19 de enero de 2019

Samanta Schweblin: “Como sociedad es de vital importancia tener un espacio donde funcione la ficción. Es algo curativo, ordenador; el espacio en que nos pensamos como individuos y volvemos a nuestra vida ilesos y con una información vital” (1)

Samanta Schweblin (1978) nació en Buenos Aires y desde hace unos años reside en Berlín, donde escribe y dicta talleres literarios. Es autora de la novela “Distancia de rescate” y de los libros de cuentos “El núcleo del disturbio”, “Pájaros en la boca” y “Siete casas vacías”. Traducida a más de veinticinco lenguas y becada por distintas instituciones, es una de las escritoras argentinas con mayor proyección internacional en la actualidad. Su vocación por la construcción de atmósferas inquietantes y terrores cotidianos conquista nuevos territorios en su nueva novela, “Kentukis”, obra en la que presenta un mundo en el que los seres humanos poseen mascotas electrónicas: los kentukis, unos artefactos con forma de animales de peluche (topos, conejos, dragones, lechuzas) que permiten el acceso remoto a la vida privada de sus dueños. Los muñecos tienen un “amo” y un “usuario”, con el que conviven. Se trata de una serie de historias que funcionan de manera autónoma pero que, puestas en relación, revelan interconexiones inesperadas entre los personajes que viven en distintos continentes, con edades y condición social muy diversas. En la novela, Schweblin explora la relación de los seres humanos con la tecnología y los vínculos que construyen con y a partir de ella, poniendo así de manifiesto el presente contradictorio de la humanidad, tan paradójico como esos pequeños robots voyeuristas envueltos en peluche que se adquieren como mascotas. Lo que sigue es una recopilación editada de entrevistas que la autora concedió a distintos medios de prensa a raíz de la publicación de su última novela. Dichas entrevistas estuvieron a cargo de Fabiana Scherer (diario “La Nación”, 07/10/18), Verónica Abdala (diario “Clarín”, 12/10/18), Hinde Pomeraniec (diario “Infobae”, 14/10/18), Charo Ramos (periódico “Diario de Jerez”, 27/10/18), Silvina Friera (diario “Página/12”, 29/10/18), Javier Ramajo (diario digital “El Diario.es”, 03/11/18), Ana Llurba (página web “Letras Libres.com”, 05/11/18), Luciano Lamberti (página web “Librería Eterna Cadencia.com”, 12/11/18) y Marina Yuszczuk (diario “Página/12”, 11/01/19).


¿De dónde te vino la inspiración para escribir “Kentukis”?

Es raro este ejercicio de pensar de dónde vienen las ideas. Diría que es una idea que salió de la nada, pero si miro con perspectiva mis últimos años, encuentro muchos puntos en común con esta novela. “Kentukis” sucede en más de veinte locaciones alrededor de todo el mundo, y yo hace tres años que, a raíz de los libros, me la paso viajando por capitales pero también por las ciudades más insólitas.

¿De dónde surge la palabra “kentukis”? En un momento del libro hay una mención a Kentucky Fried Chicken pero también es una palabra que tiene resonancias japonesas, lo mismo que estos pequeños animalitos y criaturas del animé que siguen a sus dueños a todas partes.

Surgió espontáneamente durante ese primer borrador, y seguí adelante porque lo que me importaba en ese momento era entender la idea que estaba gestándose, no quería distraerme. Cuando entendí que el texto iba en serio decidí buscarle un nombre definitivo. Y me hice una lista de las cosas que quería que ese nombre implicara. Quería una marca que sonara a algo extranjero, pero también a trucho, a popular, a barato. A yanqui pero también a japonés, o chino. A una marca que ya escuchamos en algún otro lugar, aunque no recordemos de dónde. Busqué en Google kentukis y salió un caballo ruso con múltiples premios, una comida tradicional japonesa, una ciudad ucraniana y otra australiana. Salieron personajes y clubes y hasta información en idiomas que desconozco. Y entonces pensé que kentukis era perfecto, era exactamente todo eso y nada de todo eso. Era pura confusión y sensación de familiaridad.

Si bien en el resto de tu obra exploraste varias entradas de acceso a lo fantástico y la ficción especulativa, sobre todo desde la tradición del fantástico rioplatense, tu territorio ficcional son los miedos sociales y las fronteras de lo que entendemos como “normalidad”. ¿Qué fue lo que te llevó a este desplazamiento temático hacia la relación con las nuevas tecnologías?

Las nuevas tecnologías son el espacio perfecto para hablar de los miedos sociales y de lo que aceptamos o no como normalidad. Entiendo que hables de desplazamiento, porque a mí misma, al principio de este proyecto, me sorprendió estar pensando en tecnologías. Pero rápidamente entendí que, al menos para el promedio de los ciudadanos de este mundo, no hay nada en nuestra vida contemporánea que marque tanto nuestros límites sociales como lo hace la tecnología. Y hay un miedo generalizado, cuando se piensa en el peligro de las tecnologías, asociado a esta especie de gran hermano orwelliano que todo lo sabe y todo lo controla, asociado a su vez quizá a una compañía perversa y global, o a algunos gobiernos. No niego esta posibilidad, de hecho, cada vez nos suena menos a ciencia ficción. Pero antes que este monstruo inminente, el gran peligro somos nosotros mismos, los usuarios, con todo nuestro sistema de prejuicios, equívocos y violencias.

Casi todos los personajes de la novela están solos. ¿Tecnología igual a soledad?

No creo que el uso de la tecnología implique soledad por sí misma, porque todos la usamos. El tema está en cómo se utiliza. Indefectiblemente alguien que pasa tres o cuatro horas en las redes sociales es alguien que tiene mucho tiempo y algo de soledad debe haber en ese uso. Pero sí creo que estamos rodeados de mucha soledad y la soledad no es sólo estar solo físicamente sino también estar rodeado de amigos pero sin lograr comunicaciones genuinas, sin lograr sinceridad o sin lograr aceptar nuestras propias extrañezas o imperfecciones o las del otro. Como vivimos en una época en la que todos somos espejos de colores y todos parecen llevar una vida muy perfecta, esa conexión desde lo auténtico se vuelve muy difícil porque todo el mundo parece ser igual en su felicidad.

¿Hacia dónde creés que nos lleva toda esta relación entre los seres humanos y la tecnología?

Creo que nos estamos volviendo un poco extraños. Extraños para los demás. Al final las tecnologías nos acercan de alguna manera; pero también en lo físico, en lo comunitario, en lo espacial, nos vuelven cada vez más lejanos. Es una contradicción con la que todavía me parece que no estamos pensando ni aprendimos todavía a mover.

¿Estamos cada vez más solos a la vez que hiperconectados?

Estamos hiperconectados en la soledad aunque parezca una contradicción. Las redes sociales y algunos dispositivos de comunicación agilizan un tipo de comunicación más informativa, inmediata y visual pero también aniquilan esa otra comunicación más profunda y genuina con la verdad del otro y con nuestras propias verdades, con las cosas que nos unen. Las redes sociales funcionan un poco como espejitos de colores de nuestras propias vidas donde todos estamos unificados en nuestra belleza, en nuestra felicidad y excelencia, en nuestro disfrute. Puede que eso exista pero es sólo una capa y desde esa capa no se puede tocar al otro en su anormalidad, en su extrañeza, en sus problemas, que son las cosas más preciadas. Al final los lazos más fuertes los construimos desde el dolor y la crisis, y no tanto desde la felicidad.

Parece que quisieras alertarnos de nuestra desprotección extrema ante estos dispositivos.

Philip K. Dick y Asimov ya alertaron de esos problemas. Pensamos en la tecnología como el monstruo malo que nos va a golpear, bien por su inteligencia artificial o porque está comandado por un gobierno maléfico o una mega corporación. Y eso pasa, no lo niego, y pasará cada vez más. Pero el verdadero problema somos nosotros porque del otro lado de esos dispositivos hay siempre un ser humano. Somos nosotros mismos los que podemos ser violentos cuando traspasamos la intimidad del otro, incluso sin ser realmente conscientes ni saberlo. Nosotros somos el mal que hay en la tecnología, que no es mala ni buena, y que nunca dejó de crecer desde que existe: hoy son chips y conexiones inalámbricas, antes cables y piedras filosas.

Uno de los aspectos más inquietantes de “Kentukis” es la tensión constante entre la ternura y la crueldad. ¿Qué fue lo más desafiante de este proyecto a nivel creativo?

Lo más desafiante fue sentirme, desde el principio, absolutamente fuera de mi zona de confort. Trabajar por primera vez una historia tanto más larga a las que estoy acostumbrada, incluir capítulos, trabajar con un narrador en tercera cuando la gran mayoría de mis textos son en primera persona, hablar de tecnologías, salir del escenario argentino, realmente todo se sintió como un gran salto al vacío. Uno de los desafíos fue hablar de un tema que generalmente conduce a historias acerca de grandes debacles y catástrofes globales, como es el de una posible crisis tecnológica, pero sostenerlo en un plano absolutamente personal, íntimo y realista. Y en este sentido, era muy importante la empatía del lector con los personajes. Quería que los lectores sintieran que, ante semejantes situaciones límite, posiblemente hubieran tomado las mismas decisiones, quería mostrar, paso a paso, hasta qué punto somos capaces de ejercer maltrato y violencia, a veces incluso sin ser conscientes.

A diferencia de tus anteriores relatos y tu primera novela, que estaban situadas en la provincia de Buenos Aires, el territorio de tu ficción en “Kentukis” es un escenario global, que abarca diferentes países y culturas. ¿Fue una decisión concreta o fue algo a lo que la propia historia te llevó?

Nació con la propia estructura de la novela, en el primer borrador. No sé si había otra manera de contar esta historia que hacerlo desde distintos puntos de todo el mundo, porque justamente se trata de la conexión con los demás, o la desconexión. Y de lo distintos e iguales que son “los demás” alrededor de todo el mundo. He viajado a lugares insólitos, como pequeños pueblos en China, o una comunidad indígena en la Selva Lacandona, o el aeropuerto de Qatar. La primera impresión es desconcertante, uno piensa “esto es otro mundo”. Pero en cuanto empezás a interactuar con los otros te das cuenta lo iguales que somos. Y un segundo después volvés a sentir un extrañamiento fuertísimo. Me encanta ese salto, ese reconocerse y no reconocerse en otro que viene de una historia y una cultura absolutamente opuesta a la tuya. Pero hay algo curioso con la tecnología, y es que, no importa de qué mundo vengas, la tecnología empezó para todos al mismo tiempo, y nos tocó a todos más o menos de la misma manera. Podría ser nuestro idioma universal, pero seguimos usándolo como una burbuja, para ver nuestro entorno más cercano o como espejo de nosotros mismos.

Parece que en los kentukis se condensara una serie de experiencias contemporáneas con la tecnología (chatear, filmarse, fotografiarse, participar en redes). ¿Es algo que tenías en mente cuando pensaste “Kentukis”?

Sí, claro. Cuando miro hacia atrás, suelo encontrar en los libros que escribo una suerte de respuesta intuitiva -y muy personal, por supuesto-, a las preguntas que me estaba haciendo en el momento de su escritura. No es algo que tenga tan presente durante la escritura, es algo que sólo descubro hacia atrás. Ahora pienso en “Kentukis” y me doy cuenta que la escribí en dos años de muchísimo trabajo, pero también de aislamiento. Sé que puede sonar contradictorio cuando justo tocaron tantos festivales, ferias, clases, pero casi todas estas actividades suceden afuera, estando de viaje, y hay mucho aislamiento también en esas situaciones. Durante dos años me la pasé trabajando con Buenos Aires y Barcelona casi cada día, pero siempre por Skype, incluso durante los viajes. Siempre interactuando con gente pero en la absoluta soledad de mi living o de las habitaciones de hotel. O viajando a ciudades insólitas, sin conocer absolutamente a nadie -“Kentukis” sucede en veintipico de ciudades distintas y casi todas las conozco de estos viajes-. Fueron dos años donde muchas de mis conexiones laborales y emocionales más importantes sucedieron mediante la tecnología. Recuerdo que, durante la escritura de “Kentukis”, varias veces me pregunté, ¿qué hago yo escribiendo sobre tecnologías? Era un tema que siempre me había resultado indiferente. Pero ahora entiendo qué tan metido en mi vida lo tengo, tan naturalizado que era incapaz de ver la cantidad de horas que podía estar conectada trabajando con otros, sin haber visto realmente a nadie en todo el día.

Lo más impactante de la novela y que es común a todos los personajes es esta disposición a ser mirados por un extraño. En esta idea de “existir para otros”, tal como está planteada en el libro, no importa realmente quién es ese otro, con tal de que haya alguien quizás en el otro extremo del mundo que esté pendiente de uno. Podría preguntarse entonces qué pasa con los vínculos, las conexiones y la soledad, ¿cómo lo ves?

Todos fuimos extraños al principio para los demás, incluso para nuestros seres más queridos, y todos existimos también para los otros. Estamos pendientes de esas miradas. Y en las redes las miradas se pueden cuantificar. “Visto por 39 usuarios” no es lo mismo que “visto por 9k usuarios”. Creo que las tecnologías cambian las distancias y los límites que imponemos a los demás y a nosotros mismos, configuran un espacio social en el que todavía no rigen las mismas normas legales y morales que nos hemos impuesto en el mundo real. Nos damos otros permisos, tomamos otros riesgo y a veces hasta nos convertimos en otros muy distintos a los que somos en la vida real. Pero la tecnología es neutral, siempre lo fue, el problema somos nosotros mismos.

En estos personajes que recurren a los kentukis hay como una intención de buscar experiencias, incluso reemplazar la experiencia con la imagen, cuando se habla por ejemplo de que se podría viajar y hacer turismo a través de los kentukis o suplir lo que falta (pienso por ejemplo en el chico sin piernas). ¿Cómo se fue armando la idea de los kentukis en tu mente, o en la página? ¿Tenías consciencia de que te abría todo este espectro temático?

Tenía la intuición, pero en el camino me sorprendieron cosas nuevas. Y de hecho tuve que plantarme varias veces ante la tentación de seguir contando historias. No quería que el libro fuera un manual donde se estudiaran todas las posibilidades de un dispositivo, sino un arco en el que se contara, con la menor cantidad de historias posibles, el fracaso de un dispositivo. Un kentuki es un dispositivo que siempre fracasa, pero no por su tecnología, sino por las relaciones que establece. Tarde o temprano, esa relación parecida a la que  podríamos tener con una mascota, sin lenguaje y de mutua confianza, termina complejizándose. Los usuarios encuentran siempre la manera de comunicarse y, establecido un lenguaje, aparecen los juicios de valor, las diferencias sociales, generacionales y culturales, y las conexiones empiezan a oscurecerse.

También es sorprendente que al dueño del kentuki se lo denomine “amo” cuando en realidad la relación de poder es bastante más ambigua ahí, ¿cómo pensaste esta cuestión?

Claro, al principio uno acepta la idea de “amo” para ese usuario porque es el que compra el dispositivo, el que decide qué hacer con él, donde ponerlo, que límites imponerle, hasta dónde llegan o no las posibilidades de comunicarse con ese otro usuario que vive en el kentuki que el “amo” compró. Pero a medida que las relaciones se profundizan ese amo empieza a parecerse cada vez más a un esclavo, y viceversa. Por ejemplo, el que es “amo” también es el que es continuamente mirado y juzgado, incluso en sus espacios más íntimos. Pero supongo que esto espeja muchas de nuestras relaciones, sobre todo los vínculos que establecemos en las redes sociales.

¿Hablamos, entonces, de una pregunta por la propia identidad?

Sí, sobre todo en esta época en que se replantea y transforma el concepto de normalidad: por un lado, la sociedad nos exige que seamos adaptados y exitosos, que nos integremos al resto. Pero a la vez se nos exige ser originales, únicos. Uno se desorienta y se pregunta: ¿Lo estaré haciendo bien, mal? ¿Es mucho o poco? ¿Estoy bien acompañada? Espiar lo que hacen los demás es la forma más sencilla de respondernos estas cuestiones tan personales. Soy muy curiosa y miro más de lo que es aceptable mirar, soy más de la observación que de la acción, y en la base está el deseo de empatizar con los otros.

En varias historias aparecen cuestiones vigentes como la violencia de género, la deshonestidad en los vínculos de pareja o la extorsión que nace del material privado que se puede llegar a difundir públicamente. ¿Te propusiste abordarlas deliberadamente o surgieron de manera espontánea durante la escritura?

Son problemáticas que nacen de preocupaciones que voy agendando mentalmente: algo me duele o me preocupa o me da miedo. Entonces, durante la escritura, cuando uno tiende a inclinarse hacia todo lo que lo angustia, reaparecen. Y esta novela no es sobre la tecnología sino sobre las conexiones humanas, por eso aparecen situaciones inéditas pero también muy representativas y propias de esta época.

El voyeurismo aparece, también, como una forma de la violencia ¿El límite en que mirar a otro puede tornarse peligroso o agresivo debería empezar a preocuparnos?

Debería ser así y la novela se pregunta todo el tiempo por ese punto: ¿Hasta dónde se puede mirar sin llegar a violentar la intimidad ajena? ¿Dónde termina la curiosidad y empezamos a hablar de perversión o maldad? No está claro para nadie, son vacíos y preguntas que deberemos empezar a plantearnos.

¿Qué tan violentos podemos ser, ante este voyeurismo compulsivo que nos proponen las redes?

Infinitamente entrometidos y violentos. Todos somos potencialmente monstruosos, aunque preferimos pensar que lo monstruoso siempre está afuera. La tecnología no es mala en sí misma, ¡es absolutamente neutral! El peligro somos nosotros. Como escritora busco que el lector empatice con los personajes y llegue con ellos hasta límites inciertos. Busco que el lector entre en crisis y lo conduzco para que se convenza de que, llegado el caso, hubiera tomado las mismas decisiones que los personajes.

La lectura de “Kentukis”, como de otros de tus libros, por momentos provoca cierto vértigo: uno sabe que no llegará a la ciencia ficción ni la distopía, pero se siente frente a un abismo que atemoriza.

Eso es lo que yo siento cuando escribo y lo que me orienta en ese proceso. Ese abismo se genera justamente porque le estás diciendo todo el tiempo al lector: esto que te cuento es exactamente lo que pensás, pero también es esto otro. Lo estás llevando a un espacio que se construye de a dos, y al que él te sigue, pero donde oponés cierta resistencia como escritor: vamos a ir siempre un poco más allá de donde tenías pensado. El que tiene el control es el autor y yo busco generar esa tensión, mediante operaciones diversas.

Y desde lo argumental, ¿perseguís un efecto de extrañeza en la que lo ordinario se vuelve extraordinario o siniestro?

Sí, y dilato el tiempo en que encuentro ese límite; ese es para mí el espacio más interesante. Le propongo al lector entrar en una crisis, a través del personaje o de la trama, que debe ser una crisis poderosa, que en lo posible se extienda a lo largo de las páginas. Siempre dentro de ámbitos domésticos o ambientes más o menos cotidianos; dando pequeños giros podemos llegar a convertirnos en lo impensado.

Es placentero en la lectura ese temor a lo imprevisto.

Es un placer compartido con el autor, que sabe exactamente en qué punto de ebullición el relato va a estallar. El trabajo pasa por manejar esos hilos que van a provocar el impacto emocional.

¿Qué es la extrañeza para vos?

La sensación de que hay un mundo que no entiendo pero necesito pensar o repensar. Y eso es lo que busco generar a partir de un principio de equilibrio o supuesta normalidad: esa posibilidad de mirar con ojos nuevos.

¿Eso es lo que define tus ficciones?

Creo que sí, lo que busco es la extrañeza en la mirada.