Declaró
alguna vez que “en el fondo, mis libros plantean por infinitésima vez en la
literatura argentina el problema de la identidad. El 90 por ciento de los
escritores, sobre todo los contemporáneos, nos pasamos interrogándonos por la
identidad. Qué somos, por qué nos va así, cómo se resuelve este berenjenal. Por
eso mis personajes son contradictorios y se parecen tanto a los comunes
mortales”. Le gustaban los libros. Admiraba a Arlt, a Cortázar, a Chandler, a
Dostoievsky, a Greene, a Poe, a Maupassant, a Simenon... De chico leía historietas:
las revistas “Fantasía”, “Rayo Rojo”, “El Tony”, “El pato Donald”, pero su iniciación
en la lectura libresca fue en 1961 con “Soy leyenda”, del escritor
estadounidense Richard Matheson (1926-2013). Luego continuó con los clásicos
del siglo XIX, la ciencia ficción, los escritores rioplatenses, los del “boom”
latinoamericano, otra vez los clásicos, las novelas negras, imponiéndose una
lectura de orden caótico que lo seguiría toda su vida.
Hay
quienes sostienen que la literatura debe representar lo contemporáneo y
Soriano, con su particular estilo, lo buscó en toda su obra de ficción.
Temáticamente, eso se tradujo en argumentos que se planteaban, entre otras
cuestiones, las violentas peleas entre los extremos del peronismo, su
descomposición interna, la “guerra sucia” que desató la Triple A (Alianza
Anticomunista Argentina) y continuó la dictadura militar, la guerra de
Malvinas, la cambiante relación de la sociedad con los gobiernos militares, las
sucesivas crisis económicas, aspectos todos ellos vistos desde la posición de
quienes eran afectados negativamente por esos acontecimientos: sus personajes
representaban a los sectores a los que les tocaba perder. Esa fue la materia
prima que se consolidó tanto en su literatura como en su periodismo, sin dejar
de lado, claro, los gatos, el cine, el fútbol, el tango, la vida errante de su
familia siguiendo los pasos del padre y el exilio voluntario en Europa.
Fue en
1973 cuando irrumpió en la literatura con “Triste, solitario y final”. Apenas
ocurrido el golpe de estado de 1976 se fue a Bruselas y de ahí a París, donde
vivió hasta 1983, cuando regresó a Buenos Aires. Fue también por esos años
cuando se conoció en el país “No habrá más penas ni olvido y se publicó
“Cuarteles de invierno”, que venía de ser considerada mejor novela extranjera
en Italia. Sirva esta breve introducción como presentación de la primera parte
de algunos fragmentos de artículos escritos por periodistas y escritores que
fueron publicados en distintos medios de prensa para rememorar a ese gran
escritor que fue Osvaldo Soriano.
Mempo
Giardinelli (1947) Escritor y periodista argentino.
A veinte años de la muerte de Osvaldo, yo creo
que sigue vivo en la memoria de miles de argentinos que lo leían con placer,
ansiedad y admiración. Claro que también es cierto que las nuevas generaciones
lo conocen bastante menos, como una referencia literaria y como el autor de
cuentos memorables como “El penal más largo del mundo”, que es un clásico
escolar y estudiantil muy leído por los jóvenes. Era un gran escritor e
interpretó como nadie cierto espíritu de época. Era brillante en la ironía, el
humor, la agudeza para leer la política y además hizo un culto de su pasión
deportiva. Todo eso lo constituyó en el autor más popular de aquellos años. He
releído todo y valoro mucho “No habrá más penas ni olvido” y algunos de sus
cuentos. Pero las dos novelas que más me gustan son “Cuarteles de invierno” y
“A sus plantas rendido un león”, que son magistrales. Si le hablara de él a un
chico que no lo conoce, le garantizaría que, de hacerse amigo de Osvaldo,
estaría ganando encanto, cerebro y buenos momentos. Y le contaría la última vez
que nos vimos, un año antes de su muerte. Fue en el Bar Suárez y ya estaba el
ignominioso Dr. Menem en el gobierno. Osvaldo paría una novela tras otra, que
es como decir un fulgor tras otro, y ya era el más grande de todos nosotros, el
más original novelista de las últimas décadas y el único que hubiera podido ser
una especie de Balzac argentino. (…) Lo conocí en la redacción de la revista
“Semana Gráfica”, era el año ’68 o ’69 y la Editorial Abril era como un refugio
de talentos y gente progre de la época y además nosotros estábamos en esa edad
en que uno se cree eterno. Habíamos llegado a la entonces Capital Federal,
Osvaldo desde Tandil, yo desde el Chaco, y aunque él era mayor en edad y en
talento nos asociamos de entrada. (…) A veces alguno pelaba un cuento y pedía
orejas a la audiencia. También podía ser un tímido poema o un fragmento de algo
más ambicioso que no nos atrevíamos a llamar novela. Hablábamos de literatura,
nos recomendábamos libros imperdibles y terminábamos las jornadas comiendo
pastas o bifes en el viejo Pipo. Luego íbamos al café La Paz, cuando Corrientes
era luminosa, limpia y bella, y ahí se hablaba de política, de las dictaduras
de entonces y del oficio periodístico. Ya he contado por ahí que en los días
feroces de marzo del ‘76 nos encontramos una noche en la 9 de Julio, a metros
del Teatro Colón, y nos dedicamos simplemente a conversar cual serenos
caminantes, aunque alertas y desconfiados, y nos juramentamos reencontrarnos
cuanto antes. Osvaldo se marchaba a Europa en esos días; yo miraba ya hacia
México. Nos prometimos hacer de nuestros exilios una militancia literaria, y no
recuerdo abrazo más emocionado que el que nos dimos esa noche, llorosos los
dos, hasta que él, desprendiéndose y en su estilo juguetón, me dijo: “Guarda
que va a venir la ‘cana’ y nos va a llevar pero por maricones”. Después nos
reencontramos en Bruselas, en otra ocasión me mostró París de punta a punta.
(…) La última vez que nos vimos fue en el Bar Suárez y era el gobierno de
Menem. Osvaldo era ya un grande de nuestra literatura y sus novelas y el cine
le devolvían un éxito que no había buscado y que en cierto modo lo abrumaba.
Hablamos del cuento como género, de algunos jóvenes autores que confundían
malicia literaria con pura y simple mala leche, de fútbol y de los mismos
viejos temas de siempre, como hacen los amigos que enhebran esa misma, eterna
conversación jamás interrumpida.
Ana María
Shua (1951) Escritora Argentina.
Las novelas de Osvaldo Soriano interesaron al
mundo porque eran divertidas, veloces, inteligentes, porque estaban colmadas de
aventuras y peripecias, porque tenían robos espectaculares, armas, nieve,
nostalgia, intriga política, personajes delirantes, selva, realismo y fantasía.
Pero los argentinos las amamos porque Soriano supo contarnos, escribir sobre
nosotros, con un cariño comprensivo y melancólico, porque nos explicó y nos
justificó, porque no se mentía ni nos mentía, porque sabía cómo somos y a pesar
de todo creía que valíamos la pena. Sus héroes tristes, perdedores, fueron
profundamente nacionales, argentinos hasta los huesos en sus pequeños fracasos,
en ese orgullo distraído que finge ser modestia. Con lo mejor de la
argentinidad: un idealismo absurdo que no se rinde del todo, que se disfraza de
escepticismo para sobrevivir, para que no se burlen de él, y que está siempre
listo para volver a ilusionarse y convertirse en pasión. Nos engañaba un poco
este Soriano, que era en el fondo un gran solitario, haciéndonos creer que
podríamos tan fácilmente ser sus amigos. Así era la sensación de proximidad que
provocaban sus libros. Nos engañaba un poco con su aparente simpleza, que
calaba hondo en nuestros desencantos: parecía tan fácil escribir así para cualquier
aspirante a escritor argentino, como si no fuera más que decidirse. Nos
engañaba haciéndonos creer que nos estaba contando una película de aventuras
cuando en realidad lo que estaba logrando era ahondar en lo mejor y lo peor de
nuestra historia. Quizás por eso lo extrañamos, porque nos haría tanta falta
que nos cuente y nos explique a su manera todo lo que nos pasó desde entonces,
todos los tropezones que dimos en la vida, todo lo que nos duele todavía, y que
sólo él podría ayudarnos a comprender y aceptar. Allí está “A sus plantas
rendido un león” para mostrar que es posible contarnos la Argentina desde un
ignoto país del Africa, lleno, por cierto, de gorilas. Que es posible, como
Roberto Arlt, hacer literatura fantástica sin dejar de ser rigurosamente
realista. Soriano atrapaba el idioma de todos los días y nos lo devolvía
convertido en literatura, en una visión del país que era también visión del
mundo, un lugar disparatado, cruel y sin sentido, donde sin embargo también era
posible esa ternura íntima, privada, que sus personajes entregaban sin
reservarse nada. Para nosotros, Colonia Vela es un pueblo cualquiera que
representa a todos los pueblos del país. Para el mundo, Colonia Vela sea tal
vez un microcosmos donde se exhiben la corrupción y el fracaso de la sociedad
actual. Pero sobre todo es, para todos, ese lugar de la literatura en el que se
revela la condición humana. (…) A un escritor argentino (a los escritores
varones en particular) no les basta con escribir, no les basta con tener muchos
lectores o pocos pero fanáticos, no les basta con la popularidad o el
prestigio, con ser un autor de multitudes o de culto. Necesita luchar por su
espacio en la política interna de la literatura argentina. Para eso dedica más
energía de lo que él mismo supone en organizar una trama de alianzas y
rivalidades, amigos y enemigos. A Soriano la crítica académica nacional, a la
que solo le interesan las viejas y nuevas vanguardias, lo miró por sobre el
hombro con la desconfianza habitual con que mira a cualquier escritor que venda
más de 300 ejemplares. Pero no por eso lo convirtió en anatema, no lo atacó ni
trató de ridiculizarlo. Fue tal vez el mismo Soriano el que eligió el papel de
víctima de la academia para poder organizar y definir sus compromisos y
ubicarse en un determinado lugar político. Aunque ya nada de esto tiene
demasiada importancia: allí están sus libros para el que tenga ganas de
conocernos mejor.
Juan Cruz
(1948). Periodista y escritor español.
De vez en cuando aparecía, en el teléfono, a la
distancia, y daba noticia escueta de su vida; enseguida regresaba al silencio,
interrumpido. Sólo íntimamente para escribir sus artículos y sus libros. (…)
Osvaldo Soriano, testigo y víctima de la dictadura argentina, un novelista en
la historia; su sentido del humor desmentía su sobriedad, y su modestia era el
disfraz consciente de su máxima, de su dictado de la vida: una sombra ya pronto
serás. Hay que vivir así: como si la sombra viniera antes, como si ya estuviera
aquí. (…) Era un escritor feliz: eso es lo que era. Como periodista, como
escritor de periódicos, tenía esa rapidez interior que muestran otros por aquí
y que ofrecen la impresión de que esos artículos que uno lee los está
escribiendo uno mismo mientras se produce la lectura: frescor, profundidad,
humor y rapidez, tales son los ingredientes. Felicidad de la escritura,
inmediatez: artículos necesarios porque de pronto se incrustan en nuestra
memoria como esos pequeños poemas cuya sensación ya viaja para siempre en el
centro de nuestra propia memoria. Ya son nuestros: el escritor es el accidente,
el mensajero que a su vez lo trae desde la gruta de otros misterios, Textos que
el periódico se traga como si no hubiera memoria pasado mañana y, sin embargo,
viven en los lectores su propia aventura: los lectores hacen eterno lo que los
periodistas ya desdeñamos al día siguiente. Eran, los de Soriano, artículos
para hacer felices a los otros; apoyar la vida ajena arañando razones para la
risa y para la calma. Contaba historias, disfraces de la realidad, y eso
convertía sus textos fugaces en germen de sus novelas y de sus cuentos. “Una
sombra ya pronto serás”. Somos sombras ya; vivimos en la sombra, o al menos en
la penumbra, en la penumbra benetiana, en el momento anterior a la despedida,
en una habitación a oscuras en la que se amontonan las cajas de una mudanza
inútil, la ropa de invierno, la memoria del verano austral, los bolígrafos, los
papeles, los libros inservibles porque esos ojos ya no se despertarán más,
están para siempre cerrados, la imaginación no duerme: se apagó del todo, la
mano cansada está ya para siempre como una sombra detrás de los cuadros. El
porvenir de toda ilusión es el porvenir de la vida: la indiferencia final. Todo
sucede muy deprisa, y ya mañana serás la sombra de tu nombre, seremos la sombra
de todos los nombres. Ya no habrá nombres. Sombra serán también los nombres. Es
tan largo el olvido. “No habrá más penas ni olvido”. “Triste, solitario y
final”. La “hora sin sombra”. Títulos para componer un poema: los títulos de su
vida, como si fueran declaraciones de principios sobre su propia percepción de
la existencia, de la fugacidad de sus deseos. No iba a las presentaciones de
los libros, no presentaba los suyos, pero enviaba tarjetas para que su ausencia
no fuera perenne o clamorosa; en esas misivas breves y cálidas siempre
declaraba lo mismo: viajaba en tren a cualquier parte, no podía estar, se
hallaba en medio de un libro y tenía que viajar para enterarse. Siempre viajaba
en tren: ése era su sueño. (…) Un escritor grande: en el último viaje a
Argentina compré todos sus libros. (…) Su título más prestigioso: “Una sombra
ya pronto serás”. Un título para vivir aquí: somos sombras en la pared, espejos
empañados, la mirada del alma, una sombra ya pronto seremos. Un escritor feliz:
decía que cuando recopilaba sus artículos, sus homenajes, sus cuentos de
fútbol, sus reseñas de lo que hacían otros colegas suyos, se daba cuenta de que
recopilaba los instantes más felices de su vida
Juan
Sasturain (1945).Periodista, guionista de historietas y escritor argentino.
Releí una novela. No lo hacía desde hace treinta
años. Me gustó tanto o más que entonces, pero ahora con otra distancia del
texto, más saludable, supongo. Es que “No habrá más penas ni olvido” -la
novela- tiene una historia interesantísima: la de su circulación. Publicada por
primera vez en castellano en España cuando Osvaldo estaba en Bélgica o en
París, la leímos de rebote clandestino por algunos ejemplares que llegaron en
manos de amigos, ya que obviamente no se distribuyó acá. Aquella edición tenía
un (necesario o no) prólogo explicativo para lectores no argentinos en el que
se daba contexto político-ideológico a los hechos que se contaban. Visto en
perspectiva, supongo que fue esa lectura interpretativa del peronismo de los
’70 y de la figura de Perón lo que me distanció entonces de un texto que me
parecía, por otra parte, de una eficacia narrativa increíble. (…) El Gordo
siempre sostuvo (y le creo) que no había escrito la novela en Europa sino antes
de irse, y que acá le había resultado impublicable. Habrá sido en el ’74/’75,
entonces, después de “Triste, solitario y final”. Los hechos que suceden en
Colonia Vela (una contundente, alevosa crónica en escala o alegoría minimalista
de la agonía peronista, del drama nacional) suponen un Perón vivo y en el gobierno,
una derecha embrujada y dominante, y unos milicos aún prescindentes, ominosa y
próxima sombra. (…) Por eso creo que “No habrá más penas ni olvido”, el texto
final, está atravesado por una mirada trágica que sabe/conoce, ha visto, más de
lo que dice o necesita decir. Aquella edición española, naturalmente, apenas si
se leyó en la Argentina. Hubo que esperar a que, en las postrimerías de la
dictadura, en los primeros meses de 1983, el mismo sello la editara acá, ahora
sin prólogo explicativo, junto con la exitosísima “Cuarteles de invierno” (ésta
sí escrita durante la dictadura), y ambas hicieran que, cuando volvió
definitivamente en 1984, el Gordo ya fuera el autor reconocido y popular que
marcaría, con adhesiones masivas y críticas puntuales, una década entera de la
narrativa argentina. (…) Quiero decir: escrita casi diez años antes en el país
y sobre hechos contemporáneos, publicada durante la dictadura, en el exterior
para otro público, “No habrá más penas ni olvido” se resignifica cada vez según
los contextos. Incluso en el presente. Con la relectura de la novela muy
próxima, pude verificar en qué medida subraya con particular alevosía el
componente violento del peronismo, tanto “por derecha” como “por izquierda”, y
sobre todo la figura de un Líder ambiguo, lejano y en definitiva responsable
del espanto. (…) Lo conocí en la época de “La Opinión”. En esa oportunidad yo
escribía crítica de libros (esas barbaridades que hace uno: escribe críticas de
libros antes de haber escrito los libros uno y es capaz de criticar a los
otros) y el Gordo me dio para leer el original de “Triste, solitario y final”.
Tuve la oportunidad de leerlo, como muchos otros porque no fue una exclusiva.
Me acuerdo que nos encontramos en La Giralda, un clásico de Corrientes y de los
‘70, y ahí le di mis opiniones. Coincidimos más o menos en algunas cosas y en
otras no. (…) Después que Osvaldo se fue al exilio no nos volvimos a ver por
mucho tiempo. Pero en el ínterin tuvimos oportunidad de tener un contacto
epistolar. (…) En ese momento, para el Gordo, su relación con la literatura era
una relación muy particular. Él siempre se sintió como un paracaidista en la
literatura; más que un paracaidista alguien que había entrado en la literatura
sin pedir permiso, como con trampa, por la ventana, por la puerta del fondo,
nunca se sintió un literato. (…) Osvaldo, de algún modo tenía muchas dudas en
esa época porque tenía una relación con la literatura de una cosa medio
intangible. Bueno, esas cosas charlábamos.