Hacia fines del siglo XIX y comienzos del siglo
XX, la literatura europea -particularmente la francesa- estuvo signada por el
predominio del simbolismo como expresión continuadora de las viejas fórmulas
del romanticismo. Pero, paralelo a este movimiento artístico definido como antagonista
de la declamación, la falsa sensibilidad y la descripción objetiva, el positivismo
y la filosofía del progreso implicaron una corroboración de las potencias
intelectuales del hombre. Los poetas, pintores y escultores de esa época se movieron
entre ambas corrientes y del predominio de una de ellas surgiría la nota
distintiva de su obra.
Para la sociología formalista alemana de Leopold von
Wiese (1876-1969), el individuo, frente al proceso social, opta por dos
comportamientos opuestos: o se integra al proceso colectivo, a sus particulares
modos de vida, a sus instituciones consagradas, a sus circunstancias y opera de
ese modo un proceso sociológico de asociación o, por el contrario, se
desintegra de la comunidad, se segrega de su estilo vital, rechaza la legitimidad
de sus instituciones tradicionales y opera, entonces, un proceso sociológico de
disociación.
Entre ambos procesos, sin embargo -decía en “Allgemeine
soziologie als lehre von den beziehungsbedingungen der menschen” (La sociología
general como doctrina de las relaciones de los hombres)-, media un tercero que
participa de los dos anteriores; por una parte, el individuo asume la
responsabilidad que surge de su condición de actor social, acepta y ratifica el
orden comunitario, impulsa los aspectos a los que adhiere y, por otra parte,
advierte sus errores y desajustes y, en ese sentido, niega su colaboración,
declina su responsabilidad y adopta una actitud crítica y combativa.
Este tercer proceso de la sociología de von Wiese sería
el que caracterizó y definió claramente el comportamiento del escritor
surrealista frente a la sociedad de su tiempo y determinó “la síntesis peculiar
del estilo contemporáneo que se funda en una contradicción entre las anárquicas
fuerzas de lo oscuro, que pugna por sobresalir, y la confianza en las
conquistas de la razón”, según ha sostenido el poeta y crítico de arte español
Juan Eduardo Cirlot (1916-1973) en su “Introducción al surrealismo” de 1953.
En Francia, a finales de los años ’20 del siglo
pasado, todas las fuerzas vitales de la creatividad artística y la protesta
social parecieron canalizarse a través del surrealismo, un movimiento cuyo
alcance artístico e influencia sería el más importante desde los tiempos del
romanticismo, con el que compartía sus aspectos más fantásticos y sombríos. Se
trató del primer movimiento artístico de protesta, de repulsa contra la
burguesía y contra todo el sistema ético y cultural de la época. Dicho
movimiento tenía como objetivo la transformación radical de la sociedad a través
de una revolución en el arte.
Influidos por los conceptos del sociólogo crítico
Henri Lefebvre (1901-1991) sobre la “crítica de la vida cotidiana” y del
filósofo existencialista Jean Paul Sartre (1905-1980) sobre la construcción de
“situaciones subversivas”, los surrealistas emprendieron una especie de
subversión cultural a la apropiación capitalista del arte. Sabotearon su
sentido moral así como su sentido comercial, una actitud que llevó al filósofo
alemánWalter Benjamin (1892-1940) a afirmar en su “Des surrealismus. Die letzte
momentaufnahme der europäischen intelligenz” (El surrealismo. La última
instantánea de la inteligencia europea) que era un movimiento radical, el más
libertario de Europa, un movimiento “iluminado” que buscaba “hacer estallar
desde dentro el campo de la literatura, gracias a un conjunto de experiencias
mágicas de alcance revolucionario”.
La actitud fundamental del surrealismo obedecía a una
reacción contra las formas literarias tradicionales y exaltaba la potencia del
instinto frente al imperio de la razón, promoviendo -dentro de la obra
literaria- la pérdida de un tema conductor, de un desarrollo lógico y de toda
coherencia racional. El escritor, en este caso, protagonizó un proceso de
disociación que paradójicamente se fundamentaba en el opuesto de asociación,
tal como se puede apreciar en la obra de André Bretón (1896-1966), Guillaume
Apollinaire (1880-1918), Jean Cocteau (1889-1963), Paul Eluard (1895-1952), Tristan
Tzara (1896-1963), Louis Aragón (1897-1982) y Robert Desnos (1900-1945), entre
tantos otros.
Sin embargo, el proceso de disociación sucedió al de
asociación no sólo sociológicamente sino también psicológicamente. Casi sin
excepción los protagonistas del movimiento surrealista se rebelaron y rechazaron
la sociedad de su tiempo porque la sabían inconmovible o así al menos lo creían.
Su actitud comportó la realización de un acto gratuito, una pura libertad del
espíritu sin consecuencias, finalmente, para el orden social que negaba. Para
el filósofo Guy Debord (1931-1994), según expresó en su “Rapport sur la
construction des situations” (Informe sobre la construcción de situaciones), el
surrealismo trató de “fomentar la lucha de clases a través de la batalla del
tiempo libre”.
Desde una mirada crítica hacia el movimiento
surrealista, éste en el fondo se trató de una situación de clase social que
permitía una cómoda rebeldía sin menoscabo del destino personal de cada
escritor, que sabía de antemano que su negación y condenación carecerían de eficacia.
El abandono de los principales protagonistas del movimiento surrealista de las
corrientes políticas de izquierda a las que en un primer momento adhirieron, sería
una prueba clara y terminante de la inconsecuencia del movimiento. Así, el
surrealismo supuso, sociológicamente hablando, una irresponsabilidad, aunque su
subversión haya sido provechosa para la literatura de nuestro tiempo.