30 de enero de 2019

Surrealismo, sociología y literatura


Hacia fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX, la literatura europea -particularmente la francesa- estuvo signada por el predominio del simbolismo como expresión continuadora de las viejas fórmulas del romanticismo. Pero, paralelo a este movimiento artístico definido como antagonista de la declamación, la falsa sensibilidad y la descripción objetiva, el positivismo y la filosofía del progreso implicaron una corroboración de las potencias intelectuales del hombre. Los poetas, pintores y escultores de esa época se movieron entre ambas corrientes y del predominio de una de ellas surgiría la nota distintiva de su obra.
Para la sociología formalista alemana de Leopold von Wiese (1876-1969), el individuo, frente al proceso social, opta por dos comportamientos opuestos: o se integra al proceso colectivo, a sus particulares modos de vida, a sus instituciones consagradas, a sus circunstancias y opera de ese modo un proceso sociológico de asociación o, por el contrario, se desintegra de la comunidad, se segrega de su estilo vital, rechaza la legitimidad de sus instituciones tradicionales y opera, entonces, un proceso sociológico de disociación.


Entre ambos procesos, sin embargo -decía en “Allgemeine soziologie als lehre von den beziehungsbedingungen der menschen” (La sociología general como doctrina de las relaciones de los hombres)-, media un tercero que participa de los dos anteriores; por una parte, el individuo asume la responsabilidad que surge de su condición de actor social, acepta y ratifica el orden comunitario, impulsa los aspectos a los que adhiere y, por otra parte, advierte sus errores y desajustes y, en ese sentido, niega su colaboración, declina su responsabilidad y adopta una actitud crítica y combativa.
Este tercer proceso de la sociología de von Wiese sería el que caracterizó y definió claramente el comportamiento del escritor surrealista frente a la sociedad de su tiempo y determinó “la síntesis peculiar del estilo contemporáneo que se funda en una contradicción entre las anárquicas fuerzas de lo oscuro, que pugna por sobresalir, y la confianza en las conquistas de la razón”, según ha sostenido el poeta y crítico de arte español Juan Eduardo Cirlot (1916-1973) en su “Introducción al surrealismo” de 1953.


En Francia, a finales de los años ’20 del siglo pasado, todas las fuerzas vitales de la creatividad artística y la protesta social parecieron canalizarse a través del surrealismo, un movimiento cuyo alcance artístico e influencia sería el más importante desde los tiempos del romanticismo, con el que compartía sus aspectos más fantásticos y sombríos. Se trató del primer movimiento artístico de protesta, de repulsa contra la burguesía y contra todo el sistema ético y cultural de la época. Dicho movimiento tenía como objetivo la transformación radical de la sociedad a través de una revolución en el arte.
Influidos por los conceptos del sociólogo crítico Henri Lefebvre (1901-1991) sobre la “crítica de la vida cotidiana” y del filósofo existencialista Jean Paul Sartre (1905-1980) sobre la construcción de “situaciones subversivas”, los surrealistas emprendieron una especie de subversión cultural a la apropiación capitalista del arte. Sabotearon su sentido moral así como su sentido comercial, una actitud que llevó al filósofo alemánWalter Benjamin (1892-1940) a afirmar en su “Des surrealismus. Die letzte momentaufnahme der europäischen intelligenz” (El surrealismo. La última instantánea de la inteligencia europea) que era un movimiento radical, el más libertario de Europa, un movimiento “iluminado” que buscaba “hacer estallar desde dentro el campo de la literatura, gracias a un conjunto de experiencias mágicas de alcance revolucionario”.


La actitud fundamental del surrealismo obedecía a una reacción contra las formas literarias tradicionales y exaltaba la potencia del instinto frente al imperio de la razón, promoviendo -dentro de la obra literaria- la pérdida de un tema conductor, de un desarrollo lógico y de toda coherencia racional. El escritor, en este caso, protagonizó un proceso de disociación que paradójicamente se fundamentaba en el opuesto de asociación, tal como se puede apreciar en la obra de André Bretón (1896-1966), Guillaume Apollinaire (1880-1918), Jean Cocteau (1889-1963), Paul Eluard (1895-1952), Tristan Tzara (1896-1963), Louis Aragón (1897-1982) y Robert Desnos (1900-1945), entre tantos otros.
Sin embargo, el proceso de disociación sucedió al de asociación no sólo sociológicamente sino también psicológicamente. Casi sin excepción los protagonistas del movimiento surrealista se rebelaron y rechazaron la sociedad de su tiempo porque la sabían inconmovible o así al menos lo creían. Su actitud comportó la realización de un acto gratuito, una pura libertad del espíritu sin consecuencias, finalmente, para el orden social que negaba. Para el filósofo Guy Debord (1931-1994), según expresó en su “Rapport sur la construction des situations” (Informe sobre la construcción de situaciones), el surrealismo trató de “fomentar la lucha de clases a través de la batalla del tiempo libre”.


Desde una mirada crítica hacia el movimiento surrealista, éste en el fondo se trató de una situación de clase social que permitía una cómoda rebeldía sin menoscabo del destino personal de cada escritor, que sabía de antemano que su negación y condenación carecerían de eficacia. El abandono de los principales protagonistas del movimiento surrealista de las corrientes políticas de izquierda a las que en un primer momento adhirieron, sería una prueba clara y terminante de la inconsecuencia del movimiento. Así, el surrealismo supuso, sociológicamente hablando, una irresponsabilidad, aunque su subversión haya sido provechosa para la literatura de nuestro tiempo.