12 de noviembre de 2012

Charles Dickens, un hombre generosamente enojado. George Orwell

Charles Dickens vivió la época de la industrialización frenética en su país natal, un proceso que cambió la estructura de clases de manera dramática. La desigualdad en la distribución de los ingresos y la riqueza, que ya era grande en la economía preindustrial, se hizo aún mayor. La burguesía, propietaria de las tierras, las fábricas, las empresas de servicios, impone su poder económico y su nuevo poder político; las clases trabajadoras, rurales y urbanas, se ven obligadas a vender su propia fuerza de trabajo para subsistir. Esta clase social -el 85% de la población- tenía, en general, unas pésimas condiciones de vida y de trabajo. Mientras los campesinos emigraban a las ciudades para convertirse en obreros industriales y mejorar su situación ligeramente, los empresarios que vivían principalmente de la renta, el interés y el beneficio de las industrias elevaron sus ingresos en una proporción mucho mayor, fortaleciendo su poder social y económico. Estos incrementos poblacionales en las ciudades trajeron nefastas consecuencias. Se generaron terribles condiciones sociales en los barrios pobres, donde los indigentes vivían hacinados en casas destartaladas y miserables, con instalaciones sanitarias casi inexistentes y padecían literalmente hambre. Por entonces, Charles Trevelyan (1807-1886), Secretario del Tesoro de Su Majestad, alegaba que cualquier forma de aliviar la hambruna era fomentar los hábitos y prácticas de la población, la que, para el gobierno británico, en principio era responsable de la misma. Para Trevelyan, la verdadera compasión consistía en permitir que los eventos siguieran su curso. Por su parte, Benjamin Disraeli (1804-1881), a la sazón Ministro de Hacienda, definía a Gran Bretaña como "dos naciones entre las cuales no hay intercambios, simpatías ni compasiones; una tan ignorante de las costumbres, ideas y sentimientos de la otra como si ha bitasen en diferentes regiones o diferentes planetas: los ricos y los pobres".
A mitad de camino entre ambos, estaba la clase media. Una, más acomodada, compuesta por banqueros,  mercaderes, abogados, médicos, ingenieros, empleados administrativos superiores,  hombres de negocios y algunos miembros del clero. La otra estaba compuesta por la burguesía respetable conformada por artesanos, tenderos, maestros y periodistas. Es en esta capa social donde se ubica nuestro autor, que aunque muy exitoso, jamás hubiese podido aspirar a ser aceptado en una clase social más alta. Su originalidad, justamente, consistió en haber visto cómo estos aspectos de la sociedad victoriana respondían a una misma filosofía en la cual se asentaban las inhumanidades de ese mundo. Dickens relató en sus novelas la diferencia de vida entre las clases privilegiadas y las más humildes, pero no lo hizo con espíritu rencoroso sino con la conciencia segura del que se siente parte de un sistema y a éste se debe. No juzgó al noble ni al burgués sino que habló del desfavorecido con la conciencia y la indulgencia de aquél que ha pasado por esas mismas miserias.
George Orwell (1903-1950), en un ensayo escrito en 1938 en una cama de hospital tras su regreso de la España inmersa en la Guerra Civilsostenía que Dickens no tenía una manera sistemática de comprender la pobreza y la injusticia, y que su crítica de la sociedad era casi exclusivamente moral y no aportaba ninguna sugerencia constructiva en su trabajo. No obstante ello, el autor de "1984" veía en ese desorden filosófico no una debilidad, sino una fortaleza, una muestra de generosidad del espíritu, una postura abierta frente a la complejidad irreductible de la situación moral de la humanidad. Dickens, opinaba Orwell, "es un novelista popular felizmente condenado a escribir una y otra vez el mismo libro, a la vez siervo y soberano de su público. Sin embargo, posee el mérito eminente de tener una literatura viva y accesible, que describe la situación social con gran honestidad".


Dickens, si bien era un burgués, era también sin duda un escritor subversivo, un radical, y hasta podríamos decir un rebelde sin faltar a la verdad. Quien ha leído mucho su obra lo ha sentido. En "Oliver Twist", "Tiempos difíciles", "Casa desolada", "La pequeña Dorrit", Dickens atacó a las instituciones inglesas con una ferocidad a la que nadie se ha aproximado desde entonces. Sin embargo, se las compuso para hacerlo sin que lo odiaran por ello y, más aún, la misma gente que atacó en sus libros lo ha absorbido tan completamente que él mismo se ha convertido en institución nacional. En su actitud hacia Dickens el público inglés siempre se ha parecido un poco al elefante que siente un golpe con un bastón como un cosquilleo agradable. Dickens parece haber logrado atacar a todos sin contrariar a nadie. Como es natural, ello hace que nos preguntemos si al fin de cuentas no habría algo de irreal en su ataque a la sociedad. ¿Qué posición exacta ocupa, social, moral y políticamente? Como de costumbre, se puede definir más fácilmente su posición si se empieza por determinar qué no era.
En primer lugar no era un escritor "proletario". No escribe sobre el proletariado, en lo cual meramente se asemeja a la abrumadora mayoría de los novelistas, del pasado y del presente. Si se busca a la clase obrera en la ficción, y especialmente en la ficción inglesa, lo único que se encuentra es un hueco. Tal vez sea menester delimitar esta afirmación. Por razones bastante fáciles de comprender, el trabajador agrícola (proletario en Inglaterra) aparece con frecuencia y bien en la ficción, y mucho se ha escrito sobre criminales, vagos y, más recientemente, sobre el sector ilustrado de la clase obrera. Pero los novelistas siempre han ignorado al proletariado común de la ciudad, a la gente que da vueltas a la noria. En casi todas las ocasiones en que se han abierto paso entre las tapas de un libro lo han hecho como objetos de lástima o de risa. La acción central de los argumentos de Dickens se desarrolla casi invariablemente en ambientes de clase media. Si se examinan sus novelas en detalle se encuentra que su verdadera fuente de asuntos es la burguesía comercial londinense y su séquito: abogados, dependientes, tenderos, posaderos, pequeños artesanos y criados. No tiene ningún retrato de un trabajador agrícola, y sólo uno (Stephen Blackpool en "Tiempos difíciles") de un trabajador industrial. Los Plornish, en "La pequeña Dorrit", es probablemente su mejor pintura de una familia obrera -los Peggotty, por ejemplo, no pertenecen a la clase obrera-, pero en general no sale airoso con este género de personaje. Si se pregunta a cualquier lector común qué personajes proletarios de Dickens puede recordar, los tres que casi con certeza mencionará son Bill Sykes, Sam Weller y Mrs. Gamp. Un ladrón, un criado y una partera borracha, lo cual no es precisamente una representación típica de la clase obrera inglesa.
En segundo lugar, Dickens no es un escritor "revolucionario", según la acepción comúnmente aceptada de la palabra. Pero aquí debemos fijar un poco su posición. Dickens podrá haber sido cualquier cosa, pero nunca un salvador de almas encubierto, nunca la especie de idiota bien intencionado que cree que el mundo habrá de quedar perfecto con sólo corregir algunos estatutos y abolir algunas anomalías. Es útil compararlo con Charles Reade, por ejemplo. Reade era un hombre mucho mejor informado que Dickens, y en cierto sentido con más espíritu público. Aborrecía realmente los abusos que podía entender, y prueba de ello es que los denunció en una serie de novelas sumamente interesantes a pesar de todos sus disparates, con las cuales contribuyó probablemente a modificar la opinión pública sobre algunos puntos secundarios pero importantes. Sin embargo, no estaba a su alcance comprender que, dada la forma actual de la sociedad, hay ciertos males que no pueden remediarse. Aférrese a este o aquel abuso de segundo orden, póngaselo al descubierto, lléveselo ante un jurado británico, y todo andará bien: tal es su punto de vista. Sea como fuere, Dickens jamás imaginó que los granos se pueden curar cortándolos. En cada página de su obra se advierte el conocimiento de que el mal de la sociedad está en alguna parte de su raíz. Al preguntar "¿qué raíz?" es cuando se empieza a entender su posición.
Lo cierto es que la crítica que hace Dickens de la sociedad es casi exclusivamente moral. De aquí la ausencia absoluta de una sugerencia constructiva en toda su obra. Ataca la ley, el gobierno parlamentario, el sistema educacional, etcétera, sin sugerir nunca claramente qué pondría él en lugar de aquéllos. Por supuesto que no ha de incumbir necesariamente a un novelista, ni tampoco a un escritor satírico, el planteamiento de sugerencias constructivas, pero lo peculiar es que la actitud de Dickens, en el fondo, ni siquiera es destructiva. No hay ningún indicio manifiesto de que desee derruir el orden existente, o de que crea que las cosas serían muy diferentes si aquél lo fuera. Porque en realidad su blanco, más que la sociedad, es "la naturaleza humana". Sería difícil señalar en algunos de sus libros un solo pasaje donde insinúe que el sistema económico vigente es malo como sistema. En ninguna parte, por ejemplo, ataca la empresa privada o la propiedad privada. Aun en un libro como "Nuestro común amigo", que trata del poder de los cadáveres para estorbar a los vivos mediante testamentos idiotas, no se le ocurre sugerir que los individuos no deberían poseer este poder irresponsable. Claro está que uno puede inferirlo por sí mismo, y puede inferirlo nuevamente de las observaciones sobre el testamento de Bounderby que están al final de "Tiempos difíciles", y sin duda de toda la obra de Dickens se puede inferir el mal que ocasiona el capitalismo "laissez-faire"; pero Dickens no lo hace. A decir verdad, su tendencia, si existe alguna, es en favor del capitalismo, pues toda su moral se basa en que los capitalistas tendrían que ser bondadosos, y no en que los trabajadores deberían ser rebeldes. Bounderby es un charlatán despótico y Gradgrind ha permanecido moralmente cegado, pero si fuesen hombres mejores el sistema marcharía bastante bien, tal es la inferencia, desde el principio hasta el fin. Y, en cuanto interesa a la crítica social, nunca se puede extraer de Dickens mucho más que esto, a menos que al leerlo se le atribuyan deliberadamente ciertos designios. Todo su "mensaje" parece a primera vista una tremenda perogrullada: si los hombres se portasen decentemente el mundo sería decente.
Según Aldous Huxley, D.H. Lawrence dijo alguna vez que Balzac era "un enano gigantesco", y en cierto sentido lo mismo puede aplicarse a Dickens. Existen mundos enteros que desconoce por completo o que no desea ni mencionar. Excepto de una manera harto indirecta, no se puede aprender mucho de Dickens. Y decir eso es pensar casi inmediatamente en los grandes novelistas rusos del siglo XIX. ¿Por qué la comprensión de Tolstoi parece mucho más grande que la de Dickens? ¿Por qué parece capaz de decirnos tanto más sobre nosotros mismos? No porque sea mejor dotado, ni siquiera, en último análisis, más inteligente. Es porque escribe sobre gente que se está desarrollando. Sus personajes luchan por moldear sus almas, en tanto que los de Dickens se nos aparecen acabados y perfectos. En mi imaginación las gentes de Dickens se presentan mucho más a menudo y mucho más vívidamente que las de Tolstoi, pero siempre en una actitud única e inmutable, como si fuesen fotografías o muebles. No se puede mantener una conversación imaginaria con un personaje de Dickens, cosa que puede hacerse con Pedro Bezukhov, digamos. Ello se debe a que los personajes de Dickens no tienen vida mental propia. Dicen perfectamente lo que tienen que decir, pero no puede concebírselos conversando de otra cosa. Nunca aprenden, nunca meditan. Tal vez el más meditativo de sus personajes sea Paul Dombey, y sus reflexiones son sentimentalismos tontos. ¿Quiere decir esto que las novelas de Tolstoi son "mejores" que las de Dickens? En verdad es absurdo hacer comparaciones de "mejor" y "peor". Si se me obligara a comparar a Tolstoi con Dickens diría que la atracción de Tolstoi probablemente será más vasta a la larga, pues Dickens es poco comprensible fuera de la cultura de habla inglesa; por otra parte, Dickens es capaz de llegar a gente sencilla, y Tolstoi no. Los personajes de Tolstoi pueden cruzar una frontera, los de Dickens pueden retratarse en una caja de cigarrillos. Pero uno no tiene por qué estar más obligado a escoger entre ellos que entre una salchicha y una rosa. Sus propósitos apenas se entrecruzan.
Su radicalismo es del género más vago, y a pesar de ello nunca dejamos de percibirlo. Ahí está la diferencia entre ser moralista y ser político. No da sugerencias constructivas, pues no las tiene, como tampoco tiene una comprensión cabal de la naturaleza de la sociedad que ataca, y sí solamente una percepción emocional de que hay algo mal. Lo único que puede decir al cabo es: "actúen decentemente". Lo cual, como he sugerido con anterioridad, no es forzosamente tan superficial como parece. La mayoría de los revolucionarios son tories en potencia, pues se imaginan que todo puede enderezarse cambiando la forma de la sociedad: una vez efectuado tal cambio, como sucede a veces, no ven necesidad de ningún otro. Dickens no padece de esta suerte de tosquedad intelectual. La vaguedad de su descontento es el signo de su permanencia. No está contra ésta o aquella institución, sino, como dijera Chesterton, contra "una expresión del rostro humano". En general su moral es la cristiana, pero a pesar de su educación anglicana era en esencia cristiano bíblico, como se preocupó por aclarar al escribir su testamento. De todos modos no puede calificárselo de hombre religioso. "Creía", de ello no cabe duda, pero la religión en el sentido devoto no parece haber tenido mucha influencia en sus pensamientos. Es cristiano en su adhesión casi instintiva a los oprimidos contra los opresores. En realidad está con el más débil, siempre y en todas partes. Llevar esto a su conclusión lógica significa cambiar de partido cuando el débil se convierte en fuerte, y de hecho Dickens tiende a hacerlo. Detesta a la Iglesia Católica, por ejemplo, pero no bien los católicos son perseguidos ("Barnaby Rudge") está con ellos. Detesta más aún a la clase aristocrática, pero no bien son realmente derribados ("Historia de dos ciudades") sus simpatías se dan vuelta. Siempre que se aparta de esta actitud emocional se extravía.
Ninguna persona adulta puede leer a Dickens sin hacerse cargo de sus limitaciones, y sin embargo permanece su natural generosidad de espíritu, que hace las veces de ancla y casi siempre lo mantiene en su sitio. Ella es probablemente el secreto central de su popularidad.
Un "antinomianismo" de buen humor un poco del tipo de Dickens es una de las señales características de la cultura popular occidental. Se lo percibe en las leyendas y tradiciones populares y en las canciones cómicas, en figuras de sueño como el Ratón Mickey y Popeye el Marinero, en la historia del socialismo obrero, en las protestas populares (siempre ineficaces, pero no siempre una farsa) contra el imperialismo, en el impulso que mueve al jurado a adjudicar una indemnización exagerada cuando el automóvil de un rico atropella a un pobre; es el sentimiento de estar siempre con el oprimido, con el débil contra el fuerte. En cierto sentido es un sentimiento atrasado en cincuenta años. El hombre común sigue viviendo en el mundo mental de Dickens, pero casi todos los intelectuales modernos se han pasado a una u otra forma de totalitarismo. Desde el punto de vista marxista o fascista casi todo lo que sostiene Dickens puede denunciarse como "moral burguesa". Pero en cuanto a concepto moral nadie podría ser más "burgués" que la clase trabajadora inglesa. El hombre corriente de los países occidentales nunca ha penetrado, intelectualmente, en el mundo del "realismo" y de la política de fuerza. Puede hacerlo antes de que transcurra mucho tiempo, en cuyo caso Dickens estará tan fuera de moda como el caballo de cabriolé. Pero en su propia época y en la nuestra ha sido y es popular sobre todo por que fue capaz de expresar en forma cómica, simplificada y por lo tanto memorable, la decencia natural del hombre común. Y es importante anotar que desde este punto de vista puede calificarse de “común” a gente de tipos muy diversos. En un país como Inglaterra, a pesar de su estructura de clases, existe realmente cierta unidad cultural. A veces de todas las edades cristianas, y en especial desde la Revolución Francesa, el mundo occidental ha sido perseguido por la idea de libertad e igualdad; es sólo una idea, pero ha conmovido todas las posiciones sociales. En todas partes existen las injusticias, crueldades, mentiras y esnobismos más atroces, pero no hay mucha gente que pueda ver estas cosas con la misma indiferencia que un amo de esclavos romano, por ejemplo. Hasta el millonario padece de una vaga sensación de culpabilidad, como el perro que come una pierna de cordero robada. Casi todos, sea cual fuere su conducta real, responden emocionalmente a la idea de la fraternidad humana. Dickens se hizo eco de un código en el cual creen hasta aquellos que lo violan. De otro modo es difícil explicar por qué pudo ser leído por los obreros (cosa que no ha sucedido con ningún otro novelista de su talla) y enterrado en la Abadía de Westminster.
Cuando leemos cualquier escrito marcadamente individual tenemos la impresión de ver un rostro tras la página. No tiene por qué ser el rostro real del escritor. Yo lo siento vivísimamente con respecto a Swift, Defoe, Fielding, Stendhal, Thackeray, Flaubert, aunque en varios casos ignoro los semblantes que tenían y no me importa saberlo. Lo que uno ve es el rostro que el escritor debería tener. Pues bien, en el caso de Dickens veo un rostro que no es precisamente el rostro de los retratos que de él se conservan, aunque se parece. Es el rostro de un hombre que frisa en los cuarenta, de barbilla menuda y color subido. Se está riendo, y su risa tiene una leve sombra de cólera, pero nada de triunfo, nada de malevolencia. Es el rostro de un hombre que siempre está luchando contra algo, pero que pelea abiertamente y no siente temor, el rostro de un hombre generosamente enojado; en otras palabras, de un liberal del siglo XIX, de una inteligencia libre, tipo odiado con odio parejo por todas las pequeñas ortodoxias malolientes que ahora se disputan nuestras almas.