Josefina Ludmer hace crítica literaria pero de una manera novedosa. Si bien, como se estila en todos los libros del género, pone su
mirada sobre otros textos, lo que ella hace es pensar y especular sobre
lo que lee, ve y escucha: sus propias opiniones de su diario personal, series de televisión, obras de teatro, actos políticos, artículos periodísticos, el neoliberalismo, películas, y, por supuesto y sobre todo, literatura. Su labor como crítica cultural se basa en la premisa de que las nuevas tecnologías cambiaron radicalmente la manera de escribir y de leer y, por ende, la manera en que los textos circulan. Las literaturas clásicas han pasado a ser lo que Ludmer llama las "escrituras posautónomas"; es decir, las prácticas literarias que coinciden con la dilución progresiva de las esferas de autonomía de la política, la ciencia, el arte, la religión y la economía. La ensayista argentina (una "latinoamericana, judía, medio india; es decir una completa marginal", como se autodefine) considera que en los años '90 se
ingresó en una era de cambios rotundos que afectaron a la literatura y que
obligan a reconsiderar qué se entiende por "valor" literario. "Supongamos -dice- que el mundo ha cambiado y que estamos en otra etapa de la nación, que es otra configuración del capitalismo y otra era en la historia de los imperios. Para poder entender este nuevo mundo (y escribirlo como testimonio, documental, memoria y ficción), necesitamos un aparato diferente del que usábamos antes. Otras palabras y nociones, porque no solamente ha cambiado el mundo sino los moldes, géneros y especies en que se lo dividía y diferenciaba". Contaminada por la economía, la política y los medios, la palabra literaria
-sostiene- entra en la realidad y ya no es posible saber si conserva su sesgo
crítico. En estas nuevas escrituras -aclara- "no es fácil hablar de nombres propios porque eso iría en contra de la manera de entender las literaturas posautónomas, donde ya no funcionan los criterios y las categorías con los que leíamos las literaturas clásicas: autor, obra, estilo, escritura, texto y sentido". En la postautonomía, o "pasaje de la cultura de biblioteca a la cultura digital" -afirma Ludmer- no es posible y tal vez ni siquiera deseable separar la realidad de la ficción, lo político y económico de lo cultural: "es reaccionario seguir aplicando criterios modernos, de la autonomía plena, a los textos contemporáneos". Esto es, entre otras cosas, porque en estas escrituras del presente "la realidad (si se la piensa desde los medios, que la constituyen constantemente) es ficción y la ficción es la realidad". En la cuarta y última parte del compilado de entrevistas, Ludmer habla sobre la forma en que la experiencia
norteamericana influyó sobre su visión de América Latina. Desde
ese "afuera" o "más allá" es que pudo reflexionar sobre el
continente. Desde ese "afuera"
piensa la cultura y el arte de América Latina como un campo de debate, en el
cual las voces importan por lo que dicen y por las cuestiones que plantean y no
ya por expresar la subjetividad de tal o cual autor o condensarse en el
estrecho marco de una obra particular. Desde ese "más allá", Ludmer traza un nuevo mapa de la literatura y las artes latinoamericanas.
Usted propone para entender el presente de la
literatura -de la crítica, del campo intelectual- partir del término
"posautonomía", que apunta a designar el hecho de que cada vez es
menos sencillo -y pertinente- trazar cierto tipo de fronteras y tensiones entre
lo cultural, lo político y lo económico.
Hoy todo lo cultural (y
literario) es económico y todo lo económico es cultural (y literario). Estamos
ante el fin de una era en que la literatura tuvo una lógica interna y el poder
de definirse y regirse "por sus propias leyes" e instituciones -la crítica, la
enseñanza, las academias, el periodismo- que debatían públicamente su función,
su valor y su sentido. Es el fin de la autorreferencialidad de la literatura.
Su idea de posautonomía es, por un lado,
una observación acerca del estado de la literatura actual, pero también una
toma de posición respecto de la esfera autónoma de las artes. ¿Es una nueva
forma de crítica a la institución literaria?
No, la crítica a la institución corresponde más bien a los años '60 y '70. Hay
que hacer una distinción -que no es fácil por momentos- entre la contracultura,
la crítica al arte y a la práctica artística de los años '60 y '70, y la
situación actual. En esos años se hablaba de "antiliteratura" o "antinovela";
se enfrentaba a la institución queriendo destruirla. Ahora la idea es más bien
dejar que la institución siga existiendo, aun pertenecer a ella, pero señalando
un espacio que la excede, que la desautoriza o la deja atrás. La institución
sigue con sus problemas, sus ceremonias, sus entregas de premios, y me parece
que va muriendo sola, mientras que la literatura se renueva saliéndose de sí
misma. Muchas escrituras actuales siguen apareciendo como literatura, tienen el
formato libro y conservan el nombre del autor, pero no se las puede leer con
criterios o categorías literarias como autor, obra, estilo, texto, sentido,
porque aplican a la literatura un vaciamiento radical: el sentido, la
escritura, el autor, quedan sin densidad, "sin metáfora". No son ni
un comentario de la realidad ni su "afuera". El sentido es ocupado
por la ambivalencia: son y no son literatura al mismo tiempo, son ficción y
realidad, son "realidadficción".
¿Sería que la literatura ve a la
institución literaria como una especie de Estado, y entonces, en lugar de combatirla, entra en éxodo de ella?
Cuando digo que la literatura entra en éxodo, o en diáspora, me refiero a que
sale de una esfera pero al mismo tiempo permanece en ella, en el sentido bíblico
de estar afuera pero simbólicamente adentro. Los libros que analizo no rompen
definitivamente con la institución, pero se contaminan con elementos
económicos, políticos, sociales, y crean un tipo de formación nueva, propia de
la época de las empresas transnacionales del libro o de las oficinas del libro
en las grandes cadenas de diarios, radios y TV. Son la literatura en la era de
los medios.
Usted dice, en este sentido, que hoy
"los efectos de distribución son efectos de lectura".
Sí, porque en este momento, mucho más que los autores o los estilos, lo que
funciona como sentido es la distribución del libro. Pero esto tiene que ver con que ya no funciona, o no de
la misma manera, lo que Bourdieu llamaba "la lógica del campo", que
está asociada a la autonomía de las esferas y a las luchas por el poder dentro
de la literatura. Las identidades literarias, que antes eran también
identidades políticas, se desdibujan. Hoy el régimen político de los textos es
mucho más ambivalente: se diluye el poder crítico, incluso
subversivo que la literatura había asumido como política propia en la era de
las esferas.
¿Dónde se ejerce esa crítica, esa
política?
Es posible que esa política ya no sea posible en un sistema, en una realidad,
que -como la nuestra- no tiene afueras y todo lo superpone. Es tal la
superposición y contaminación de lo que antes estaba bien diferenciado y
separado que, por ejemplo, hoy me es imposible hablar, como muchos siguen
haciendo -al modo benjaminiano-, de "arte" y "política". En
la concepción de esferas autónomas, el problema eran las relaciones: la
politización del arte o la estetización de la política, decía Benjamin. Hoy los
problemas son las fusiones, las contaminaciones, los éxodos. Eso implica dejar
a un lado, o entre paréntesis, la cuestión del valor de los textos
literarios.
¿Qué sería "dejar entre paréntesis
el valor literario"?
Yo creo que hay que reformularlo. A mí como lectora me gusta todo: me
encanta "El Quijote" y también me encantan las prácticas de hoy. Me
gusta la práctica literaria: que me cuenten algo, ver funcionar una lengua para
construir mundos. Pero creo que lo que hace realmente mal es el dogmatismo.
Decir: "hasta acá es la gran literatura, y de acá en adelante es una
porquería". Tenía colegas en Yale que decían que después del "boom" no había
habido buena literatura en América Latina. Y estoy totalmente en desacuerdo. Deberíamos discutir de nuevo qué es el valor
literario, porque si cambia la literatura, cambia el valor, obviamente. ¿A qué
llamamos hoy valor? ¿A la contemplación de destinos, a la existencia de un
marco, a las relaciones especulares, al libro dentro del libro, a la densidad
verbal, a las duplicaciones internas, las recursividades, los paralelismos, las
paradojas, las citas y referencias, a todo eso que califica a la llamada gran
literatura? Ahora quizá no encontrás eso, pero encontrás otras cosas muy
valiosas.
¿Por ejemplo?
Estas nuevas literaturas fabrican presente y esa es una de sus políticas. Salen
de la literatura y entran a la realidad de lo cotidiano, donde lo cotidiano es
la televisión, los blogs, el email, internet, etcétera. Esa realidad cotidiana
no es la realidad histórica del pensamiento realista y de su historia política
y social, sino una realidad producida por los medios y las tecnologías. Una
realidad que no requiere ser representada porque ella misma es pura
representación. La narración clásica distinguía claramente entre lo histórico como
"real" y lo "literario" como fábula, mito, alegoría o
subjetividad, y producía una tensión entre ambos: la ficción era esa tensión.
La ficción era la realidad histórica -política y social- pasada por un mito,
una fábula, una subjetividad. El realismo cotidiano, en cambio, se nutre, por
un lado, de la repetición: el ritual de la comida, la escena del día a día. Y
por otro, del "flash" del instante, el accidente, el acontecimiento; la gente
común que un día se entera que tiene cáncer, o que vende la casa, o que se
separa: esos momentos de cualquiera que dividen la vida en dos. Esto nos habla de
otra vivencia del tiempo, de una nueva temporalidad y una nueva conciencia
histórica: la del instante que parte el tiempo, y está como fuera de la
Historia con mayúsculas.
Usted dice que piensa utópicamente la
imaginación pública como un trabajo social, anónimo y colectivo. Pero dice
también que hay imperialismos e Imperio; es decir, que en esta fábrica del
presente y de realidad hay desigualdades, hay por decir así proletarios de la
imaginación pública, hay explotación. ¿Cómo pensar esa dimensión?
Sí, para mí la imaginación pública es un territorio utópico, pero por supuesto
existe la explotación: los que trabajan en toda la red que produce el presente
son explotados. Yo pienso como si ya hubiera ocurrido la liberación y esa
creación de presente, de afectos, de creencias, de vidas cotidianas, fuera un
trabajo libre de todos, como si ya no hubiera opresión. Es una posición
totalmente utópica: me interesa pensar si desde ahí puedo captar algo, porque
es la otra cara de la ambivalencia. Pero en la realidad lo que ocurre es la
desigualdad más brutal, porque la globalización viene con una diferenciación tremenda:
produce cientos de miles de pobres que están pataleando en el barro; condensa
en el presente una suerte de historia de la humanidad, desde los hombres de las
cavernas hasta el tipo que está conectado a internet las 24 horas, con sus
migraciones, sus desplazamientos forzosos... Sí: lo que podríamos llamar la
explotación, la injusticia, el imperio y el imperialismo son brutales. Esa es
la cara que muestra la utopía realizada del liberalismo, la contracara de mi
utopía.
Si bien su libro tiene una
impronta política muy crítica, por otro lado es un texto que juega todo el
tiempo con lo ficcional, como si plantease que lo íntimo también es político y
que la ficción es la forma en que eso se expresa.
Trato de trabajar con fusiones. En todo el sentido de la palabra. Con-fusiones.
Fusiono cosas disímiles, acerco temas que parecen alejados o antagónicos,
desarmo oposiciones que creo que ya no funcionan más. Eso produce algo de
confusión, es obvio. Cuando digo realvirtual, adentroafuera, públicoprivado, y
otras fusiones semejantes en las que se reúnen términos que se pensaban como
opuestos, es posible que la primera impresión sea de confusión. Eso no me
molesta.
Usa la
literatura para comprender el mundo, para ver cómo la literatura fabrica
realidad en la imaginación pública. Lo llama "especulación".
Empecé a pensar en una línea borgeana: que la
literatura era más real que la realidad. Al leer, lo que se cuenta es real. La
idea de especulación -el género especulativo, que imagina realidades, como la
ciencia ficción- me apareció junto con la idea de literatura como realidad. Es
una crítica a la posición de la crítica literaria, que queda acotada a la
literatura. La idea de imaginación pública tiene que ver con que estamos
sumergidos en discursos, imágenes, y que eso nos construye la realidad.
La
literatura sería para usted un modo privilegiado en esa construcción de
realidad.
La realidad tiene muchísimas zonas y modos. Uno
puede entrar a la realidad, o a la construcción de realidad, a través de
cualquier cosa que uno sepa leer. Yo aprendí a leer literatura, no sé leer la
sociedad o la historia en sí misma. Uno puede leer lo que quiera en la
literatura. A mí la crítica pura, sobre un texto o un autor, me aburre.
Entonces, ¿por qué concentrarse en un texto o un autor? Mejor mirar el mundo;
pero hay que tener una pantalla, un tarot: el mío es la literatura.
¿Cómo se lee ahora?
De manera
mucho más superficial, en el sentido de que las escrituras son mucho más
planas. Buscan sujetos y experiencias subjetivas, más que construcción de un
mundo. Y hay una concepción diferente de la realidad; en los clásicos, la
realidad era la historia; esto es, fechas, acontecimientos, historias
emocionales. Por ejemplo, Borges le da a Tadeo Isidoro Cruz una biografía
fechada, que lo coloca en un tipo particular de realidad.
Las literaturas clásicas asumían el problema de
narrar la nación y sus personajes, históricos o míticos, como Facundo, Amalia,
Erdosain o Adán Buenosayres. ¿Quién asume esa tarea en este nuevo panorama?
Nadie. Es
una tarea cumplida, por decirlo así. La era de la nación, que empezó a
principios del siglo XIX, tenía que ver con el desarrollo capitalista de las naciones
latinoamericanas. Y esas literaturas, que tuvieron su punto culminante en los
años '60, se producían en editoriales nacionales que exportaban. Después, con
la globalización, que pone en cuestión todo esto, se agujerea la nación. Y los
personajes, que eran representantes de la identidad nacional y local, a través
de la construcción de territorios -el Macondo de García Márquez, la Comala de
Rulfo, las orillas de Borges- aparecen ahora en cambio atravesando fronteras.
Los que antes eran representantes de la nación, la familia, la clase (burguesía
o proletariado), se convierten ahora en personajes que atraviesan
transversalmente estas tipologías. Pero van y vuelven, no son solamente
exiliados.
También los escritores o los narradores van y
vuelven de esos territorios, como pasa en "Cosa de negros" de
Washington Cucurto, donde, como usted señala, no se sabe si los dominicanos o
paraguayos piensan todo el día en bailanta y sexo, o si ésa es la percepción de
un narrador racista.
Esa
ambivalencia ideológica es otra de las características de las literaturas
posautónomas. No se sabe si le están dando la voz a esos sectores o
imponiéndoles una voz de bestia.