Desde el
legendario C. Auguste Dupin, creado en 1841 por Edgar Allan Poe (1809-1849),
hasta el contemporáneo Mario Conde, fruto de la imaginación de Leonardo Padura
(1955), muchos son los detectives memorables que han transitado por las páginas
de centenares de novelas policíacas. Baste con nombrar a Sherlock Holmes de
Arthur Conan Doyle (1859-1930), al aficionado
Joseph Rouletabille de Gastón Leroux (1868-1927), al Padre Browm de Gilbert
K. Chesterton (1874-1936), a Perry Mason de Erle Stanley Gardner (1889-1970), a Miss Marple y
Hércules Poirot de Agatha Cristie (1890-1976), a Sam Spade de Dashiell Hammet (1894-1961),
al comisario Maigret de Georges Simenon (1903-1989), a “Ataúd” Ed Johnson y
“Sepulturero” Jones de Chester Himes (1909-1984), a Lew Archer de Ross
Macdonald (1915-1983), al inspector Adam Dalgliesh y Cordelia Gray de P.D.
James (1920-2014), a
Mr. Ripley de Patricia Highsmith (1921-1995), al comisario Salvo Montalbano de
Andrea Camilleri (1925), a Pepe Carvalho de Manuel Vázquez Montalbán (1939-2003),
a Kurt Wallander de Henning Mankell (1948-2015)
y, por supuesto, a
Don Isidro Parodi, el personaje creado por Jorge Luis Borges (1899-1986) y
Adolfo Bioy Casares (1914-1999) bajo el seudónimo de Honorio Bustos Domecq. En
fin, la lista es interminable.
Pero de
entre todos ellos hay uno que sobresalió no sólo por su capacidad investigativa
y su poder de deducción en su empeño por mostrar los aspectos más oscuros de la
sociedad; lo hizo también por su cinismo, su melancolía y su idealismo
desencantado. Se trata de Philip Marlowe, el inolvidable detective concebido
por Raymond Chandler (1888-1959) quien lo presentó en sociedad en un relato
breve llamado “Finger man” (El confidente) en 1934. Luego habría de
protagonizar siete novelas, un relato corto y una novela inconclusa que sería
completada por Robert B. Parker (1932-2010) treinta años después del
fallecimiento de Chandler. Moralista en un mundo inmoral, observador pesimista
de una sociedad corrupta, Marlowe
era un
hombre solitario y escéptico, habilidoso en las réplicas ingeniosas y poseedor
de una mirada desencantada y ácida sobre la sociedad en la que le tocó vivir,
una sociedad a la que enfrentó sólo armado con su insobornable ética y su
dignidad personal.
En cada
una de las narraciones, Chandler puso en boca de Marlowe palabras que describían
su semblanza: “soy un investigador privado con licencia y llevo algún tiempo en
este trabajo”; “soy sensible y hasta tímido, y soy cáustico y belicoso”; “me
gustan el whisky y las mujeres, el ajedrez y algunas cosas más”; “tengo algo de
lobo solitario”; “el término medio nunca me satisface, ni en la gente, ni en
ninguna otra cosa”; “soy de California, nacido en Santa Rosa, padres muertos,
ni hermanos ni hermanas y cuando acaben conmigo en un callejón oscuro, si es
que sucede -como le puede ocurrir a cualquiera en mi oficio, y a otras muchas
personas en cualquier oficio o en ninguno, en los días que corren- nadie tendrá
la sensación de que a su vida le falta de pronto el suelo”. Y fue precisamente
a partir de estas y muchas otras reflexiones esparcidas a lo largo de cada
novela que el crítico literario, profesor universitario, poeta y novelista
argentino Daniel Link (1959) escribió la biografía de Philip Marlowe. Autor de,
entre otros, los ensayos “Cómo se lee y otras intervenciones críticas”,
“Literaturas comparadas. La construcción de una teoría”, “Fantasmas.
Imaginación y sociedad” y “Suturas. Imágenes, escrituras, vida”, Link dirige en
la Universidad de Tres de Febrero la Maestría en Estudios Literarios
Latinoamericanos y dicta cursos de Literatura del Siglo XX en la Universidad de
Buenos Aires. Habitual columnista del diario “Perfil”, anteriormente lo hizo en
“Página/12”, en cuyo suplemento “Radar/Libros” del 17 de junio de 2002 apareció
publicada por primera vez dicha biografía bajo el título “Historia particular
de la infamia”. Más tarde, en 2008, formaría parte de su libro “La mafia rusa”,
obra en la que mezcla ficción con autobiografía.
HISTORIA PARTICULAR DE LA INFAMIA
Aunque
desde fines de la década del cincuenta no se sabe nada de él, es probable que
Philip Marlowe haya muerto hace por lo menos veinte años. Si hay que creerle a
quien fue su más habitual interlocutor y portavoz, el escritor Raymond
Chandler, este año se cumpliría su centenario y, vivo o muerto, el más grande
detective de todos los tiempos se merece nuestro homenaje. Philip Marlowe
habría nacido probablemente en 1902. Hijo único de madre soltera, quedó
huérfano a temprana edad. A los seis años se cayó del techo del garage de su
pueblo natal, Santa Rosa, a unas 50 millas al norte de San Francisco, escenario
donde, años después, transcurrirá la película “La sombra de una duda” (1943) de
Alfred Hitchcock. Muertos sus parientes (se supone que vivió con una tía), pasó
algunos años en un orfanato, período del que, razonablemente, nunca le gustó
hablar demasiado.
Aunque no
hemos podido verificar sus registros académicos, se sabe que cursó estudios
superiores durante un par de años en Oregon: ¿la University of Oregon (Eugene)
o la Oregon State University (Corvalis, Oregon)? Salvo para contar un accidente
deportivo (jugaba al rugby) que le destrozó la nariz (reconstruida en el
quirófano), tampoco se refirió nunca a sus años de college, aunque es probable
que, becado, siguiera algunos cursos de literatura, dados los conocimientos en
la materia de los que gustaba hacer gala. En su madurez, al menos, podía
conversar con fluidez sobre Flaubert, Anatole France, Shakespeare, T.S. Eliot,
Hemingway o Kafka (autor que no le simpatizaba porque sostenía una concepción
sobre la ley radicalmente diferente de la suya y, sobre todo, porque
consideraba snobs a sus seguidores). Le gustaba contar historias (tenía una
memoria prodigiosa y una obsesión por el detalle que muchos de sus
contemporáneos hubieran querido para sí). Se conserva una parodia (que él
atribuye a otro escritor) de un texto de Francis Scott Fitzgerald, “el más
grande escritor borracho” de todos los tiempos.
Tampoco
hemos podido verificar su expediente militar, pero su edad lo habría eximido de
participar en las dos grandes guerras del siglo XX.
Tenía ojos
color café y pelo castaño oscuro que, en su madurez, encaneció ligeramente.
Medía 1,84 de altura y era corpulento. Hacia finales de marzo o principios de
abril de 1939 (cuando tenía 37 años) pesaba cerca de 90 kilos, diez más que su
peso promedio, tal vez por el exceso de bebida o por la vida sedentaria: solía
practicar algo de gimnasia y de boxeo pero, con los años, cada vez menos. A
partir de 1947, cuando cumplió 45 años, comenzó a mentir su edad (más por
necesidad profesional que por coquetería). En 1952, por ejemplo, confesaba 42.
Entonces pesaba 87 kgs. Dos años después pesaría 84 kgs. Algo lo consumía por
dentro.
En 1926, a
los 24 años, se trasladó a Los Angeles, ciudad que no abandonaría sino hasta la
década del sesenta. Trabajó como investigador de una compañía de seguros y
luego, a las órdenes de Taggart Wilde, en la oficina del fiscal de distrito de
Los Angeles, de donde fue despedido por insubordinación. En esos años, una de
sus pocas amistades (de esas amistades anglosajonas que, como decía Borges,
comienzan saltándose la confidencia y terminan obviando la charla) fue el jefe
de Homicidios de la oficina del sheriff de Los Angeles, Bernie Ohls, quien
intervendría en su favor todavía en la década del cincuenta.
Desde 1938
tuvo una oficina ruinosa en el sexto piso del edificio Cahuenga, en el centro
de la ciudad, al lado del cual funcionó durante algún tiempo la cafetería
Mansion House. Allí recibía a sus ocasionales clientes: luego de su despido
consiguió una licencia de investigador privado pero (a diferencia, por ejemplo,
de Sam Spade) siempre se negó aintegrar una compañía de seguridad privada de
las muchas que proliferaban en Los Angeles en su momento (solía burlarse de su
amigo George Peters, quien trabajaba para la Organización Carne, una de cuyos
normas internas rezaba: “Los funcionarios de la Organización Carne se visten,
hablan y se comportan como caballeros en todo lugar y en todo momento. No hay
excepciones a esta regla”). Nunca aceptó casos de divorcio y, en general,
siempre prefirió aquellos que lo pusieran en contacto con el “gran mundo”,
debilidad enfermiza que en 1952 lo llevó a la playa de estacionamiento de The
Dancers, un exclusivo club californiano donde conoció a Terry Lennox y, a
partir de la aventura en la que se vio envuelto, a la que sería su única y
tardía esposa.
Aunque no
se conserven fotografías de Philip Marlowe (muchos pretendieron hacerse pasar
por él), sabemos que sus rasgos no dejaban adivinar a un policía. Según sus
propias palabras, la Sra. Grayle le habría dicho a fines de la década del
treinta: “Es usted demasiado buen mozo para dedicarse a esa clase de faenas”.
Era, en efecto, “buen mozo”, en el estilo de Cary Grant (parecido referido por
Raymond Chandler) y muy consciente de su atractivo. En 1952, no sin ironía, le
preguntó a un policía: “¿Quiere decir que porque soy alto, moreno y guapo
alguien podría contemplarme?”, y hacia 1957 llegó a decir: “Si llego a quedarme
un poco más me habría enamorado de mí mismo”. Ese narcisismo exacerbado probablemente
se originó en algún trauma de infancia no resuelto, fue causa de su
recalcitrante soltería y oscureció sus relaciones con hombres y mujeres. En
1938 confesó: “Prefiero los gusanos. ¿Sabía Ud. que hay gusanos de ambos sexos
y que un gusano puede amar a cualquier otro gusano?” (por cierto, otra forma de
decir gusano es verme).
Gustaba de
manejar categorías psiquiátricas y psicoanalíticas en su caracterización de las
personas, si bien desconfiaba profundamente de los médicos. En última
instancia, sólo había personas que le gustaban o que le desagradaban
moralmente, pero nunca consiguió sostener una relación que no lo dañara o que
no considerara una invasión de su mórbida tendencia a la desdicha. En 1941
confesó ser “una persona de mentalidad amplia”. Apenas tres años antes (tenía
entonces 36 años y pesaba poco más de 85 kilos) se lo oyó decir: “Las mujeres
hacían que me sintiese mal”. En 1939, charlando consigo mismo o pensando en voz
alta (prácticas, ambas, que cultivaba maniáticamente), dijo: “Es una buena
chica (...). A cualquier tipo le conviene una buena chica”. Y se contestó:
“Pero a mí no”. A fines de 1952 le contaba a un editor: “Me gustan la bebida,
las mujeres, el ajedrez y algunas otras cosas”.
Pese a sus
tensiones emocionales y sexuales (o precisamente por eso), las mujeres solían
caer a sus pies. Le gustaban con igual intensidad las rubias y pelirrojas
(“sinuosas, refulgentes, tenaces y pecadoras”) y los hombres altos y morenos
(“no me era difícil comprender que las mujeres perdieran la cabeza por él”,
reconoció de un tal Lovery en 1943), pero si hubiera que caracterizar su
relación con las mujeres habría que decir que Philip Marlowe, esa máquina
célibe, era intensamente misógino (una carcajada femenina bastaba para condenar
al infierno a quien la había proferido). Por cierto, fiel a la época que le
tocó vivir, fue también profundamente homofóbico.
Cuando ya
nadie esperaba una claudicación semejante, se casó en 1958 con una rica
heredera, Linda Potter, cuya hermana había sido brutalmente asesinada. Pero no
estaba hecho para eso y el matrimonio no tuvo final feliz. Aunque las razones,
queda dicho, eran un poco más complejas, en 1939 confesó: “Estoy soltero porque
no me gustan las esposas de policías”. Si aceptó casarse pese a sus prejuicios
contra el matrimonio fue porque Linda se lo pidió en el peor momento de su
vida, cuando estuvo al borde de la locura o el suicidio. Poco antes de dar el
sí, había pensado: “Fuera adonde fuera, hiciera lo que hiciera, esto era lo que
encontraría al volver: una pared vacía en una habitación vacía de una casa
vacía. Dejé la copa en una mesita baja sin siquiera probarla. El alcohol no era
la solución. Nada era una solución, excepto un corazón endurecido que no
pidiera nada a nadie”.
Tortuoso,
solitario, endurecido a fuerza de voluntad, no tenía amigos porque no le
gustaba hablar de sí mismo ni de sus problemas. El único hombre que consiguió
sostener una relación profundamente afectiva con él estaba también muy al borde
y Marlowe terminó apartándose de él en 1952, harto de sus dobleces.
Aunque no
llegó a ser un alcohólico (odiaba la debilidad que toda dependencia implica),
muchas veces se emborrachó por el abatimiento moral que sentía. Sus episodios
de angustia eran recurrentes: a fines de 1938 contaba: “Nadie vino a la
oficina. Nadie me llamó por teléfono. Seguía lloviendo”. Por esa época la vida
le parecía “bastante insípida”.
En 1947,
contaba, “cuando me encontré en el silencio vetusto de la pequeña sala de
espera, volví a sentir la sensación familiar de haberme caído al fondo de un
pozo seco desde hace veinticinco años, al que jamás se acercará un ser humano”.
Si la sensación se refiere a un episodio de infancia o no es imposible saberlo,
pero lo cierto es que esa angustia existencial no lo abandonó nunca. “Ya está bien,
Marlowe –se decía ese año infausto, al borde de la disolución–. No hay nadie.
Nadie tiene ganas de hablar contigo. Colgué. ¿Y ahora a quién vas a llamar?
¿Tienes en alguna parte un amigo a quien le gustaría oír tu voz? No, ni uno.
Tiene que sonar el teléfono. Necesito que alguien me llame, para reestablecer
el contacto (...). Todo lo que quiero es romper esta atmósfera de planeta
muerto.”
Vivió
siempre en esa atmósfera, desgarrado, aprisionado en una dialéctica del ser y
el parecer, que el existencialismo de moda en su época no hizo sino potenciar
en él hasta la angustia: se consideraba un “dulce” pero necesitaba parecer
“duro” (“Si no fuese duro, no estaría vivo. Si no pudiera ser dulce, no
merecería estarlo”, le dijo a la que sería su esposa). Le gustaba que sus
gemidos parecieran gruñidos. Quería transformar su belleza en un signo de
virilidad. Podía frecuentar tanto los bajos fondos (a donde lo llevaban sus
investigaciones) como la “high society” (a donde iba guiado por su curiosidad
casi antropológica).
Fue, en
suma, un individuo de clase media dominado por “la misma esperanza siempre
frustrada de una vida fácil”. Pero esa vida fácil, que pudo inclinarlo hacia el
delito (como a muchos de aquellos con quienes se cruzaba) o llevarlo a ser un
zángano (como a su ocasional amigo Terry Lennox), en el fondo lo repugnaba por
su ausencia de moral. Como detective (se lo recuerda como el más grande de
todos los tiempos) era bastante miope y nunca veía lo evidente o, al menos, así
es como le gustaba contar sus casos. El detective clásico (digamos, el Auguste
Dupin de Poe) ve lo que está allí pero nadie ve. Marlowe, parecería, no ve
aquello que cualquiera vería allí donde está. Cada vez que contaba una de sus
aventuras todos caían siempre en sus trampas retóricas que son, en realidad, la
máscara a partir de la cual nos muestra su incompetencia.
¿Cómo es
posible que en todos sus “grandes casos” siempre se le escapara, hasta último
minuto, la culpabilidad de las mujeres hermosas (Eileen Wade, Carmen Sternwood,
Dolores, Velma)? ¿Cómo es que nunca fue capaz de reflexionar sobre la relación
entre la culpabilidad criminal de esas mujeres y la culpa original (casi una
antropología metafísica y católica) de la Mujer? Nos abstendremos de
psicoanalizar a Marlowe, porque no viene al caso, pero allí está (en el fondo
de su torturada conciencia) su madre soltera como única explicación posible de
su imposibilidad para ver lo evidente (la culpa criminal y el lastre
psicológico).
Su
concepción de la ley era, como correspondía a su oficio, a su país y a su
época, totalmente sustancialista y alejada de todo formalismo jurídico (nada de
Kelsen, mucho de Carl Schmitt). De allí su confianza ciega en su propio
criterio y en la ineptitud de cualquier institución jurídica. De acuerdo con su
perspectiva siempre había una repartición de penas y castigos, pero siempre
fuera del aparato burocrático, al que consideraba (no sin razón) corrupto. En
1939 Marlowe no entrega a la Justicia a una asesina porque era epiléptica y
tomaba láudano. Exige, en cambio, que la pongan en tratamiento.
Raymond
Chandler, un poco celoso de la heroificación que de Marlowe hacían sus
lectores, llegó a decir que tenía “la conciencia social de un caballo”. Lo
cierto es que su moral era bastante primaria. En 1958 cuenta cómo una mujer
(malévola, como todas) arroja una colilla fuera del auto, estacionado en las
montañas. Marlowe se baja del auto, lo apaga con el pie y dice: “Esto no se
hace en las montañas de California, ni siquiera fuera de temporada”. La moral
de un boy scout. Es esa moral, precisamente, la que lo coloca entre un lugar
intermedio, a idéntica distancia de la policía y del mundo del delito. Y esa
moral, finalmente, es la contracara de su radical soledad.
En “Dormir
y despertar”, el escritor norteamericano Francis Scott Fitzgerald (que Marlowe
asimila a la figura de Roger Wade, ese talento malogrado) había escrito: “Es
asombroso lo malo que puede llegar a ser un mosquito, mucho peor que un
enjambre. Contra un enjambre uno puede prepararse, pero un mosquito adquiere
personalidad: la odiosa, siniestra categoría de la lucha a muerte”. Fitzgerald
lo sabe, ése es uno de los grandes temas norteamericanos: el héroe solitario,
ese Edipo que viene a resolver imaginariamente las contradicciones de la
comunidad (aun cuando esté atravesado por las suyas propias).
Probablemente
Philip Marlowe sea la última gran encarnación de ese heroísmo desgarrador y
probablemente sea por eso que hoy todavía debemos recordarlo. Le gustaba mucho
el cine y vio bastantes películas durante la década del treinta, al punto que
(como Manuel Puig, muchos años después) podía reconocer los papeles que las
actrices de segunda línea habían desempeñado en cada una de ellas.
Le gustaba
también el ajedrez y solía jugar, solo en su casa, partidas clásicas tomadas de
libros. Era ateo y muy cariñoso con los animales. En Los Angeles vivió siempre
solo: en un departamento de un ambiente, en uno más grande después, y en una
casita en el distrito de Laurel Canyon, que fue alquilando entre mediados de la
década del treinta y mediados de la década del cincuenta. En ese mismo lapso
aumentó sus honorarios profesionales de veinte dólares por día (más los
viáticos) a cuarenta (en 1947) y cincuenta (en 1958). Le
gustaban los autos caros. Tuvo, entre otros, un Chrysler y, en su mejor
momento, un Oldsmobile descapotable. Usaba sombrero, fumaba tabaco (en
cigarrillos o en pipa) y tomaba mucho whisky. Gracias a Marlowe, todos nos
aficionamos a tomar gimlets: partes iguales de gin y jugo de lima. “Deja
chiquito al martini”, le dijo una vez Terry Lennox. Aunque no haya datos
precisos, hay quienes piensan que en los años sesenta se mudó a San Francisco,
donde hasta el final de sus días trabajó y alimentó gatos vagabundos.