Laura
Linares (1978), periodista y editora de notas especiales del diario "La Nación", relató en una oportunidad una anécdota sobre un señor conocido de ella, miembro muy destacado de una importante
institución cultural, que cierta vez dijo de otro señor, perteneciente él
también al ámbito de la cultura (un escritor reconocido):
"¡Qué va a ser culto ese hombre si no sabe ni agarrar un canapé!". "Quedé
francamente desconcertada -cuenta Linares- porque, entre otras cosas, ¿se
dice agarrar, cuando uno es tan fino que debe saber lidiar con los
canapés? Mi abuela diría que agarra el que tiene garras. Pero
si uno es estricto, el canapé tampoco se toma, que para eso está el
champaña, servido, claro, por otro mozo -si hay suerte- en la próxima
bandeja que por allí pasare. Y eso de asir un canapé, es algo tan
desproporcionado como cogerlo. Supongo
que este dilema sólo puede ser bien resuelto por un erudito de la lengua; que
al intelectual le alcanza con plantearse el problema y huir raudo de un
ágape que le exige cultivar modales sobre los que, evidentemente,
tiene dudas. Y, ya se sabe, después le dirán que eso de dudar es
pura jactancia, que siempre anda perdiendo el tiempo como un inútil y hasta puede que terminen reclamándole la
renuncia al único conchabo que le permite, de vez en cuando, abordar un buen
bife con papas fritas. No le quedaría entonces otro recurso que asistir, como
un térmite, a alimentarse en los 'vernissages' de gente culta con
aquellos miserables canapés. Y eso no es vida".
Si la cultura es el conjunto de todas las formas, los modelos o los patrones, explícitos o
implícitos, a través de los cuales
una sociedad regula el comportamiento de las personas que la conforman y, como
tal, incluye costumbres,
prácticas, códigos, normas y reglas sobre la manera de ser, de vestir, de hablar, de comportarse, etc., el hecho de saber agarrar, tomar, asir, coger -o como quiera que deba decirse- un canapé, ¿es una manifestación de cultura?
Sobre qué es la cultura, responden en esta primera entrega dos destacados intelectuales argentinos: Tomás Abraham (1946), profesor de Filosofía y autor de numerosos ensayos, entre ellos "Foucault y la ética", "El último oficio de Nietzsche" y "Platón en el callejón"; y Carlos Altamirano (1939), sociólogo, investigador y autor de "Peronismo y cultura de izquierda" y "Bajo el signo de las masas. 1943-1973" entre otros ensayos.
Sartre
dijo que la literatura no valía nada ante un niño que moría de hambre en Africa.
Gombrowicz se distinguía de los franceses en que hablaba de pan mientras los
cultos galos ofrecían cigarrillos y cognac; él calificaba al sufrimiento con
las enfermedades y el asma, y los cultos con la muerte y la finitud óntica de
la condición humana.
Ser culto
es ser curioso en el temple y simple en la expresión, todo lo contrario de los
mequetrefes que encontramos en el hall del Colón y en los vernissages de
Palatina, Malba y Melba, o en los encuentros de la resistencia cultural frente
a una nueva deposición de Badiou. Una vez me pidieron un trabajo sobre Berni
para una muestra en el Centro Cultural Recoleta, en la que la familia y demás
socios querían relanzar sus cuadros de pibes y latas ya que venía bien para la
miseria del 2001. Mi artículo hablaba de los escritos de Berni en los que se
percibía a un hombre sumamente prudente, muy cuidadoso en sus actitudes
políticas, del que rescataba además de sus interesantes reflexiones sobre el
arte, las tetas de sus cuadros eróticos y sus primeros paisajes. Indignadísimos
rechazaron el ensayo que no cuajaba en el proyecto plástico-bursátil imaginado.
Ni qué hablar de la mirada de los curadores y demás ejemplares de aquella
cristalería fina.
Hay gente
que valora mucho la cultura porque la saca de la domesticidad, de la rutina y
de la miseria personal que implica el ganapán diario. Son sinceros y están
agradecidos por el hecho de que en una conferencia les hablen de un tema que no
son crímenes, finanzas, fútbol y noticias. Acceden por un momento a palabras
que los remiten a otra cosa. El
conferencista no debe ofenderse porque no encuentra ni adhesión ni comprensión
en el propósito específico que lo apasiona. La gente quiere "elevarse", y
él con su mera presencia e intención los eleva. Hay una trasmisión cultural que
por su escena y ritual es una forma de consuelo.
Czeslaw
Milosz decía que durante la segunda guerra, bajo la ocupación militar nazi,
había comprobado que hay momentos en que una palabra es más importante que la
comida. En una situación de opresión y terror, recibir una palabra libre
renueva las ganas perdidas de vivir. El género literario puede ser algo
práctico, un asunto de supervivencia. En épocas de clandestinidad lo que mejor
puede circular sin ser asesinado es la poesía, por su formato, porque su
cometido puede entrar en una sola hoja, su lectura puede ser rápida e
intermitente, y de una alta densidad semántica. Mary Mc Carthy
cuenta que en la cola de una panadería se enteró de la bomba de Hiroshima.
Perdió la noción del sentido de realidad, no sabía qué estaba haciendo ahí; claro, compraba pan, pero le pareció que la realidad se ahuecaba y adquiría
presencia de cartonería. En realidad, no dice nada de esto, lo tenemos que
deducir, sólo dice que la realidad se le escapaba. Es lo que
nos pasa a todos, y le pasa a todo el mundo. Somos seres intermitentes, bajamos
y subimos, nos entregamos a nuestro quehacer cultural y luego lo vemos liviano,
absurdo, pleno de vanidades, narciso y competitivo, una búsqueda diaria de una
pequeña cuota de poder. Queremos poderlo al otro, ser distinto, singular,
notable. ¿Cómo? Plasmando una forma bien lograda para captar la mirada de los otros e imponer nuestra imagen.
Para quien
se dedica a la filosofía, cada nueva tarea que se tiene, un tema, un
pensamiento de otro, una investigación, es un desafío, un obstáculo a vencer.
Nuestra capacidad está en juego, nuestra mente tiene hambre, si no come
enloquece, se come a sí misma, se autofagocita. La máquina
de soplos pensantes necesita del fuelle continuo. Pero existen los cultos. Son
los solemnes de la filosofía, de mirada torva y voz susurrante, a veces
con pipa, otras con su pequeño vibrador marca Dasein envuelto en un diario
alemán, me refiero a los heideggerianos, especie en extinción
desde que los lacanianos les robaron el falo y el rictus. Solicitan parar la
máquina para escuchar la Voz, que las cosas sucedan sin controlarlas con el
cógito. Estar a la escucha del vibrador. Contemplar en éxtasis. ¿Qué
quiere decir contemplar? ¿Quién es aquel que puede esperar? Prácticamente no
existen las personas que admiten que pasa la nada, que la nada pasa, que todo
es lo mismo en el eterno retorno del pulso cósmico, y otras comidillas en las
orillas del Rhin. Prefiero
el Ganges.
Para recuperar algo del tiempo que siempre se me escapa, hago
yoga, y me duele la ingle. Mis viejos músculos están rígidos. Pero gracias a mi "gurisa" (es una maestra mujer) y a cierta tranquilidad emocional, termino la
hora respirando liviano. Jamás levitaré, ni dormiré sobre clavos, ni moveré un
acoplado con una soga atada a mi pene como aquel faquir que sorprendió con su
foto hace unas décadas a los lectores del "Indian Times", pero, consigo
unos momentos de espera. ¿Cuánto
tiempo se puede aguantar y contemplar el horizonte en Puerto Pirámides? ¿Una
semana? ¿Cuánto tardará en llegar el impulso de confrontarnos con el semejante,
el prójimo que nos lee y no nos lee, el que nos alienta y el que nos desprecia,
aquel que nos hace valer y el que nos humilla? ¿Cuánto tiempo podemos vivir sin
agitadas fricciones? Por eso
Heidegger es un salchichón adobado con incienso. Escuchar la voz del Ser,
pensar sin imponerle a la cosa la cuadrícula de nuestras sinápsis, dejar que
brote la cópula de Eso con filología alemana y griega, libracos polvorientos y
caminatas sobre bellotas, es una meditación calcada sobre la que practican los
frailes violadores. La filosofía es arrogancia con túnica y "schluss".
Nabokov,
querido carnicero de lepidópteros, nos dice que admira al hombre que entra a
una casa en llamas para salvar la vida de un niño, pero más admira a quien se
toma otros tres segundos para recoger del fuego su juguete favorito. En ese
pequeño plus de tiempo, en la mínima demora que exige, reside nuestra necesidad
de cultura, es decir, de belleza. Deleuze
dice que no soporta a la gente que sabe de todo. Por ejemplo las personas que
nos pueden referir los principales barítonos de la actualidad, cómo se prepara
el cepaje de una nueva uva varietal al sauvignon del pequeño syrah ilustrado,
quien nos recuerda el último traspié de Gödel, el talento del nuevo favorito de
Boulez, y la cotización del diamante en bruto en la última feria de
Amsterdam. Deleuze no los soporta, y sabe bien lo que dice porque abundan en
las mesas francesas, cuyo refinamiento no tiene el misterio de los personajes
de "American Psycho". En las nuestras, con gente más primitiva, más bruta, las
conversaciones no alcanzan tanta altura, se hace lo que se puede, y variamos
entre el último cuadro de Macció y el pésimo reportaje que le hicieron a Robbie
Williams. Hemos perdido la plasticidad sesentista en la que la moda impulsaba a
hablar del camembert, de la ropa de alguna modelo, de "Último round" y
de Lévi Strauss. Hoy nos queda el inteligente y amable Brascó para recordarnos
aquellos tiempos esnobs.
Otra cosa
que dice Deleuze es que carece de una cultura de reserva. Una vez que termina
un libro, la información que acopió se va con el texto. Un nuevo proyecto exige
nuevas fuentes de datos. Sin embargo, siempre queda algo de nuestros
emprendimientos, un recuerdo de viaje, ciertos placeres que se tuvieron, sobre
todo decisiones y elecciones, saber y sabor, gustos. Nos queda un autor
que se precia aunque ya poco se recuerda su obra, una película amada a pesar de
que sólo queda en nuestra imagen una escena desvalida, evocar que una melodía
de Brahms nos fascinó pero hemos perdido su sonido.
El culto
es un personaje de sociedad que recuerda muchas cosas sagradas, sabe nombrar.
Se parece al relator de anécdotas que nos harta con su colección de personajes,
situaciones cándidas y simpáticas mitomanías. Es cierto que en Delicity hay
panes con distintos sabores, pero el pan importa porque hay hambre. Sin hambre
no hay libros, ni cuadros, ni partituras.
¡Ay, ay, ay!
qué duro que ha sido Andrés Rivera cuando expresó su opinión sobre un ex ministro
de gobierno. Dijo que era un “diletante”. ¿Qué puede dar traducido semejante
calificativo? Debe referirse a una persona frívola que lo único que le
importa es ser un "bon vivant", un hedonista que se frota con aceite de
coco y escucha Mozart en el jacuzzi. Casi un símbolo de la "new age" esquina
Coco Chanel con breve estadía en Coconut Grove. Pero un diletante puede ser alguien
que a las cinco de la tarde no deja de mirar en la oficina su reloj para llegar
cuanto antes a su casa para recorrer su colección de monedas antiguas, o
escuchar conciertos barrocos, o cantar en el coro de la parroquia. Los
aficionados son los que muchas veces conservan el llamado auténtico de la
belleza. El aficionado suele tener más hambre que el fariseo que degusta. Un
amigo una vez me contó que había decidido aprender a tocar el violín porque
sabía que no llegaría a nada con eso. El otro día estábamos unos cuantos
inútiles ideando organizar este asunto del karaoke, y ante el nerviosismo
causado por los chifletes, gallos, olvidos y otras ridiculeces vocales, se me
ocurrió plantearlo como un grupo de autoayuda. Ya César Aira en su
relato "La serpiente" propone armar un grupo de autoayuda -con un
folleto indicativo- para salir bien en las fotos.
¿Qué tiene
que ver la cultura con la infancia? Nada. La infancia termina desde el momento
en que evaluamos que hay cosas importantes. Un día me di cuenta que leer tenía
que ver con saber mucho, y que saber mucho imponía respeto. Fue a los once
años. También percibí que se podía saber mucho sin demostrarlo, que llevar
libros bajo el brazo, adoptar un gesto reservado, mantener un silencio público
que haga pensar que se es depositario de un secreto, una serie de actitudes que
colaboraban en salvarle la facha a un tartamudo -mi caso-, podían además
decidir una vocación. La cultura puede ser uno de los recursos más mezquinos
con los que el hombre adquiere poder. Ni siquiera tiene la honestidad cruda del
dinero. Desde mi
punto de vista una persona culta no es la que sabe mucho sino la que piensa
bien con lo que sabe. Es un asunto de espiritualidad, sin pretensiones de
sobremesa.
Cuando
afirmamos de alguien que es una persona culta, lo que hacemos es reconocerle
que entiende y puede hablar con competencia de determinado sector de la
cultura. Tradicionalmente, ese sector ha sido el de las humanidades -filosofía,
historia, literatura- y las artes. Leer, ir a los museos y los conciertos son
vistos así como signos del hombre y la mujer cultos. Aunque esta definición
tradicional aún tiene circulación, la idea que encierra resulta inactual desde
hace mucho tiempo.
Recuerdo que en los años '50, el escritor británico Charles Percy Snow publicó un libro que tuvo gran resonancia, "Las dos culturas", título
que hacía referencia a los dos campos de saber que representaban las ciencias
del mundo natural, por un lado, y las disciplinas humanísticas, por el otro.
Snow no sólo registraba que estos dos campos del saber se ignoraban mutuamente,
sino que los representantes de la cultura humanística daban prueba de un
arrogante desconocimiento de las ciencias. La conclusión que se puede extraer
de todo esto es que la cultura constituye un dominio cada vez más complejo y
diferenciado. No es infrecuente que alguien brillante en un sector diga
simplezas cuando se refiera a hechos y temas de otro campo. Probablemente el
signo distintivo de una persona culta radique hoy en la conciencia de la
limitación de su competencia, por amplia que ésta sea.
La
condición de erudito supone versación especial, desacostumbrada, en un área
determinada del saber. Un intelectual no es necesariamente una persona erudita,
aunque sea competente en algún sector de la cultura (puede ser escritor o
profesor, periodista, pintor, etc.). Porque lo que distingue a quienes llamamos
intelectuales es el uso que hacen de su competencia, o de la autoridad pública
que ésta les proporciona, en el campo de los debates cívicos. Viceversa: no
todos los eruditos son intelectuales, es decir, no toman la palabra para
peticionar, defender o combatir alguna causa relativa a la vida pública.
¿Es un
valor ser culto? El término valor puede aludir al prestigio que confiere
el hecho de ostentar la posesión de un determinado "capital
cultural". Pero también puede indicar el valor de ese capital por lo que
permite hacer a las personas, por la gama de elecciones que pone a su alcance.
En este sentido, no hay dudas de que se trata de un valor, porque para quien
tiene mayor capital cultural las posibilidades de elección también son mayores.
De ahí la importancia de la educación y de la escuela públicas, que han sido en
nuestro país y deberían volver a ser los suministradores de una cultura básica,
capaz de habilitar la adquisición de competencias nuevas y más especializadas.