Tus primeras obras se movían más dentro de lo fantástico,
pero a partir de “Siete casas vacías” tu mirada se interesó por la “normalidad
rara”, por la realidad.
El
fantástico rioplatense fue la tradición fundacional para mí, especialmente los
cuentos. Fue lo que me hizo vibrar inicialmente y lo que persigo aun cuando
escribo: esa inminencia y ese estupor al que nos enfrenta lo fantástico, que
tiene algo que es desconocido y extraordinario pese a que todo, incluso lo
imaginario, es de este mundo. Cuando empecé a escribir mis propias historias y
a publicar mis libros me di cuenta de que, cuanto más se acercaba ese
fantástico a lo cotidiano, cuanto más posible era, cuando dejaba de ser lo
imposible de suceder y se convertía en lo extraño de suceder pero posible, más
miedo me daba y me tocaba de una manera más real. Y ahora cargo con los dos
pesos: la fascinación por lo extraño pero en el mundo de lo real, el introducir
en lo cotidiano esa tensión de lo fantástico.
Sabemos que el comienzo de tu anterior novela, “Distancia
de rescate”, fue un cuento que no podías acabar ¿cómo fue el proceso a nivel
estructural con esta nueva novela?
Mi primer
impulso siempre es escribir un cuento. Pero con esta historia fue evidente que
estaba frente a un material para novela desde el principio. El primer borrador
no tiene más que unas siete u ocho páginas escritas a los apurones, intentando
entender lo más posible esa nueva idea antes de cortar la escritura. Y ahí ya
estaban tres de las cinco historias que luego fueron estructurales para la
novela. Ya estaba la idea de capítulos cortos y largos, y hasta el “timing” de
una historia que era claramente de largo aliento. Toda la estructura de la
novela nació con ese primer borrador.
Tus dos primeros libros pueden considerarse
dentro del fantástico, “Distancia de rescate” es una novela de terror, en “Siete
casas vacías” lo fantástico pasa más bien por la locura de los personajes y “Kentukis”
es, en gran medida, una novela de ciencia ficción. ¿Te gusta explorar los
géneros?
Me gusta
explorarlos, sí, pero pienso siempre en términos de historias, personajes,
narradores, tiempos, y no tanto en términos de género. Los géneros, e incluso
las extensiones -cuento, nouvelle, novela-, son espacios a los que llego casi
con sorpresa, como a una conclusión para la que estuve pensando un tiempo.
Quizá por eso también termino trabajando un poco en los límites de esos
géneros. Quiero decir, me encantan todas las etiquetas de tu pregunta, me
encantan porque soy lectora de esos géneros, los disfruto con devoción, y
entiendo perfectamente por qué los elegiste para hablar de esos libros. Pero
también podría decir que la gran mayoría de los cuentos de “Pájaros en la boca”
pertenecen más a la literatura de lo extraño que a lo fantástico; que “Distancia
de rescate” no tiene explícitamente ninguna característica del género de
terror; y que “Kentukis”, tratándose de una tecnología que no es más que la
cruza entre un peluche y el celular más rudimentario de este mundo, no tiene ni
trabaja ninguna característica dura de la ciencia ficción. Por ahí entonces lo
que más me interesa de los géneros son sus ambientes, la cercanía de sus
límites y todo lo que se pone en juego cuando uno se acerca a ellos.
¿Cómo fue la experiencia de escribir una novela
larga después de los cuentos y una novela corta?
Este libro,
ya desde sus primeras notas, nació con una forma bastante distinta a todo lo
que venía trabajando. Quizá el concepto de qué es un kentuki y cómo funciona
podría contarse en un cuento, pero eso no es lo que yo quería contar, y desde
los primeros borradores fue bastante claro para mí que, si me animaba a
escribir esta historia, iba a tener que ser una novela. Me inquietó trabajar
tan fuera de los espacios en los que suelo sentirme más cómoda. No sólo por
animarme a la novela, sino también por pasar de mis narradores en primera
persona a un narrador en tercera, por contar una historia de manera coral, por
salirme del territorio argentino y trabajar desde distintas ciudades del mundo,
por pensar un tema que hasta entonces me había sido completamente ajeno, como
es el de las tecnologías, en fin, todo me parecía un poco extraño. Pero pasada
la mitad del manuscrito me di cuenta de la trampa, de que quizá no es tan fácil
salirse de esos espacios conocidos, en realidad, seguía hablando de lo que
siempre me preocupa en mis historias: de la soledad, la incomunicación, los
problemas del lenguaje, lo extraño. Sí hubo algo nuevo en lo logístico, algo
que parece una obviedad pero no se siente así cuando finalmente hay que
arremangarse, y tiene que ver con la cantidad de material con el que se trabaja
en una novela en comparación con las diez o veinte páginas en las que se
concentra el cuento. Como la carga es grande, cada movimiento lleva su tiempo,
y como mi alma sigue siendo de cuentista, tuve que aprender a ganar algunas
batallas internas con mi ansiedad y mi impaciencia.
¿Qué escritores pensás como modelo de “Kentukis”?
Modelo,
ninguno, o por lo menos no se me ocurre claramente ninguna estructura o
narrador, o personajes que me hayan llevado al mundo de este libro. Pero bueno,
ya que me das la hermosa libertad de elegir modelos, pienso en “Crónicas marcianas”,
de Ray Bradbury. A priori me cuesta encontrar puntos en común, pero algo hay. O
mejor dicho, algo me gustaría que hubiera. Una novela que parece hablar sobre
cohetes, pero en la que los cohetes siempre están hablando de otra cosa, una
novela de relaciones humanas desde distintos lugares del mundo. Aunque hay algo
que le envidio profundamente a Bradbury, y sé que nunca voy a poder heredar. Su
optimismo. La luz que siempre deja en cada oscuridad en la que se mete. Es una
fe en la humanidad todavía más peligrosa que la de aventurarse en el humor o en
el sexo sin maestría. Creo que no hay escritor más valiente que él, y es uno de
mis escritores muertos que más extraño. Si todavía siguiera escribiendo... Nos
haría a todos tan bien.
¿Lees ciencia ficción? ¿Quiénes son tus autores
favoritos?
Me gusta
mucho la ciencia ficción. Pienso en autores como Stanislaw Lem, Úrsula K. Le
Guin, Ray Bradbury... Mis primeras lecturas adultas fueron sobre todo libros
fantásticos y de ciencia ficción. Pero no creo que “Kentukis” pertenezca a ese
mundo. Hay un ruido extraño en cómo se lee hoy la ciencia ficción y cómo lidia
con ella la literatura. Vivimos en un mundo hiper tecnologizado, y nos
manejamos en él con absoluta naturalidad, usando recursos que hace solo diez
años atrás serían impensables, y hoy ya no nos sorprenden. Pero basta que esta
tecnología entre en un libro para que todo parezca girar alrededor de esto,
todavía no terminamos de leerla con naturalidad. “Kentukis” no habla del futuro
y no implica la existencia de ninguna tecnología nueva. Y sin embargo la vieja
idea de la ciencia ficción late evidentemente entre líneas. Me encanta, porque
es un género que siempre disfruto, pero me pregunto qué es lo que nos pasa a
nosotros, como lectores, que aceptamos estas tecnologías con toda naturalidad
en nuestras vidas pero, puestas estas sobre el papel, tomamos todavía tanta
distancia. ¿Será que siguen dándonos algo de miedo? ¿Será que en realidad
todavía no las hemos internalizado tanto como creemos?
¿Vivimos en una época voyeurista, donde somos
incapaces de desaparecer? ¿Qué lugar ocupan los escritores en ese juego?
Siempre
fuimos vouyeristas, cambian las tecnologías, pero siempre nos fascinó mirar al
otro. Y el voyeurismo busca una verdad que es imposible de otra forma, y es la
de ver al otro tal cual es, ver quién es el otro cuando cree que nadie lo ve.
Hay información vital en esos descubrimientos. Y esa es la mirada que puede dar
un kentuki. Si seríamos capaces de pagar una fortuna por ser anónimos en la
vida digital, ¿cuánto pagaríamos por ser anónimos en la vida real? Y la
literatura tiene mucho de esto también. Escribir es, por supuesto, una forma de
voyeurismo, o al menos una forma de preguntarse qué es lo que uno miraría si
pudiera mirarlo todo, y de descubrir, en las respuestas de esos libros,
nuestras propias preguntas y nuestras propias respuestas.
En esta novela, como en “Distancia de rescate”,
hay una mirada sobre fenómenos preocupantes, inquietantes, que atraviesan el
mundo. En “Distancia de rescate” tenía que ver con una cuestión más vinculada
al medio ambiente y en “Kentukis” aparece la trata de mujeres, cuestiones que
tiene que ver con los vínculos, divorcios, orfandades, aparecen campamentos de
refugiados en Sierra Leona… ¿Estás muy pendiente de lo que pasa en general a la
humanidad?
Y sí,
absolutamente. Creo que estamos todos un poco expuestos a través de los medios.
Incluso en el desentendimiento o en el no saber completamente qué pasa en
determinada ciudad o en determinada sociedad. Es como que todos esos males, y
esas cosas hermosas también, se reflejan todo el tiempo de una manera rara en
las redes. Está todo ahí, lo peor y lo mejor de nuestra sociedad está metido
entre imágenes, palabras, sonidos que impactan, y algunas cosas preferís pasar
y otras decís no, qué está pasando acá y decidís informarte de otra manera.
¿Considerás que a partir de esta novela hay un
giro cosmopolita en tu narrativa, que ya no se limita a retratar personajes
argentinos?
Me
animaría a decir que no. Pero quién sabe. Creo que “Kentukis” solo podía
contarse así, desde múltiples ciudades del mundo, con todos los límites y las
libertades que abre ese juego. Es algo que tiene que ver más con la idea de los
kentukis que con un giro cosmopolita en mi escritura o en mi vida. De hecho,
aunque sea una argentina con pasaporte italiano viviendo en Berlín, me
considero un bicho de barrio porteño. De cosmopolita, nada. Ahora estoy
trabajando en algunos cuentos y, en cuanto me concentro en la escritura, mi
mente vuelve inmediatamente al escenario argentino. Supongo que si aparece una
idea en la que, por ejemplo, Berlín necesite ser escenario, me animaría sin
problema a escribir sobre Berlín. Pero si nada particular lo convoca, diría que
mi escenario sigue siendo Argentina.
¿Es la rica tradición argentina un fardo pesado
de llevar?
Una
tradición nunca debería comprometer porque es un poco como los abuelos que uno
ha querido y admirado, como la familia de la que se viene. Y si lo hace debería
ser desde el compromiso con el trabajo, desde la nostalgia de tu país como
espacio literario pero que te permite abrirte a otras naciones y géneros
literarios... Hay que tener raíces pero sentir que puedes despegarte de todo
eso.
Lo decía porque es quizá el rostro más visible
de una generación de jóvenes escritoras hispanoamericanas que triunfa en todo
el mundo. ¿Cómo vivís esa proyección y ese momento fuerte de la literatura
escrita por mujeres? ¿Te sentís reivindicativa?
Me siento
muy bien acompañada en un momento privilegiado que no han disfrutado, por
desgracia, otras autoras que no han tenido una obra publicada y espléndida, lo
que no significa que no hayan escrito. Desde mi adolescencia vi como algo
natural que en mi lista de los veinte o treinta favoritos todos fueran hombres.
Habíamos leído por supuesto a Eudora Welty, a Flannery O’Connor, pero cuando
aparecieron Lucia Berlin, Alice Munro, Edith Pearlman... fue un descubrimiento,
también para mí. Cuando la literatura femenina empezó a tomar presencia hace
quince años me parecían una esquina peligrosa esos espacios en donde por hacer
visible a la literatura femenina se la ponía en un grupo aparte: las mesas de
mujeres, las antologías de mujeres... Pensaba: tenemos que estar ahí porque
somos buenísimas y no porque somos mujeres. Estoy tan contenta de que el espacio
que hemos ganado ahora lo tengamos porque somos buenísimas... Si lees a
Fernanda Melchor, a Mariana Enríquez, Vera Giaconi, Guadalupe Nettel, Valeria
Luiselli... son buenísimas. Y eso si cito sólo a latinoamericanas pero en todas
partes hay una literatura de mujer de primera.
Pasando a cuestiones más generales, ¿cómo sentís
la relación con el idioma materno después de años de vivir en otros países?
¿Pensás que esa extranjería, por decirlo así, influyó en tu escritura?
Claro que
influye. Sobre todo porque vivo rodeada de un idioma tan distinto al
español como es el alemán y que todavía
no domino del todo, y además tengo muchísimas amistades latinoamericanas.
Después de tantos años en continuo diálogo con mexicanos, chilenos,
venezolanos, colombianos, uno empieza a neutralizar algunas palabras y a tomar
otras que no existen en tu idioma pero comunican con mucha precisión algo que
ahora sí sabés que existe, y que empezás a necesitar. Pienso mucho en esto en
relación a la escritura. Por ejemplo, ¿que sería más natural? ¿Que mis
personajes argentinos hablaran mi español, que ya no es exactamente el mismo
porteño que se habla ahora en Buenos Aires? ¿O que hablen un porteño perfecto,
pero que ya no es el mío, y que por lo tanto yo tendría que reconstruir?
Siempre me acuerdo de cómo criticaba la generación de mis padres el “porteño
viejo y atrasado” de Cortázar, cuando hacía ya años que escribía desde Francia.
Pero creo que ahora tenemos una relación distinta con los cambios del lenguaje.
Pienso en la cantidad de escritores de mi generación que viven fuera de sus
países, y cómo sus idiomas, deformados y reformados cada uno a su manera, son
también un mapa único de su pasado, de las ciudades en las que vivieron y hasta
de las ideas que cada uno está rumiando.
¿El hecho de haber obtenido reconocimiento
modificó en algo tu manera de escribir?
Estoy
tentada a darte un no rotundo, porque así lo siento, pero ¿quién sabe? ¿Cómo
puedo medir hasta qué punto separo una cosa de la otra? No lo siento así, eso
seguro. Hay algo a lo que sí le tengo miedo, y que justamente, para evitarlo,
procuro tener siempre presente, y es la profesionalización. Imagino que, el
problema de adquirir cierta experiencia en la escritura, es que uno empieza a
ser capaz de resolver demasiado. Y esto no está para nada cerca al hecho de
adquirir genialidad, sino más bien al de perderla. En mi ideal, la escritura
siempre debería intentar llegar hasta donde quiere desde el abismo de no saber
cómo, desde el estupor, la curiosidad y el deseo sin armas.
¿Cuáles son tus lecturas más recientes que te
influyeron de algún modo, esos libros que te hacen descubrir algo nuevo sobre
lo que puede ser la literatura?
Me alegra
la especificidad de tu pregunta, me obliga a dejar de lado libros muy buenos
pero que ya se listaron demasiado, y a contestarte con más cuidado. Mi último
gran descubrimiento en este sentido debe ser Anne Carson, sobre todo un librito
muy chiquito que lamentablemente no está traducido todavía al español, “Short talks”.
Nunca me enganché mucho con el microrrelato, pero a estos no puedo parar de
leerlos, son pequeñas obras de arte, y sí puedo decir que me dispararon ideas
nuevas, o que me hicieron pensar en nuevas posibilidades de escritura. Este año
descubrí a Giuseppe Caputo, su novela “Un mundo huérfano” es una historia
extraña y potente, y la leí todo el tiempo haciéndome la misma pregunta: ¿Cómo
se puede ser tan tierno y tan oscuro al mismo tiempo? Es una novela hermosa. La
nueva novela de Pilar Quintana, “La perra”, es muy buena. También me dejó
pensando mucho “Las aventuras de la China Iron”, de Gabriela Cabezón Cámara. Y “El
discurso vacío”, de Mario Levrero, que es una nouvelle que tenía pendiente hace
tiempo. Disfruto mucho de los libros que, más allá de su argumento, también
inventan una forma nueva de contarse. Esos libros que, si uno intenta empezar
por la página cincuenta, ya le queda claro en muy pocas líneas que hay algo
nuevo que se ha construido entre el lector y el escritor, que es indescifrable
si no se empieza el libro desde el comienzo, una forma que solo puede ser
excusada y entendida por su contenido, y que se aprende durante la lectura.
¿La escritura te da un margen para pensar?
Las
palabras tienen su propio poder de invocación, me permiten pensar de manera más
profunda e intuitiva, incluso hacer un recorrido novedoso. Cuando uno habla
responde muchas veces con automatismos, y eso a mí no me interesa casi nada. La
gran diferencia entre la oralidad y la escritura es el tiempo: las personas
brillantes suelen ser las que rápidamente llegan a expresar ideas interesantes
durante la conversación. Yo, en todo caso, necesito de la escritura. A mí me
encanta que me lean, pero no tener que emitir respuestas acertadas todo el
tiempo, en relación a lo que hago. Y me cuesta por respeto a mis propios
libros: creo que ellos hablan por sí mismos mucho mejor de lo que yo lo hago
por ellos.