“Pienso y
siempre pensé que la conciencia de la propia importancia conspira contra la
posibilidad de escribir bien, más aún, pienso que la hipertrofia del rol le
juega en contra a un escritor y a cualquier artista. Cuando veo que alguien hace
gala de su rol, sospecho que no escribe bien”. Quien se expresó de esta manera
fue la cuentista, novelista y narradora Hebe Uhart (1936-2018) en ocasión de
recibir en Santiago de Chile el Premio Iberoamericano de Narrativa Manuel Rojas
en noviembre de 2017. Toda una declaración de principios de quien fuera la
autora de una obra intensa, con más de veinte libros publicados, entre la
novela, la crónica y el cuento. Maestra rural, profesora de Filosofía, coordinadora
de talleres literarios y frecuente colaboradora de diarios y revistas, la
autora argentina opinaba que los cuentos no se hacían de ideas ni de
abstracciones, sino de detalles. Y se mantuvo fiel a sus palabras desde la
primera hasta la última de sus obras, haciendo uso de una mirada aguda que la
convirtió en una lúcida observadora de la realidad. La escritura, para ella,
era un trabajo artesanal, indisociable de la experiencia y, por ende, de la
vida. Cultivó el humor en distintas facetas, sobre todo tratando de combatir la
solemnidad inherente a la literatura cuando se vuelve un poco institucional,
algo que la convirtió a la vez en un ejemplo muy poco frecuente de penetración
filosófica al incluirse a sí misma en esa mirada, a través de sus distintos
alter ego cuando hablaban en primera persona. Su carrera como autora se inició
en los tempranos años ’60, pero alcanzó el reconocimiento de la atención de la
crítica y de un público masivo a partir de los años ‘80. Entre sus obras más
recordadas se pueden mencionar “La gente de la casa rosa”, “El budín esponjoso”,
“La luz de un nuevo día”, “Memorias de un pigmeo”, “Del cielo a casa” y “Turistas”
(cuentos); y “La elevación de Maruja”, “Leonor”, “Camilo asciende”, “Mudanzas”
y “Señorita” (novelas). En los últimos años abandonó la ficción para dedicarse
de lleno a las crónicas de viaje, destacándose en este género sus libros “Viajera
crónica”, “Visto y oído”, “De la Patagonia a México”, “De aquí para allá” y el
postrero “Animales”. Lo que sigue es un compendio resumido de entrevistas a Hebe
Uhart publicadas en el periódico colombiano “El Tiempo” el 18 de noviembre 2016
(a cargo de María Paulina Ortiz), en el diario uruguayo “El País” el 30 de
noviembre de 2016 (sin autor) y en el suplemento “Radar” del diario argentino
“Página/12” el 14 de octubre de 2018 (a cargo de Ángel Berlanga).
Cuando se presenta, prefiere decir que es
docente y no escritora. ¿Por qué?
Porque ser
escritor es una ocupación un poco rara, ¿no te parece? Ser docente me parece
una actividad más contundente. Nadie duda de un docente. Escritor es cualquiera
que escribe un libro y, bueno, se publica cada cosa que... Además no me siento
escritora. En realidad, he trabajado más como profesora. He sido docente de
primaria, de secundaria y de universidad. Ahora tengo talleres literarios donde
también doy clase. He vivido más horas como docente que como escritora.
¿Corrige mucho durante la escritura?
No, no. Yo
tiro a la basura. Lo que no va, no va. Porque creo que si algo está mal, está
mal todo. Mal estructurado, mal diseñado, como se llame. Yo tiro. De lo
contrario sería armar retazos. Pero tampoco tiro tanto. Porque pienso mucho
antes. No soy experimental para nada. Voy a lo seguro.
¿Ir a lo seguro quiere decir que al iniciar la
historia ya sabe dónde va a llegar?
Cuando uno
comienza un cuento, que es como cuando uno comienza un viaje, tiene una idea de
la trayectoria. Porque si no, en lugar de irse a La Habana, supongamos, uno se
iría a Dubái. Si quiero ir a La Habana, tengo que hacerme una idea de lo que es
ese lugar. Pero en la práctica van ocurriendo cosas que hacen que ese viaje
tenga una especificidad. El viaje siempre consiste en la relación del viaje con
el que viaja. Ahí suceden cosas. Cuando escribes es igual: sabes a dónde vas a
ir, pero pasan cosas en el camino. Y luego ya viene el final del cuento que,
como todos los finales, es lo más difícil. Y lo es por una simple razón:
siempre es complicado despedirse. ¿Vos viste esa gente que va a tu casa de
visita y después vuelve para decirte una cosita más y otra más y otra más?
Despedirse de un cuento quiere decir que ya no es tuyo, que ya está, que va
para el libro o para lo que sea. Es difícil despedirse en la vida, y en la
literatura también.
En Argentina hay una tradición muy fuerte de
cuentistas. Si tuviera que situarse dentro de ella, ¿en qué lugar sería?
Hay una
tradición fuerte de cuentistas y algo de cronistas. Si tuviera que nombrar
escritores argentinos que son afines a mí, te citaría dos, ambos de origen
judío: Alicia Steimberg e Isidoro Blaisten. Los dos con gran sentido del humor.
Me siento cerca de ellos. Alicia escribió la vida de sus antepasados, que eran
músicos por una rama y relojeros por la otra, y el libro lo tituló “Músicos y
relojeros”. Ella cuenta cómo peleaban las tías, todo eso. Una de sus tías decía
que no se iba a casar con un cristiano porque no quería que cuando peleasen él
le fuera a decir judía de mierda…
En los argumentos de algunos de sus cuentos
también ha acudido a memorias familiares…
Sí, mucho.
De mi parte materna, la italiana, porque de ella tengo mucha transmisión oral.
De mi parte paterna no, porque son vascos y a los vascos no les gusta comunicar
mucho. Mi mamá sí me contó cómo llegó la abuela de Italia, me contó todo. Pero
nunca he ido a ver la tierra de mis antepasados. He estado cuatro veces en
Europa, en Italia una, y la conocí bien de Roma para abajo. Pero es que si vas
allá tenés que explicar cosas que ni entendés: que era la tía de la prima del
sobrino... Qué sé yo. Esas cosas largas, mejor no.
Su obra está muy asociada al humor. ¿Usted
también percibe eso?
Me parece
que sí, no sé. Cuando era más joven mi mamá me dijo, una vez: “¿Vos, sentido
del humor?”. Como asombrada. Claro, porque en casa se percibe distinto a las
personas. Me han asociado, me interesan los escritores que tienen más humor,
pero es difícil hablar de uno.
¿Y qué situaciones le causan gracia?
Montones
de cosas, qué sé yo. Algo que uno se toma muy a pecho un día, al siguiente me
causa gracia. En general el sentido del humor tiene que ver con el recuerdo de
alguna situación. Por ejemplo, cambié la mesada porque se había partido; y los
que vinieron a cambiarla me dijeron, con todo tino, que el tramo que está del
otro lado de la cocina quedaría de otro color. Y dije “no, no quiero”; me
agarra un “no quiero” que será de los años, insensato, porque alguna vez tendré
que arreglar eso. Y ahora quedará así, mal. Entonces me da risa, porque pienso
que estoy tonta, y me río de mí misma. En vez de recriminarme, me río: se da
ese movimiento. Uno se perdona y deja de perseguirse, se da como un corte a la
tensión que supone manejarse con las cosas y la gente. Lo que no me causa
ninguna gracia son los espectáculos de mímica; cuando leí que a Woody Allen le
pasaba lo mismo me sentí consolada. No entiendo qué hacen. Y bueno, la gente se
ríe, no sé de qué.
A partir de sus personajes suelen esbozarse
“consensos” acerca de “lo que debería ser”; usted se detiene en esos
imaginarios, como la importancia del ascenso social o el saber garantizado de
alguien por ocupar un cargo en una familia o una institución, y se ríe un poco
de ellos.
Sí, y
también de las propias fantasías. Los de la mesada vinieron el famoso día de la
tormenta de granizo; era un lío, andaba todo mal, así que pensé: “Bueno, me voy
a vivir al campo. Con la capacidad que tengo para ordeñar vacas, o para
soportar quince días de lluvia sin salir por el barro. Mejor me quedo acá y
espero, algún día se compondrán las cosas”. Ahora, con respecto a los saberes,
he trabajado mucho en docencia y tengo experiencia con profesores, sé cómo son,
qué hacen. También tengo experiencia con locos, porque tengo una tía loca; lo
que ella decía al principio me daba miedo, pero después sabía que eso entraba
en su repertorio y me resultaba gracioso. Aunque al mismo tiempo lo que a ella
le pasaba era dramático. Puede ser que yo haya observado mucho eso, que tenga
personajes medio chiflados. Hay disparidad entre las fantasías de la gente y la
propia realidad. Lo veo también en los talleres que doy, cuando se ponen a
escribir de temas que no tienen nada que ver con la propia experiencia.
Con respecto a las observaciones sobre la
lengua, ¿está a la pesca, atenta, o absorbe terminología y construcciones de la
oralidad más bien inconscientemente?
Hay cosas
que van quedando incorporadas, vocablos, que después yo uso y transmito. Me
interesan las voces más marginales; una vez, hace como treinta años, me fui en
micro a Corrientes, al precarnaval. Me tocó asiento al lado de un señor gaucho,
todo vestido de gaucho. Una suerte, muy interesante, yo le preguntaba por el chamamé, por cómo eran las cosas allá.
Me dijo: “Hija, allá hay una crotera…”. Y yo lo adopté, lo incorporé. Y
después, durante años, venía a trabajar a casa Leonor, que tenía un lenguaje
propio de su clase social, con particularidades de ella misma, porque hay gente
que usa de una manera muy especial su lenguaje.
¿Es la mujer del cuento que se llama así,
“Leonor”?
Sí. Ella, por ejemplo, decía “pordelantear”,
por llevarse por delante a alguien. Me interesa cómo es vista una realidad de
los sectores medios desde otro sector. De donde también saco mucho es de las
notas de viaje que hago para el suplemento de cultura de El país de Montevideo.
Ahora estoy indagando en el lenguaje de campo; me fui a Pergamino y busqué ir a
los bordes, donde está la población más campesina, más criolla. Y saqué cosas
extraordinarias. Cuentos mitológicos, como el de la tapera que se convierte en
mansión, o el del caballo “que se queda con las arriendas”; en vez de riendas,
“las arriendas”. “Ahí puesto se queda el caballo, pero las arriendas son
invisibles”. Es divino. Que el lobizón tiene tres lunares: me contaban todos
los detalles. Y cuando me veían cara de incredulidad, decían: “Y, dicen que ha
sido así”. Entonces queda en el aire. En una casa vecina aprendí para qué
sirven los cuzcos: para despertar a los perros grandes, “que tienen el sueño
pesado”, decían. Tenían como diez. “¿Cómo se llama este?”, pregunté. “No, ésta
es perra: se llama Shakira”. Interesante, ¿no? “Y esta es la Barbie”. “¿Y
estos?”. “Esos son Romeo y Julieta”. Lo juro, textual. Ahí, en los márgenes,
pueden encontrarse cosas nuevas que provienen de muy diversos lugares.
Respetando a la gente, por supuesto, porque no me voy a reír de ellos por eso.
Y sí, busco, estoy atenta. Mi mamá me contaba muchísimas cosas, insólitas para
mi generación: ella me tuvo de grande, yo era la menor entre unos cuantos
hermanos.
¿Acerca de qué le contaba?
Era
directora de una escuela rural en Paso del Rey, cuando era todo quintas: ahora
hay diez secundarios, diez bancos. Tenía muchísimo sentido del humor y una gran
capacidad, le hubiera gustado hacer unas cuantas cosas, pero no había podido
estudiar más que para maestra. Ella me contó que mi abuelo, uno de los primeros
habitantes de Paso del Rey, le dijo a mi abuela, que vivía en Buenos Aires, que
decidiera si quería casarse con él “porque el pasaje para andar yendo y
viniendo es caro”. No se casaban por amor, no estaba esa cosa del amor. Esas
historias sobre ese mundo me dieron apertura para ver cómo ha sido la gente en
otros momentos; tengo el anecdotario del pueblo donde nací. Ahí todos se
conocían. Transmisión materna tengo mucha: era de familia de italianos, que
cuentan todo. De parte de mi papá no, porque los vascos son más reticentes a
contar.
La mayoría de sus personajes son personas comunes.
¿Por qué?
Para mí
una persona común y corriente es más fuente de inspiración que un escritor, por
ejemplo. Un escritor es complejo, tengo que trabajar lo que logró, lo que es,
lo que idea. Son pocos los cuentos de escritores bien hechos; en general no me
gustan, me fastidian: que no escriben, que no tienen inspiración; má sí, que no
escriba, si no quiere. No sé si esto tendrá que ver con la sencillez. Me llaman
mucho la atención los animales; yo si tuviera otra vida sería estudiosa de los
animales. Porque uno va adonde ve algo que no entiende, donde hay un misterio
que se quiere develar. A menos que las conversaciones sean de muy buen nivel,
no me gusta hablar de política, ni de pintura, ni de literatura; sí me interesa
cuando son personas que saben mucho. De literatura me interesan los talleres,
para que aprendan algo. Los escritores no hablan mucho de literatura; los que
ya están bien, que han publicado y todo eso, hablan de premios, concursos, esas
cosas. No hacemos control de calidad los escritores, entre nosotros. Tendríamos
que hacer.
Por lo que dice, y por lo que se desprende de sus
conferencias, le huye a lo que suene a pretencioso.
A la gente
que es vanidosa le huyo, sí. Aunque en realidad la gente que es así es porque
no tiene resto; la gente que se humilla es la que tiene resto, en general es al
revés. La vanidad es un disfraz como cualquier otro. En el taller una señora
decía: “Yo, como creadora…”. No digas creadora, pensá más bien como en un
artesano, es una imagen más linda. La vanidad siempre existe, pero por lo menos
que llegue un poco disfrazada. Es un vicio de acá, ese. Un esnobismo, un
cholulismo. A lo único que no se atrevieron es a decirle “Jorge Luis” a Borges;
faltaba poco para que dijeran “porque yo y Jorge Luis…”.
Vuelvo a sus personajes: no le interesan
aquellos que pueden considerarse “trascendentes”. Vio que hay escritores que
tienen a un presidente, por ejemplo, como personaje.
Es que
seguramente se basarán en miles de estudios, yo no puedo imaginar qué estará en
la cabeza de un presidente, será un calidoscopio con miles de cosas que
resuelve con asesores. En algún momento descansará de ser presidente y será una
persona como cualquiera. Pero es muy complicado para mí, no me meto en cosas
complicadas.
Pero la construcción de sus relatos también es
complicada.
Sí, pero a
un relato lo armo con una frase, me agarro de ahí. Yo escucho a alguien decir
algo, desecho todo un montón de cosas y agarro la frase que me quedó. Y después
la transplanto a un cuento.
Se ha dicho, bastante, que usted es una
escritora secreta. ¿Cómo se lo toma?
No es
cierto, es algo exagerado. Si me dicen dé una nota, la doy, en general no tengo
problema. Lo que yo no hago es presionar. Pero no porque sea modesta; soy
grande y no tengo ganas de ir a joder por ahí, a pedir. Cuando era chica iba,
llevaba un libro a una editorial, a otra, con entusiasmo. Ahora, incluso, tengo
posibilidades de editar, así que no tengo necesidad de hacerlo. Y además tengo
otra filosofía: si lo publico, lo publico, y si no, no hay problema.
¿Por qué cree que se producen esos
“malentendidos”?
Para
llenar espacios, a veces. Lo de “naif” tal vez venga de que yo trabajo con
material de cosas que pasaron ya hace mucho, y entonces quedan con ese tonito
medio elaborado, ya visto; digamos que el conflicto ya está oculto. Y después,
porque nunca trabajé el tema del sexo, jamás se me ocurriría escribir una
novela erótica, por ejemplo. Eso puede ser lo que de cierta pátina de
ingenuidad. Pero yo no creo que sea “naif”, porque parece como fama de
pelotuda, ¿o no? Una nena. No me gusta.
¿Y esa agitación pasaba a sus primeros textos?
No. Tuve
una vida familiar terrible, un hermano muerto joven, tíos queridos que
murieron. Y eso también da una tesitura de sobreviviente. Uno vive y hace lo
que puede con lo que tiene, y ya está. Tuve muchos novios, aventuras,
desventuras. Pero nunca escribí de la relación vincular, del amor. De eso no se
puede.
¿Por qué?
Porque es
difícil. Alguno lo podrá hacer, pero yo no. Lo que estoy escribiendo -me falta
el final- es un día de mi vida ahora, que estoy vislumbrando la vejez. Ahí el
personaje soy yo. Pero no, de los grandes temas, de la libertad, el amor y la
muerte, no escribí nunca.
¿Qué libro le hizo querer ser escritora?
Yo creo
que más que un libro fue la tapa de uno, de la colección “Mujercitas”, que
dirigía Louisa May Alcott. En la tapa ponían a veces chicas bonitas, pero había
uno, me parece que la protagonista era violeta; no es que no fuera linda, pero
llevaba anteojos y unas trenzas como al desgaire y estaba sentada a la que te
criaste cruzando las piernas de cualquier manera, y pensé "esa soy
yo". Más que escritora, me reconocí como una especie de intelectual, sin
saber seguramente lo que era una intelectual.
¿Y qué libro ajeno le habría gustado escribir?
Me hubiera
gustado escribir no un libro pero sí un cuento de Katherine Mansfield que
cuenta la historia de un viejo comerciante o industrial, con dinero bien
habido. Tenía una linda casa, las mejores flores del barrio, una mujer más
joven que él y compañera, hijas encantadoras, etc. O sea, en la vida todo le
salió bien, pero no podía disfrutar de todo eso porque estaba viejo y cansado,
los colores de las flores eran demasiado fuertes para su espíritu cansado, y
también tendía a apartarse de las chicas porque sus risas eran demasiado
sonoras, se retiraba a un rincón en la oscuridad y todo lo que pasaba a su
alrededor le sonaba como ajeno.