Dickens comenzó a publicar "La tienda
de antigüedades" en el semanario "Master Humphrey's Clock"
en abril de 1840. En febrero de 1841 arrancó con "Barnaby Rudge" en
la misma revista, y ambas novelas concluyeron en noviembre de ese mismo año.
Por entonces, Edgar Allan Poe (1809-1849) era relativamente poco
conocido si bien algunos de sus relatos tuvieron cierta notoriedad. Había publicado "Tamerlan and other poems" (Tamerlán
y otros poemas), la novela "The narrative of Arthur Gordon Pym"
(Las aventuras de Arthur Gordon Pym) y los dos volúmenes
de "Tales of the grotesque and arabesque" (Cuentos de lo
grotesco y arabesco), una colección de cuentos que habían aparecido con
anterioridad en los periódicos "Philadelphia Saturday
Courier", "Baltimore Saturday Visiter"
y "Southern Literary Messenger". En el verano de 1839 Poe
comenzó a trabajar como redactor jefe de la "Burton's Gentleman's
Magazine", ganando bastante prestigio y muchas enemistades por sus
ácidas críticas literarias. Luego de un año en esa revista, Poe
prosiguió con su labor como crítico en otros medios. Así, el 1 de mayo de 1841
publicó sus impresiones sobre "Barnaby Rudge" en
el "Saturday Evening Post" y, ese mismo mes, las de "La
tienda de antigüedades" en la "Graham's Magazine". Sobre la
primera de ellas, por entonces en curso de publicación periódica (se
habían publicado hasta ese momento cuatro capítulos en "The New
Yorker"), Poe escribió: "Sus primeros capítulos nos
aseguran que Dickens por fin ha descubierto el secreto de su verdadera fuerza,
y que "Barnaby Rudge" atraerá principalmente a la imaginación
del lector. Esto se desprende de los muchos ejemplos sorprendentes que aparecen
en los pocos números ya publicados". Poe elogió "la capacidad
para expresar el terror" de Dickens, pero le censuró su "modo de
composición" y predijo todo el desarrollo y el final de la
novela. "Si algo hay evidente es que un plan cualquiera que sea
digno de este nombre ha de haber sido trazado con vistas al desenlace
antes que la pluma ataque el papel. Sólo si se tiene continuamente
presente la idea del desenlace podemos conferir a un plan su indispensable
apariencia de lógica y de causalidad, procurando que todas las incidencias
y en especial el tono general tienda a desarrollar la
intención establecida".
En febrero de 1842, Poe escribió otra revisión
de "Barnaby Rudge", esta vez en la "Graham's Magazine", más
extensa y severa que la primera y, al mes siguiente, cuando Dickens pasó
por Filadelfia para dar una conferencia en favor de las leyes
internacionales de derechos de autor, Poe le envió una carta
solicitándole una reunión. Junto a ésta le remitió un ejemplar de los dos
tomos de sus relatos cortos publicados en 1840 y uno de "The poets
and poetry of America" (Los poetas y la poesía de América), una
antología publicada unas pocas semanas antes que incluía, entre muchos
otros, poemas del propio Poe y de los notables poetas
norteamericanos Lydia Sigourney (1791-1865), William
Bryant (1794-1878), Ralph W. Emerson (1803-1882) y Henry
Longfellow (1807-1882). La fecha probable de aquella velada es
el 6 de marzo de 1842, y existe una única evidencia de una segunda
entrevista en una carta que el 2 de julio de 1844 Poe envió a su
editor James Russell Lowell (1819-1891). Aunque se desconoce la fecha
exacta de la misma, se supone que fue muy próxima a la anterior ya que la
visita de Dickens a la ciudad en que vivía por entonces Poe sólo duró cuatro
días. En la tertulia -que se desarrolló en un ambiente de distante y formal
cordialidad- Poe le solicitó a Dickens su ayuda para
conseguir un editor londinense para sus cuentos y poemas. Sin
embargo, parece ser que Dickens no se sintió especialmente entusiasmado y
el encuentro no tuvo ulteriores consecuencias. Aunque se hicieron
promesas, nada se concretó. Unos días más tarde, estando Dickens en Nueva York
a punto de embarcarse hacia su país, alcanzó todavía a recibir una carta de Poe
que luego quemaría en su casa de Higham. No se sabe, en cambio, cómo
reaccionó Poe cuando, nueve meses más tarde, recibió una carta de Dickens
hablándole de la imposibilidad de publicar sus obras en Inglaterra.
En diciembre de 1845, Dickens publicaría un artículo en
el "London Quarterly Review" en el que decía que Poe podía
ser considerado como "el mejor de los imitadores de Tennyson".
Como diría Una Pope-Hennessy (1876-1949) en su biografía de
Poe, "las reuniones entre los dos resultaron estériles y se cerraron
con frialdad. No parece que hayan gustado mucho uno del otro". Como
sea que fuere, el cuervo parlante que apareció en "Barnaby Rudge" fue
la fuente de inspiración de Poe para su celebérrimo poema "The
raven" (El cuervo), que apareciera publicado por primera vez el 29 de
enero de 1845 en "The New York Mirror". Si Dickens
desconoció el gran recurso literario que suponía su cuervo locuaz, Poe apreció
su potencial y lo convirtió en el corazón de su poema más famoso. El ya
citado Lowell, por entonces distanciado de Poe, vio claramente
la deuda contraída con Dickens y escribió: "Here comes Poe with his
raven, like Barnaby Rudge;/three fifths of him genius, two fifths sheer
fudge" (Aquí viene Poe con su cuervo, como Barnaby Rudge;/ tres
quintas partes de su genialidad y dos quintas partes de puras
tonterías).
El
rasgo principal de "La tienda de antigüedades" es su sencilla, vigorosa y
admirable imaginación. Este es el único encanto todopoderoso que bastaría para
compensar muchos más errores de los que Dickens haya podido cometer. No sólo se
ve en la concepción y disposición general de la obra o en la invención de los
personajes, sino que penetra en cada frase del libro. Reconocemos su prodigiosa
influencia en cada palabra inspirada. Esto es lo que induce al lector
idealista a detenerse con frecuencia a releer curiosas frases y a meditar
lleno de delicia sobre pensamientos que, sin habérsele ocurrido a él antes,
tiene que admitir que es la primera vez que los descubre. En realidad se trata
de la varita mágica del encantador. Si
tuviéramos espacio para particularizar, mencionaríamos que los puntos que
evidencian con más claridad la idealidad de "La tienda de antigüedades" son la
descripción de la tienda misma, el reciente deseo del caballero mundano por la
paz de los verdes campos, su carácter y su conducta; el maestro de escuela con
su vida desolada, buscando el afecto de los niños; los vagabundeos de Quilp
entre los merodeadores de muelles; los paseos ociosos de los saltimbanquis
entre las tumbas; la admirable escena
del forjador que escudriña el terrible fuego a medianoche, como la completa
concepción de dicho personaje; por último, y también lo más importante, el lento
acercamiento de Nell hacia la muerte -su gradual desmejoramiento en el
viaje a la aldea, tan hábilmente indicado pero no descrito; el acceso de
extraña tristeza que se cierne sobre ella cuando ve por vez primera la casa en donde
va a morir; la descripción de esta casa, de la vieja iglesia, y de su
cementerio, todo ello en estricta consonancia con la única impresión que se pretende;
el profundo pozo sin sentido; los comentarios del sepulturero sobre la muerte
y sobre su propia vida-, todo este mundo de ideas lúgubres y tranquilas que al
fin se sumergen en la muerte de la niña Nelly y en la incontenible
desesperación del abuelo. Estas escenas finales han sido desarrolladas de tal
modo, que el lenguaje humano, movido por el pensamiento del hombre, no podía ir
más allá en la provocación de sentimientos. Y el "pathos" es de ese orden que se mejora
en gran medida por la idealidad.
He
aquí un libro que jamás ha sido igualado -nunca ningún otro se le aproximó,
salvo en el caso "Ondina", de De la Motte Fouqué-. Tal vez la imaginación
sea tan grande en esta última obra, pero
el "pathos", aunque auténticamente hermoso y profundo, pierde mucho de su efecto
por el material del cual ha sido extraído. Al atribuírsele al
personaje principal atributos únicamente fantásticos, no logra alcanzar toda la
simpatía que nos produce un simple habitante de la tierra. Cuando decíamos anteriormente que la muerte de la niña deja una impresión demasiado dolorosa y debiera
por lo tanto haber sido evitada, debe entenderse que nos referimos al trabajo en general y en cuanto a su apreciación
y popularidad. Tal como está contado, el pasaje de la muerte es uno de los más
elevados de la literatura; pero nadie puede negar el hecho de que muy pocas
personas desearían leer por segunda vez esos pasajes finales. En
conjunto, creemos que "La tienda de antigüedades" es una de las mejores obras de Dickens. Apenas es posible referirse a ella todo lo bien que merece.
Bajo todos los aspectos se trata de una narración que asegurará para su autor
la admiración de todo hombre de talento.
Permítaseme
releer "Barnaby Rudge". Aquellos que nos conocen no supondrán que vamos
a hacer una alabanza sobre el número de ejemplares vendidos de "Barnaby Rudge". En
realidad nuestro propósito puede parecer al primer golpe de vista muy diferente
de lo que en realidad es. Los
límites del deber crítico, la mayor parte de las veces, son mal entendidos. La
excelencia se puede considerar un axioma o una proposición que se hace evidente
por sí misma, precisamente en razón directa con la claridad o precisión con que
se expresa. Si se lleva a cabo con imparcialidad en este sentido, no requiere
posterior elucidación. No será excelente si necesita ser demostrada como tal. Señalar
con demasiada minuciosidad las bellezas de una obra no es sino admitir
tácitamente que esas bellezas no son del todo admirables. Admitiendo, pues, que la excelencia es aquello capaz de manifestarse por sí mismo, sólo
queda a la labor de la crítica indicar cuándo, dónde y cómo dejan de ponerse de
manifiesto; dicha objeción únicamente se referirá a las faltas de la obra,
cuando lo que ésta posee no aparezca, al menos bajo la luz más adecuada. La
tesis de la novela puede considerarse acrecentada por la curiosidad. Cada
párrafo está trazado como para sorprender al lector y estimular su deseo de
elucidación. Pero no se puede negar que un gran número de puntos son al mismo
tiempo privados de todo efecto y llegan a ser nulos por la imposibilidad de
comprenderlos sin el auxilio de una clave. El autor, que conoce su plan,
escribe continuamente con ese conocimiento siempre presente, y por lo tanto
escribe para sí mismo; pero no advierte, a pesar de sí mismo, que mucho de lo
que resulta efectivo para su inteligencia debe dejar de serlo necesariamente
para sus lectores, desprovistos de dicha información; el escritor nunca está en
condiciones de considerar su propia obra, de ponerla a prueba. Tal vez entre el
millar de desventajas que, tanto para el autor como para el público, presenta
la absurda costumbre que se sigue actualmente de novelas por entregas, es la de
que nuestro autor no ha considerado o determinado suficientemente los detalles
particulares del argumento cuando empezó el relato que revisamos. En realidad
vemos, o nos parece ver, numerosas huellas de indecisión, huellas que un
diestro trabajo de corrección final le hubiera permitido eliminar.
La intención de conservar el
misterio, una vez determinado, es obvia; en primer lugar, es preciso que no se
emplee ningún medio indebido o poco artístico para ocultar el secreto de la
trama; y en segundo lugar, que el secreto se conserve bien. Ahora bien, cuando leemos que se encontró el cuerpo del pobre míster Rudge, el
mayordomo, meses después del crimen, vemos que Dickens no ha sido
culpable de ningún delito contra el arte al afirmar que no fue la realidad,
puesto que la falsedad se expresa en los labios de Salomón Daisy y se ofrece
simplemente como la impresión de este personaje y del público. El escritor no
se ha involucrado a sí mismo en dicha afirmación, sino que con ingenio
transmite una idea (falsa en ella misma y no muy necesaria para el efecto del
cuento) valiéndose de uno de sus personajes. Sin embargo, el caso es diferente
cuando repetidamente se denomina viuda a la señora Rudge. En este caso es el
autor quien la llama de ese modo. Esto es falso y poco artístico, pero no
obstante, resulta casual. Simplemente nos referimos al argumento a modo de
ilustrar nuestro punto de vista, así como a señalar un descuido por parte de Dickens. Evidentemente,
es necesario guardar el secreto. Un fracaso, para preservarlo hasta el momento
mismo del desenlace, haría todo confuso en relación con el efecto
buscado. Si el misterio trasciende contra la voluntad del autor, sus propósitos
de pronto se convierten en trozos sobrantes, pues él se basa en la suposición
de que ciertas impresiones hacen existir lo que no existe en la mente de los
lectores. En realidad no estamos preparados para asegurar, con toda la firmeza
que hubiéramos deseado, que todo el misterio del asesinato cometido por Rudge
con la identidad del rufián de Maypole ha sido adivinado por el público en
general en algún período previo al previsto; y de ser así, si fue tan anticipado como
para interferir el interés previsto; pero nos vemos obligados, debido a nuestra
modestia, a suponer que así ocurre, pues por lo que respecta a nosotros
descubrimos el secreto claramente después de leer la parte referente a Salomón
Daisy.
En realidad, el título del libro, la elaboración
y la trama del comienzo, la impresionante descripción de la mansión The
Warren y especialmente de la señora Rudge, contribuye mucho a demostrar
que Dickens, en realidad, se ha engañado a sí mismo. Lo que se concibió en un
principio fue el asesinato de Haredale, con el descubrimiento consiguiente del
asesino en la persona de Rudge; pero después se abandonó tal idea, o más bien
sufrió al ser zambullida en los motines de los papas. La consecuencia fue muy
desfavorable. Lo que por sí mismo hubiera resultado altamente efectivo, resultó
casi nulo debido a su situación. En medio de la atrocidad de la multitud y el
horror de la rebelión, la atrocidad del relato queda completamente ahogada, disminuida.
Las razones de esta reflexión desde el primer propósito, nos parece evidente
por sí misma. En realidad, nuestro autor no tardó mucho
tiempo en darse cuenta de su precipitación. El solo se había colocado en un
dilema del que incluso su elevado genio no le libraría. Entonces,
inmediatamente, tergiversa el interés principal; en realidad no vemos qué otra
cosa podía haber hecho. La atención del lector queda absorbida en los motines y
deja de reparar en lo que de otro modo hubiera sido la verdadera catástrofe de
la novela, es decir, su trama excesivamente débil e ineficaz. Por otro lado, y sin propósito alguno,
en "Barnaby Rudge" se ha descuidado de modo lamentable la unidad de
tiempo. El hecho de que Rudge sea capaz de sentir durante tanto tiempo y de
modo tan profundo el aguijón de la conciencia es algo que no está de acuerdo
con su brutalidad. Otro ejemplo es cuando nuestro autor nos descubre, demasiado tarde, lo que él había
anticipado, quedando así su efecto principal falto de todo valor. Esto se
comprende rápidamente. Al comienzo se niegan los detalles del asesinato y la
fuerza del narrador se antepone al lector con objeto de despertar la curiosidad
acerca de esos detalles: hasta ese momento el autor sigue el camino adecuado
para obtener su propósito principal. Pero de esa intención, inconscientemente,
pasa al error de la exagerada anticipación, y aunque sea un error, se trata de
un error forjado con consumada habilidad. Algunas
observaciones de paso: Dickens fracasa de modo peculiar en la narración
pura.
Los personajes del drama confirman la
alta fama del señor Dickens como delineador de caracteres. Miggs, la
desconsolada asistenta de Varden; Tappertit, su caballeresco aprendiz; la misma
señora Varden y Dennis el verdugo, se pueden considerar como caricaturas
originales y, como tales, del más alto mérito. Sus rasgos se basan en una
aguda observación de la naturaleza, pero se han exagerado hasta el límite
admisible. La señorita Haredale y Edward Chester son vulgares, no se ha hecho el menor
esfuerzo en su favor. Joe Willet es un retrato sencillo del joven del campo.
Stagg es un simple contrapeso. Gashford y Gordon han sido reproducidos
fielmente. Dolly Varden es la verdad misma. Haredale, Rudge y la señora Rudge
sólo impresionan por las circunstancias que les rodean. Sir John Chester, sin
duda alguna, no es original, pero significa una gran ventaja sobre sus
predecesores; su inhumanidad supone algo demasiado divertido, y su fin como
hombre de honor, decididamente impropio. Hugh está concebido noblemente; el
fiero orgullo de su fuerza bruta, su sometimiento al pulido Chester, su alegre
desprecio, su patronaje de Tappertit y su corazón brutal pero firme a la hora
de la muerte, forman un retrato digno de alabanza. El viejo Willet no ha sido
sobrepasado por ningún autor, incluyendo al propio Dickens. Es la naturalidad
misma, y, sin embargo, un paso más lo habría situado entre las caricaturas. Su
combinación de orgullo y torpeza resulta indescriptiblemente cómica, y si a
ello se une su peculiar energía, que siempre se despierta a deshora, tendremos
uno de los rasgos más exquisitos de toda la pintura humorística. Varden es uno de esos individuos
independientes, honrados y joviales, que resulta caritativo con todo el mundo y
que tanto le gusta pintar a nuestro autor. Finalmente, en cuanto a Barnaby, el
héroe de la narración, hemos dicho que su deleite en las atrocidades de los
motines se opone a su horror por la sangre, pero este horror es inconsecuente,
y de eso nos quejamos. Después de tanto insistir sobre ello al principio del
relato, las consecuencias no son adecuadas, y he aquí la gran oportunidad que
ha perdido nuestro Dickens. La convicción del asesino después de un lapso de
veintidós años podría haberse logrado fácilmente por medio del misterioso
horror a la sangre de su hijo -terror creado en el nacimiento por el mismo
asesino-, y ésta podría haber sido una de las más posibles incorporaciones de
la idea que se acostumbra identificar con la "justicia poética".
También el Cuervo, tan divertido como resulta, podría haberse usado con más frecuencia
como parte de la concepción del fantástico Barnaby. Sus graznidos podían haber
sido escuchados proféticamente en el curso del drama. Su carácter, en cuanto al
del idiota, podía haber significado mucho de lo que en la música representa el
acompañamiento respecto a la melodía. Ambos se habrían distinguido, y sin
embargo, de haber habido entre ellos una semejanza analógica, y aunque ambos
hubieran existido aparte, habrían formado un todo que habría resultado
imperfecto de faltar uno de ellos.
De lo que hemos dicho hasta ahora, y tal vez sin
la debida deliberación, no faltarán quienes nos acusen de un loco propósito
para detractar la limpia fama del novelista. No hay hombre viviente que
reverencie más profundamente al genio que nosotros. Tal vez nuestra objeción principal
no ha sido manifestada con la claridad que hubiéramos deseado. Creemos que si
esta obra de ficción, o de hecho cualquier obra de ficción escrita por Dickens,
se basa en la excitación y en mantener la curiosidad, es debido a una mala
interpretación, por parte del escritor, de sus grandes y con todo peculiares
posibilidades. Indudablemente ha realizado un buen trabajo -haría bien
cualquier cosa si se le compara con el resto de sus contemporáneos-, pero
posiblemente no ha hecho todo lo que su elevada y justa reputación le exige.
Suponemos que este libro ha significado para él un gran esfuerzo, únicamente
debido a la naturaleza de su designio. Se ha dejado arrastrar por el deseo de
marcar un nuevo camino en la novela. La idiosincrasia de su intelecto había de
llevarle, naturalmente, a un estilo narrativo más fluido y sencillo. En cuentos
de extensión ordinarios puede reinar, y reinará triunfante. Tiene un talento
para todo, pero carece de genio para la adaptación, y todavía menos para ese
arte metafísico donde yace el alma de todos los misterios.