Desde un punto de vista sociológico, para la académica y crítica cultural argentina Beatriz Sarlo (1942), la experiencia de una cultura común, de un
conocimiento enciclopédico, fue algo que quizá existió alguna vez en ciertos
círculos o una aspiración de utopistas, pero el cisma entre la cultura
científica y la humanista, y el abismo que se abrió entre
las vanguardias artísticas y el público terminó con esas ilusiones. Un
polémico y esquemático ensayo del británico Charles P. Snow (1905-1980), señaló, en 1959, el
cisma entre dos culturas: la científica y la literaria. Grandes intelectuales
de la época, entre ellos Frank R. Leavis (1895-1978) y Lionel Trilling (1905-1975), intervinieron en un
debate que puede leerse como capítulo de historia de las ideas. "Ya no se habla
en esos términos -dice Sarlo-, porque el ideal, propio de fines del siglo XVIII, del
"hombre de letras" contemporáneo a todas las complejidades de su
tiempo pertenece más que nunca al pasado que no puede revisitarse pese a la
nostalgia por un campo cultural unificado que, por otra parte, sienten más
quienes menos padecen la fragmentación de los saberes".
Salteo el capítulo políticamente correcto y académicamente acertado: todos tenemos una cultura, todos somos cultos. El relativismo es la norma más difundida en Occidente. Todas las culturas son la cultura. Sin embargo, el canto de cisne de la (otra) cultura viene escuchándose desde hace más de un siglo, a medida que podían comprar diarios y libros precisamente quienes, hasta ese momento, habían permanecido lejos del mundo de lo impreso. Cuanto más se extendía el público, más experimentaban los intelectuales la idea de una decadencia. La hegemonía cultural del mercado y de la televisión fortaleció esta mirada nostálgica hacia un pasado que, por otra parte, no existió durante demasiado tiempo ni en demasiados lugares. Crisis de una cultura común. Este fue el tema, por ejemplo, de los culturalistas ingleses. Partían de la base de que una cultura común había existido alguna vez. Probablemente sólo haya sido la lengua en que se comunicaron sectores de capas medias y medias altas: una lengua de elite social, pero no solo de origen aristocrático. Esa cultura común fue un horizonte que se pensó alternativamente en el pasado (conservadores o nostálgicos) o en el futuro (socialistas, milenaristas, utopistas).
Salteo el capítulo políticamente correcto y académicamente acertado: todos tenemos una cultura, todos somos cultos. El relativismo es la norma más difundida en Occidente. Todas las culturas son la cultura. Sin embargo, el canto de cisne de la (otra) cultura viene escuchándose desde hace más de un siglo, a medida que podían comprar diarios y libros precisamente quienes, hasta ese momento, habían permanecido lejos del mundo de lo impreso. Cuanto más se extendía el público, más experimentaban los intelectuales la idea de una decadencia. La hegemonía cultural del mercado y de la televisión fortaleció esta mirada nostálgica hacia un pasado que, por otra parte, no existió durante demasiado tiempo ni en demasiados lugares. Crisis de una cultura común. Este fue el tema, por ejemplo, de los culturalistas ingleses. Partían de la base de que una cultura común había existido alguna vez. Probablemente sólo haya sido la lengua en que se comunicaron sectores de capas medias y medias altas: una lengua de elite social, pero no solo de origen aristocrático. Esa cultura común fue un horizonte que se pensó alternativamente en el pasado (conservadores o nostálgicos) o en el futuro (socialistas, milenaristas, utopistas).
La "Encyclopédie,
ou Dictionnaire raisonné des sciences, des arts et des métiers" (cuya
redacción comenzó a mediados del siglo XVIII) tuvo un programa al que,
casi precisamente en el momento en que se publicaba, comenzaba a sonarle su
hora. Surgió como monumento de un ideal que la misma ciencia expuesta por los
enciclopedistas comenzaría muy velozmente a carcomer. Los lenguajes específicos
de cada disciplina irían volviéndose opacos para los que no formaran parte del
grupo de expertos. Hubo grandes divulgadores, hubo disciplinas, como la
astronomía o la botánica, que continuaron siendo "populares", pero
los caminos estaban destinados a separarse. La totalidad del saber humanístico,
científico y técnico ya no iba a encerrarse en la cabeza de una misma persona.
La ciencia, precisamente porque se había terminado de constituir como ciencia
(y ya no conservaba hilos visibles e invisibles que la unieran, como en el
siglo XVII, con la alquimia o con la astrología), se separaba de las
humanidades de un modo que nada podía evitar. Y además, se bifurcaba en ciencia
y tecnología. La Enciclopedia es la prueba de que los conocimientos debían
organizarse para que fueran accesibles a quienes no los poseían. Con su
fascinación por la técnica moderna, Diderot hubiera saludado a Wikipedia, el lugar
donde está todo lo que no se conoce, que, bajo la organización alfabética, es
para muchos no el árbol de la ciencia, sino el Aleph de un universo caótico. La "Enciclopedia" existió porque existía todavía el ideal de un punto de vista
que pudiera dominar todo el paisaje, aunque sus fichas fueran escritas por
hombres diferentes.
Hoy, existen las ciencias y, en sus orillas, la buena o mala divulgación y un metacerebro cultural en internet: redactor de páginas web o hacker. El mapa del conocimiento total parece una fantasía de la ciencia ficción, donde se mueven los superhombres arcaicos o los maestros Jedi de la "Guerra de las Galaxias", que son sabios en el uso de la Fuerza universal, la conocen y se conocen. Sin embargo, el pensamiento científico tiene la fuerza de un imaginario y, por eso, sigue generando metáforas. Ahora las imágenes nos llegan de la física teórica con el "Big Bang", de la genética o de la tecnología informática; en la década del cincuenta, fue la astrofísica; en la década de 1920, los experimentos médicos con injertos de glándulas animales que, con inevitable mala suerte para los pacientes, se realizaron incluso en Buenos Aires, y las exploraciones psiquiátricas con el hipnotismo. Las metáforas que ofrecen las palabras de la ciencia más avanzada tienen una reverberación que indicaría, ilusoriamente, que todos hablamos la misma lengua. Vivimos con la idea de que podríamos llegar a entendernos si usamos las mismas palabras. Pero las palabras no son las mismas, quiero decir: pueden sonar iguales, pero funcionan de modo diferente. Se usan metáforas e imágenes precisamente porque las palabras diferentes son arrancadas de un lugar y llevadas a otro. A veces nos ilusionamos creyendo que esas palabras son lo mismo de uno y otro lado, pero no es así: siempre una científica inglesa se encarga de despertarnos de esa fantasía.
El
cisma se ha profundizado en lo que concierne a la cultura artística. En un
proceso que comienza con el siglo XX, las vanguardias se separaron del público
y no solo del público de masas sino del llamado "culto". El ejemplo
más radical posiblemente sea la música contemporánea, que solo es escuchada por
minorías en las que se reconocen, casi personalmente, los músicos, intérpretes,
compositores, y un pequeño club de seguidores conscientes de su carácter
excepcional. La dificultad intelectual y el placer juegan papeles tan
indispensables como equivalentes. La música contemporánea es el punto más alto
de la línea que separa culturas. En realidad, toda la música que se escucha, salvo
en los programas especializados y en sus reductos, es música del pasado, como
si la literatura que hoy se leyera fuera exclusivamente Quevedo, Rousseau,
Schiller, Victor Hugo, Leopardi y Dickens. La música que se escribe hoy no es
escuchada por los mismos públicos que leen la literatura que hoy se escribe.
Por otra parte, algo sucede con la música: para los públicos no especializados
es más sencillo escuchar una sinfonía de Mozart que leer un soneto de Góngora. Por otra parte, la forma en que se mira arte y la forma en que se escucha
música son radicalmente diferentes: el compromiso de silencio y de permanencia
es ineliminable del protocolo de la audición. El museo hace posible usos más
distendidos, más distraídos o, incluso, presencias paradójicamente ausentes. En
el auditorio se pide el silencio de un templo; el museo actual invita a la
circulación de un parque temático.
Finalmente, desde el "pop art", la iconografía del mundo y la iconografía del arte se han cruzado, tanto como se han cruzado los rasgos formales y técnicos de la representación. Eso hace todo mucho más sencillo, una vez que los museos han persuadido a su público respecto del valor estético de una caja de jabón Brillo si fue elegida, entre mil iguales, por Andy Warhol. Es el triunfo póstumo de Duchamp: todo objeto que se expone debe ser observado como arte; todo cuerpo que se mueve es una performance y todo lo que se ve en proyección es video-arte. Duchamp, cuando expuso su célebre mingitorio, no buscaba ciertamente proporcionarles a los museos ni a los "marchands" tales argumentos pedagógicos. Gracias a esta persuasión, las artes visuales no han sufrido el cisma de públicos que caracteriza a la música. El mercado de arte y las mallas firmes que lo unen con el museo y con la crítica reciben su recompensa por haber impedido la fractura que se produjo en la música y también en el cine.
En efecto. Para poner un ejemplo que no afecte sensibilidades locales: hace unos meses, "Le Monde" publicó una nota donde se celebraba que el llamado cine de calidad (es decir, el cine comercial pero de buena factura y temas serios) había disputado a los "majors" (es decir, a Hollywood y sus sucursales globalizadas) la mitad del público francés. Era, por cierto, el éxito de la llamada "excepción francesa" que, en el campo del cine y la televisión, permitió políticas culturales industriales muy activas. Al mismo tiempo se anotaba el fracaso del cine de arte (films de Philippe Garrell, Jacques Rivette, Jean-Luc Godard, entre otros grandes). Los lectores, que en la página web del diario francés escribían sus comentarios, decían cosas tales como: "Ni un film en blanco y negro más" (se referían a "Los amantes regulares" de Garrell que, por suerte, se proyectó en la Sala Lugones de Buenos Aires este verano) o "Metan todos los Godard en el placard", o "Ni un euro para Rivette". Las cuarenta mil personas que vieron los films execrados por quienes no los habían visto no escribieron nada. El cisma, nuevamente, está allí. En los últimos cincuenta años, solo algunos cineastas de ambos mundos pudieron ser amados por el público general y por el especializado: Fellini es el ejemplo que más me convence.
Sucede algo parecido, pero de menor intensidad, con zonas enteras de la literatura. G.W. Sebald fue probablemente el último gran autor surgido en lengua alemana: habría que mirar sus cifras de venta y su centimetraje. Patrick Süskind ha vendido de una sola novela, "El perfume", más que Thomas Bernhard. En internet, Jonathan Franze obtiene casi el doble de "hits" que Thomas Pynchon. Si se trata de participar en una conversación, vamos a ser más oportunos si leemos a Franze o a Ian McEwan antes que a Pynchon. Sin embargo, la literatura de Sebald, de Bernhard o de Pynchon no enfrenta la hostilidad que asedia al cine de arte, ni la disciplinada soledad de la música contemporánea. Juan José Saer no fue leído durante los veinte primeros años en que publicó sus novelas (novelas tan perfectas como esa primera, "Cicatrices", de 1969), pero en los años noventa ya no era invisible y murió en el 2005 cuando su difícil literatura circulaba mucho más allá de aquellos primeros grupos de convencidos. Había obtenido un público que no se superponía exactamente con sus primeros lectores. Lo mismo sucedió con los objetivistas franceses a quienes Barthes defendió en los años sesenta como causa estética. Podría preguntarse qué es necesario saber para leer cierto tipo de literatura contemporánea. La pregunta vale para todas las formas estéticas. La imprecisa respuesta es: bastante.
Modernidad es ciudad, mercado, tecnología y moda. En el "Manifiesto futurista" de 1909, Marinetti lanzó un desafío: "un automóvil rugiente, que parece correr sobre la metralla, es más bello que la Victoria de Samotracia". Cuando los automóviles les ganan la batalla a las esculturas griegas, no sólo ha emergido el continente heterogéneo de las vanguardias (y se acerca el cisma), sino que se anuncia el cambio del vocabulario del arte. Marinetti creyó ser el profeta de una época (anarquista, violenta, guerrera, nacionalista, veloz), pero en realidad era la época la que hablaba en su Manifiesto. La fascinación por la moda no es, por supuesto, algo que nos sucede, de pronto, en las últimas décadas. Pensar que la literatura descubrió la moda en una novela de Bretton Ellis es sufrir amnesia respecto del dandismo y pasar por alto "La Fanfarlo" de Baudelaire, un teórico de lo moderno y de lo transitorio: "Nadie tiene derecho a despreciar ni a prescindir del elemento transitorio, fugitivo, cuyas metamorfosis son tan frecuentes". Walter Benjamin, en su obra inconclusa e inagotable sobre los pasajes de París, escribió: "El interés quemante de la moda consiste, para el filósofo, en sus extraordinarias anticipaciones. Ciertamente, la sensibilidad del futuro propia del artista supera ampliamente la de la gran dama. Sin embargo, la moda, a causa del olfato incomparable de la comunidad femenina para aquello que se prepara en el futuro, está en contacto más constante y preciso con las cosas por venir. Toda estación trasmite en sus últimas creaciones una señal secreta de las cosas futuras". Esto en la década de 1930. En una de sus fichas Benjamin copia un aforismo de Maxime Du Camp (amigo de Flaubert, otro experto en modas): "La moda es la búsqueda siempre vana, a menudo ridícula, a veces peligrosa, de una belleza ideal superior". Victoria Ocampo, una fanática del estilo, que fue lo que hoy se llama "trend-setter" de la moda, entendería la frase perfectamente: lo probaba con sus tricotas Chanel, no sólo porque las usaba sino porque escribía sobre ellas con inteligencia.
Cuando fue posible una comparación entre una Bugatti y una estatua griega comenzó un ciclo que tuvo, como se vio, dos grandes movimientos: ampliación y fractura del público. Y todavía no he mencionado la televisión, creadora del consumo de masas contemporáneo. Es el cambio más radical y al mismo tiempo más sencillo de pensar en términos sociológicos. Ya se han escrito bibliotecas y el caudal no cesa porque se abrieron disciplinas académicas dedicadas al asunto, responsables del crecimiento demográfico récord en las carreras de comunicación, de cine y de diseño. En términos estéticos, desde mediados del siglo XX nada de lo que pasa en los medios (incluso sus productos más ínfimos o execrables) queda fuera del campo donde las artes eligen sus materias y, como en un mercado o en un gabinete de curiosidades, se trata simplemente de mirar. No hay, casi, la posibilidad de escandalizar a nadie con ninguna mezcla. Sobre internet también se ha escrito mucho, en un tono generalmente optimista, envidiable unanimidad que la televisión no suscitó. Pero, a fin de dar verosimilitud a la futura república igualitaria de navegantes, lo que más importa es que el acceso sea universal. Sin embargo subsisten interrogantes. Una institución que durante el siglo XIX y buena parte del siglo XX creyó tener la solución a la pregunta sobre la transmisión de la herencia cultural ya no la tiene. En efecto, a la escuela sus estudiantes le reconocen pocas capacidades para averiguarlo y casi ninguna autoridad para establecerlo. Completando el círculo, la escuela sugiere que habría que preguntárselo a los estudiantes mismos; ellos quizás puedan buscarlo en internet y la televisión.
Hoy, existen las ciencias y, en sus orillas, la buena o mala divulgación y un metacerebro cultural en internet: redactor de páginas web o hacker. El mapa del conocimiento total parece una fantasía de la ciencia ficción, donde se mueven los superhombres arcaicos o los maestros Jedi de la "Guerra de las Galaxias", que son sabios en el uso de la Fuerza universal, la conocen y se conocen. Sin embargo, el pensamiento científico tiene la fuerza de un imaginario y, por eso, sigue generando metáforas. Ahora las imágenes nos llegan de la física teórica con el "Big Bang", de la genética o de la tecnología informática; en la década del cincuenta, fue la astrofísica; en la década de 1920, los experimentos médicos con injertos de glándulas animales que, con inevitable mala suerte para los pacientes, se realizaron incluso en Buenos Aires, y las exploraciones psiquiátricas con el hipnotismo. Las metáforas que ofrecen las palabras de la ciencia más avanzada tienen una reverberación que indicaría, ilusoriamente, que todos hablamos la misma lengua. Vivimos con la idea de que podríamos llegar a entendernos si usamos las mismas palabras. Pero las palabras no son las mismas, quiero decir: pueden sonar iguales, pero funcionan de modo diferente. Se usan metáforas e imágenes precisamente porque las palabras diferentes son arrancadas de un lugar y llevadas a otro. A veces nos ilusionamos creyendo que esas palabras son lo mismo de uno y otro lado, pero no es así: siempre una científica inglesa se encarga de despertarnos de esa fantasía.
Finalmente, desde el "pop art", la iconografía del mundo y la iconografía del arte se han cruzado, tanto como se han cruzado los rasgos formales y técnicos de la representación. Eso hace todo mucho más sencillo, una vez que los museos han persuadido a su público respecto del valor estético de una caja de jabón Brillo si fue elegida, entre mil iguales, por Andy Warhol. Es el triunfo póstumo de Duchamp: todo objeto que se expone debe ser observado como arte; todo cuerpo que se mueve es una performance y todo lo que se ve en proyección es video-arte. Duchamp, cuando expuso su célebre mingitorio, no buscaba ciertamente proporcionarles a los museos ni a los "marchands" tales argumentos pedagógicos. Gracias a esta persuasión, las artes visuales no han sufrido el cisma de públicos que caracteriza a la música. El mercado de arte y las mallas firmes que lo unen con el museo y con la crítica reciben su recompensa por haber impedido la fractura que se produjo en la música y también en el cine.
En efecto. Para poner un ejemplo que no afecte sensibilidades locales: hace unos meses, "Le Monde" publicó una nota donde se celebraba que el llamado cine de calidad (es decir, el cine comercial pero de buena factura y temas serios) había disputado a los "majors" (es decir, a Hollywood y sus sucursales globalizadas) la mitad del público francés. Era, por cierto, el éxito de la llamada "excepción francesa" que, en el campo del cine y la televisión, permitió políticas culturales industriales muy activas. Al mismo tiempo se anotaba el fracaso del cine de arte (films de Philippe Garrell, Jacques Rivette, Jean-Luc Godard, entre otros grandes). Los lectores, que en la página web del diario francés escribían sus comentarios, decían cosas tales como: "Ni un film en blanco y negro más" (se referían a "Los amantes regulares" de Garrell que, por suerte, se proyectó en la Sala Lugones de Buenos Aires este verano) o "Metan todos los Godard en el placard", o "Ni un euro para Rivette". Las cuarenta mil personas que vieron los films execrados por quienes no los habían visto no escribieron nada. El cisma, nuevamente, está allí. En los últimos cincuenta años, solo algunos cineastas de ambos mundos pudieron ser amados por el público general y por el especializado: Fellini es el ejemplo que más me convence.
Sucede algo parecido, pero de menor intensidad, con zonas enteras de la literatura. G.W. Sebald fue probablemente el último gran autor surgido en lengua alemana: habría que mirar sus cifras de venta y su centimetraje. Patrick Süskind ha vendido de una sola novela, "El perfume", más que Thomas Bernhard. En internet, Jonathan Franze obtiene casi el doble de "hits" que Thomas Pynchon. Si se trata de participar en una conversación, vamos a ser más oportunos si leemos a Franze o a Ian McEwan antes que a Pynchon. Sin embargo, la literatura de Sebald, de Bernhard o de Pynchon no enfrenta la hostilidad que asedia al cine de arte, ni la disciplinada soledad de la música contemporánea. Juan José Saer no fue leído durante los veinte primeros años en que publicó sus novelas (novelas tan perfectas como esa primera, "Cicatrices", de 1969), pero en los años noventa ya no era invisible y murió en el 2005 cuando su difícil literatura circulaba mucho más allá de aquellos primeros grupos de convencidos. Había obtenido un público que no se superponía exactamente con sus primeros lectores. Lo mismo sucedió con los objetivistas franceses a quienes Barthes defendió en los años sesenta como causa estética. Podría preguntarse qué es necesario saber para leer cierto tipo de literatura contemporánea. La pregunta vale para todas las formas estéticas. La imprecisa respuesta es: bastante.
Modernidad es ciudad, mercado, tecnología y moda. En el "Manifiesto futurista" de 1909, Marinetti lanzó un desafío: "un automóvil rugiente, que parece correr sobre la metralla, es más bello que la Victoria de Samotracia". Cuando los automóviles les ganan la batalla a las esculturas griegas, no sólo ha emergido el continente heterogéneo de las vanguardias (y se acerca el cisma), sino que se anuncia el cambio del vocabulario del arte. Marinetti creyó ser el profeta de una época (anarquista, violenta, guerrera, nacionalista, veloz), pero en realidad era la época la que hablaba en su Manifiesto. La fascinación por la moda no es, por supuesto, algo que nos sucede, de pronto, en las últimas décadas. Pensar que la literatura descubrió la moda en una novela de Bretton Ellis es sufrir amnesia respecto del dandismo y pasar por alto "La Fanfarlo" de Baudelaire, un teórico de lo moderno y de lo transitorio: "Nadie tiene derecho a despreciar ni a prescindir del elemento transitorio, fugitivo, cuyas metamorfosis son tan frecuentes". Walter Benjamin, en su obra inconclusa e inagotable sobre los pasajes de París, escribió: "El interés quemante de la moda consiste, para el filósofo, en sus extraordinarias anticipaciones. Ciertamente, la sensibilidad del futuro propia del artista supera ampliamente la de la gran dama. Sin embargo, la moda, a causa del olfato incomparable de la comunidad femenina para aquello que se prepara en el futuro, está en contacto más constante y preciso con las cosas por venir. Toda estación trasmite en sus últimas creaciones una señal secreta de las cosas futuras". Esto en la década de 1930. En una de sus fichas Benjamin copia un aforismo de Maxime Du Camp (amigo de Flaubert, otro experto en modas): "La moda es la búsqueda siempre vana, a menudo ridícula, a veces peligrosa, de una belleza ideal superior". Victoria Ocampo, una fanática del estilo, que fue lo que hoy se llama "trend-setter" de la moda, entendería la frase perfectamente: lo probaba con sus tricotas Chanel, no sólo porque las usaba sino porque escribía sobre ellas con inteligencia.
Cuando fue posible una comparación entre una Bugatti y una estatua griega comenzó un ciclo que tuvo, como se vio, dos grandes movimientos: ampliación y fractura del público. Y todavía no he mencionado la televisión, creadora del consumo de masas contemporáneo. Es el cambio más radical y al mismo tiempo más sencillo de pensar en términos sociológicos. Ya se han escrito bibliotecas y el caudal no cesa porque se abrieron disciplinas académicas dedicadas al asunto, responsables del crecimiento demográfico récord en las carreras de comunicación, de cine y de diseño. En términos estéticos, desde mediados del siglo XX nada de lo que pasa en los medios (incluso sus productos más ínfimos o execrables) queda fuera del campo donde las artes eligen sus materias y, como en un mercado o en un gabinete de curiosidades, se trata simplemente de mirar. No hay, casi, la posibilidad de escandalizar a nadie con ninguna mezcla. Sobre internet también se ha escrito mucho, en un tono generalmente optimista, envidiable unanimidad que la televisión no suscitó. Pero, a fin de dar verosimilitud a la futura república igualitaria de navegantes, lo que más importa es que el acceso sea universal. Sin embargo subsisten interrogantes. Una institución que durante el siglo XIX y buena parte del siglo XX creyó tener la solución a la pregunta sobre la transmisión de la herencia cultural ya no la tiene. En efecto, a la escuela sus estudiantes le reconocen pocas capacidades para averiguarlo y casi ninguna autoridad para establecerlo. Completando el círculo, la escuela sugiere que habría que preguntárselo a los estudiantes mismos; ellos quizás puedan buscarlo en internet y la televisión.