3 de noviembre de 2012

De las relaciones afectivas entre la casa y sus habitantes. Gabriela Massuh - Paz Monserrat Revillo


Existe en el reino Animalia, desde los animales menos evolucionados hasta el ser humano, una necesidad instintiva: la búsqueda de una guarida, un albergue, un territorio propio en donde no solo protegerse de las inclemencias climatológicas y almacenar bienes y alimentos sino también poder desarrollar su identidad. El lugar propio, esa suerte de espacio antropológico que fuera estudiado por filósofos como Edmund Husserl (1859-1938), Martin Heidegger (1889-1976) o Maurice Merleau Ponty (1908-1961), supone un sitio poblado de expectativas y de  recuerdos, un territorio dinámico que posee una vital densidad afectiva. Y ese espacio único es la casa, el lugar donde uno es uno mismo, donde, como decía el escritor peruano Julio Ramón Ribeyro (1929-1994) en "Prosas apátridas", uno "trascurre y se trasforma, en el marco de la tentación, del ensueño, de la fantasía, del hallazgo y del deslumbramiento. Lo que seremos está allí, en su configuración y sus objetos. Nada en el mundo abierto y andarín podrá remplazar al espacio cerrado donde algo ocurrió que nos hizo diferentes y que aún perdura y que podemos rescatar cuando recordamos nuestra casa". Gaston Bachelard (1884-1962), filósofo, epistemólogo y físico francés, escribió en su "La poétique de l'espace" (La poética del espacio): "La casa es nuestro rincón del mundo. Es nuestro primer universo. Es realmente un cosmos. Un cosmos en toda la acepción del término. La casa, como el fuego, como el agua, nos permite evocar fulgores de ensoñación que iluminan la síntesis de lo inmemorial y el recuerdo. La casa es un cuerpo de imágenes que dan al hombre razones o ilusiones de estabilidad. La casa alberga el ensueño, la casa protege al soñador, la casa nos permite soñar en paz. La casa en la vida del hombre suplanta contingencias, multiplica sus consejos de continuidad. Sin ella el hombre sería un ser disperso. Lo sostiene a través de las tormentas del cielo y de las tormentas de la vida. Es cuerpo y alma. Es el primer mundo del ser humano. La casa es una gran cuna. La vida empieza bien, empieza encerrada, protegida, toda tibia en el regazo de una casa". En la casa, también, un gran número de nuestros recuerdos tiene albergue, y esos recuerdos adquieren valor de imágenes. Así lo entendía el propio Bachelard en un libro anterior, "La terre et les revertes du repos" (La tierra y las ensoñaciones del reposo), en el que planteaba la idea de que "existe para cada uno de nosotros una casa onírica, una casa del recuerdo-sueño, perdida en la sombra de un más allá del pasado verdadero. La casa familiar es más que un cuerpo de vivienda, es un cuerpo de sueño. Cada uno de sus reductos fue un albergue de ensueños. Y el albergue ha particularizado con frecuencia la ensoñación. Hemos adquirido en él hábitos peculiares de ensueño. El armario y sus estantes, el escritorio y sus cajones, el cofre y su doble fondo, son verdaderos órganos de la vida psicológica secreta. Sin esos objetos, y algunos otros así valuados, nuestra vida íntima no tendría modelo de intimidad. Son objetos mixtos, objetos-sujetos. Tienen, como nosotros, por nosotros, para nosotros, una intimidad".
Pero de pronto algo ocurre en esa casa erguida, a lo alto, de pie; en ese albergue vertical pegado al suelo, dirigido al cielo. Hace su irrupción la muerte, y se experimenta el advenimiento de un corte, de un miedo, de una violencia que excede la comprensión de ese cambio irreversible. La casa deja de ser un hogar, se queda vacía; parece hacerse eco del silencio, queda dolida, suspendida en el asombro, convertida en un hueco que late y transformada en recuerdo, en nostalgia de un hogar que parecía distinto a los otros. Y los que quedan se encuentran ante el desafío de enfrentar los recuerdos del hogar familiar, la soledad, la aceptación y la impotencia ante la ausencia.
El filósofo alemán Johannes Hessen (1889-1971) decía en su "Erkenntnistheorie" (Teoría del conocimiento) que "el último sentido del conocimiento filosófico no es tanto resolver enigmas como descubrir portentos". Puestos a filosofar sobre la relación entre el espacio antropológico -representado en este caso por la casa- y la pérdida de un ser querido, he aquí dos genuinos portentos: Gabriela Massuh (1951), escritora, traductora y editora argentina, y Paz Monserrat Revillo (1962), profesora de Biología, autora de libros de texto y cuentista española. La una desde la crónica periodística y la otra desde la ficción, ambas basándose en hecho reales, nos dan su íntima y conmovedora visión sobre el tema.


DESARMAR LA CASA LUEGO DE QUE LOS PADRES MURIERON (Fragmentos)
Gabriela Massuh

Mis padres tuvieron la deferencia, o la desfachatez, de morirse en el mismo año, con cinco semanas de diferencia. Me tocó a mí desarmar el departamento, abrir esos cajones que nadie parecía haber abierto desde hacía treinta años. Pensé que nunca podría hacerlo, hay que tener mucha cintura para encontrarse con las pertenencias de los seres queridos cuando ya no están. Un papelito con números de teléfono, una agenda con listas de compras del supermercado, un juego de naipes o una boleta vieja del gas pueden convertirse en armas de destrucción masiva cuando no se está preparado para encontrarlas. Cada objeto tiene el poder brutal de hacernos asomar, por última vez, al empecinamiento, la soledad, la obsesión, la pertinacia o la meticulosidad de la persona que se fue; una ráfaga implacable que la trae de vuelta de cuerpo entero: allí sigue estando cuando ya no está. Yo no podía evadirme, mi condición de hija única me condenaba  irremediablemente a encontrarme con esas nimiedades que son el testimonio más feroz de la impiedad del paso del tiempo. Finalmente a punto de claudicar después de abrir el primer cajón, recordé un cuento de John Berger.
De sus varias estancias en el exterior mis padres habían acumulado muchos más objetos de los que cabían en los 117 metros cuadrados del departamento de la plaza Vicente López. Siempre habían querido mudarse, pero el momento nunca llegó, de modo que roperos y placares rebalsaban de seis décadas de matrimonio a los que se agregaba, luego lo descubrí, mi propia infancia. Me tocó levantarlo, deshacer sus vidas y parte de la mía; la que fue y la que podría haber sido. El hecho de abrir cajones llenos de objetos que acaban de perder su razón de ser es una de las experiencias más radicales de la devastación; peor cuando se es hija única. Los objetos que un muerto guardaba en un ropero, un botiquín, una biblioteca o una alacena acaparan, uno a uno, la perfecta representación de su vida cotidiana más íntima y más entrañable. Nos convierten en testigos únicos, tristemente privilegiados, dueños caritativos de la decisión de hacerlos desaparecer o donarlos, regalarlos, evitar a toda costa que se conviertan para otros en un incordio.
Durante meses me dediqué a desfragmentar capas geológicas de fotografías, telares a medio hacer, relojes pulsera y despertadores, juegos de porcelana sin usar, agendas, vajilla, ropa, costureros, abrecartas, mi primer cuaderno, mi primer diente de leche, mis primeros aritos, mis cartas de Alemania y demás intrascendencias. Los 6.500 libros de mi padre fueron a parar a la Universidad de Tucumán, armé veinticuatro cajas con sus manuscritos y sus clases de historia de las religiones que ahora guarda una amiga piadosa, regalé los muebles y doné el resto. Me quedé con algunas cartas, algunas fotos dedicadas y un juego de porcelana belga. Algún día habrá que decidir qué hacer con ese resto. Intuyo que ese día no va a llegar muy pronto. Lo llamativo de ese pasado, que ahora sobrevive en casa de primos, amigos, conocidos y personas que no conozco, no hacía que yo sintiera lo que se siente en el hecho de dar, sino más bien lo contrario, una secreta gratitud, un alivio recóndito: la felicidad de que los objetos permanezcan en la vida de otros.
Y aquí viene a cuento el relato de John Berger cuyo tema era, si se quiere, el adiós ya no a los muertos, sino a sus pertenencias, a las huellas domésticas de su paso por la vida. El narrador visita a un amigo a quien acaba de morírsele la mujer. Por toda la casa hay rastros de ella, el color del marco del espejo que pintó, la disposición de la cama del dormitorio, los rododendros en flor del pequeño jardín. El amigo ha donado todo lo que le pertenecía con mucho empeño, ocupándose de que, ya por necesidad o por cariño, cada elemento fuera recibido por alguien capaz de darle un uso específico. Sin embargo, no ha podido desprenderse de unos dibujos de plantas que la muerta realizó a lo largo de los años. No les veía el valor que podrían tener para un tercero. Entendiendo su desolación, el narrador le dice que los clasifique. Nada más que eso: que los clasifique.
Yo leí ese relato mientras deshacía el departamento de mis padres. Ahora no sé si mi interpretación da con el sentido que quiso darle Berger, pero en aquel momento comprendí que esa clasificación, que implicaba preparar los dibujos de la muerta para un destino eventual, era la manera más humilde de poner en orden la vida que se fue y la vida propia. Eso me ayudó a aceptar lo que con creces se resiste a ser aceptado: la finitud. La nuestra y la de los otros.

RÉQUIEM
Paz Monserrat Revillo

Cuando mi tía falleció, su casa decidió morir con ella.
Apenas transcurrieron unas horas y el piso comenzó a adquirir esa cualidad mineral que posee lo inerte. Los objetos permanecieron, tozudos, en el lugar en el que ella los dejó al salir hacia el hospital. Las toallas, dobladas al lado de la plancha, esperaron discretamente a ser recogidas, pero nadie supo a qué armario pertenecían. Tres platos, un vaso y los cubiertos ya totalmente escurridos sobre una bayeta acartonada. Las habitaciones primorosamente ordenadas, como sólo ella sabía, con sus colchas de flores y las cortinas a juego.
En el velatorio la gente entraba y salía. Cambiaban de posición con una cadencia obsesiva, como de fieras enjauladas. Algunos lloraban, otros hablaban en susurros, o sorbían el aire como si salieran a respirar después de una inmersión.  Luego recostaban la cabeza sobre los tapetes de ganchillo que cubrían el sofá. No se esforzaban en ser amables, sólo suaves y lentos. Me acordé de los reptiles que había visto en el Zoo: sigilosos, escurridizos, aparentando inmovilidad.
Al final, en varias oleadas, todos se marcharon. Ventilamos un poco, apagamos las luces y cerramos la puerta. Aún hoy, después de doce años, las colchas yacen en la misma posición en la que mi tía las colocó con tanto cariño, como sólo ella sabía.