8 de noviembre de 2012

Charles Dickens, nuestro común amigo. Italo Calvino

Durante el siglo XIX Londres se transformó en la ciudad más grande del mundo y la capital del Imperio Británico. Desde allí se manejaban la política, las finanzas y el comercio imperial. Su población creció a pasos agigantados como producto de la llegada de inmigrantes de las colonias y de las zonas más pobres de Europa. Una gran cantidad de población irlandesa se asentó en la ciudad durante la época victoriana, huyendo de la hambruna que asoló ese país, y también una considerable comunidad judía, así como pequeñas comunidades de chinos y sudasiáticos. La ciudad se transformó con la llegada del ferrocarril, que permitió el desarrollo de los suburbios en los condados vecinos, desde los cuales las clases media y alta de la sociedad podía viajar hasta el centro. Si bien este hecho impulsó el enorme crecimiento hacia fuera de la ciudad, también agravó la división de clases ya que las más adineradas emigraban hacia los suburbios dejando a los habitantes más pobres en el centro de la ciudad. Así, mientras que la ciudad crecía en riqueza, el siglo XIX fue para Londres, también, una ciudad de pobreza donde millones de personas vivían en hacinamiento e insalubridad. En aquellos tiempos las aguas residuales se bombeaban directamente al río Támesis y de éste se extraía el agua que usaba la población. El Támesis era la tumba de muchos cuerpos y foco de un hedor repugnante, al punto que, en el verano de 1858, las cortinas de las ventanas del Parlamento se embebían con lejía para hacer el aire respirable. Y, al mismo tiempo, los pobres comían restos de animales muertos, perros o caballos, que había en su cauce. La contaminación produjo enfermedades y epidemias que culminaron en una peste de cólera y tifus. Aquel fenómeno pasó a la historia como "El gran hedor". Para Dickens, testigo del esplendor y las cloacas de la Revolución Industrial y la época victoriana, el Támesis -"una corriente negra y perezosa" cargada con los desechos de "fábricas de gas y las destripaduras de los mercados de pescado"- simbolizaba el destino siempre cambiante de sus personajes. Personajes que habitaban desde los arrabales más oscuros de las vecindades del Támesis hasta las mansiones de los nuevos ricos, donde la falsedad se multiplica en oropeles en los espejos. Muchos de sus escenarios se ubican en las riberas del río, como una amplia escalinata de piedra que desciende hasta la orilla, al lado del Puente de Londres. En esos escenarios transcurren, por ejemplo, "Oliver Twist", "La pequeña Dorrit", "David Copperfield", "La visita del señor testador" y "Nuestro común amigo". De esta última, precisamente, se ocupa el escritor italiano Italo Calvino (1923-1985) en "Perché leggere i classici" (Por qué leer los clásicos), un tomo de ensayos publicado póstumamente en 1991.

Un Támesis lívido y barroso, al oscurecer, cuando la marea sube por las pilastras de los puentes: en este escenario una barca avanza rozando los troncos flotantes, las chalanas, los residuos. En la proa de la barca un hombre clava su mirada de buitre en la corriente como buscando algo; semioculta por una capucha y una capa impermeable, rema una muchacha de rostro angélico. ¿Qué buscan? No cuesta mucho entender que el hombre se encarga de recoger cadáveres de suicidas o de asesinados arrojados al río: al parecer las aguas del Támesis son particularmente generosas en este tipo de pesca. Cuando aparece un cadáver flotando, el hombre le vacía rápidamente los bolsillos de las monedas de oro y después lo arrastra con una cuerda hasta el destacamento de policía de la orilla donde se embolsará una recompensa. La muchacha angelical, hija del barquero, trata de no mirar el macabro botín; está asustada pero sigue remando.
Los comienzos de las novelas de Dickens suelen ser memorables, pero ninguno supera el primer capítulo de "Our mutual friend" (Nuestro común amigo), penúltima novela que escribió, última que terminó. Llevados por la barca del pescador de cadáveres, nos parece entrar en el reverso del mundo. En el segundo capítulo todo cambia, estamos en plena comedia de costumbres y de caracteres: una cena en casa de un nuevo rico donde todos fingen ser viejos amigos cuando en realidad apenas se conocen. Pero antes de que el capítulo concluya, evocado por las palabras de los comensales, el misterio de un hombre ahogado en el momento de heredar una gran fortuna vuelve a conectar el circuito de la tensión novelesca. La gran herencia es la del difunto rey de las basuras, un viejo muy avaro de quien queda en los suburbios de Londres una casa a la orilla de un campo sembrado de montones de desperdicios. Seguimos moviéndonos en ese siniestro mundo de deyecciones en el que nos había introducido por vía fluvial el primer capítulo. Todos los otros escenarios de la novela, mesas servidas donde centellea la plata, ambiciones bien peinadas, marañas de intereses y de especulaciones, no son sino  finas pantallas que velan la sustancia desolada de este mundo de fin del mundo.
Depositario de los tesoros del "Basurero de Oro" es su ex peón, Boffin, uno de los grandes personajes cómicos de Dickens por el gesto pomposo con que consigue que todo se desmorone, a pesar de no tener otra experiencia que la de una ínfima miseria y de una ilimitada ignorancia (personaje simpático, sin embargo, por el calor humano y las benévolas intenciones, tanto de él como de su mujer; después, a medida que la novela avanza, se vuelve avaro y egoísta, para revelar nuevamente al final su corazón de oro). Al descubrirse de pronto rico, el analfabeto Boffin puede dar libre curso a su contenido amor por la cultura: compra los ocho volúmenes de  la "Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano", de Gibbon (título que apenas consigue deletrear, en lugar de "Roman" lee "Rossian" y cree que se trata del Imperio Ruso). Entonces emplea a un vagabundo con una pierna de palo, Silas Wegg, como "hombre de letras", para que le lea por las noches. Después de Gibbon, Boffin, que ahora tiene la obsesión de no perder sus riquezas, busca en las librerías la vida de avaros famosos, para que se las lea su "literato" de confianza.
El exuberante Boffin y el turbio Silas Wegg forman un dúo extraordinario, al cual  se añade Mister Venus, de profesión embalsamador y montador de esqueletos  humanos con huesos que encuentra dispersos, a quien Wegg le ha pedido que le haga una pierna de huesos verdaderos para sustituir la suya de palo. En ese horizonte de basuras, habitado por personajes "clownescos" y un poco espectrales, el mundo de Dickens se transforma a nuestros ojos en el de Samuel Beckett; en el humor negro del último Dickens podemos percibir más de un preanuncio beckettiano. Naturalmente, en Dickens -aunque hoy sean los aspectos negros los que cobran más relieve en nuestra lectura- la oscuridad siempre contrasta con la luz que irradian por lo común figuras de muchachas tanto más virtuosas y de buen corazón cuanto más bajo han caído en un infierno de tinieblas.
Esto de la virtud es lo más difícil de "tragar" para nosotros los lectores modernos de Dickens. Desde luego, él como persona no tenía con la virtud relaciones más estrechas que las que tenemos nosotros, pero la mentalidad victoriana encontró en sus novelas no sólo una fiel aplicación, sino las imágenes fundamentales de la propia mitología. Y una vez establecido que para nosotros el verdadero Dickens es sólo el de la personificación de la maldad y de las caricaturas grotescas, sería imposible poner entre paréntesis las víctimas angelicales y las presencias consoladoras: sin éstas no habría tampoco aquéllas; debemos considerar las unas y las otras como elementos estructurales relacionados entre sí, vigas y muros portantes del mismo sólido edificio. Así, en el frente de los "buenos", Dickens puede inventar figuras inesperadas, nada convencionales, como en esta novela el heterogéneo terceto formado por una niña enana, sarcástica y avisada, un ángel por el rostro y el corazón como Lizzie, y un judío de barba y gabán. La pequeña y sabia Jenny Wren, modista para muñecas, que sólo puede andar con muletas y traduce todo lo negativo de su vida en una transfiguración fantástica que nunca es edulcorada, más aún, que es capaz de asumir de frente y en cada momento los rigores de la existencia, es uno de los personajes dickensianos más ricos de encanto y de humor.
Y el judío Riah, empleado de un sórdido especulador, Lammle, que lo aterroriza e insulta y al mismo tiempo lo usa como testaferro para practicar la usura mientras sigue fingiéndose persona respetable y desinteresada, trata de contrabalancear el mal cuyo instrumento lo obligan a ser, prodigando secretamente sus dones de genio benéfico. El resultado es un perfecto apólogo sobre el antisemitismo, ese mecanismo mediante el cual la sociedad hipócrita siente la necesidad de crearse una imagen del judío para atribuirle sus propios vicios. Este Riah es de una dulzura tan inerme que parecería asustado, si no fuera por que en el abismo de su desamparo encuentra la manera de crear un espacio de libertad y desquite junto con las otras dos desamparadas y sobretodo con el activo consejo de la modista para muñecas (también angelical, pero capaz de infligir al odioso Lammle un suplicio diabólico). Este espacio del bien está representado materialmente por un terrazo en el techo de la tétrica oficina del banco de empeños, en medio de la sordidez de la City, donde Riah pone a disposición de las dos muchachas retazos de tela para los vestidos de las muñecas, perlitas, libros, flores y frutas, mientras "por todo alrededor una selva de viejos tejados decorosos trenzaban sus volutas de humo y hacían girar sus veletas, con todo el aire de viejas solteronas vanidosas que se abanican, arrogantes, y miran alrededor fingiendo una gran sorpresa".
En "Nuestro común amigo" hay lugar para el romance metropolitano y para la comedia de costumbres, pero también para personajes de interioridad compleja y trágica, como Bradley Headstone, ex proletario que una vez llegado a maestro es presa de un delirio de ascenso social y de prestigio que se convierte en una especie de posesión diabólica. Lo seguimos en su enamoramiento de Lizzie, en sus celos que se convierten en obsesión fanática, en la proyección meticulosa y en la ejecución de un delito, y lo vemos después quedarse clavado repitiendo mentalmente las etapas de su crimen, incluso mientras enseña a sus alumnos. "De vez en cuando, delante de la pizarra, antes de empezar a escribir se detenía con el trozo de tiza en la mano y volvía a pensar en el lugar de la agresión, y si un poco más arriba o un poco más abajo el agua no sería más profunda y el declive más acentuado. Estaba casi tentado de hacer un dibujo en la pizarra para verlo más claro".
"Nuestro común amigo" fue escrito en 1864-1865, "Crimen y castigo" en 1865-1866. Dostoyevski era un admirador de Dickens, pero no podía haber leído esta novela. "La extraña providencia que gobierna la literatura -escribe Pietro Citati en su bello ensayo sobre Dickens- ha querido que, justo en los mismos años en que Dostoyevski componía 'Crimen y castigo', Dickens tratara de rivalizar con su propio alumno lejano, escribiendo las páginas del delito de Bradley Headstone... Si hubiera leído esa página, qué sublime habría encontrado Dostoyevski ese último rasgo, el dibujo en la pizarra". Citati tomó el título "El mejor de los mundos imposibles" del escritor de nuestro siglo que más ha amado a Dickens, G.K. Chesterton. Sobre Dickens, Chesterton ha escrito un libro y las introducciones a muchas novelas para las ediciones de la Everyman's Library. En la de "Nuestro común amigo", empieza tomándoselas con el título. "Our mutual friend" tiene un sentido en inglés como en italiano (y en español); pero "nuestro mutuo amigo", "nuestro amigo recíproco", ¿qué puede querer decir?
Cabría objetar a Chesterton que la expresión aparece en la novela por primera vez dicha por 
Boffin, cuyo lenguaje es siempre disparatado; y que, si bien el vínculo del título con el contenido de la novela no es de los más evidentes, el tema de la amistad verdadera o falsa, proclamada u oculta, torcida o sometida a prueba, circula por toda ella. Pero Chesterton, después de haber denunciado la impropiedad lingüística del título, declara que justamente por eso el título le gusta. Dickens no había hecho estudios regulares y nunca había sido un fino literato; por eso Chesterton lo ama, o sea, lo ama cuando se muestra como es, no cuando pretende ser otra cosa; y la predilección de Chesterton por "Nuestro común amigo" va hacia un Dickens que vuelve a los orígenes después de haber hecho diversos esfuerzos por afinarse y mostrar gustos aristocráticos. Aunque Chesterton fue quien mejor reivindicó la grandeza literaria de Dickens en la crítica de nuestro siglo, me parece que su ensayo sobre "Nuestro común amigo" revela un fondo de condescendencia paternalista del literato refinado hacia el novelista popular.
Para nosotros, "Nuestro común amigo" es una obra maestra absoluta, tanto de invención como de escritura. Como ejemplos de escritura recordaré no sólo las metáforas fulmíneas que definen un personaje o una situación ("Qué honor -dijo la madre ofreciendo para que la besaran una mejilla sensible y afectuosa como la parte convexa de una cuchara"), sino también los fragmentos descriptivos, dignos de entrar en una antología del paisaje urbano: "Un atardecer gris, seco y polvoriento en la City de Londres tiene un aspecto poco prometedor. Las tiendas y las oficinas cerradas parecen muertas, y el terror nacional por los colores les da un aire de luto. Las torres y los campanarios de las numerosas iglesias asediadas por las casas, oscuras y ahumadas como el cielo que parece caerles encima, no  disminuyen la desolación general; un reloj de sol en la pared de una iglesia, con su sombra negra ahora inútil, parece una empresa que hubiera quebrado y suspendido los pagos para siempre. Melancólicos desechos de guardianes y porteros barren melancólicos desechos de papeles en las cunetas donde otros melancólicos desechos se agachan a hurgar, buscar y revolver esperando descubrir algo para vender".
En la primera cita se trataba de expresar la distancia entre las humildes alegrías del terrado y las chimeneas de la City, vistas como nobles damas altaneras; en Dickens, cada detalle descriptivo tiene siempre una función, entra en la dinámica del relato. Otro motivo por el que esta novela es considerada una obra maestra es la representación de un cuadro social muy complejo de clases en conflicto; sobre este punto concuerdan la ágil e inteligente introducción de Piergiorgio Bellocchio para la edición de Garzanti y la de Arnold Kettle, totalmente concentrada en este aspecto, para la edición Einaudi. Kettle polemiza con George Orwell, quien en un famoso análisis "clasista" de las novelas dickensianas demostraba cómo el blanco a que apuntaba Dickens no eran los males de la sociedad, sino los de la naturaleza humana.