La actriz
mexicana Dolores del Río (1905-1983) llegó al mundo con el nombre de Dolores
Asúnsolo López Negrete, hija de un acaudalado banquero que abandonó México cuando
el estallido de la Revolución en noviembre de 1910 y se radicó en Estados
Unidos mientras su esposa e hija se instalaron en el Distrito Federal. La
desahogada situación económica de la familia le permitió recibir una esmerada
educación en el colegio San José, un convento de monjas francesas, donde aprendió
francés y estudió danza. Casada muy joven (a los quince años fue su primera vez; luego vendrían otros matrimonios), llegó al
mundo del cine tras conocer en una reunión social al director norteamericano
Edwin Carewe (1883-1940), quien le propuso interpretar un pequeño papel en la
película que estaba dirigiendo por entonces en Hollywood. Así debutaría en 1925
en “Joanna”, dando comienzo a una larga y exitosa carrera como actriz, tanto en
el cine como en el teatro, la radio y la televisión. Trabajó bajo las órdenes
de grandes directores como Raoul Walsh (1887-1980), King Vidor (1894-1982)
y John Ford (1894-1973),
entre otros. Sus películas más recordadas de la época del cine mudo son "What price
glory?" (El precio de la gloria), "Resurrection" (Resurrección) y "Ramona".
De su etapa correspondiente a los primeros años del cine sonoro, en la que
alcanzó gran popularidad, cabe mencionar "The bad one" (El malo), "Bird
of paradise" (Ave del paraíso) y "Flying down to Rio" (Volando a Río). Su
última película, "The children of Sánchez" (Los hijos de Sánchez), la
protagonizó en 1978.
Manuel Puig (1932-1990), uno de los más
importantes escritores argentinos del siglo pasado, comenzó tempranamente su
fascinación por el cine. En 1956 viajó a Roma con una beca para estudiar
dirección en el Centro Sperimentale di Cinematografia. Pasó luego por Londres y
Estocolmo, donde realizó diversos trabajos para sobrevivir mientras escribía
sus primeros guiones para películas. Entre 1961 y 1962 trabajó como asistente
de dirección en varios filmes en Buenos Aires y Roma y, al año siguiente, se
mudó a New York donde comenzó a escribir su primera novela: "La traición
de Rita Hayworth". En 1967, de regreso en Buenos Aires, publicó "Boquitas
pintadas" y luego, en 1973, "The Buenos Aires affair". Ambas novelas tuvieron
problemas con la censura y, dentro del clima de terror instalado por las bandas
parapoliciales peronistas que se enseñoreaban por entonces, tras recibir repetidas
amenazas, Puig abandonó la Argentina para establecerse en México. Allí terminó "El
beso de la mujer araña" en 1976 y, entre 1978 y 1980, cuando vivió en
Nueva York, publicó "Pubis angelical". En 1981 se radicó en Rio de
Janeiro, Brasil, donde aparecieron las novelas: "Maldición eterna a quien lea
estas páginas" y "Sangre de amor correspondido". En 1982 abandonó Brasil para
volver a México, ciudad en la que fallecería. Allí publicó su última novela: "Cae
la noche tropical".
En el
verano de 1970 Puig aceptó el ofrecimiento de la revista "Siete Días Ilustrados"
para publicar crónicas periodísticas. Lo hizo en forma de cartas ya que no se
consideraba a sí mismo un periodista y prefirió utilizar el género epistolar, un
género que conocía bien ya que ocupó un lugar clave en sus novelas,
especialmente en las dos primeras, como escenario del despliegue discursivo de
sus personajes. Algo similar ocurriría entre 1978 y 1979 cuando escribió artículos
para la revista "Bazaar" de Barcelona, en los que también
utilizó recursos literarios propios de su ficción. Más allá de las ambigüedades
que puedan existir en el uso de discursos propios de géneros distintos (el
epistolar de las crónicas y el subjetivo de los artículos), Puig se desenvolvió
con soltura y maestría en ambos hasta hacerlos parte de su estilo. En "Una actriz y sus directores", publicado póstumamente en 1993 formando parte
del libro "Los ojos de Greta Garbo", Puig puso de manifiesto, una vez más, su
extremo e incondicional amor por el cine y sus estrellas, un afecto que tanta
importancia tuvo en toda su narrativa.
UNA ACTRIZ Y SUS DIRECTORES
En "El precio de la gloria" (1926), colaboran
por primera vez Dolores del Río y el director Raoul Walsh. Ella está apenas en
su tercera película, un año atrás ha debutado en el cine con "Joanna". El
encuentro con el talentoso Walsh es prometedor; el director extrae de la
jovencita un desempeño eficaz, su mesonera francesa resulta desenfadada,
vital, "latin" e incluso emotiva, cuando el momento lo requiere. Faltan pocos
minutos para terminar la proyección del filme y Walsh la ha hecho mover
constantemente, sin enfocar mucho su rostro, maquillado por otra parte sin
mayor imaginación. Y hasta allí lo que el espectador aprecia es un trabajo de
actriz eficaz, fresca, no particularmente personal, resultado que podría
haber conseguido una media docena de actrices eficaces y frescas de
la época. Pero llegados esos minutos finales, Walsh se detiene por fin en
primeros planos de Dolores del Río, y la expone plenamente a la cámara. Y se
descubre, a pesar de una iluminación indiferente, el rostro irrepetible. En
ese momento nace un mito, y sin duda la máscara más duradera de la historia del
cine, el rostro que aún hoy, a cincuenta años de iniciada su carrera en
Hollywood, asombra al público por la firmeza y finura de su trazado.
El éxito de "El precio de la gloria" hace que la
Fox aliente al realizador y a la actriz; aquella los reúne en un proyecto
diferente: "Los amores de Carmen". El estudio se propone entronizar a la
jovencita de Durango, su personaje será eje de la historia y se ordena explotar
a fondo los valores plásticos de la actriz, que habrán de ser no sólo estáticos
-máscara y silueta- sino también dinámicos, ya que a partir de este rol Del
Río valorizará todo movimiento mediante una fina estilización
-adecuadísima a la imagen muda, libre de exigencias de realismo-, estilización
que tendrá siempre en cuenta -y así diferenciará- la psicología de cada
personaje.
En "Carmen", maquillaje, vestuario e iluminación
están al servicio de ella y el resultado es deslumbrante, algo más que una
actriz: una estrella, el Del Río "look", la estética Del Río. Walsh, además de
valorizarla visualmente, le hace rendir una excelente composición de actriz,
no es la misma muchacha de "El precio de la gloria", no solamente está más bella,
también ha variado sus recursos interpretativos: se mueve y hasta respira como
otra mujer, es la heroína de Merimée. Esta ya había sido interpretada por
Geraldine Farrar en los Estados Unidos y Pola Negri en Alemania, y después se
le aproximarán Vivianne Romance en Francia y Rita Hayworth, entre otras. Pero
la Carmen de Dolores del Río es la única que conmueve, la única que se hace simpática al público. El binomio
Walsh-Del Río logra que esa cigarrera "vamp" muestre los móviles más íntimos
del sadomasoquismo que la devora y hasta consigue encuadrarla dentro de un
campo de tensiones sociales. Por única vez en cine la criatura de Merimée es
algo más que una bella desalmada; por el contrario resulta comprensible,
humana, y en consecuencia perdonable.
Un tercer encuentro de ambos era inevitable y
"La danza roja" (1928), a pesar de titubeos de guión muy evidentes, es también
valioso. Se podría entonces establecer que el director modeló a la actriz;
pero si se analizan los trabajos anteriores y posteriores de Walsh, resulta
evidente que también la influencia de la actriz sobre el director fue notable.
En efecto, Walsh no había antes cuidado la imagen como lo hizo a partir de "Carmen",
y se puede aventurar la idea de que la alta categoría plástica de la actriz lo
obligó a rodearla de elementos decorativos más cuidados.
Movimientos de cámara, encuadre y escenografía, además de iluminación, vestuario
y maquillaje, es decir todo lo que hace a la composición de la imagen, en "Carmen" y "La danza roja", dicen de un trabajo muy minucioso, misteriosamente
inspirado. Y desde este momento Walsh habrá de distinguirse por la acertada
ambientación de sus filmes, a su ya reconocida capacidad de narrador unirá esa
especial preocupación suya porque lo visual pase a ser un elemento dramático
más, siempre evitando el regodeo estetizante, la complacencia.
¿Walsh modeló a
Del Río o viceversa? Si la actriz indiscutiblemente fue su musa, ¿hasta qué
punto la musa es autora de la obra que inspira? El mismo interrogante ha
surgido en el caso von Sternberg-Dietrich; y en el caso Garbo, ¿acaso no es
ella la verdadera autora de la mayoría de sus películas? Los autores y demás
"colaboradores" del directorio no son lo que pincel, tela y colores para el pintor, ¿o se pretende cosificarlos
a ese extremo? ¿Por qué principio de autoridad indiscutida ha de ser quien
dirige a quien produce -véase caso Selznick- el autor único de la obra? Si la
personalidad de un intérprete, o de un iluminador, o de un músico, logra
dominar un filme, ¿se lo debe acusar de insubordinación al director? ¿Se lo
debe someter a una corte marcial de críticos sostenedores del principio
militar de las jinetas? La crítica empezó por rescatar al director de
las fauces del productor, pero ha terminado por crear a su vez un temible
tiburón. Si los críticos reconocen solamente la autoridad incontestada del
director, ¿es que entonces no pueden identificarse más que con el poder
establecido?.
Palmeras de papel plateado, cielos estrellados
cortesía de Con Edison, tangos tropicales con fondos de maracas, se elevan por
encima del plano "kitsch" de rigor al paso de
Dolores del Río por los musicales de los años '30. Las crecientes pautas de realismo que impone el cine sonoro entran en conflicto
con las atmósferas enrarecidas acarreadas por las portentosas estrellas de la
era muda: Talmadge, Murray, Gilbert, Fairbanks, Swanson, Pickford, Bow, no
pueden adaptarse al nuevo medio. Nuevos actores, la mayoría provenientes de los
escenarios de Broadway, los reemplazan. Garbo, Shearer, Crawford, Del Río
sobreviven, y para ésta última Hollywood encuentra una vía original de
adaptación. La irrealidad que su belleza sugiere inexorablemente puede muy bien
integrarse dentro de la atmósfera extravagante de la comedia musical, el único
género no realista creado por el cine sonoro. Una futura obra maestra marca su
debut en esas lides, "Volando a Río" (1933). Se comisiona a los músicos,
escenógrafos, coreógrafos, material digno de la estrella. Y la musa no falla:
el tango "Orquídeas a la luz de la luna", bailado por Del Río-Astaire, es uno
de los momentos cumbres de la comedia musical de todos los tiempos. La musa ha
dictado un atmósfera lánguida y sensual, muy novedosa en ese momento de ajetreo
jazzístico.
Otro coloso musical le sigue, "El bar maravilloso". Primer
encuentro de Del Río con el fabuloso director-coreógrafo Busby Berkeley. Hasta
entonces este gran creador había ideado grandes números de conjunto, apenas
introducidos por breves apariciones de Ruby Keeler o Joan Blondell. Pero para
Del Río ha de montar un número de estrella, "No digas buenas noches", y enriquece
así su registro, algo limitado a la fantasía geométrica hasta ese momento,
con un despliegue romántico inusitado. ¿Del Río modela a Busby Berkeley y
Compañía?
Los años '40 marcan el ingreso de Del Río en el
cine mexicano, y su encuentro histórico con el Indio Fernández, bajo los
reflectores de Gabriel Figueroa, del brazo de Pedro
Armendáriz. Surgen problemas durante la filmación de "Flor silvestre", cunden las
polémicas de maquillaje. ¿Cómo adecuar una estrella sofisticada de Hollywood a
la atmósfera con visos realistas de una historia de la revolución? El resultado
es una película cálida muy celebrada localmente pero de estilo algo híbrido,
con una Del Río no siempre cómoda en su rol de campesina apocada. Pero el mismo
equipo se vuelve a reunir, esta vez Dolores encarna a una bella india de
Xochimilco. El tono de la historia es lírico y el Indio Fernández encuentra
definitivamente su estilo, cuidadosamente pictórico y de lenta cadencia, y lo
encuentra tal vez de modo indirecto, al esforzarse por señalar los contornos
estatuarios de Del Río y Armendáriz, y más aún, al tratar de integrar al
escenario nacional la "terca" irrealidad de Dolores del Río. "María
candelaria" resulta un gran éxito artístico internacional, y el arranque de carreras brillantes
para todos sus responsables. Y un triunfo personal más para la musa, el más
grande de todos si se consideran las felices consecuencias que acarrearía
para la cinematografía de su país y para los cinefilos del mundo entero.
Otra colaboración legendaria de Dolores del Río
fue la realizada con el director Edwin Carewe, su descubridor; pero desgraciadamente "Ramona" y "Resurrección", ambas de la década del veinte, parecen haberse perdido.
No obstante, la copia existente -mutilada- de "Evangelina" (1929), permite
vislumbrar otra notable alquimia. A juicio de la actriz, "Resurrección" es uno de
sus filmes más valiosos, pero actualmente es tan imposible de ver como aquel
gran filme planeado en 1942 y nunca realizado, con Orson Welles dirigiendo y
Dolores del Río de protagonista. Fue
éste un encuentro frustrado que la historia del cine nunca dejará de llorar; la imaginación de Welles y el
potencial plástico dramático de la actriz prometían un sinfín de virtuosismos. De todos modos, las formidables pruebas a la
vista bastan para señalar a Dolores del Río como algo más que una de las
grandes presencias de la pantalla: una auténtica creadora cinematográfica.