22 de noviembre de 2012

¿Qué es hoy la cultura? (2) Tomás Abraham / Carlos Altamirano

Laura Linares (1978), periodista y editora de notas especiales del diario "La Nación", relató en una oportunidad una anécdota sobre un señor conocido de ella, miembro muy destacado de una importante institución cultural, que cierta vez dijo de otro señor, perteneciente él también al ámbito de la cultura (un escritor reconocido): "¡Qué va a ser culto ese hombre si no sabe ni agarrar un canapé!". "Quedé francamente desconcertada -cuenta Linares- porque, entre otras cosas, ¿se dice agarrar, cuando uno es tan fino que debe saber lidiar con los canapés? Mi abuela diría que agarra el que tiene garras. Pero si uno es estricto, el canapé tampoco se toma, que para eso está el champaña, servido, claro, por otro mozo -si hay suerte- en la próxima bandeja que por allí pasare. Y eso de asir un canapé, es algo tan desproporcionado como cogerlo. Supongo que este dilema sólo puede ser bien resuelto por un erudito de la lengua; que al intelectual le alcanza con plantearse el problema y huir raudo de un ágape que le exige cultivar modales sobre los que, evidentemente, tiene dudas. Y, ya se sabe, después le dirán que eso de dudar es pura jactancia, que siempre anda perdiendo el tiempo como un inútil y hasta puede que terminen reclamándole la renuncia al único conchabo que le permite, de vez en cuando, abordar un buen bife con papas fritas. No le quedaría entonces otro recurso que asistir, como un térmite, a alimentarse en los 'vernissages' de gente culta con aquellos miserables canapés. Y eso no es vida".
Si la cultura es el conjunto de todas las formas, los modelos o los patrones, explícitos o implícitos, a través de los cuales una sociedad regula el comportamiento de las personas que la conforman y, como tal, incluye costumbres, prácticas, códigos, normas y reglas sobre la manera de ser, de vestir, de hablar, de comportarse, etc., el hecho de saber agarrar, tomar, asir, coger -o como quiera que deba decirse- un canapé, ¿es una manifestación de cultura?
Sobre qué es la cultura, responden en esta primera entrega dos destacados intelectuales argentinos: Tomás Abraham (1946), profesor de Filosofía y autor de numerosos ensayos, entre ellos "Foucault y la ética", "El último oficio de Nietzsche" y "Platón en el callejón"; y Carlos Altamirano (1939), sociólogo, investigador y autor de "Peronismo y cultura de izquierda" y "Bajo el signo de las masas. 1943-1973" entre otros ensayos.


Sartre dijo que la literatura no valía nada ante un niño que moría de hambre en Africa. Gombrowicz se distinguía de los franceses en que hablaba de pan mientras los cultos galos ofrecían cigarrillos y cognac; él calificaba al sufrimiento con las enfermedades y el asma, y los cultos con la muerte y la finitud óntica de la condición humana.
Ser culto es ser curioso en el temple y simple en la expresión, todo lo contrario de los mequetrefes que encontramos en el hall del Colón y en los vernissages de Palatina, Malba y Melba, o en los encuentros de la resistencia cultural frente a una nueva deposición de Badiou. Una vez me pidieron un trabajo sobre Berni para una muestra en el Centro Cultural Recoleta, en la que la familia y demás socios querían relanzar sus cuadros de pibes y latas ya que venía bien para la miseria del 2001. Mi artículo hablaba de los escritos de Berni en los que se percibía a un hombre sumamente prudente, muy cuidadoso en sus actitudes políticas, del que rescataba además de sus interesantes reflexiones sobre el arte, las tetas de sus cuadros eróticos y sus primeros paisajes. Indignadísimos rechazaron el ensayo que no cuajaba en el proyecto plástico-bursátil imaginado. Ni qué hablar de la mirada de los curadores y demás ejemplares de aquella cristalería fina.
Hay gente que valora mucho la cultura porque la saca de la domesticidad, de la rutina y de la miseria personal que implica el ganapán diario. Son sinceros y están agradecidos por el hecho de que en una conferencia les hablen de un tema que no son crímenes, finanzas, fútbol y noticias. Acceden por un momento a palabras que los remiten a otra cosa. El conferencista no debe ofenderse porque no encuentra ni adhesión ni comprensión en el propósito específico que lo apasiona. La gente quiere "elevarse", y él con su mera presencia e intención los eleva. Hay una trasmisión cultural que por su escena y ritual es una forma de consuelo.
Czeslaw Milosz decía que durante la segunda guerra, bajo la ocupación militar nazi, había comprobado que hay momentos en que una palabra es más importante que la comida. En una situación de opresión y terror, recibir una palabra libre renueva las ganas perdidas de vivir. El género literario puede ser algo práctico, un asunto de supervivencia. En épocas de clandestinidad lo que mejor puede circular sin ser asesinado es la poesía, por su formato, porque su cometido puede entrar en una sola hoja, su lectura puede ser rápida e intermitente, y de una alta densidad semántica. Mary Mc Carthy cuenta que en la cola de una panadería se enteró de la bomba de Hiroshima. Perdió la noción del sentido de realidad, no sabía qué estaba haciendo ahí; claro, compraba pan, pero le pareció que la realidad se ahuecaba y adquiría presencia de cartonería. En realidad, no dice nada de esto, lo tenemos que deducir, sólo dice que la realidad se le escapaba. Es lo que nos pasa a todos, y le pasa a todo el mundo. Somos seres intermitentes, bajamos y subimos, nos entregamos a nuestro quehacer cultural y luego lo vemos liviano, absurdo, pleno de vanidades, narciso y competitivo, una búsqueda diaria de una pequeña cuota de poder. Queremos poderlo al otro, ser distinto, singular, notable. ¿Cómo? Plasmando una forma bien lograda para captar la mirada de los otros e imponer nuestra imagen.
Para quien se dedica a la filosofía, cada nueva tarea que se tiene, un tema, un pensamiento de otro, una investigación, es un desafío, un obstáculo a vencer. Nuestra capacidad está en juego, nuestra mente tiene hambre, si no come enloquece, se come a sí misma, se autofagocita. La máquina de soplos pensantes necesita del fuelle continuo. Pero existen los cultos. Son los solemnes  de la filosofía, de mirada torva y voz susurrante, a veces con pipa, otras con su pequeño vibrador marca Dasein envuelto en un diario alemán, me refiero a los heideggerianos, especie en extinción desde que los lacanianos les robaron el falo y el rictus. Solicitan parar la máquina para escuchar la Voz, que las cosas sucedan sin controlarlas con el cógito. Estar a la escucha del vibrador. Contemplar en éxtasis. ¿Qué quiere decir contemplar? ¿Quién es aquel que puede esperar? Prácticamente no existen las personas que admiten que pasa la nada, que la nada pasa, que todo es lo mismo en el eterno retorno del pulso cósmico, y otras comidillas en las orillas del Rhin. Prefiero el Ganges.
Para recuperar algo del tiempo que siempre se me escapa, hago yoga, y me duele la ingle. Mis viejos músculos están rígidos. Pero gracias a mi "gurisa" (es una maestra mujer) y a cierta tranquilidad emocional, termino la hora respirando liviano. Jamás levitaré, ni dormiré sobre clavos, ni moveré un acoplado con una soga atada a mi pene como aquel faquir que sorprendió con su foto hace unas décadas a los lectores del "Indian Times", pero, consigo  unos momentos de espera. ¿Cuánto tiempo se puede aguantar y contemplar el horizonte en Puerto Pirámides? ¿Una semana? ¿Cuánto tardará en llegar el impulso de confrontarnos con el semejante, el prójimo que nos lee y no nos lee, el que nos alienta y el que nos desprecia, aquel que nos hace valer y el que nos humilla? ¿Cuánto tiempo podemos vivir sin agitadas fricciones? Por eso Heidegger es un salchichón adobado con incienso. Escuchar la voz del Ser, pensar sin imponerle a la cosa la cuadrícula de nuestras sinápsis, dejar que brote la cópula de Eso con filología alemana y griega, libracos polvorientos y caminatas sobre bellotas, es una meditación calcada sobre la que practican los frailes violadores. La filosofía es arrogancia con túnica y "schluss".
Nabokov, querido carnicero de lepidópteros, nos dice que admira al hombre que entra a una casa en llamas para salvar la vida de un niño, pero más admira a quien se toma otros tres segundos para recoger del fuego su juguete favorito. En ese pequeño plus de tiempo, en la mínima demora que exige, reside nuestra necesidad de cultura, es decir, de belleza. Deleuze dice que no soporta a la gente que sabe de todo. Por ejemplo las personas que nos pueden referir los principales barítonos de la actualidad, cómo se prepara el cepaje de una nueva uva varietal al sauvignon del pequeño syrah ilustrado, quien nos recuerda el último traspié de Gödel, el talento del nuevo favorito de Boulez, y la cotización del diamante en bruto en la última feria de Amsterdam. Deleuze no los soporta, y sabe bien lo que dice porque abundan en las mesas francesas, cuyo refinamiento no tiene el misterio de los personajes de "American Psycho". En las nuestras, con gente más primitiva, más bruta, las conversaciones no alcanzan tanta altura, se hace lo que se puede, y variamos entre el último cuadro de Macció y el pésimo reportaje que le hicieron a Robbie Williams. Hemos perdido la plasticidad sesentista en la que la moda impulsaba a hablar del camembert, de la ropa de alguna modelo, de "Último round" y de Lévi Strauss. Hoy nos queda el inteligente y amable Brascó para recordarnos aquellos tiempos esnobs.
Otra cosa que dice Deleuze es que carece de una cultura de reserva. Una vez que termina un libro, la información que acopió se va con el texto. Un nuevo proyecto exige nuevas fuentes de datos. Sin embargo, siempre queda algo de nuestros emprendimientos, un recuerdo de viaje, ciertos placeres que se tuvieron, sobre todo decisiones y elecciones, saber y sabor, gustos. Nos queda  un autor que se precia aunque ya poco se recuerda su obra, una película amada a pesar de que sólo queda en nuestra imagen una escena desvalida, evocar que una melodía de Brahms nos fascinó pero hemos perdido su sonido.
El culto es un personaje de sociedad que recuerda muchas cosas sagradas, sabe nombrar. Se parece al relator de anécdotas que nos harta con su colección de personajes, situaciones cándidas y simpáticas mitomanías. Es cierto que en Delicity hay panes con distintos sabores, pero el pan importa porque hay hambre. Sin hambre no hay libros, ni cuadros, ni partituras.
¡Ay, ay, ay! qué duro que ha sido Andrés Rivera cuando expresó su opinión sobre un ex ministro de gobierno. Dijo que era un “diletante”. ¿Qué puede dar traducido semejante calificativo? Debe referirse a  una persona frívola que lo único que le importa es ser un "bon vivant", un hedonista que se frota con aceite de coco y escucha Mozart en el jacuzzi. Casi un símbolo de la "new age" esquina Coco Chanel con breve estadía en Coconut Grove. Pero un diletante puede ser alguien que a las cinco de la tarde no deja de mirar en la oficina su reloj para llegar cuanto antes a su casa para recorrer su colección de monedas antiguas, o escuchar conciertos barrocos, o cantar en el coro de la parroquia. Los aficionados son los que muchas veces conservan el llamado auténtico de la belleza. El aficionado suele tener más hambre que el fariseo que degusta. Un amigo una vez me contó que había decidido aprender a tocar el violín porque sabía que no llegaría a nada con eso. El otro día estábamos unos cuantos inútiles ideando organizar este asunto del karaoke, y ante el nerviosismo causado por los chifletes, gallos, olvidos y otras ridiculeces vocales, se me ocurrió plantearlo como un grupo de autoayuda. Ya César Aira en su relato "La serpiente" propone armar un grupo de autoayuda -con un folleto indicativo- para salir bien en las fotos.
¿Qué tiene que ver la cultura con la infancia? Nada. La infancia termina desde el momento en que evaluamos que hay cosas importantes. Un día me di cuenta que leer tenía que ver con saber mucho, y que saber mucho imponía respeto. Fue a los once años. También percibí que se podía saber mucho sin demostrarlo, que llevar libros bajo el brazo, adoptar un gesto reservado, mantener un silencio público que haga pensar que se es depositario de un secreto, una serie de actitudes que colaboraban en salvarle la facha a un tartamudo -mi caso-, podían además decidir una vocación. La cultura puede ser uno de los recursos más mezquinos con los que el hombre adquiere poder. Ni siquiera tiene la honestidad cruda del dinero. Desde mi punto de vista una persona culta no es la que sabe mucho sino la que piensa bien con lo que sabe. Es un asunto de espiritualidad, sin pretensiones de sobremesa.


Cuando afirmamos de alguien que es una persona culta, lo que hacemos es reconocerle que entiende y puede hablar con competencia de determinado sector de la cultura. Tradicionalmente, ese sector ha sido el de las humanidades -filosofía, historia, literatura- y las artes. Leer, ir a los museos y los conciertos son vistos así como signos del hombre y la mujer cultos. Aunque esta definición tradicional aún tiene circulación, la idea que encierra resulta inactual desde hace mucho tiempo.
Recuerdo que en los años '50, el escritor británico Charles Percy Snow publicó un libro que tuvo gran resonancia, "Las dos culturas", título que hacía referencia a los dos campos de saber que representaban las ciencias del mundo natural, por un lado, y las disciplinas humanísticas, por el otro. Snow no sólo registraba que estos dos campos del saber se ignoraban mutuamente, sino que los representantes de la cultura humanística daban prueba de un arrogante desconocimiento de las ciencias. La conclusión que se puede extraer de todo esto es que la cultura constituye un dominio cada vez más complejo y diferenciado. No es infrecuente que alguien brillante en un sector diga simplezas cuando se refiera a hechos y temas de otro campo. Probablemente el signo distintivo de una persona culta radique hoy en la conciencia de la limitación de su competencia, por amplia que ésta sea.
La condición de erudito supone versación especial, desacostumbrada, en un área determinada del saber. Un intelectual no es necesariamente una persona erudita, aunque sea competente en algún sector de la cultura (puede ser escritor o profesor, periodista, pintor, etc.). Porque lo que distingue a quienes llamamos intelectuales es el uso que hacen de su competencia, o de la autoridad pública que ésta les proporciona, en el campo de los debates cívicos. Viceversa: no todos los eruditos son intelectuales, es decir, no toman la palabra para peticionar, defender o combatir alguna causa relativa a la vida pública.
¿Es un valor ser culto? El término valor puede aludir al prestigio que confiere el hecho de ostentar la posesión de un determinado "capital cultural". Pero también puede indicar el valor de ese capital por lo que permite hacer a las personas, por la gama de elecciones que pone a su alcance. En este sentido, no hay dudas de que se trata de un valor, porque para quien tiene mayor capital cultural las posibilidades de elección también son mayores. De ahí la importancia de la educación y de la escuela públicas, que han sido en nuestro país y deberían volver a ser los suministradores de una cultura básica, capaz de habilitar la adquisición de competencias nuevas y más especializadas.