2 de noviembre de 2012

Josefina Ludmer: "La crítica literaria clásica está muerta, como terminó también el carácter emancipatorio y revolucionario de la literatura" (4)

Josefina Ludmer hace crítica literaria pero de una manera novedosa. Si bien, como se estila en todos los libros del género, pone su mirada sobre otros textos, lo que ella hace es pensar y especular sobre lo que lee, ve y escucha: sus propias opiniones de su diario personal, series de televisión, obras de teatro, actos políticos, artículos periodísticos, el neoliberalismo, películas, y, por supuesto y sobre todo, literatura. Su labor como crítica cultural se basa en la premisa de que las nuevas tecno­logías cambiaron radicalmente la manera de escribir y de leer y, por ende, la manera en que los textos circulan. Las literaturas clásicas han pasado a ser lo que Ludmer llama las "escri­turas posautónomas"; es decir, las prácticas literarias que coinciden con la dilución progresiva de las esferas de autonomía de la políti­ca, la ciencia, el arte, la religión y la economía. La ensayista argentina (una "latinoamericana, judía, medio india; es decir una completa marginal", como se autodefine) considera que en los años '90 se ingresó en una era de cambios rotundos que afectaron a la literatura y que obligan a reconsiderar qué se entiende por "valor" literario. "Supongamos -dice- que el mundo ha cambiado y que estamos en otra etapa de la nación, que es otra configuración del capitalismo y otra era en la historia de los imperios. Para poder entender este nuevo mundo (y escribirlo como testimonio, documental, memoria y ficción), necesitamos un aparato diferente del que usábamos antes. Otras palabras y nociones, porque no solamente ha cambiado el mundo sino los moldes, géneros y especies en que se lo dividía y diferenciaba". Contaminada por la economía, la política y los medios, la palabra literaria -sostiene- entra en la realidad y ya no es posible saber si conserva su sesgo crítico. En estas nuevas escrituras -aclara- "no es fácil hablar de nombres propios porque eso iría en contra de la manera de entender las literatu­ras posautónomas, donde ya no funcionan los criterios y las ca­tegorías con los que leíamos las literaturas clásicas: autor, obra, estilo, escritura, texto y sentido". En la postautonomía, o "pasaje de la cultura de biblioteca a la cultu­ra digital" -afirma Lud­mer- no es posible y tal vez ni siquiera deseable separar la realidad de la ficción, lo político y económico de lo cultural: "es reaccionario seguir aplicando criterios modernos, de la autonomía plena, a los textos contemporáneos". Esto es, entre otras cosas, porque en estas escrituras del presente "la realidad (si se la piensa desde los medios, que la constituyen constantemente) es ficción y la ficción es la realidad". En la cuarta y última parte del compilado de entrevistas, Ludmer habla sobre la forma en que la experiencia norteamericana influyó sobre su visión de América Latina. Desde ese "afuera" o "más allá" es que pudo reflexionar sobre el continente. Desde ese "afuera" piensa la cultura y el arte de América Latina como un campo de debate, en el cual las voces importan por lo que dicen y por las cuestiones que plantean y no ya por expresar la subjetividad de tal o cual autor o condensarse en el estrecho marco de una obra particular. Desde ese "más allá", Ludmer traza un nuevo mapa de la literatura y las artes latinoamericanas.


Usted  propone para entender el presente de la literatura -de la crítica, del campo intelectual- partir del término "posautonomía", que apunta a designar el hecho de que cada vez es menos sencillo -y pertinente- trazar cierto tipo de fronteras y tensiones entre lo cultural, lo político y lo económico.

Hoy todo lo cultural (y literario) es económico y todo lo económico es cultural (y literario). Estamos ante el fin de una era en que la literatura tuvo una lógica interna y el poder de definirse y regirse "por sus propias leyes" e instituciones -la crítica, la enseñanza, las academias, el periodismo- que debatían públicamente su función, su valor y su sentido. Es el fin de la autorreferencialidad de la literatura.

Su idea de posautonomía es, por un lado, una observación acerca del estado de la literatura actual, pero también una toma de posición respecto de la esfera autónoma de las artes. ¿Es una nueva forma de crítica a la institución literaria?

No, la crítica a la institución corresponde más bien a los años '60 y '70. Hay que hacer una distinción -que no es fácil por momentos- entre la contracultura, la crítica al arte y a la práctica artística de los años '60 y '70, y la situación actual. En esos años se hablaba de "antiliteratura" o "antinovela"; se enfrentaba a la institución queriendo destruirla. Ahora la idea es más bien dejar que la institución siga existiendo, aun pertenecer a ella, pero señalando un espacio que la excede, que la desautoriza o la deja atrás. La institución sigue con sus problemas, sus ceremonias, sus entregas de premios, y me parece que va muriendo sola, mientras que la literatura se renueva saliéndose de sí misma. Muchas escrituras actuales siguen apareciendo como literatura, tienen el formato libro y conservan el nombre del autor, pero no se las puede leer con criterios o categorías literarias como autor, obra, estilo, texto, sentido, porque aplican a la literatura un vaciamiento radical: el sentido, la escritura, el autor, quedan sin densidad, "sin metáfora". No son ni un comentario de la realidad ni su "afuera". El sentido es ocupado por la ambivalencia: son y no son literatura al mismo tiempo, son ficción y realidad, son "realidadficción".

¿Sería que la literatura ve a la institución literaria como una especie de Estado, y entonces, en lugar de combatirla, entra en éxodo de ella?

Cuando digo que la literatura entra en éxodo, o en diáspora, me refiero a que sale de una esfera pero al mismo tiempo permanece en ella, en el sentido bíblico de estar afuera pero simbólicamente adentro. Los libros que analizo no rompen definitivamente con la institución, pero se contaminan con elementos económicos, políticos, sociales, y crean un tipo de formación nueva, propia de la época de las empresas transnacionales del libro o de las oficinas del libro en las grandes cadenas de diarios, radios y TV. Son la literatura en la era de los medios.

Usted dice, en este sentido, que hoy "los efectos de distribución son efectos de lectura".

Sí, porque en este momento, mucho más que los autores o los estilos, lo que funciona como sentido es la distribución del libro. Pero esto tiene que ver con que ya no funciona, o no de la misma manera, lo que Bourdieu llamaba "la lógica del campo", que está asociada a la autonomía de las esferas y a las luchas por el poder dentro de la literatura. Las identidades literarias, que antes eran también identidades políticas, se desdibujan. Hoy el régimen político de los textos es mucho más ambivalente: se diluye el poder crítico, incluso subversivo que la literatura había asumido como política propia en la era de las esferas.

¿Dónde se ejerce esa crítica, esa política?

Es posible que esa política ya no sea posible en un sistema, en una realidad, que -como la nuestra- no tiene afueras y todo lo superpone. Es tal la superposición y contaminación de lo que antes estaba bien diferenciado y separado que, por ejemplo, hoy me es imposible hablar, como muchos siguen haciendo -al modo benjaminiano-, de "arte" y "política". En la concepción de esferas autónomas, el problema eran las relaciones: la politización del arte o la estetización de la política, decía Benjamin. Hoy los problemas son las fusiones, las contaminaciones, los éxodos. Eso implica dejar a un lado, o entre paréntesis, la cuestión del valor de los textos literarios.

¿Qué sería "dejar entre paréntesis el valor literario"?

Yo creo que hay que reformularlo. A mí como lectora me gusta todo: me encanta "El Quijote" y también me encantan las prácticas de hoy. Me gusta la práctica literaria: que me cuenten algo, ver funcionar una lengua para construir mundos. Pero creo que lo que hace realmente mal es el dogmatismo. Decir: "hasta acá es la gran literatura, y de acá en adelante es una porquería". Tenía colegas en Yale que decían que después del "boom" no había habido buena literatura en América Latina. Y estoy totalmente en desacuerdo. Deberíamos discutir de nuevo qué es el valor literario, porque si cambia la literatura, cambia el valor, obviamente. ¿A qué llamamos hoy valor? ¿A la contemplación de destinos, a la existencia de un marco, a las relaciones especulares, al libro dentro del libro, a la densidad verbal, a las duplicaciones internas, las recursividades, los paralelismos, las paradojas, las citas y referencias, a todo eso que califica a la llamada gran literatura? Ahora quizá no encontrás eso, pero encontrás otras cosas muy valiosas.

¿Por ejemplo?

Estas nuevas literaturas fabrican presente y esa es una de sus políticas. Salen de la literatura y entran a la realidad de lo cotidiano, donde lo cotidiano es la televisión, los blogs, el email, internet, etcétera. Esa realidad cotidiana no es la realidad histórica del pensamiento realista y de su historia política y social, sino una realidad producida por los medios y las tecnologías. Una realidad que no requiere ser representada porque ella misma es pura representación. La narración clásica distinguía claramente entre lo histórico como "real" y lo "literario" como fábula, mito, alegoría o subjetividad, y producía una tensión entre ambos: la ficción era esa tensión. La ficción era la realidad histórica -política y social- pasada por un mito, una fábula, una subjetividad. El realismo cotidiano, en cambio, se nutre, por un lado, de la repetición: el ritual de la comida, la escena del día a día. Y por otro, del "flash" del instante, el accidente, el acontecimiento; la gente común que un día se entera que tiene cáncer, o que vende la casa, o que se separa: esos momentos de cualquiera que dividen la vida en dos. Esto nos habla de otra vivencia del tiempo, de una nueva temporalidad y una nueva conciencia histórica: la del instante que parte el tiempo, y está como fuera de la Historia con mayúsculas.

Usted dice que piensa utópicamente la imaginación pública como un trabajo social, anónimo y colectivo. Pero dice también que hay imperialismos e Imperio; es decir, que en esta fábrica del presente y de realidad hay desigualdades, hay por decir así proletarios de la imaginación pública, hay explotación. ¿Cómo pensar esa dimensión?

Sí, para mí la imaginación pública es un territorio utópico, pero por supuesto existe la explotación: los que trabajan en toda la red que produce el presente son explotados. Yo pienso como si ya hubiera ocurrido la liberación y esa creación de presente, de afectos, de creencias, de vidas cotidianas, fuera un trabajo libre de todos, como si ya no hubiera opresión. Es una posición totalmente utópica: me interesa pensar si desde ahí puedo captar algo, porque es la otra cara de la ambivalencia. Pero en la realidad lo que ocurre es la desigualdad más brutal, porque la globalización viene con una diferenciación tremenda: produce cientos de miles de pobres que están pataleando en el barro; condensa en el presente una suerte de historia de la humanidad, desde los hombres de las cavernas hasta el tipo que está conectado a internet las 24 horas, con sus migraciones, sus desplazamientos forzosos... Sí: lo que podríamos llamar la explotación, la injusticia, el imperio y el imperialismo son brutales. Esa es la cara que muestra la utopía realizada del liberalismo, la contracara de mi utopía.

Si bien su libro tiene una impronta política muy crítica, por otro lado es un texto que juega todo el tiempo con lo ficcional, como si plantease que lo íntimo también es político y que la ficción es la forma en que eso se expresa.

Trato de trabajar con fusiones. En todo el sentido de la palabra. Con-fusiones. Fusiono cosas disímiles, acerco temas que parecen alejados o antagónicos, desarmo oposiciones que creo que ya no funcionan más. Eso produce algo de confusión, es obvio. Cuando digo realvirtual, adentroafuera, públicoprivado, y otras fusiones semejantes en las que se reúnen términos que se pensaban como opuestos, es posible que la primera impresión sea de confusión. Eso no me molesta.

Usa la literatura para comprender el mundo, para ver cómo la literatura fabrica realidad en la imaginación pública. Lo llama "especulación".

Empecé a pensar en una línea borgeana: que la literatura era más real que la realidad. Al leer, lo que se cuenta es real. La idea de especulación -el género especulativo, que imagina realidades, como la ciencia ficción- me apareció junto con la idea de literatura como realidad. Es una crítica a la posición de la crítica literaria, que queda acotada a la literatura. La idea de imaginación pública tiene que ver con que estamos sumergidos en discursos, imágenes, y que eso nos construye la realidad.

La literatura sería para usted un modo privilegiado en esa construcción de realidad.

La realidad tiene muchísimas zonas y modos. Uno puede entrar a la realidad, o a la construcción de realidad, a través de cualquier cosa que uno sepa leer. Yo aprendí a leer literatura, no sé leer la sociedad o la historia en sí misma. Uno puede leer lo que quiera en la literatura. A mí la crítica pura, sobre un texto o un autor, me aburre. Entonces, ¿por qué concentrarse en un texto o un autor? Mejor mirar el mundo; pero hay que tener una pantalla, un tarot: el mío es la literatura.

¿Cómo se lee ahora?

De manera mucho más super­ficial, en el sentido de que las es­crituras son mucho más planas. Buscan sujetos y experiencias subjetivas, más que construcción de un mundo. Y hay una concepción diferente de la realidad; en los clásicos, la realidad era la historia; esto es, fechas, aconteci­mientos, historias emocionales. Por ejemplo, Borges le da a Tadeo Isidoro Cruz una biografía fechada, que lo coloca en un tipo particular de realidad.

Las literaturas clásicas asu­mían el problema de narrar la nación y sus personajes, histó­ricos o míticos, como Facundo, Amalia, Erdosain o Adán Buenosayres. ¿Quién asume esa tarea en este nuevo panorama?

Nadie. Es una tarea cumplida, por decirlo así. La era de la na­ción, que empezó a principios del siglo XIX, tenía que ver con el desarrollo capitalista de las na­ciones latinoamericanas. Y esas literaturas, que tuvieron su pun­to culminante en los años '60, se producían en editoriales nacio­nales que exportaban. Después, con la globalización, que pone en cuestión todo esto, se agujerea la nación. Y los personajes, que eran representantes de la identi­dad nacional y local, a través de la construcción de territorios -el Macondo de García Márquez, la Comala de Rulfo, las orillas de Borges- aparecen ahora en cam­bio atravesando fronteras. Los que antes eran representantes de la nación, la familia, la clase (burguesía o proletariado), se convierten ahora en personajes que atraviesan transversalmente estas tipologías. Pero van y vuel­ven, no son solamente exiliados.

También los escritores o los narradores van y vuelven de esos territorios, como pasa en "Cosa de negros" de Washing­ton Cucurto, donde, como usted señala, no se sabe si los dominicanos o paraguayos piensan todo el día en bailanta y sexo, o si ésa es la percepción de un narrador racista.

Esa ambivalencia ideológica es otra de las características de las literaturas posautónomas. No se sabe si le están dando la voz a esos sectores o imponiéndoles una voz de bestia.