¿De dónde te vino la inspiración para escribir “Kentukis”?
Es raro
este ejercicio de pensar de dónde vienen las ideas. Diría que es una idea que
salió de la nada, pero si miro con perspectiva mis últimos años, encuentro
muchos puntos en común con esta novela. “Kentukis” sucede en más de veinte
locaciones alrededor de todo el mundo, y yo hace tres años que, a raíz de los
libros, me la paso viajando por capitales pero también por las ciudades más
insólitas.
¿De dónde surge la palabra “kentukis”? En un
momento del libro hay una mención a Kentucky Fried Chicken pero también es una
palabra que tiene resonancias japonesas, lo mismo que estos pequeños animalitos
y criaturas del animé que siguen a sus dueños a todas partes.
Surgió
espontáneamente durante ese primer borrador, y seguí adelante porque lo que me
importaba en ese momento era entender la idea que estaba gestándose, no quería
distraerme. Cuando entendí que el texto iba en serio decidí buscarle un nombre
definitivo. Y me hice una lista de las cosas que quería que ese nombre
implicara. Quería una marca que sonara a algo extranjero, pero también a
trucho, a popular, a barato. A yanqui pero también a japonés, o chino. A una
marca que ya escuchamos en algún otro lugar, aunque no recordemos de dónde.
Busqué en Google kentukis y salió un caballo ruso con múltiples premios, una
comida tradicional japonesa, una ciudad ucraniana y otra australiana. Salieron
personajes y clubes y hasta información en idiomas que desconozco. Y entonces
pensé que kentukis era perfecto, era exactamente todo eso y nada de todo eso.
Era pura confusión y sensación de familiaridad.
Si bien en el resto de tu obra exploraste varias
entradas de acceso a lo fantástico y la ficción especulativa, sobre todo desde
la tradición del fantástico rioplatense, tu territorio ficcional son los miedos
sociales y las fronteras de lo que entendemos como “normalidad”. ¿Qué fue lo
que te llevó a este desplazamiento temático hacia la relación con las nuevas
tecnologías?
Las nuevas
tecnologías son el espacio perfecto para hablar de los miedos sociales y de lo
que aceptamos o no como normalidad. Entiendo que hables de desplazamiento,
porque a mí misma, al principio de este proyecto, me sorprendió estar pensando
en tecnologías. Pero rápidamente entendí que, al menos para el promedio de los
ciudadanos de este mundo, no hay nada en nuestra vida contemporánea que marque
tanto nuestros límites sociales como lo hace la tecnología. Y hay un miedo
generalizado, cuando se piensa en el peligro de las tecnologías, asociado a
esta especie de gran hermano orwelliano que todo lo sabe y todo lo controla,
asociado a su vez quizá a una compañía perversa y global, o a algunos
gobiernos. No niego esta posibilidad, de hecho, cada vez nos suena menos a
ciencia ficción. Pero antes que este monstruo inminente, el gran peligro somos
nosotros mismos, los usuarios, con todo nuestro sistema de prejuicios,
equívocos y violencias.
Casi todos los personajes de la novela están
solos. ¿Tecnología igual a soledad?
No creo
que el uso de la tecnología implique soledad por sí misma, porque todos la
usamos. El tema está en cómo se utiliza. Indefectiblemente alguien que pasa
tres o cuatro horas en las redes sociales es alguien que tiene mucho tiempo y
algo de soledad debe haber en ese uso. Pero sí creo que estamos rodeados de
mucha soledad y la soledad no es sólo estar solo físicamente sino también estar
rodeado de amigos pero sin lograr comunicaciones genuinas, sin lograr
sinceridad o sin lograr aceptar nuestras propias extrañezas o imperfecciones o
las del otro. Como vivimos en una época en la que todos somos espejos de
colores y todos parecen llevar una vida muy perfecta, esa conexión desde lo
auténtico se vuelve muy difícil porque todo el mundo parece ser igual en su
felicidad.
¿Hacia dónde creés que nos lleva toda esta
relación entre los seres humanos y la tecnología?
Creo que
nos estamos volviendo un poco extraños. Extraños para los demás. Al final las
tecnologías nos acercan de alguna manera; pero también en lo físico, en lo
comunitario, en lo espacial, nos vuelven cada vez más lejanos. Es una
contradicción con la que todavía me parece que no estamos pensando ni
aprendimos todavía a mover.
¿Estamos cada vez más solos a la vez que hiperconectados?
Estamos
hiperconectados en la soledad aunque parezca una contradicción. Las redes
sociales y algunos dispositivos de comunicación agilizan un tipo de
comunicación más informativa, inmediata y visual pero también aniquilan esa
otra comunicación más profunda y genuina con la verdad del otro y con nuestras
propias verdades, con las cosas que nos unen. Las redes sociales funcionan un
poco como espejitos de colores de nuestras propias vidas donde todos estamos
unificados en nuestra belleza, en nuestra felicidad y excelencia, en nuestro
disfrute. Puede que eso exista pero es sólo una capa y desde esa capa no se
puede tocar al otro en su anormalidad, en su extrañeza, en sus problemas, que
son las cosas más preciadas. Al final los lazos más fuertes los construimos
desde el dolor y la crisis, y no tanto desde la felicidad.
Parece que quisieras alertarnos de nuestra
desprotección extrema ante estos dispositivos.
Philip K.
Dick y Asimov ya alertaron de esos problemas. Pensamos en la tecnología como el
monstruo malo que nos va a golpear, bien por su inteligencia artificial o
porque está comandado por un gobierno maléfico o una mega corporación. Y eso
pasa, no lo niego, y pasará cada vez más. Pero el verdadero problema somos
nosotros porque del otro lado de esos dispositivos hay siempre un ser humano.
Somos nosotros mismos los que podemos ser violentos cuando traspasamos la
intimidad del otro, incluso sin ser realmente conscientes ni saberlo. Nosotros
somos el mal que hay en la tecnología, que no es mala ni buena, y que nunca
dejó de crecer desde que existe: hoy son chips y conexiones inalámbricas, antes
cables y piedras filosas.
Uno de los aspectos más inquietantes de
“Kentukis” es la tensión constante entre la ternura y la crueldad. ¿Qué fue lo
más desafiante de este proyecto a nivel creativo?
Lo más
desafiante fue sentirme, desde el principio, absolutamente fuera de mi zona de
confort. Trabajar por primera vez una historia tanto más larga a las que estoy
acostumbrada, incluir capítulos, trabajar con un narrador en tercera cuando la
gran mayoría de mis textos son en primera persona, hablar de tecnologías, salir
del escenario argentino, realmente todo se sintió como un gran salto al vacío. Uno
de los desafíos fue hablar de un tema que generalmente conduce a historias
acerca de grandes debacles y catástrofes globales, como es el de una posible
crisis tecnológica, pero sostenerlo en un plano absolutamente personal, íntimo
y realista. Y en este sentido, era muy importante la empatía del lector con los
personajes. Quería que los lectores sintieran que, ante semejantes situaciones
límite, posiblemente hubieran tomado las mismas decisiones, quería mostrar,
paso a paso, hasta qué punto somos capaces de ejercer maltrato y violencia, a
veces incluso sin ser conscientes.
A diferencia de tus anteriores relatos y tu
primera novela, que estaban situadas en la provincia de Buenos Aires, el
territorio de tu ficción en “Kentukis” es un escenario global, que abarca
diferentes países y culturas. ¿Fue una decisión concreta o fue algo a lo que la
propia historia te llevó?
Nació con
la propia estructura de la novela, en el primer borrador. No sé si había otra
manera de contar esta historia que hacerlo desde distintos puntos de todo el
mundo, porque justamente se trata de la conexión con los demás, o la
desconexión. Y de lo distintos e iguales que son “los demás” alrededor de todo
el mundo. He viajado a lugares insólitos, como pequeños pueblos en China, o una
comunidad indígena en la Selva Lacandona, o el aeropuerto de Qatar. La primera
impresión es desconcertante, uno piensa “esto es otro mundo”. Pero en cuanto
empezás a interactuar con los otros te das cuenta lo iguales que somos. Y un
segundo después volvés a sentir un extrañamiento fuertísimo. Me encanta ese
salto, ese reconocerse y no reconocerse en otro que viene de una historia y una
cultura absolutamente opuesta a la tuya. Pero hay algo curioso con la
tecnología, y es que, no importa de qué mundo vengas, la tecnología empezó para
todos al mismo tiempo, y nos tocó a todos más o menos de la misma manera.
Podría ser nuestro idioma universal, pero seguimos usándolo como una burbuja,
para ver nuestro entorno más cercano o como espejo de nosotros mismos.
Parece que en los kentukis se condensara una
serie de experiencias contemporáneas con la tecnología (chatear, filmarse,
fotografiarse, participar en redes). ¿Es algo que tenías en mente cuando
pensaste “Kentukis”?
Sí, claro.
Cuando miro hacia atrás, suelo encontrar en los libros que escribo una suerte
de respuesta intuitiva -y muy personal, por supuesto-, a las preguntas que me
estaba haciendo en el momento de su escritura. No es algo que tenga tan
presente durante la escritura, es algo que sólo descubro hacia atrás. Ahora
pienso en “Kentukis” y me doy cuenta que la escribí en dos años de muchísimo
trabajo, pero también de aislamiento. Sé que puede sonar contradictorio cuando
justo tocaron tantos festivales, ferias, clases, pero casi todas estas
actividades suceden afuera, estando de viaje, y hay mucho aislamiento también
en esas situaciones. Durante dos años me la pasé trabajando con Buenos Aires y
Barcelona casi cada día, pero siempre por Skype, incluso durante los viajes.
Siempre interactuando con gente pero en la absoluta soledad de mi living o de
las habitaciones de hotel. O viajando a ciudades insólitas, sin conocer
absolutamente a nadie -“Kentukis” sucede en veintipico de ciudades distintas y
casi todas las conozco de estos viajes-. Fueron dos años donde muchas de mis
conexiones laborales y emocionales más importantes sucedieron mediante la
tecnología. Recuerdo que, durante la escritura de “Kentukis”, varias veces me
pregunté, ¿qué hago yo escribiendo sobre tecnologías? Era un tema que siempre
me había resultado indiferente. Pero ahora entiendo qué tan metido en mi vida
lo tengo, tan naturalizado que era incapaz de ver la cantidad de horas que
podía estar conectada trabajando con otros, sin haber visto realmente a nadie
en todo el día.
Lo más impactante de la novela y que es común a
todos los personajes es esta disposición a ser mirados por un extraño. En esta
idea de “existir para otros”, tal como está planteada en el libro, no importa
realmente quién es ese otro, con tal de que haya alguien quizás en el otro
extremo del mundo que esté pendiente de uno. Podría preguntarse entonces qué
pasa con los vínculos, las conexiones y la soledad, ¿cómo lo ves?
Todos
fuimos extraños al principio para los demás, incluso para nuestros seres más
queridos, y todos existimos también para los otros. Estamos pendientes de esas
miradas. Y en las redes las miradas se pueden cuantificar. “Visto por 39
usuarios” no es lo mismo que “visto por 9k usuarios”. Creo que las tecnologías
cambian las distancias y los límites que imponemos a los demás y a nosotros
mismos, configuran un espacio social en el que todavía no rigen las mismas
normas legales y morales que nos hemos impuesto en el mundo real. Nos damos
otros permisos, tomamos otros riesgo y a veces hasta nos convertimos en otros
muy distintos a los que somos en la vida real. Pero la tecnología es neutral,
siempre lo fue, el problema somos nosotros mismos.
En estos personajes que recurren a los kentukis
hay como una intención de buscar experiencias, incluso reemplazar la experiencia
con la imagen, cuando se habla por ejemplo de que se podría viajar y hacer
turismo a través de los kentukis o suplir lo que falta (pienso por ejemplo en
el chico sin piernas). ¿Cómo se fue armando la idea de los kentukis en tu
mente, o en la página? ¿Tenías consciencia de que te abría todo este espectro
temático?
Tenía la
intuición, pero en el camino me sorprendieron cosas nuevas. Y de hecho tuve que
plantarme varias veces ante la tentación de seguir contando historias. No
quería que el libro fuera un manual donde se estudiaran todas las posibilidades
de un dispositivo, sino un arco en el que se contara, con la menor cantidad de
historias posibles, el fracaso de un dispositivo. Un kentuki es un dispositivo
que siempre fracasa, pero no por su tecnología, sino por las relaciones que
establece. Tarde o temprano, esa relación parecida a la que podríamos tener con una mascota, sin lenguaje
y de mutua confianza, termina complejizándose. Los usuarios encuentran siempre la
manera de comunicarse y, establecido un lenguaje, aparecen los juicios de
valor, las diferencias sociales, generacionales y culturales, y las conexiones
empiezan a oscurecerse.
También es sorprendente que al dueño del kentuki
se lo denomine “amo” cuando en realidad la relación de poder es bastante más
ambigua ahí, ¿cómo pensaste esta cuestión?
Claro, al
principio uno acepta la idea de “amo” para ese usuario porque es el que compra
el dispositivo, el que decide qué hacer con él, donde ponerlo, que límites
imponerle, hasta dónde llegan o no las posibilidades de comunicarse con ese
otro usuario que vive en el kentuki que el “amo” compró. Pero a medida que las
relaciones se profundizan ese amo empieza a parecerse cada vez más a un
esclavo, y viceversa. Por ejemplo, el que es “amo” también es el que es
continuamente mirado y juzgado, incluso en sus espacios más íntimos. Pero
supongo que esto espeja muchas de nuestras relaciones, sobre todo los vínculos
que establecemos en las redes sociales.
¿Hablamos, entonces, de una pregunta por la
propia identidad?
Sí, sobre
todo en esta época en que se replantea y transforma el concepto de normalidad:
por un lado, la sociedad nos exige que seamos adaptados y exitosos, que nos
integremos al resto. Pero a la vez se nos exige ser originales, únicos. Uno se
desorienta y se pregunta: ¿Lo estaré haciendo bien, mal? ¿Es mucho o poco?
¿Estoy bien acompañada? Espiar lo que hacen los demás es la forma más sencilla
de respondernos estas cuestiones tan personales. Soy muy curiosa y miro más de
lo que es aceptable mirar, soy más de la observación que de la acción, y en la
base está el deseo de empatizar con los otros.
En varias historias aparecen cuestiones vigentes
como la violencia de género, la deshonestidad en los vínculos de pareja o la
extorsión que nace del material privado que se puede llegar a difundir
públicamente. ¿Te propusiste abordarlas deliberadamente o surgieron de manera
espontánea durante la escritura?
Son
problemáticas que nacen de preocupaciones que voy agendando mentalmente: algo
me duele o me preocupa o me da miedo. Entonces, durante la escritura, cuando
uno tiende a inclinarse hacia todo lo que lo angustia, reaparecen. Y esta
novela no es sobre la tecnología sino sobre las conexiones humanas, por eso
aparecen situaciones inéditas pero también muy representativas y propias de
esta época.
El voyeurismo aparece, también, como una forma
de la violencia ¿El límite en que mirar a otro puede tornarse peligroso o
agresivo debería empezar a preocuparnos?
Debería
ser así y la novela se pregunta todo el tiempo por ese punto: ¿Hasta dónde se
puede mirar sin llegar a violentar la intimidad ajena? ¿Dónde termina la
curiosidad y empezamos a hablar de perversión o maldad? No está claro para
nadie, son vacíos y preguntas que deberemos empezar a plantearnos.
¿Qué tan violentos podemos ser, ante este
voyeurismo compulsivo que nos proponen las redes?
Infinitamente
entrometidos y violentos. Todos somos potencialmente monstruosos, aunque
preferimos pensar que lo monstruoso siempre está afuera. La tecnología no es
mala en sí misma, ¡es absolutamente neutral! El peligro somos nosotros. Como
escritora busco que el lector empatice con los personajes y llegue con ellos
hasta límites inciertos. Busco que el lector entre en crisis y lo conduzco para
que se convenza de que, llegado el caso, hubiera tomado las mismas decisiones
que los personajes.
La lectura de “Kentukis”, como de otros de tus
libros, por momentos provoca cierto vértigo: uno sabe que no llegará a la
ciencia ficción ni la distopía, pero se siente frente a un abismo que atemoriza.
Eso es lo
que yo siento cuando escribo y lo que me orienta en ese proceso. Ese abismo se
genera justamente porque le estás diciendo todo el tiempo al lector: esto que
te cuento es exactamente lo que pensás, pero también es esto otro. Lo estás
llevando a un espacio que se construye de a dos, y al que él te sigue, pero
donde oponés cierta resistencia como escritor: vamos a ir siempre un poco más
allá de donde tenías pensado. El que tiene el control es el autor y yo busco
generar esa tensión, mediante operaciones diversas.
Y desde lo argumental, ¿perseguís un efecto de
extrañeza en la que lo ordinario se vuelve extraordinario o siniestro?
Sí, y
dilato el tiempo en que encuentro ese límite; ese es para mí el espacio más
interesante. Le propongo al lector entrar en una crisis, a través del personaje
o de la trama, que debe ser una crisis poderosa, que en lo posible se extienda
a lo largo de las páginas. Siempre dentro de ámbitos domésticos o ambientes más
o menos cotidianos; dando pequeños giros podemos llegar a convertirnos en lo
impensado.
Es placentero en la lectura ese temor a lo
imprevisto.
Es un
placer compartido con el autor, que sabe exactamente en qué punto de ebullición
el relato va a estallar. El trabajo pasa por manejar esos hilos que van a
provocar el impacto emocional.
¿Qué es la extrañeza para vos?
La
sensación de que hay un mundo que no entiendo pero necesito pensar o repensar.
Y eso es lo que busco generar a partir de un principio de equilibrio o supuesta
normalidad: esa posibilidad de mirar con ojos nuevos.
¿Eso es lo que define tus ficciones?
Creo que
sí, lo que busco es la extrañeza en la mirada.