31 de julio de 2010

Entremeses literarios (CIX)

BREVISIMO TRATADO SOBRE LA ENFERMEDAD
Raúl Brasca
Argentina (1948)

Están los que enferman tanto de chicos que se vuelven resistentes y disfrutan luego una vida en plenitud. Están los que viven enfermos, de enfermedades siempre muy complicadas, pero nunca terminan de morirse y en los últimos años de sus largas vidas, van enterrando a la mayor parte de sus contemporáneos. También están los que se niegan a estar enfermos hasta que, finalmente, enferman de muerte segura (por lo general a edad temprana). De la enfermedad no se salva nadie. La cuestión es saber administrarla de acuerdo con las propias aspiraciones.


EL MEDICO RURAL
Jordi Cebrián
España (1964)


En la aldea donde viví de pequeño, Don Anselmo, el doctor, atendía a todo el mundo. Tenía un talento especial para tratar enfermedades. En el pueblo le querían, porque era bueno y amable. Les curaba y les cuidaba bien, y nunca cobraba por sus visitas, ya fuera para tratar una pierna rota o curar una pulmonía. Sólo pedía siempre algo de sangre del paciente. Para investigar y hacer avanzar la ciencia, les decía sonriente, mientras sacaba de su maletín su instrumental. Ayer vi de nuevo a Don Anselmo por la calle, y no me sorprendió observar que no había cambiado.


MEMORIAS DE JUAN CHARRASQUEADO
José Emilio Pacheco
México (1939)

Yo no lo maté; el solito se le atravesó a la bala.



LA HORMIGUITA VIAJERA
Dalmiro Sáenz
Argentina (1926)

La hormiguita viajera se escapó del cuento que lleva su nombre. Negra, en bolas y sin documentos no pudo llegar muy lejos. Llegó hasta acá.



BACCARAT
Rafael Barrett
Paraguay (1876-1910)

Había mucha gente en la gran sala de juego del casino. Conocidos en vacaciones, tipos a la moda, profesionales del bac, reinas de la season, agentes de bolsa, bookmakers, sablistas, rastas, ingleses de gorra y smoking, norteamericanos de frac y panamá, agricultores del departamento que venían a jugarse la cosecha, hetairas de cuenta corriente en el banco o de equipaje embargado en el hotel, pero vestidas con el mismo lujo; damas que, a la salida del teatro, pasaban un instante por el baccarat, a tomar un sorbete mientras sus amigos las tallaban, siempre con éxito feliz, un puñado de luises. Una bruma sutilísima, una especie de perfume luminoso flotaba en el salón. Espaciadas como islas, las mesas verdes, donde acontecían cosas graves, estaban cercadas de un público inclinado y atento, bajo los focos que resplandecían en la atmósfera eléctrica. A lo largo de los blancos muros, sentadas a ligeros veladores, algunas personas cenaban rápidamente. No se oía un grito: sólo un vasto murmullo. Aquella multitud, compuesta de tan distintas razas, hablaba en francés, lengua discreta en que es más suave el vocabulario del vicio. Entre el rumor de las conversaciones, acentuado por toques de plata y cristal, o cortado por silencios en que se adivinaba el roce leve de las cartas, persistía, disimulado y continuo, semejante al susurro de una serpiente de cascabel, el chasquido de las fichas de nácar bajo los dedos nerviosos de los puntos. Hacía calor. Los anchos ventanales estaban abiertos sobre el mar, y dos o tres pájaros viajeros, atraídos por las luces, revoloteaban locamente, golpeando sus alas contra el altísimo techo. En las primeras horas de la madrugada se fueron retirando los corteses con la moral y con la higiene, los que tenían contratada una ración amorosa, y los aburridos, y los pobres, y los cucos que defienden su ganancia, y también los que se levantan temprano por exigencias de sport. No funcionaba sino la mesa central, la de las bancas monstruosas. Una fila de puntos con números y dos filas de puntos de pie la rodeaban. Detrás en sillas errátiles, los que se resignan a no ver, hacían penosamente llegar las puestas a su misterioso destino. Tallaba un ruso. Ante él, apoyado a un bloque de porcelana, yacía el flexible prisma de los naipes, impenetrable como la muerte. Los croupiers indiferentes movían sus palas delgadas, colocando las fichas, el oro, los billetes azules, los albos bank-notes. "Hagan juego señores... hagan juego... no va más... no va más...". Las mujeres, apretando los senos contra las espaldas de los hombres, deslizaban un brazo desnudo hacia la mesa; nadie se estremecía al contacto de la carne bella; no eran mujeres ni hombres, eran puntos. "No va más...". El banquero paseaba sus tristes ojos grises por el tapete, para darse cuenta de la importancia del golpe; miraba un momento las pilas de fichas redondas de cien francos, elípticas de veinticinco luises, cuadradas de cincuenta, los terribles cartones donde está escrito un 5.000, un 10.000... y luego, con su voz monótona, decía: "todo va". Ponía un largo dedo pálido sobre el paquete de cartas, y las distribuía lentamente. "Ocho... carta... no... seis... buenas...". Y los croupiers pagaban, o bien, con sus paletas afiladas como hoces, segaban los paños, llevándoselo todo. El ruso, si le iba bien, apuraba las barajas hasta el último naipe: si le iba mal, clavaba de pronto una carta en mitad del paquete y pujaba banca nueva, con el mismo gesto elegante y desolado. La insaciable ranura de la mesa tragaba su tanto y se volvía a empezar: "Hagan juego, señores... hagan juego... no va más... doy... nueve... no... cinco... siete...". Una cortesana gallega, gloria cosmopolita, copaba de tarde en tarde. Su mano, oculta por los rubíes y las esmeraldas, hacía un signo; mientras se volcaban las cartas, el negro de su iris adquiría una fijeza feroz; en sus párpados oscuros se leían treinta años de orgía, pero sus dientes centelleaban entre sus pintados labios de diosa, y su torso, de un acero que templaron las danzas, se erguía en plena juventud, sosteniendo la imperial cabeza, coronada de bucles tenebrosos... Y el banquero, que no la cobraba nunca, se contentaba con sonreír imperceptiblemente bajo su bigote claro... Dieron las tres. El ruso, la bailarina y la mayor parte de los puntos se habían marchado. Hacía fresco. Los mozos cerraron las ventanas. Con un suspiro de satisfacción, los verdaderos devotos del baccarat se instalaron cómodamente. Ahora podían saborear los pases, seguir a gusto todos los arabescos de la casualidad, perderse con delicia en todos los meandros de lo desconocido. Los caballeros pedían café o whisky, ellas sorbían por una paja menta mezclada con hielo. Talló un provinciano con fisonomía de procurador, después un cronista de boulevard, y otros después... Con fraternidad de enfermos en un sanatorio, los puntos se cuchicheaban las eternas frases: "Dos semanas de guigne... no he conseguido doblar aún... ha pasado seis veces... yo en la mala tiro a cinco... yo al revés... yo no, depende del temperamento del banquero... por fin un pase... yo no juego más que a mi mano...". Los croupiers, autómatas, movían las palas... "Hagan juego, señores... hagan juego... no va más... doy... cartas... carta... baccarat... ocho... tres...". Una señora, de cuarenta años o de cien, quizá marquesa, quizá partera, jugaba invariablemente cinco luises por golpe. Usaba una amplia bolsa de mallas de oro, con cierre incrustado de perlas, donde guardaba el estuchito de las inyecciones, el dinero, una borla con polvos de arroz y dos lápices de maquillaje. Con celeridad impasible se empolvaba, se subrayaba la boca de rojo y los ojos negros, y resucitaba así por quince minutos. A su lado, un jovencito lampiño, que apuntaba el mínimum -cinco francos- contemplaba las perlas; y la señora, con una indulgencia en que había algo de maternal y algo de infame, le prestó diez luises. El incesante chasquido de las fichas sonaba en el salón casi desierto. Los que ganaban cambiaban las chicas por las grandes, y siempre, entre los dedos infatigables, había fichas arregladas y vueltas a arreglar en montoncitos de a diez, de a cinco, de a dos, o confundidas, separadas y barajadas interminablemente. Poco a poco fueron enmudeciendo los jugadores. Dieron las cuatro. No se pronunciaban ya sino las palabras rituales... "No va más... doy... carta... no quiero... buenas... siete... Baccarat...". Todo estaba inmóvil menos los dedos, pálidas arañas, los naipes y las fichas. Una claridad repugnante se infiltró en el ambiente, untando de pus aquellas caras de muertos. Atracaron las maderas, y la noche quedó cautiva bajo las lámparas incandescentes. "No va más... carta... carta... nueve... buenas... buenas...". Y sobre la mesa se divertía el azar, arremolinando las fichas, despidiendo el oro de un bolsillo a otro. El azar era el único que jugaba allí, alegre y cruel como un niño en un cementerio. Dieron las cinco, las seis, las seis y media... Al cabo, los cadáveres se fueron a acostar. Los cocheros roncaban en sus pescantes. La morfinómana y el jovencito prefirieron regresar al hotel por la playa. El sol llenaba el universo de un resplandor insoportable. El mar azul brillaba, precipitando sus ondas paralelas. La brisa batía las lonas contra los mástiles, y un viejo pescador, abatido, de color de tierra, caminaba trabajosamente, con los harapos de su red al hombro...



NO TENGO NADA CONTRA USTED
David Lagmanovich
Argentina (1927)

No tengo nada contra usted, se lo aseguro. He frecuentado a muchos como usted, me he encariñado con algunos, y ellos me han acompañado a lo largo de la vida. Si le restrinjo el acceso a mis escritos no es por hostilidad, sino más bien para no fatigarlo, para que después no se me acuse de abuso o de falta de consideración. Es cierto que en mi juventud recurría mucho más que ahora a sus servicios. Pero la vida me ha enseñado que para mí su utilidad, perdóneme que se lo diga, no depende de que esté siempre dando vueltas a mi alrededor, sino de un factor que podemos llamar eficacia. Con esto no quiero ofenderlo ni hacerlo a menos: mi respeto por usted es absoluto. Podemos decir que lo considero indispensable, pero en dosis moderadas. Un gran poeta dijo que usted, cuando no da vida, mata. Y yo no quiero que me mate ni que mate mis textos, señor adjetivo.



EL CRIMEN PERFECTO
Eduardo Galeano
Uruguay (1940)

En Londres, es así: los radiadores devuelven calor a cambio de las monedas que reciben. Y en pleno invierno estaban unos exiliados latinoamericanos tiritando de frío, sin una sola moneda para poner a funcionar la calefacción de su apartamento. Tenían los ojos clavados en el radiador, sin parpadear. Parecían devotos ante el tótem, en actitud de adoración; pero eran unos pobres náufragos meditando la manera de acabar con el Imperio Británico. Si ponían monedas de lata o cartón, el radiador funcionaría, pero el recaudador encontraría, luego, las pruebas de la infamia. ¿Qué hacer?, se preguntaban los exiliados. El frío los hacía temblar como malaria. Y en eso, uno de ellos lanzó un grito salvaje, que sacudió los cimientos de la civilización occidental. Y así nació la moneda de hielo, inventada por un pobre hombre helado. De inmediato, pusieron manos a la obra. Hicieron moldes de cera, que reproducían las monedas británicas a la perfección; después llenaron de agua los moldes y los metieron en el congelador. Las monedas de hielo no dejaban huellas, porque las evaporaba el calor. Y así, aquel apartamento de Londres se convirtió en una playa del mar Caribe.



TABU
Enrique Anderson Imbert
Argentina (1910-2000)


El ángel de la guarda le susurra a Fabián, por detrás del hombro:
- ¡Cuidado, Fabián! Está dispuesto que mueras en cuanto pronuncies la palabra zangolotino.
- ¿Zangolotino? -pregunta Fabián azorado.
Y muere.



ARMISTICIO
Juan José Arreola
México (1918-2001)


Con fecha de hoy retiro de tu vida mis tropas de ocupación. Me desentiendo de todos los invasores en cuerpo y alma. Nos veremos las caras en la tierra de nadie. Allí donde un ángel señala desde lejos invitándonos a entrar: "Se alquila paraíso, en ruinas".


TODO TIEMPO FUTURO FUE PEOR
Clara Obligado
España (1950)

Anoche se sobrepuso a las balas que lo acribillaron y huyó de la policía entre la multitud. Se escondió en la copa un árbol, se le rompió la rama y terminó ensartado en una verja de hierro. Se desprendió del hierro, se durmió en un basural y lo aprisionó una pala mecánica. La pala lo liberó, cayó sobre una cinta transportadora y lo aplastaron toneladas de basura. La cinta lo enfrentó a un horno, él no quiso entrar y empezó a retroceder. Dejó la cinta y pasó a la pala, dejó la pala y fue al basural, dejó el basural y se ensartó en la verja, dejó la verja y se escondió en el árbol, dejó el árbol y buscó a la policía. Anoche puso el pecho a las balas que lo acribillaron y se derrumbó como cualquiera cuando lo llenan de plomo: completamente muerto.

Dorotea Muhr: "A Onetti lo que más le gustaba era Gardel"

Juan Carlos Onetti (1909-1994) se tomó a pecho aquello que había escrito en "La vida breve" y se dedicó, al menos en lo afectivo, a la "maniática tarea de construir eternidades con elementos hechos de fugacidad, tránsito y olvido". Joven, a los veintiún años, se casó con su prima María Amalia Onetti con la que estuvo casado sólo tres años. En 1934 volvió a contraer matrimonio, esta vez con María Julia Onetti, hermana de su primera esposa. Luego de algunos años, en abril de 1945 contrajo enlace con una compañera de trabajo de la agencia de noticias Reuter, Elizabeth María Pekelharing, que fue quien le presentó a la que sería su cuarta y definitiva esposa, la violinista argentina Dorotea Muhr. Con ella se casó a fines del año 1955 y compartió los últimos cuarenta años de su vida, una mitad en Montevideo, la otra en Madrid. Dorotea Muhr (1925), a la vez que transcribía a máquina buena parte de la obra de su marido, desarrolló su carrera de violinista en la Orquesta del Sodre, en Uruguay, y más adelante lo hizo en la Sinfónica de Madrid, en España. En 1998 se jubiló como música profesional y comenzó a estudiar composición. Sigue viviendo en el mismo departamento que compartió con Onetti en Madrid, aunque realiza frecuentes viajes a Buenos Aires, donde vive su hermana, y a Montevideo, donde participa en actividades culturales vinculadas con su marido. Gustavo Laborde, corresponsal uruguayo del Servicio Informativo Iberoamericano de la Organización de Estados Iberoamericanos para la Educación, la Ciencia y la Cultura (OEI), la entrevistó cuando concurrió a la presentación del Premio Alfaguara de novela en Uruguay. La entrevista apareció en la edición del 20 de marzo de 2002 del diario "El País".


¿Cómo es su vida actual?

Bueno, hace unos años me jubilé. Luego que murió Juan por suerte pude seguir trabajando dos años más, algo que me hizo muy bien. En total estuve dieciséis años en la Orquesta Sinfónica de Madrid. Fue una experiencia maravillosa. Pero me vengo cinco meses del año a la casa de mi hermana, que vive en Olivos. Ella debe ser la única persona que nunca se mudó en su vida; hace como setenta años que vive ahí. Tiene una casa muy linda, con veintiún gatos y un perro que se cree gato. Ella es música, toca el piano, da conciertos y clases de piano.

Usted entonces proviene de una familia de músicos.

Mi padre amaba la música y mi madre tocaba el piano. Mi padre tocó el violín, luego la viola y luego el cello. El tendría que haber sido músico. Pero a su padre le parecía mal; en aquella época ser actriz o músico era mala palabra. La verdad que le jorobó la vida, lo metió en el comercio y a él nunca le gustó. Era un músico frustrado.

¿Usted desde pequeña supo que quería ser música?

Mi padre nos llevó a eso. Yo tocaba en un cuarteto de cuerdas desde pequeña... creo que a los cinco ya tocaba. En casa había música todos los domingos, ya sea un cuarteto de cuerdas o un grupo de cámara.

¿Cuántos años estuvo en el Sodre?

Unos cuantos. Me acuerdo que cuando entré estaba Pierino Gamba y era muy joven.

Actualmente también es el director del Sodre.

Funcionaba este chico, no era de los que sólo hacen un-dos-tres-cuatro. Los músicos le metían errores a propósito y él se daba cuenta. Lo probaban, pero él era músico. Aunque me da mucha pena todo, porque ahora no están ni el Sodre ni el Solís. Yo me acuerdo cuando se quemó el Sodre. Estaba en casa, con gripe, escuchando CX 6 y se cortó la emisión. Empecé a cambiar el dial y me enteré que se estaba quemando el Sodre. Algunos músicos pudieron ir a sacar sus instrumentos. Era tristísimo ver aquello. Y después, cada año que venía, veía ese pozo negro. Ahora veo que gracias a Adela Reta, que en su momento dijo que aceptaba el cargo si se terminaba el Sodre, las obras están más avanzadas. Cada vez que vengo voy hasta ahí y me fijo cómo está, porque ese era mi segundo hogar.

¿Cuándo vino a Montevideo?

En el '55, cuando nos casamos con Juan. El tenía un trabajo acá en una agencia de publicidad. Lo eligieron a Juan porque él tenía mucho ingenio para pensar en publicidad para flanes o cosas así. Ahí lo vistieron de ejecutivo, nunca lo vi mejor vestido que en esa época. Y ahí yo entré en el Sodre.

¿Actualmente sigue tocando el violín?

Lo dejé, porque una violinista sola no hace nada. Podés hacer un cuarteto, pero tocás con amateurs; ya lo probé y es horrible. Y si querés tocar con profesionales, te cobran. Entonces empecé a estudiar composición con un cubano, Eduardo Morales, que es genial. Estoy estudiando hace dos años con él, voy dos veces por semana y realmente me gusta muchísimo. Estamos con cosas como Prokoffief o Stravinsky. Cuando estoy en la casa de mi hermana y compongo algo en el piano, ella me dice: "pobres los gatos". Es que ella es completamente tonal.

¿Cuál es su repertorio favorito?

Y yo toqué de todo, toqué mucha ópera. En aquella época, además, estaban los mejores, estaban Plácido Domingo, Montserrat Caballé, Alfredo Kraus. Una vez estábamos haciendo "Otelo", con Plácido. Y cuando llega la parte en que ahorca a Desdémona, Plácido hace rodar un enorme almohadón, como una salchicha larga, que rodó hasta el foso y me cayó a mí sobre el arco. Y del susto di un grito que se escuchó en todo el teatro. Es que ha caído de todo al foso; una vez cayó un puñal. Siempre estábamos mirando a ver qué caía. Es peligrosísimo.

A Onetti le gustaba la música.

Sí, le gustaba mucho. Se peleaba siempre con mi hermana porque a él le gustaba mucho Tchaicovsky y mi hermana le decía: "Tchaicovsky es un grandilocuente. Qué son todos esos acordes finales, uno atrás del otro; no termina más". Pero como le gustaba mucho, mi hermana le enseñó a Juan el primer acorde del "Concierto para piano". Pero Juan no tenía oído ninguno, era una bestia. A Juan lo que más le gustaba era Gardel.

¿Y adhería a la teoría del Gardel uruguayo?

Por supuesto. Incluso escuchaba mucho a Gardel en Madrid. Los demás no le gustaban.

Usted viene todos los años a Uruguay. Onetti tenía, o nosotros creemos que tenía, una relación conflictiva con Uruguay...

¿Por qué dice eso?

Bueno, nunca quiso regresar...

Pero eso no es conflictivo. No quiso volver porque ya se sentía viejo, sentía que por su edad se estaban muriendo sus amigos. Ahora eso me pasa a mí. Se murió mi amigo Gustavo Pereda; la última vez que lo había visto estuvimos en su casa con Jorge Rissi, el violinista, y ahora se murió. Son cosas feas. Juan conocía tanta gente que a cada rato se enteraba de que alguien se había muerto. Juan se sentía muy viejo; desde hace años él ya no se miraba al espejo. Fue por amor; él quería mantener esa imagen de cuando se fue. A mí me duele que la gente crea que el no volvió por desamor. No, fue por amor.

Siempre se supo que él estaba enterado de todo lo que pasaba acá, que estaba pendiente de su país.

Todo su cuarto era uruguayo. El recibía "Búsqueda", "Cuadernos de Marcha", "Brecha", a todos los amigos que venían de Uruguay; allá estuvieron Sanguinetti, Maggi, un montón de gente. Su cuarto era como una sucursal de Uruguay.

¿Qué le pasa a usted cuando viene a este país?

Me angustio. Vengo, pero me angustio mucho. En Madrid me acostumbré a vivir estos ocho años sin Juan, pero vengo acá y el recuerdo de él es permanente. Me angustio. Ahora tengo esta nueva identidad, ¿no? Cuando se murió Juan, un amigo me dijo que tenía que psicoanalizarme y es algo que me ha hecho muy bien. Yo incluso quise varias veces que Juan se psicoanalizara pero, como todos los escritores, no quería. Piensan que le van a matar algo que los ayuda a crear. Una sola vez que andaba muy mal, Juan tuvo un par de charlas con un médico psicoanalista, que era el tío de Eduardo Galeano. Era una época en que vivíamos acá en Montevideo y Juan se encerró, estaba muy deprimido y no quería salir. Yo hablé con Julio Blixen, que era amigo y médico nuestro, y él me dijo que tenía que ver a un psiquiatra. Yo sabía que Juan no iba a querer; el cerraba la puerta y no había manera de entrar. Entonces Julio me dijo: "Mirá, yo lo traigo como si fuera un amigo mío y no se va a dar cuenta". Entonces vino con este señor y charlamos un rato y Juan se embaló con él, porque era un tipo muy inteligente. Y ahí Blixen le dijo que era psiquiatra. Nos fuimos de la habitación los dos y lo dejamos solos. Y fue tan bueno que incluso Juan fue al consultorio un par de veces más. Le daba unas pastillas que lo sacaron del pozo. Pero Juan para los médicos era terrible. Me decía a mí: "andá vos y contáles lo que tengo". No iba ni a un dentista ni loco, y así le quedó la boca.

Onetti tenía mucho humor en su vida cotidiana, aunque en su literatura no está tan presente el humor.

Sí, era muy gracioso. En sus libros no aparece mucho eso, pero está.

¿Se parecía a alguno de los personajes de sus libros? Siempre se menciona la indolencia de sus personajes, la depresión de sus atmósferas.

No. Además yo siempre lo digo, porque Juan siempre lo decía: él en el fondo era optimista. Incluso sus libros han ayudado a gente deprimida a salir del pozo. El quería mucho una carta que le mandó una vez una señora en la que le contaba que ella estaba muy mal y se iba a suicidar. Pero leyó "Juntacadáveres" y salió de la depresión. Yo todavía conservo ese manuscrito; a Juan le gustaba mucho esa carta.

¿Por qué tomó esa decisión de quedarse en la cama?

Todos los Onetti son perezosos. El tenía una sobrina, Alma, que cuando venía a verlo a Juan, se tiraba en la cama al lado de él. Era una Onetti. Son naturalmente perezosos. Yo me acostumbré a leer acostada con Juan, cosa que no hacía antes.

Pero él además escribía acostado, lo que es muy incómodo.

Sí, tenía el codo hecho polvo, pobre. Le ponía de todo a ese codo, porque además, claro, era siempre el mismo sobre el que se apoyaba. Ese codo era una desgracia, lo tenía destrozado de tanto apoyarse. Pero muchos años escribió sentado.

¿Qué hacía usted cuando él escribía?

Desaparecía, pero estaba ahí al lado. Porque además pedía muchas cosas, era un cómodo.

Cuando usted tocaba, ¿la iba a ver a los conciertos?

No, nunca. El decía que ir a escuchar música sentado era antinatural. A mí no me molestaba cuando tocaba en la orquesta, pero una vez que estaba en un cuarteto de cuerdas, me dolió que no fuera. El escuchaba música tirado en la cama, cuando ponía algún disco o la radio. La única vez que fue a escuchar música fue en el Colón, que vio "Tristan e Isolda". Dice que cuando vio a la gorda le pareció ridículo, pero como a todos, cuando empezó a cantar quedó enloquecido y se quedó toda la ópera. El no era wagneriano, pero le gustó igual. Yo no lo conocía en esa época.

La figura de Onetti en Uruguay es omnipresente...

Ojalá. Yo creo que la gente ya casi no lo lee. Ya el hecho de que sus libros no estén en librerías indica que no hay demanda. Ahora creo que lo van a incluir en los programas de secundaria, que me parece muy bien.

Pero el personaje de Onetti incluso trasciende la literatura. ¿Qué pensaba él de la construcción que desde Uruguay se hacía de su persona?

El decía que odiaba a Onetti, que le estorbaba, que no quería ser ese personaje, que él era otra cosa. Cuando le venían a hacer las entrevistas siempre se quejaba de que le hacían las mismas preguntas y terminaba él haciéndole la entrevista al entrevistador.

¿De qué le gustaba hablar a Onetti con sus amigos?

No sobre Onetti. Le gustaba hablar de política, de literatura. Es que acá se vivió una época maravillosa en la década del '50, con gente como Luis Batlle, Maneco Flores; era una época políticamente muy interesante. Juan leía el periódico de cabo a rabo. Y sabía mucho de política. Y después adhirió a muchas causas sociales que el creía justas, como la de la Revolución Cubana por ejemplo.

Pero tuvo muchos amigos, como el propio Luis Batlle, que no era gente de izquierda...

Sí, eran muy amigos. Pero Juan siempre estaba por el más débil, era un hombre de izquierda. Sin embargo, él era colorado, porque era chapado a la antigua, de cuando sólo había blancos y colorados. El me contó que una vez en unas elecciones, perezoso como siempre, esperó hasta último momento para votar y pasó un camión de los blancos y les dijo que lo llevaran que iba a votar a los blancos. Y, claro, lo llevaron y votó a los colorados. Pero también era muy amigo de Enrique Estrázulas, que es blanco.

Evidentemente era abierto.

Es que sus amigos eran sus amigos. Sí, pero también tenía muchos odios muy fuertes. Por ejemplo odiaba a Camilo José Cela, por las cosas que había hecho y la manera de ser. El, por ejemplo, quemaba las fotos de los diarios. Yo lo veía atravesando con sus cigarrillo una foto en el diario y le preguntaba: "¿y ahora a quién estás quemando?". Era muy pasional.

Usted sigue viviendo en el mismo apartamento donde vivía con él. ¿Desarmó ese cuarto tan uruguayo?

No, ahí vivió Juan y yo lo dejé igual. No lo toqué.

¿Usted relee la obra de Onetti?

Cuando me piden, como cuando le hicieron el homenaje acá, que tuve que revisar cosas. Fue fatal eso, como cuando tengo que revisar los manuscritos. Yo no puedo ver una foto de Juan; si hay alguna, la doy vuelta. Bueno, ahora voy a tener que trabajar en la biografía, que va a hacer Muñoz Molina. Eso me va a costar muchísimo. Ese dolor de los primeros tiempos... No sé...

Usted le pasaba a máquina los manuscritos a Onetti. El comentó en un reportaje que usted le corregía algunas cosas.

No, yo le buscaba las repeticiones, que a él no le gustaban, obviamente a menos que fuera una repetición adrede, porque tengo mucho oído para las repeticiones. O le marcaba algunos finales como los "ias" o el ritmo de alguna frase, pero muy poca cosa.

Es decir que usted ponía su talento musical al servicio de su literatura.

Ahí está. Pero muy poca cosa, porque él escribía tan lento, letra por letra, que casi no corregía. Ahora la Unesco tiene un proyecto en el que estudia los manuscritos de los escritores. Lo han hecho con Octavio Paz y con otros, y han venido muchos críticos a ver los manuscritos de Juan y quedan muy decepcionados porque no corregía nada.

¿Cuánto tiempo le tomaba escribir una novela, por ejemplo?

Ah, no sé. "La vida breve" la empezó y la dejó; "Juntacadáveres" la tenía por la mitad cuando escribió "El astillero". Creo que "El astillero" fue la que escribió más rápido porque fue como una cosa que él vio y escribió. El escribió "La vida breve" los viernes de noche, porque los sábados trabajaba. Y tenía esa cosa que se tomaba media pastilla de activan y llenaba una jarra hasta la mitad con vino y la otra mitad de agua. Tenía esa ansiedad oral mientras escribía que era, escribir y tomar un trago, escribir y tomar un trago. Hay como un placer enorme en eso. Yo misma, ahora, cuando trato de componer, tomo té o tomo Coca Cola. Me parece que todos los escritores toman cuando escriben.

Onetti además fumaba...

Sí, mucho. Tuvo suerte que no le afectó los pulmones. Pero la hermana fumaba más; Raquel era impresionante.

Jean Béraud. La ordinaria vida parisina de la "Belle époque"

Emile Blémont (1839-1927), poeta y dramaturgo francés, fundó y dirigió a lo largo de su vida varias revistas culturales, entre ellas "La Tradition", "La Revue du Nord", "Le Monde Poétique" y "Le Penseur". Pero, sin dudas, la más relevante de todas ellas fue "La Renaissance Littéraire et Artistique" que apareció semanalmente entre abril de 1872 y mayo de 1874. Blémont, redactor jefe, fue acompañado en la empresa por los poetas Jean Aicard (1848-1921) y Pierre Elzéar (1849-1916). La revista fue la primera en traducir al francés el poemario "Leaves of grass" (Hojas de hierba) del poeta estadounidense Walt Whitman (1819-1892), y contaba entre sus colaboradores más asiduos a Auguste Villiers de L'Isle-Adam (1838-1889), Stéphane Mallarmé (1842-1898) y Paul Verlaine (1844-1896).


En uno de sus últimos números, Blémont escribió: "¿Qué es un impresionista? Nadie nos ha dado una definición satisfactoria, pero a nosotros nos parece que los artistas que se reúnen o son reunidos bajo ese título persiguen, con diversos modos de ejecución, un fin análogo: dar con sinceridad absoluta, sin compromisos o atenuaciones, con procedimientos simples y amplios, la impresión que en ellos suscitan los aspectos de la realidad". Por entonces, el Impresionismo (esencialmente un grupo, no una escuela, al decir de Blémont) pasaba por una etapa de intensa actividad de la mano de artistas como Camille Pissarro (1803-1903), Edouard Manet (1832-1883), Edgar Degas (1834-1917), Claude Monet (1840-1926) y Pierre Auguste Renoir (1841-1919) fundamentalmente.
El Impresionismo se caracterizó por su novedoso modo de captar la realidad y representar lo natural. Sus artistas pintaban al aire libre diversos paisajes mostrando siempre lo fugaz e inmediato, producto, sobre todo, de su enorme poder de observación. El movimiento tuvo una vida bastante efímera y, hacia fines de los años '70 del siglo XIX, fue derivando hacia nuevas corrientes como el neoimpresionismo, el puntillismo y el divisionismo. Entre aquellas vanguardias posteriores al Impresionismo y eclipsado por el fulgor de las grandes figuras, hubo un pintor francés con una notable capacidad de captación figurativa y descriptiva que  aprehendió como ninguno al París floreciente de la Belle Epoque: Jean Béraud.


Béraud nació 31 de diciembre 1849 en San Petersburgo, Rusia, hijo de padres franceses. En 1854, tras la muerte de su padre, un escultor talentoso, su madre se trasladó a París con sus cuatro hijos. Allí, el futuro pintor completó su bachillerato en el Liceo Condorcet en compañía de quien sería otro gran artista: Edouard Détaille (1848-1912). Luego estudió Derecho y
comenzó a trabajar como abogado hasta que estalló la guerra Franco-Prusiana. Entonces, en 1872, inició sus primeros estudios artísticos en el taller de Léon Bonnat (1833-1922) donde permaneció durante los siguientes dos años. Bonnat dirigía su taller influído por el academicismo tradicionalista de la Ecole des Beaux Arts. Esto provocó que muchos alumnos fueran buscando estilos más libres y modernos. En este grupo estaban, entre otros, Alfred Roll (1846-1919), Gustave Caillebotte (1848-1894), Henri Toulouse Lautrec (1864-1901) y nuestro Béraud.


Seducido rápidamente por la libertad que le ofrecía el Impresionismo, Béraud comenzó su carrera como pintor de retratos, pero más tarde desarrolló su personalísimo estilo al centrarse en las facetas de la vida cotidiana en los bulevares parisinos: niños saliendo de la escuela, un hombre que deja su departamento, transeúntes que luchan contra el viento y la lluvia, parejas sentadas en el bar de la esquina y frente a una mesa de billar, soldados, patinadoras, ciclistas, modistas, bailarinas y cantantes con viejos burgueses en las salas de espectáculos, nadie escapó a la captación minuciosa, casi fotográfica, de Béraud.


Contemporáneo de todos los impresionistas, su obra dista mucho de las de Monet, Renoir o Pissarro, e influída por Manet y Degas, está mucho más cercana a Caillebotte o Toulouse Lautrec, aunque su pintura no se asemeja en nada a la de ellos. 
Béraud participó en los Salones anuales de Paris desde 1875 y ganó su primera medalla en el de 1882. En la Exposición Universal de París de 1889 obtuvo una medalla de oro y, al año siguiente, refundó junto a Ernest Meissonier (1815-1891), Pierre Puvis de Chavannes (1824-1898) y Auguste Rodin (1840-1917) la Société Nationale des Beaux Arts, donde expuso hasta 1929. También lo hizo en la Société des Francais Pastellistes, en el Cercle et Littéraire, en el Cercle des Mirlitons y en la Société Internationale des Peintres et des Sculpteurs.


Los últimos años de su vida estuvieron signados por varios problemas de salud. Cada vez más alejado de los pintores de su generación, luego del estallido de la Primera Guerra Mundial comenzó a pintar mucho menos y sus imágenes carecieron de la vitalidad de sus primeros trabajos. Murió en París el 4 de octubre de 1935 y está enterrado en el cementerio de Montparnasse.

29 de julio de 2010

La puntuación en el fútbol: el libro de Ricardo Petrelli y la alocución de Angel Prignano

El pasado 6 de julio se concretó la presentación del libro "Sistemas de puntuación en el fútbol argentino", un breve y original ensayo en el que su autor, tentado por las múltiples observaciones que ha realizado, decidió con mucho humor a través de una búsqueda tan sencilla como ingeniosa, encontrar un nuevo sistema que fundamentalmente se basara en los anteriores y que tuviera conceptos avanzados de modernidad. Nacido en la ciudad de Buenos Aires, el médico psiquiatra y árbitro internacional de ajedrez Ricardo Petrelli (1950) nos introduce en un tema tan poco analizado como lo es el de los sistemas de puntuación en el fútbol. El carácter de la obra, más allá de su título, aborda además la temática de todos aquellos deportes en los que los atletas compiten entre sí, tanto en forma individual como colectiva como es el caso del ajedrez, una materia en la que Petrelli ya ha incursionado en sus anteriores libros "Ajedrez fatal" y "Teoría laberíntica y aristocinética del ajedrez".
A modo de enunciación, el autor explica que "intentar abordar el estudio de los sistemas de puntuación es todo un desafío. La aparente sencillez y cristalinidad de ellos, los hacen parecer como perfectos e inexpugnables, pero existe un devenir histórico que nos muestra una realidad indiscutible: han cambiado con el transcurso del tiempo". Y señala: "La experiencia de tantos años de aplicación de un sistema nos ha brindado situaciones nuevas, que deben ser profundamente estudiadas para producir cambios, a veces sumamente necesarios para actualizar y optimizar sus resultados". Para conseguirlo, Petrelli desechó fórmulas matemáticas complejas y difíciles de entender, explicaciones engorrosas y situaciones complicadas, realizando un pormenorizado estudio de los sistemas aplicados en el deporte más popular en la Argentina y el mundo.
Al ya de por sí jubiloso suceso del lanzamiento del libro -en el salón que la editorial Dunken posee en el centro porteño- se sumó la estupenda intervención del historiador Angel Oscar Prignano (1946) en el acto de presentación del mismo. Prignano fue presidente de la Junta de Estudios Históricos de San José de Flores y vicepresidente 2° de la Junta Central de Estudios Históricos de la Ciudad de Buenos Aires, además de fundador del periódico "Flores al Sur" y de la revista "Historias de la Ciudad". De su nutrida -y nutritiva- obra escrita, cabe mencionar "El Bajo Flores. Un barrio de Buenos Aires", "Seis clubes de fútbol del Bajo Flores", "Crónica de la basura porteña. Del fogón indígena al cinturón ecológico", "De tragedias y resurrecciones. Entre el puerto y San José de Flores" y "El inodoro y sus conexiones. La indiscreta historia del lugar de necesidad que, por común, excusado es nombrarlo".
Lo que sigue a continuación es la trascripción de la sabrosa disertación de Prignano:

Después de leer el libro de Ricardo Héctor Petrelli que estamos presentando en sociedad, asomaron a mi cabeza algunas reflexiones sobre el fútbol, juego maravilloso y apasionante, si los hay. Si bien a mí siempre me interesó buscar otras miradas sobre las manifestaciones del hombre, en este caso el fútbol, al mismo tiempo debo reconocer que no me habría sido posible poner en foco los puntos de vista que voy a desarrollar si no hubiera accedido al trabajo de Petrelli. De allí que cabe advertirles que no me voy a referir a la excelencia del texto y a la clara expresión de la propuesta que hace el autor, dueño de una mente analítica y despejada. Esto está descontado. Me referiré a las otras lecturas que puede provocarnos.
En un clásico paso de comedia del grupo Monty Python, humoristas británicos de los años sesenta y setenta, la selección alemana de fútbol se enfrenta con la griega, pero los jugadores son Hegel, Leibniz y Heidegger, por un lado, y Sócrates, Aristóteles y Pitágoras, por el otro. ¿Por qué resultó divertido este absurdo? Tal vez porque hay pocas cosas que se consideren tan apartados como el fútbol y la filosofía. Sin embargo, tal distancia podría ser ilusoria y realmente existen semejanzas: una dialéctica encadenada, un tinte coincidente y hasta un escenario compartido. Porque el juego fue siempre un problema filosófico y el fútbol, como juego que convoca multitudes, no escapó a esta premisa.
El célebre novelista, ensayista y dramaturgo francés Albert Camus, que durante su adolescencia y primera juventud fue arquero del Racing Universitario de Argel, declaró a una revista deportiva que después de tantas experiencias que el mundo le había permitido tener, lo que sabía con certeza respecto de la moralidad y las obligaciones se lo debía al fútbol. Si bien es cierto que estas declaraciones fueron a un medio gráfico deportivo, lo que podría hacerlas aparecer como de circunstancia o de compromiso, no dejan de ser interesantes.
La filosofía argentina se resistió más que la narrativa a esta temática. Si bien Claudio Tamburrini editó "Etica y deporte", lo hizo recién en 1996 y en Suecia. El escritor y filósofo Ariel Magnus, por su parte, refiriéndose a su libro "Ganar es de perdedores" (en "Página/12" del 17 de junio de 2010) manifestó lo siguiente: "Se me ocurrió que la jugada podría entenderse como un argumento, y el gol como la Verdad. La pregunta que deriva de eso es por qué el fútbol es tan entretenido a pesar de ofrecer tan pocos goles y por qué la filosofía es tan apasionante a pesar de darnos verdades en un número tan escaso". Y razonó: "El fútbol fascina porque se juega con los pies. Aparte está basado en una prohibición, la de tocarla con la mano. Yendo un poco más allá y pensando en filosofía, el equivalente a la 'infracción' podría ser la contradicción lógica. Lo llamativo es que en países como el nuestro festejamos los goles con la mano, que abre una especie de paradoja al romper aquello del vale/no vale". El fútbol también fue abordado intermitentemente por la literatura, la sociología y otras conjeturas. Algunas producciones de estos géneros son: "Su majestad, el fútbol" de Eduardo Galeano, "Fútbol y masas" de Juan José Sebreli, "El día del arquero" de Juan Sasturain, "Nosotros y el fútbol", trabajo de varios autores editado por el Instituto Histórico de la Ciudad de Buenos Aires, los cuentos de Mempo Giardinelli, las crónicas de Osvaldo Soriano y Roberto Fontanarrosa, los ensayos de Amílcar Romero y algunos textos de Roberto Arlt y Alejandro Dolina. Muy poco para tanto campo de acción, con lo que -siguiendo en términos futbolísticos- el tema parece un área sin defensores ni atacantes a la vista. Por eso nos complace que ahora tengamos el libro de Petrelli, un enfoque del fútbol consumado -el de los resultados- que llega a nosotros a través de una excelente edición de los amigos de Dunken.
Al día siguiente del triunfo de la Argentina sobre Corea del Sur en el Mundial de Sudáfrica que está concluyendo, el citado Sasturain -manifiestamente contrario a los resultados traducidos en guarismos- escribió en "Página/12": "Por suerte, un partido de fútbol, aunque se resuelva con un resultado, no es sólo una cuenta ni una operación reductible a términos cuantitativos: sumas, restas, proporciones". Y agregó: "Porque lo que hace a la belleza, el interés (fervores, angustias, alegrías) que despierta el fútbol -y es lo que diferencia su popularidad de la de los juegos de azar-, es que un partido (también un campeonato) es un relato, un cuento, una historia que, como tal, no tiene un resultado sino un desenlace, que es otra cosa en términos épico-dramáticos".
El fútbol es mucho más que el fútbol. Se podría decir que es la contradicción amor-odio resuelta al final de los noventa minutos. Algunos afirman que es un espejo de la vida; un espejo que no nos devuelve la imagen invertida ni deformada de los espejos de las ferias de diversiones, sino agregada, exaltada y hasta desconocida por los propios que se exponen a su reflejo. El fútbol, como la vida, es un juego impredecible donde el talento de los jugadores (todos nosotros) y el azar (todas las circunstancias) imponen sus resultados (vivir, persistir, morir). Es un juego de vida y muerte. Y si hay una cosa que todos nosotros (mortales, al fin y al cabo) nos empeñamos en negar, que a toda costa queremos evitar, que no sea una posibilidad inminente, esa cosa es la muerte, precisamente.
Heidegger decía que el hombre viene a este mundo arrojado, que es ser inconcluso, un proyecto incompleto. Que es posibilidad y sólo posibilidad. Estamos arrojados a un mundo que es nuestro espacio y posibilidad de realización. Y la mayor de las posibilidades es la muerte, precisamente lo que el ser debe asumir fundamentalmente. Uno tiene la posibilidad de ir a la cancha un domingo cualquiera, de tomar un colectivo o el tren para ir a visitar a un amigo, o de seducir a la mujer que desde hace tiempo viene deseando... Tiene esas posibilidades. Pero la posibilidad de todas las posibilidades es la muerte, que a uno lo puede encontrar en cualquier momento y en cualquier circunstancia, acaso antes de ir a la cancha, de llegar a la casa de ese amigo o de lograr la tan deseada conquista amorosa.
Y aquí está, a mi propio parecer, lo valioso del libro de Petrelli. Pues tiene otras lecturas que van más allá de lo que está en negro sobre blanco ("suma, restas, proporciones", al decir de Sasturain). Es tan rico y su propuesta está tan claramente desarrollada que nos invita a reflexionar antes que reducir todo a simples y fríos guarismos, a esquemas de proporciones y chances, a gélidas estadísticas. En el sentido llano de lo que está escrito, podemos simplificar y decir que Petrelli se ocupó de hacer un análisis de los distintos métodos de puntuación puestos en práctica en la historia del fútbol argentino, mostrarnos la ortodoxia y heterodoxia de tales registros, sus simetrías y asimetrías. Pero lo más interesante y objeto de mi análisis es su propuesta de un sistema nuevo y superador, para él más adecuado, más fundado y ecuánime, según la condición de local o visitante de los contrincantes. Aquí reposa el planteamiento teórico de su trabajo.
Sin embargo, sospecho que Ricardo tiene un deseo oculto: proporcionarle algo más al visitante. Porque se juega por el visitante, se solidariza con el visitante. A su modo, quiere esquivar la eventual muerte del visitante, que está arrojado en la cancha y es posibilidad. Porque es muy probable que Petrelli le tenga miedo a la muerte, que le quiera escapar a la muerte. Por eso se obstina en hacer cálculos y evaluar porcentajes para concederle algo más al visitante. Auxiliarlo, salvarlo... Ricardo no quiere ser equitativo en el reparto de puntos. Lo que pretende es beneficiar al visitante en desmedro del local. Porque la muerte es mucho más posible y cercana en el que está en desventaja. Esta claro que el visitante debe luchar no sólo contra el equipo local, sino también contra las ventajas del local. El local conoce acabadamente su cancha, el pasto que crece en ella y el viento que lo atraviesa. También sabe del aliento de su público y la presión que ese aliento ejerce sobre el visitante. Petrelli desearía neutralizar esa presión, reducirla, eliminarla si es posible. Repito: se puso del lado del visitante; tomó posición a su favor. Porque el visitante siempre está en desventaja y muy cerca de la derrota, que es la muerte.
En tren de divertirnos un poco, veamos este asunto desde otro costado y llevémoslo al ámbito doméstico: ¿Ustedes se imaginan a alguien que sea invitado a cenar por un amigo, un pariente o el jefe de la oficina, y haga y deshaga a su antojo? ¿Abra la heladera en busca de comida, descorche botellas y se tome el contenido, encienda la televisión o el equipo de música cuando se le ocurra, es decir que haga la pata ancha ante la mirada pasiva del dueño de casa?... No, no es posible imaginarlo. Porque cuando uno va a cenar a la casa de otros, lo hace respetando sus condiciones. Uno se sienta donde lo invitan a sentarse (tal lugar en la mesa y no aquel, que está reservado para el dueño de casa, el local) come y bebe lo que el anfitrión le ofrece, tal vez sin siquiera haber sospechado de antemano el menú que le están sirviendo, o escucha la música que pone el que la juega de local. En una palabra: acepta sus leyes. Pero Petrelli quiere subvertir esas leyes.
Pongamos la cuestión de nuevo en una cancha de fútbol sin dejar este mismo tono festivo. Petrelli quiere darle algo más al visitante que gana, o sea dejarle entreabierta la puerta de la heladera. Quiere premiar al visitante que empata, es decir cederle la cabecera de la mesa. Y castigar al local que pierde o empata, obligarlo a aguantarse la música que eligió el invitado. Porque está del lado del visitante, no lo olviden. ¿Qué es lo que propone? Cuatro puntos para el que gana como visitante en lugar de los tres que otorga el sistema actual, puntuación que se mantiene para el que gana como local. Dos puntos para el que empata como visitante en lugar del punto que da el sistema actual, que se mantiene para el que empata como local. Cero puntos para el que pierde como visitante, lo mismo que en el sistema actual. Y aquí lo formidable, lo más osado de su propuesta; quizá lo más excesivo: para el que pierde como local ¡un punto de descuento!... ¡Extraordinario! Premio para el visitante; castigo para el local. Así de simple e inesperado.
De todo esto hay algo que se desprende claramente: el cuestionamiento de Petrelli no es con el sistema actual de puntuación en sí, sino con el local que ejerce presión sobre el visitante en desventaja. ¿Por qué tres puntos para el vencedor, uno para cada uno si no se sacan ventajas en el marcador o cero para el vencido sin considerar la condición de local o visitante? He aquí la cuestión, el núcleo de este libro. Petrelli -y ya me atrevo a afirmarlo- no quiere remover el sistema vigente porque lo crea injusto; en realidad pretende reemplazarlo por el suyo propio con el propósito de socorrer al más débil -el visitante-, facilitarle el ámbito de las posibilidades para darle más chances y desviarlo de la derrota. En definitiva: ponerlo lo más lejos posible de la muerte. No hay lugar a dudas: a Ricardo Petrelli le gusta jugar de visitante.

27 de julio de 2010

James Ellroy: "No leo diarios ni veo los noticieros. Me importan una mierda"

Hijo de un contable y una enfermera, James Ellroy (1948) vivió con su madre en El Monte, un barrio pobre de Los Angeles, luego del divorcio de sus padres en 1954. Tras el asesinato de su madre en 1958, Ellroy se dedicó a vagabundear, al alcohol, al abuso de las drogas y a pequeños delitos, lo que lo llevó a pasar algún tiempo en la cárcel. Por entonces se convirtió en un ávido lector de novelas policíacas y empezó a estructurar sus fantasías en forma narrativa. Cuando tenía treinta años publicó su primera novela, "Brown's requiem" (Réquiem
por Brown), a la que siguieron "Clandestine" (Clandestino), "Blood on the moon" (Sangre
en la luna), "Because the night" (A causa de la noche) y "Suicide hill" (La colina de los suicidas). Entre 1987 y 1992 publicó una tetralogía conocida como "L.A. Quartet" (Cuarteto de Los Angeles) formada por "The black dahlia" (La dalia negra), "The big nowhere" (El gran desierto), "L.A. confidential" (Los Angeles confidencial) y "White jazz" (Jazz blanco). A ésta le siguió "Underworld USA trilogy" (Trilogía americana) compuesta por "American tabloid"
(América), "The cold six thousand" (Seis de los grandes) y "Blood's a rover" (Sangre vagabunda), además de varios cuentos cortos, ensayos, libros autobiográficos y diversas compilaciones. Justamente la aparición en Chile de uno de estos últimos, "Crime wave" (Ola de crímenes), motivó que el diario "La Tercera" publicara en la revista "Qué Pasa" que acompañó la edición del 25 de junio de 2010, una entrevista lograda por Antonio Díaz Oliva. Un tiempo antes, cuando Ellroy visitó España para la presentación de "Sangre vagabunda", lo propio había hecho el diario "El País" por intermedio de Rocío Ayuso. Lo que sigue es una mixtura editada de ambas entrevistas.


Parece tener una relación de amor/odio con Los Angeles, ¿no? Ahí nació y ha
vivido durante casi toda su vida...

Es mi hogar. Es mi casa. Me gusta. Es la ciudad a la que pertenezco. Por ahora al menos porque estoy pensando mudarme a la costa este estadounidense. Hay muchas culturas extranjeras. Todas con diferentes lenguajes que no entiendo. Me parece que hay demasiada gente en los países de donde vienen estos inmigrantes. Es excesivo para una ciudad de este tamaño. Por ejemplo, sabía que tenía que estar en mi casa para hablar contigo a tal hora, pero me quedé atrapado en un taco gigante y me tomó el doble de lo que tenía pensado. Es una mierda.

Volver a Los Angeles es, en parte, volver a su infancia. A escenas sobre las que no teme escribir... Como el capítulo de su juventud en que mató a un doberman con sus propias manos...

Esa es una historia muy vieja. ¿Cómo la averiguaste?

Sale en uno de sus libros -"Mis rincones oscuros"- y en las biografías de usted que hay en internet...

El perro saltó y le pegué con un tubo reiteradas veces. Pero fue el perro el que me atacó primero. Ya no hablo mucho de esa historia. Fue hace tiempo. Mucho tiempo. Y no estoy orgulloso de eso. Amo a los perros.

En ese mismo libro cuenta que cuando escribió su primera gran obra, "La dalia negra", lo único que estaba haciendo era intentar responder con la ficción algunas de las hilachas sueltas respecto al caso de su madre.

Pensé en mi madre cuando lo escribía. Fue un proceso detallado y largo. Extrapolé personajes reales a la ficción. Y resolví el caso de la Dalia. El libro, además, fue el final de un periodo de bloqueo que tuve. Sé que mi madre aparecerá en cualquier libro que escriba (sean memorias o novelas), aunque no sea el núcleo de la historia.

¿Cree que se habría convertido en escritor si ella no hubiese muerto?

Es difícil de contestar. Pero me parece que sí, la muerte de mi madre me dio forma. Le dio forma a mi currículum mental. Por eso, creo, me convertí en un escritor de historias de crimen y misterio social.

Luego del asesinato de su madre, pasó por una etapa oscura en su adolescencia. ¿Qué lo salvó de perderse?

Dios salvó mi vida. El centro moral, mi educación cristiana salvó mi vida. El deseo de ser alguien salvó mi vida. El deseo por las mujeres, asimismo, me salvó. Quería escribir libros y estaba lleno de vergüenza por el tipo de vida que estaba llevando hasta ese entonces.

Lo otro interesante de "Mis rincones oscuros" es que, gracias a esas memorias, usted atrajo a un puñado de lectores fuera del círculo de los policiales. Muchos de sus pares empezaron a admirarlo por ese libro. Roberto Bolaño es el caso más cercano. En una de sus míticas reseñas sobre el género de las autobiografías, dijo: "Ellroy, a quien muchos desprecian por consideraciones tan imbéciles como que se trata de un escritor de género, escribe una autobiografía sesgada, unas memorias que surgen directamente de los límites del infierno".

No. No tengo idea quién es ese escritor. No conozco nada de Chile ni nada de América del Sur. Ni de cultura ni de escritores ni nada. Nunca he ido. Sólo he estado en Japón, Australia, Canadá, España y México.

¿Le gusta viajar?

No, no me gusta viajar. No me gusta nada que interrumpa mi ritmo de vida normal. Sólo viajo cuando tengo que hacer giras literarias. Lo considero un trabajo. Además, soy incapaz de escribir una línea durante una gira. Pero la vida no es barata, dos ex mujeres, una asistente, pago mis impuestos. Alquilo, no poseo casa. Tengo que ganar dinero.

¿Cuál es su génesis literaria?

Soy un autodidacta, nunca acabé mis estudios. Eso sí, en mis tiempos sólo leí novela negra de manera obsesiva y asimilé su forma, su contenido, el estilo. Ahora ni eso. Toda mi energía está en escribir. Lo mío son los grandes libros. Quiero dejar detrás una gran obra. Y entiendo que en ocasiones esto puede pesar a los lectores, pero al final disfrutan. ¡Soy un "best seller"! Es cierto que mis libros son un reto, pero no son difíciles. La historia te absorbe inmediatamente.

Es usted un solitario... ¿Cómo es su vida personal?

No tengo televisor. Lo vendí luego de que me dejara mi anterior esposa, y menos una computadora. Escribo a mano. Llevo una vida pacífica. Tengo una novia. Veo muy poco a los pocos amigos que aún tengo. No veo la televisión. No leo libros. No tengo familia. Vivo solo. No me interesa la cultura. No voy a fiestas. Soy autorreferente. Sólo hablo acerca de mí y de los libros que he escrito. No reseño la obra de otros escritores. Lo único que me gusta es tirarme en medio de la oscuridad y descansar. ¿Te quedó claro?

¿Qué cosas le gustan?

La historia, la música clásica, las mujeres, el boxeo, las novelas policíacas y los perros. Y así ha sido durante más de cuarenta años.

Suele decirse que usted es un escritor políticamente conservador. Pero leí en un sitio web que votó por Obama. ¿Es verdad eso?

Sí. Pero no me gusta hablar de política.

¿Por qué?

Porque me distrae de la razón principal por la que me llamaste, que es hablar de los libros que he escrito. Y Obama no tiene nada que ver con mi obra.

Pero gran parte de su obra está relacionada con eso. La novela "América" toca el tema del asesinato de Kennedy y los complots políticos tras ese caso...

Es verdad. Pero sólo escribo sobre eventos que sucedieron tiempo atrás. Entre los años '50 y '60. Y sólo eso. Te lo repito: no quiero hablar de política.

¿Y cómo se entera de lo que sucede en el mundo?

No me entero. No leo diarios ni veo los noticieros. Me importan una mierda. Siempre tengo trabajo que hacer. Me aíslo de lo que pasa a mi alrededor. No uso internet. A veces, algunos amigos me cuentan sobre las noticias y listo.

¿Cuál es el origen de esa novela?

La lectura de la novela "Libra" de Don DeLillo me abrió los ojos a la historia del asesinato de Kennedy. Esa época nunca me había interesado, pero el libro era tan bueno que quise hacer algo así. No lo quise copiar. Respeto mucho a DeLillo. Además pensé que podía escribir algo más grande. Que empezara en 1968 y donde el asesinato de Kennedy sucediera fuera de página.

En su ficción también aparecen figuras históricas como J. Edgar Hoover, Richard Nixon y Howard Hughes...

Mi única condición es que tienen que estar muertos; una vez muertos es legal hablar de ellos y los puedo utilizar sin problemas. Mi única limitación es que mi representación de los hechos no se contradiga abiertamente con lo que sucedió en la realidad. Y no hay nada contradictorio en las conversaciones de Nixon borracho o en mi creencia de que Hoover era un homosexual célibe.

Tuvieron que pasar trece años desde la publicación de "América" hasta la llegada de "Sangre vagabunda", su ultimo libro. ¿Una larga espera?

La cabeza me explotó, mi matrimonio se fue a la mierda, me fui a San Francisco y amé a una mujer llamada Joan, a quien dediqué el libro. Mi "diosa pelirroja" me dejó y me volví a Los Angeles, donde conocí a otra mujer en la que basé a Karen, el otro personaje femenino del libro. Estaba embarazada y me dejó por su marido. Mala suerte. Así que escribí este libro. Me encanta lo que hago y doy gracias a Dios porque soy bueno. Nunca le estaré lo suficientemente agradecido; pero también debo de reconocer que la historia ha sido muy generosa conmigo. Este libro me llegó en un momento muy turbulento de mi vida y acabó siendo el más fácil de escribir. Nada más publicado, le envié una copia dedicada a mi musa, a esa "diosa pelirroja" que fue el motor del libro. No me contestó. No quiere volver a verme. Me porté mal y quería rendirle un último homenaje. Quise escribir una historia romántica. Histórica, con sexo, revolución, política y de gran alcance y eso es lo que hice. Un trabajo al que le siguen mis memorias, en las que explico cómo escribí este libro. Y de esta forma quiero dejar atrás este capítulo de mi vida. No tengo duda alguna de que "Sangre vagabunda" es magistral, pero también reconozco que toda la novela policíaca es un pasatiempo, demasiada construcción, demasiada trama, muchas conspiraciones, una continua investigación policial.

Recurre mucho a la historia en sus libros...

Sólo cito lo que me interesa. Son novelas policíacas que están emplazadas en un momento de la historia. Hay muchos a los que no les gusta que les diga que me lo invento todo, que vivo en una burbuja. Que este libro no tiene nada que ver con Bush, con Obama o con la guerra de Irak. Los europeos, especialmente los franceses, le atribuyen a mi obra una lectura que no existe; quieren que mis libros tengan un doble sentido contemporáneo. Ni se lo veo ni me lo planteé. No me interesa la política actual. Claro que si tú ves esa conexión, genial. Si los lectores la ven, mil gracias. Todo con tal de que lean el libro y lo compren.

¿Es cierto que acostumbra a dejar retazos de sí mismo en las páginas de todas sus novelas? ¿Siempre hay algo del verdadero Ellroy en medio de la ficción?

Es cierto que yo soy todos los hombres de "Sangre vagabunda". Crecí no muy lejos de aquí, en este barrio por donde Crutchfield merodea. Y tengo en mí muchas de las tormentas que Dwight lleva en su interior, un tipo de derechas que se enamora de una mujer de izquierdas. Eso por no hablar de ese sentido del humor más bien crudo que tienen.

¿Y ahora, qué?

Algo completamente diferente de lo que ya tengo las bases pero que no te voy a contar. Tengo muchos lectores, y serían todavía más numerosos si escribiera otro tipo de libros que no pienso. Empecé escribiendo novelas policíacas más modestas a las que con los años añadí esa latitud histórica que tanto me gusta. Epicos históricos que también fueron policiacos. Me gustan los grandes libros y eso es lo que quiero escribir, obras bien pensadas de las que me sienta orgulloso. No quiero ser de los que escriben libros cada vez más finos y cada vez más rápidos. ¿No tienes la sensación de que Philip Roth saca un libro cada año? No quiero hacer eso. Tengo que responder ante Dios, ante la gente que amo y ante mis lectores. Tengo una moral demasiado grande y si eso significa menos libros y menos dinero, así sea. Y al que no le guste, ¡qué se joda!

Por último: pensando en alguien que nunca ha estado en Los Angeles, ¿qué le recomendaría hacer?

Le diría que arriende un auto, que consiga un mapa y maneje por los alrededores. Si es de Chile y sabe inglés como tú, va a poder manejar los dos idiomas que más se hablan acá, así que no tendría problemas. No le puedo asegurar a nadie que no le pase nada peligroso. Y en lo que respecta a mí, ya no veo la hora en que pueda escapar de esta maldita ciudad.