24 de julio de 2010

Entremeses literarios (CVIII)

LA PESADILLA DE PETER PAN
Fernando Iwasaki
Perú (1961)

Cada vez que hay luna llena yo cierro las ventanas de casa, porque el padre de Mendoza es el hombre lobo y no quiero que se meta en mi cuarto. En verdad no debería asustarme porque el papá de Salazar es Batman y a esas horas debería estar vigilando las calles, pero mejor cierro la ventana porque Merino dice que su padre es Jocker, y Jocker se la tiene jurada al papá de Salazar. Todos los papás de mis amigos son superhéroes o villanos famosos, menos mi padre, que insiste en que él sólo vende seguros y que no me crea esas tonterías. Aunque no son tonterías porque el otro día Gómez me dijo que su papá era Tarzán y me enseñó su cuchillo, todo manchado de sangre de leopardo. A mí me gustaría que mi padre fuese alguien, pero no hay ningún héroe que use corbata y chaqueta a cuadritos. Si yo fuera hijo de Conan, Skywalker o Spiderman, entonces nadie volvería a pegarme en el recreo. Por eso me puse a pensar quién podría ser mi padre. Un día se quedó leyendo el periódico y lo vi todo flaco y largo en el sofá, con sus bigotes de mosquetero y sus manos pálidas, blancas blancas como el mármol de la mesa. Entonces corrí a la cocina y saqué el hacha de cortar la carne. Por la ventana entraban la luz de la luna y los aullidos del papá de Mendoza, pero mi padre ya grita más fuerte y parece un pirata de verdad. Que se cuiden Merino, Salazar y Gómez, porque ahora soy el hijo del Capitán Garfio.


LONGEVIDAD
Raúl Brasca
Argentina (1948)

No son las parcas quienes cortan el hilo ni es la enfermedad ni la bala lo que mata. Morimos cuando, por puro azar, cumplimos el acto preciso que nos marcó la vida al nacer: derramamos tres lágrimas de nuestro ojo izquierdo mientras del derecho brotan cinco, todo en exactamente cuarenta segundos; o tomamos con el peine justo cien cabellos; o vemos brillar la hoja de acero dos segundos antes de que se hunda en nuestra carne. Pocos son los signados con probabilidades muy remotas. Matusalén murió después de parpadear ocho veces en perfecta sincronía con tres de sus nietos.


SIN UNA ENFERMEDAD PARA MORIR
Efer Arocha
Colombia (1963)

A Nicomedes Sánchez lo forzaron hacer un hueco en un paraje secreto del que él mismo quedó sorprendido cuando lo llevaron allí. Hasta ese momento pensaba que conocía toda la geografía del municipio. Cavando, su cerebro lo atropellaba en desorden. Pensaba que en ese momento su esposa comenzaba a prepararle el almuerzo. Que su único hijo estaba en el jardín infantil y no lo volvería a ver jamás. Que la última persona que lo vio fue la enfermera instrumentalista en el momento de subir al automóvil. Que en el pueblo hasta un mes atrás a todos los muertos se les enterraba, inclusive a los que venían a morirse ahí. Nicomedes concluía que sería un muerto sin tumba y sin esqueletos vecinos. A Nicomedes la muerte no le preocupaba, por su oficio estaba acostumbrado a ella.
Uno de los tres hombres que le apuntaba antes de dispararle le preguntó:
- ¿Qué le preocupa doctor ahora que se va a morir?
- Nada, ni siquiera que seré un muerto en vida.


EL OLVIDO FATAL
Martín Gardella
Argentina (1973)

Se apagaron las luces del escenario y un aplauso prolongado quebró el silencio de la sala. El joven mago acababa de desaparecer en escena ante la absorta mirada del público, consumando una ilusión inexplicable y nunca antes lograda. Fue la última función del ilusionista, que jamás logró recordar la segunda parte del truco.


TIEMPO DE AMOR
José Javier Alfaro Calvo
España (1947)

El tiempo no funciona cuando llega el amor.
Mañana te estuve contemplando durante dos horas seguidas. Ayer me compraré dos ojos de repuesto y así seguir mirándote.


EL ULTIMO ENTRENADOR
Juan Sasturain
Argentina (1945)

Me lo encuentro de casualidad el sábado en Adrogué, en el cumpleaños de la hijita de un amigo. Salta el apellido que es raro, poco frecuente, y enseguida asocio a ese viejo, ese abuelo materno sentado casi de regalo a un costado de la mesa puesta en el extremo del living, con los recuerdos de infancia. De las figuritas, no. No es un jugador pero es un nombre y una vaga cara del fútbol. Aprovecho que los pibes se van al patio a devastar lo que queda de un jardín con más calas que pensamientos y le busco la memoria con una pregunta respetuosa, como tocar a un oso despeluchado con un palo a través de las rejas:
- Su apellido me suena -le digo mientras nuestras manos convergen sobre la fuente de masitas-. Lo asocio con el fútbol de los cuarenta y cincuenta, cuando yo era chico, ¿Puede ser?
Tras un momento me confirma que sí, que es él, y el reconocimiento al que no está acostumbrado lo ilumina un poco, apenas, como las velitas de esa torta de nena, sin jugadores, que espera en medio de la mesa.
- Ya nadie se acuerda.
- No crea.
Nos trenzamos a charlar y no sé bien cómo pero al rato, mientras los otros destapan botellas, nosotros estamos en el dormitorio -porque esa es su casa, la de siempre- destapando una caja de alevosos recuerdos.
- Ese año que usted dice salimos campeones -revuelve, encuentra-. Fíjese, acá estoy yo.
Y me señala lo evidente, lo alevoso de su figuración. Es la foto de una revista y él está parado a un costado, el penúltimo de la fila de arriba, entre un colado habitual y un marcador de punta de los que todavía no se llamaban así.
- Qué pinta.
Tiene bigotitos, el jopo tieso de Gomina o Ricibrill y una E bien grande de pañolenci pegada -acaso con broches- en medio del pecho. El rompevientos -así se llamaban los inevitables buzos azules de gimnasia de entonces- está algo descolorido y los pantalones abombachados se le ajustan a la cintura un poco demasiado arriba, le dan un aire ridículo. El equipo, los colores del equipo que enfrenta a la cámara en dos niveles -atrás y de pie, la defensa; abajo y agachados los delanteros del siete al once, y el nueve con la pelota-, no importa demasiado ni viene al caso. Pero la cancha está llena.
- Linda foto -digo, porque es linda foto en serio.
- Psé.
Me muestra otra parecida de esa época, de un diario, y después otra más, posterior, coloreada a mano al estilo fotógrafo de plaza. Ya el equipo es otro y las tribunas detrás, mucho más bajas. El rompevientos -es el mismo, estoy seguro de que es el mismo- está un poco más descolorido. Pone las tres fotos en fila y me dice, me sorprende:
- No estoy.
- Cómo que no.
Y por toda respuesta, contra toda evidencia, pone el dedo en el epígrafe, va de jugador en jugador, de nombre en nombre, y el suyo en todos los casos brilla -como el Ricibrill- por su ausencia.
- No era costumbre, supongo -y me siento estúpido.
- No era el tiempo, todavía -recuerda sin ira.
- Claro.
El sigue revolviendo, elige y me alcanza. Y yo pienso que ese hombre de destino lateral, anónimo adosado al margen del grupo de los actores con una E grotesca en el uniforme de fajina era casi, para entonces, como un mecánico junto al piloto consagrado, o como el veterano de nariz achatada que se asoma al borde del ring junto al campeón. Su lugar estaba ahí, al ras del pasto; su función se acababa entre semana.
- No era el tiempo todavía -repite.
Y sabe que llegó empírico y temprano y se metió de costado en la foto en que salió borrado.
- En esa época había pedicuros, dentistas, porteros... -dice de pronto con extraño énfasis-. Era el nombre de lo que hacían. Ahora les dicen podólogos, odontólogos, encargados... Esas boludeces, como si fuera más prestigioso... Y yo era entrenador.
- No director técnico.
- Pts... Ni me hable, por favor... -y se le escapa cierta furia sorda, muy masticada.
- No le hablo. Tiene razón.
Compartimos en silencio certezas menores, módicos resentimientos.
- Vinieron con la exigencia de diploma -dice de pronto.
- Claro.
Me sumo a su fastidio y de ahí saltamos a desmenuzar los detalles, el contraste: el banquito con techo, el verso táctico, el vestuario aparatoso y la pilcha elegida para salir el domingo, esa que nunca se puso. Cuando quiero atenuar tanta simpleza sin lastimarlo, se me adelanta:
- Le digo: no se lo cambio.
- Le creo.
En eso, los primeros padres que vienen a recoger a sus niños irrumpen en el dormitorio y entre disculpas se llevan los pulóveres, las camperas apiladas sobre la cama grande. Entra la mujer de mi amigo, incluso.
- Ah, papá... estabas acá -y suspira como si encontrarlo en una casa de tres habitaciones fuera un trabajo-. Y siempre con esas cosas viejas. Sabés que no te hace bien.
Ella me mira como si yo tuviera alguna culpa que sin duda tengo y se lo lleva, lo saca de la vieja cancha despoblada para que vaya a saludar a alguien que se va o se sume para la foto con la nieta que -lo sé- no le interesa. El veterano me mira resignado.
- Ha sido un gusto.
Asiente y se lo llevan. Apenas se resiste. Me quedo solo y guardo las viejas revistas que han quedado abiertas sin pudor ni consuelo. No es cuestión de que cualquiera meta mano ahí. Después busco mi propio abrigo y escucho los ruidosos comentarios del living. Me imagino que para las fotos familiares el viejo se debería poner una remera grande con la letra A de Abuelo, para que al menos alguno pregunte quién es. Pero no me quedo para verificarlo. Me basta con sentir o imaginar que he conocido al último entrenador.


HERENCIA
María José Barrios
España (1980)

Tiene los ojos tristes de su madre, la nariz griega de su padre, el mentón altivo de su abuela materna y las orejas pequeñas de un primo lejano del que nunca llegó a fiarse demasiado. Lo guarda todo en un cajoncito del salón, porque le gusta tenerlo siempre a mano cuando vienen las visitas y que ellos mismos puedan comprobar el asombroso parecido.


MADRE HAY UNA SOLA
Edgardo Ariel Epherra
Argentina (1958)

Hay distancias muy cortas, que se salvan con un paso, pero ese breve salto se debe dar sobre un abismo. Así es muchas veces el viaje de Jordi hasta los brazos de su mamá. Jordi ahora sabe que está soñando. Con una desaforada carrera busca llegar a casa para salvarse del monstruo. Estas pesadillas -recuerda en mitad del vértigo- siempre terminan felizmente, o de lo contrario, en el momento más terrible él se despierta con sobresaltado alivio, y allí está siempre su madre que lo rescata del miedo y lo abriga hasta el cuello con la frazada de dormir bien. Pero ahora el Destripador -mitad hombre, mitad bestia- casi le pisa los talones. Jordi siente un rugido infernal quemándole la nuca, y mira de reojo esa triple fila de dientes aserrados hambrienta de carne humana. La bestia le arroja un zarpazo, pero Jordi apura el golpe de la puerta de calle y echa llave para dejar afuera al Destripador definitivamente. Sentado en la cama, entre convulsiones y sollozos le cuenta todo a la madre, y ella lo abraza muy fuerte y procura darle alivio con palabras que le aflojen tanta angustia. Entonces Jordi suspira aliviado… Como anticipo al beso de las buenas noches la mamá acerca su aliento tibio y lo mira comprensiva, cubriéndolo hasta el cuello con la manta que a Jordi más le gusta. Los párpados del chico van cerrándose mientras se desliza al lado bueno del sueño. Afuera sólo hay grillos y una noche tranquila. Cuando la mamá se inclina un poco más para besarlo en la frente, Jordi entreabre los ojos y descubre la triple fila de dientes aserrados.


EL GRAFOLOGO
Salvador Elizondo
México (1932-2006)

Escribo. Escribo que escribo. Mentalmente me veo escribir que escribo y también puedo verme ver que escribo. Me recuerdo escribiendo ya y también viéndome que escribía. Y me veo recordando que me veo escribir y me recuerdo viéndome recordar que escribía y escribo viéndome escribir que recuerdo haberme visto escribir que me veía escribir que recordaba haberme visto escribir que escribía y que escribía que escribo que escribía. También puedo imaginarme escribiendo que ya había escrito que me imaginaría escribiendo que había escrito que me imaginaba escribiendo que me veo escribir que escribo.


MUSEO DE CIENCIAS NATURALES
Pablo De Santis
Argentina (1963)

En una entrevista privada que mantuve con el Director del Museo de Ciencias Naturales le manifesté mi preocupación por el deplorable estado de algunas salas, en particular la de animales embalsamados. Le dije, además, que la visión de aquellos animales que simulaban estar vivos, con la boca abierta, algunos apolillados, otros sin ojos o sin cabeza, inspiraba pesadillas antes que amor al conocimiento y a la naturaleza.
- Usted no entiende nada de nada- me dijo entonces el Director, mientras me mostraba un papel amarillento.
Leí, en el borde superior: Circular secreta 3.128 del Ministerio de Educación.
- Ahí, como ve, mi querido amigo, aquí dice con toda claridad que la sagrada misión de los museos no es otra que la de llenar de horror el corazón de los niños.