848-1925)-, Darwin anotó que el capitán Bartholomew James Sullivan (1810-1890), dedicado a la exploración y estudio de las islas Malvinas, oyó decir a un cazador de focas, en 1842, que mientras se encontra­ba en la parte occidental del estrecho de Ma­gallanes se admiró de que una mujer "salvaje" que fue al barco hablara inglés. Indudable­mente era Yokcushlu, aquella que habían bautizado Fuegia Basket. A su vez, el misionero Thomas Bridges (1842-1898) la describió treinta años después co­mo "una vieja despreciable".


El capitán Fitz Roy era miembro de una familia de la aristocracia inglesa que se había destacado en sus estudios y en la carrera militar en la marina inglesa. Severo anglicano que buscaba por todas partes pruebas fósiles del diluvio universal, siempre mostró una actitud arrogante, colonialista y etnocentrista propia de la cultura de la que provenía. Por otro lado Darwin, un liberal que hacía verdadera ciencia pero cuyo clasismo burgués le llevaba a justificar la explotación obrera en las fábricas de Inglaterra, entendió que aquel viaje era su oportunidad para descubrir un mundo nuevo, estudiar las diferentes especies de animales y plantas en su geografía y observar la variedad de razas humanas. “Nos sentimos más que asombrados por la cantidad de criaturas autóctonas, y por su limitada expansión -escribiría tiempo después-. En un período geológicamente reciente el océano se separó aquí; así pues, tanto en el espacio como en el tiempo, parece que hemos llegado cerca de un momento clave -el misterio de los misterios- la aparición primera de nuevos seres sobre la tierra”.
Durante el periplo, Darwin pasó tres años y tres meses en tierra y dieciocho meses en el mar. En cada escala del Beagle bajaba a tierra, se adentraba a caballo o a pié explorando montañas, llanuras y selvas, y recogía especímenes de insectos, de aves, de animales salvajes o domésticos, los que diseccionaba para estudiar su anatomía. Estas observaciones a lo largo de la costa sudamericana lo persuadieron de la gradualidad de los cambios en la superficie terrestre y de los efectos de éstos sobre las extinciones y las transformaciones de las especies. Así, el viaje del Beagle sería determinante porque esta experiencia única lo llevaría a la publicación, veintiocho años después, del libro “El origen de las especies”, obra en la que expondría el mecanismo de la evolución mediante su teoría de la selección natural y generaría un verdadero escándalo al poner en duda el dogma religioso vigente según el cual cada especie viva había sido creada por Dios y no había cambiado desde su creación.
Entre los sentimientos que provo­caron los indios fueguinos en el joven Darwin prevalecen el temor y la desconfianza. Le impresionó la profunda "inferioridad de seres completamente desprovistos en la tierra más inhóspita". Sus descrip­ciones son terminantes: "No he vis­to en ninguna parte criaturas más abyectas y miserables. Una mujer que daba de mamar a un niño recién nacido vino un día al costado del barco, y permaneció allí por pura curiosidad, mientras la nieve caía y se acumulaba en su desnudo seno y sobre la piel desnuda del niño. Es­tos pobres desgraciados se habían detenido en su crecimiento; sus ho­rribles rostros embadurnados de pintura blanca; sus pieles sucias y grasientas; el cabello enmarañado; las voces discordantes, y sus gestos violentos".
Y agregó: "Cuesta creer que sean criaturas semejantes a uno y habitantes del mismo mundo. Por la noche, cinco o seis seres humanos, desnudos y protegidos apenas contra el viento y la lluvia de este clima tempestuoso, duermen en la tierra húmeda, hechas un ovillo, como animales", descri­bió en su “Diario” y más adelante afirmaba que "las diferentes tri­bus, cuando están en guerra, son caníbales", porque "cuando en invierno los aprieta el hambre matan y devoran a las ancianas, antes de matar a sus perros". Un joven indio le relató cómo las mataban: "sujetán­dolas sobre el humo, hasta que se asfixian; él imitaba sus chillidos como una broma, y señalaba las partes de sus cuerpos que conside­raban mejores para comer. Si es horrible una muerte así, a manos de amigos y parientes, todavía pa­recen más espantosos los temores de las ancianas cuando el hambre comienza a apretar. Me contaron que a menudo huyen a las monta­ñas; pero son atrapadas por los hombres que las vuelven a traer a sus hogares para sacrificarlas".
El “Diario” de Darwin es un docu­mento invalorable en sí mismo no sólo por el papel que le cupo a su autor un par de décadas después luego de publicar “El origen de las especies”, el libro científico más in­fluyente de la historia, sino por el valor testimonial de sus vivencias direc­tas. Algunos de sus relatos captaron con admirable agudeza característi­cas que podrían resultar familiares; otros pa­recen más mitologías deformadas y magnificadas por la tradición oral que reales, que en buena medida desnudan los prejuicios y el imagi­nario que un aristócrata inglés muy joven podría tener al visitar estas tierras exóticas. Lo cierto es que, a partir de estas experiencias, se avecinaban grandes cambios para la ciencia biológica. Se acercaba la hora en que Darwin se atrevería con el “Génesis”, y la idea de evolución pronto sería asimilada a lo que parecía ser el destino natural de la sociedad humana. Años después, en 1871, tras el efímero sueño de la Comuna de París, asomaría el rostro de un inesperado convidado de piedra: el proletariado industrial. Y comenzarían las grandes crisis y la inestabilidad social. Sería la hora de las huelgas y las manifestaciones, del sufragismo femenino y la protesta sindical: la hora de Karl Marx (1818-1883). Y entonces ya nada seria igual: ni el arte ni la filosofía, ni la moral ni la familia, ni Dios ni la Razón, ni la Fe ni la Ciencia.
Pero, ¿fue la misión del HMS Beagle únicamente la de conocer los mares australes, explorar posibles rutas de navegación, realizar trabajos cartográficos de la costa sudamericana y determinar con mayor precisión la longitud terrestre mediante una serie de cálculos cronométricos alrededor del mundo? Un programa que la BBC de Londres emitió por la televisión en octubre de 1981 mostrando su versión del viaje de Darwin llevó al escritor y periodista argentino Aníbal Ford (1934- 2009) a escribir un texto crítico al respecto, el cual sería publicado por el diario “Clarín” el 5 de noviem­bre de ese mismo año y, en una versión corregida y aumentada, por la revista “Todo es historia” en febrero de 1984. Ford tituló su artículo “Darwin, Fitz Roy y los intereses ingleses en el Atlántico Sur”, artículo que formaría parte de su libro “Desde la orilla de la ciencia. Ensayos sobre identidad, cultura y territorio” que apareció en Buenos Aires en 1987.
Ford se propuso con su breve ensayo explorar algunos aspectos de la cultura nacional, “pero entendida ésta no como algo cristaliza­do y transparente sino como un cruce de procedimientos, temáticas y problemas cuyos hilos centrales no son siempre verificables”. Hay "un modo nacional de ver las cosas", escribió, y fue en ese sentido en que ingresó “en algunas zonas” para aportar o in­tentar aportar “algunos ángulos donde vale tanto la teoría como la práctica cotidiana”. Este "modo" de ver las cosas, reconocía Ford, “no tiene estatus académico, ni en sus ejes de conocimiento -la memoria, las identidades, la cultura popular, la vida cotidiana- ni en las formas en que se expresa: el ensayo, el testimonio, la biografía, el periodismo, la oralidad, cierta literatura”. Ford, quien fuera profesor titular de la cátedra de Teorías sobre el Periodismo en la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA, reivindicaba la posibilidad de ahondar la realidad argentina no a través de lo macro y lo jerarquizado, sino desde otros ángulos, porque “lo jerarquizado en nuestro país no sólo desplaza a lo micro, a lo cotidiano, a lo popular. También desplaza, a veces, problemáti­cas centrales y constitutivas de la nación, como sucede con aquellas referentes al territorio, a la historia del conocimiento geográfico del país, a las formas en que la sociedad fue construyendo su mapa, su aquí”.
En “Darwin, Fitz Roy y los intereses ingleses en el Atlántico Sur”, el autor entre otras obras de “Medios de comunicación y cultura popular” y “Navegaciones. Comunicación, cultura y crisis”, centró su análisis en función de “un desarrollo de la conciencia territorial que no se despegue de lo humano, de lo social, de lo histórico y que se salga de las formas reaccionarias en que muchas veces ha sido plan­teado”. Partiendo de la premisa de que es necesaria la explora­ción de la problemática geopolítica, del territorio, de la administración de re­cursos y de la integración nacional desde el lado de la comunicación, la cultura y la información, el académico argentino planteó el caso concreto de Darwin y Fitz Roy en su afán por desmitificar el procesamiento histórico y mediático con que históricamente fue tratado. “El trabajo sobre el viaje de Darwin -escribió- ingresa esta pro­blemática en las estructuras de la dependencia en la medida en que muchas veces consumimos información sobre nosotros mismos fa­bricada afuera sin haber elaborado nuestra propia visión de la histo­ria. Es un intento de contrainformación que bien podría generalizarse a otras instancias culturales en la medida en que cada vez más -informática median­te- somos procesados por otros”.