13 de noviembre de 2012

Charles Dickens, un prolífico talento sin genio para la adaptación. Edgar Allan Poe


Dickens comenzó a publicar "La tienda de antigüedades" en el semanario "Master Humphrey's Clock" en abril de 1840. En febrero de 1841 arrancó con "Barnaby Rudge" en la misma revista, y ambas novelas concluyeron en noviembre de ese mismo año. Por entonces, Edgar Allan Poe (1809-1849) era relativamente poco conocido si bien algunos de sus relatos tuvieron cierta notoriedad. Había publicado "Tamerlan and other poems" (Tamerlán y otros poemas), la novela "The narrative of Arthur Gordon Pym" (Las aventuras de Arthur Gordon Pym) y los dos volúmenes de "Tales of the grotesque and arabesque" (Cuentos de lo grotesco y arabesco), una colección de cuentos que habían aparecido con anterioridad en los periódicos "Philadelphia Saturday Courier", "Baltimore Saturday Visiter" y "Southern Literary Messenger". En el verano de 1839 Poe comenzó a trabajar como redactor jefe de la "Burton's Gentleman's Magazine", ganando bastante prestigio y muchas enemistades por sus ácidas críticas literarias. Luego de un año en esa revista, Poe prosiguió con su labor como crítico en otros medios. Así, el 1 de mayo de 1841 publicó sus impresiones sobre "Barnaby Rudge" en el "Saturday Evening Post" y, ese mismo mes, las de "La tienda de antigüedades" en la "Graham's Magazine". Sobre la primera de ellas, por entonces en curso de publicación periódica (se habían publicado hasta ese momento cuatro capítulos en "The New Yorker"), Poe escribió: "Sus primeros capítulos nos aseguran que Dickens por fin ha descubierto el secreto de su verdadera fuerza, y que "Barnaby Rudge" atraerá principalmente a la imaginación del lector. Esto se desprende de los muchos ejemplos sorprendentes que aparecen en los pocos números ya publicados". Poe elogió "la capacidad para expresar el terror" de Dickens, pero le censuró su "modo de composición" y predijo todo el desarrollo y el final de la novela. "Si algo hay evidente es que un plan cualquiera que sea digno de este nombre ha de haber sido trazado con vistas al desenlace antes que la pluma ataque el papel. Sólo si se tiene continuamente presente la idea del desenlace podemos conferir a un plan su indispensable apariencia de lógica y de causalidad, procurando que todas las incidencias y en especial el tono general tienda a desarrollar la intención establecida".
En febrero de 1842, Poe escribió otra revisión de "Barnaby Rudge", esta vez en la "Graham's Magazine", más extensa y severa que la primera y, al mes siguiente, cuando Dickens pasó por Filadelfia para dar una conferencia en favor de las leyes internacionales de derechos de autor, Poe le envió una carta solicitándole una reunión. Junto a ésta le remitió un ejemplar de los dos tomos de sus relatos cortos publicados en 1840 y uno de "The poets and poetry of America" (Los poetas y la poesía de América), una antología publicada unas pocas semanas antes que incluía, entre muchos otros, poemas del propio Poe y de los notables poetas norteamericanos Lydia Sigourney (1791-1865), William Bryant (1794-1878), Ralph W. Emerson (1803-1882) y Henry Longfellow (1807-1882). La fecha probable de aquella velada es el 6 de marzo de 1842, y existe una única evidencia de una segunda entrevista en una carta que el 2 de julio de 1844 Poe envió a su editor James Russell Lowell (1819-1891). Aunque se desconoce la fecha exacta de la misma, se supone que fue muy próxima a la anterior ya que la visita de Dickens a la ciudad en que vivía por entonces Poe sólo duró cuatro días. En la tertulia -que se desarrolló en un ambiente de distante y formal cordialidad- Poe le solicitó a Dickens su ayuda para conseguir un editor londinense para sus cuentos y poemas. Sin embargo, parece ser que Dickens no se sintió especialmente entusiasmado y el encuentro no tuvo ulteriores consecuencias. Aunque se hicieron promesas, nada se concretó. Unos días más tarde, estando Dickens en Nueva York a punto de embarcarse hacia su país, alcanzó todavía a recibir una carta de Poe que luego quemaría en su casa de Higham. No se sabe, en cambio, cómo reaccionó Poe cuando, nueve meses más tarde, recibió una carta de Dickens hablándole de la imposibilidad de publicar sus obras en Inglaterra. En diciembre de 1845, Dickens publicaría un artículo en el "London Quarterly Review" en el que decía que Poe podía ser considerado como "el mejor de los imitadores de Tennyson". Como diría Una Pope-Hennessy (1876-1949) en su biografía de Poe, "las reuniones entre los dos resultaron estériles y se cerraron con frialdad. No parece que hayan gustado mucho uno del otro". Como sea que fuere, el cuervo parlante que apareció en "Barnaby Rudge" fue la fuente de inspiración de Poe para su celebérrimo poema "The raven" (El cuervo), que apareciera publicado por primera vez el 29 de enero de 1845 en "The New York Mirror". Si Dickens desconoció el gran recurso literario que suponía su cuervo locuaz, Poe apreció su potencial y lo convirtió en el corazón de su poema más famoso. El ya citado Lowell, por entonces distanciado de Poe, vio claramente la deuda contraída con Dickens y escribió: "Here comes Poe with his raven, like Barnaby Rudge;/three fifths of him genius, two fifths sheer fudge" (Aquí viene Poe con su cuervo, como Barnaby Rudge;/ tres quintas partes de su genialidad y dos quintas partes de puras tonterías).

El rasgo principal de "La tienda de antigüedades" es su sencilla, vigorosa y admirable imaginación. Este es el único encanto todopoderoso que bastaría para compensar muchos más errores de los que Dickens haya podido cometer. No sólo se ve en la concepción y disposición general de la obra o en la invención de los personajes, sino que penetra en cada frase del libro. Reconocemos su prodigiosa in­fluencia en cada palabra inspirada. Esto es lo que induce al lector idealista a detenerse con frecuencia a releer curiosas frases y a meditar lleno de delicia sobre pensamientos que, sin habérsele ocurrido a él antes, tiene que admitir que es la primera vez que los descubre. En realidad se trata de la varita mágica del encantador. Si tuviéramos espacio para particularizar, mencio­naríamos que los puntos que evidencian con más claridad la idealidad de "La tienda de antigüedades" son la descripción de la tienda misma, el reciente deseo del caballero mundano por la paz de los ver­des campos, su carácter y su conducta; el maestro de escuela con su vida desolada, buscando el afecto de los niños; los vagabundeos de Quilp entre los merodeadores de muelles; los paseos ociosos de los saltimbanquis entre las tumbas; la admirable escena del forjador que escudriña el terrible fuego a medianoche, como la completa concepción de di­cho personaje; por último, y también lo más impor­tante, el lento acercamiento de Nell hacia la muerte -su gradual desmejoramiento en el viaje a la aldea, tan hábilmente indicado pero no descrito; el acceso de extraña tristeza que se cierne sobre ella cuando ve por vez primera la casa en donde va a morir; la descripción de esta casa, de la vieja igle­sia, y de su cementerio, todo ello en estricta con­sonancia con la única impresión que se pretende; el profundo pozo sin sentido; los comentarios del se­pulturero sobre la muerte y sobre su propia vida-, todo este mundo de ideas lúgubres y tranquilas que al fin se sumergen en la muerte de la niña Nelly y en la incontenible desesperación del abuelo. Estas escenas finales han sido desarrolladas de tal modo, que el lenguaje humano, movido por el pensamiento del hombre, no podía ir más allá en la provocación de sentimientos. Y el "pathos" es de ese orden que se mejora en gran medida por la idealidad.
He aquí un libro que jamás ha sido igualado -nun­ca ningún otro se le aproximó, salvo en el caso "Ondina", de De la Motte Fouqué-. Tal vez la ima­ginación sea tan grande en esta última obra, pero el "pathos", aunque auténticamente hermoso y profun­do, pierde mucho de su efecto por el material del cual ha sido extraído. Al atribuírsele al personaje principal atributos únicamente fantásticos, no logra alcanzar toda la simpatía que nos produce un simple habitante de la tierra. Cuando decíamos anteriormente que la muerte de la niña deja una impresión demasiado dolorosa y debiera por lo tanto haber sido evitada, debe entenderse que nos referi­mos al trabajo en general y en cuanto a su apreciación y popularidad. Tal como está contado, el pasaje de la muerte es uno de los más elevados de la literatura; pero nadie puede negar el hecho de que muy pocas personas desearían leer por segunda vez esos pasajes finales. En conjunto, creemos que "La tienda de antigüeda­des" es una de las mejores obras de Dickens. Apenas es posible referirse a ella todo lo bien que merece. Bajo todos los aspectos se trata de una narra­ción que asegurará para su autor la admiración de todo hombre de talento.
Permítaseme releer "Barnaby Rudge". Aquellos que nos conocen no supondrán que va­mos a hacer una alabanza sobre el número de ejem­plares vendidos de "Barnaby Rudge". En realidad nuestro propósito puede parecer al primer golpe de vista muy diferente de lo que en realidad es. Los límites del deber crítico, la mayor parte de las ve­ces, son mal entendidos. La excelencia se puede considerar un axioma o una proposición que se hace evidente por sí misma, precisamente en razón directa con la claridad o precisión con que se expresa. Si se lleva a cabo con imparcialidad en este sentido, no requiere posterior elucidación. No será excelente si necesita ser demostrada como tal. Señalar con demasiada minuciosidad las bellezas de una obra no es sino admitir tácitamente que esas bellezas no son del todo admirables. Admitiendo, pues, que la excelencia es aquello capaz de manifestarse por sí mismo, sólo queda a la labor de la crítica indicar cuándo, dónde y cómo dejan de ponerse de manifiesto; dicha objeción únicamente se referirá a las faltas de la obra, cuando lo que ésta posee no aparezca, al menos bajo la luz más adecuada. La tesis de la novela puede considerarse acrecentada por la curiosidad. Cada párrafo está trazado como para sorprender al lector y estimular su deseo de elucidación. Pero no se puede negar que un gran número de puntos son al mismo tiempo privados de todo efecto y llegan a ser nulos por la imposibilidad de comprenderlos sin el auxilio de una clave. El autor, que conoce su plan, escribe continuamente con ese conocimiento siempre presente, y por lo tanto escribe para sí mismo; pero no advierte, a pesar de sí mismo, que mucho de lo que resulta efectivo para su inteligencia debe dejar de serlo necesariamente para sus lectores, desprovistos de dicha información; el escritor nunca está en condiciones de considerar su propia obra, de ponerla a prueba. Tal vez entre el millar de desventajas que, tanto para el autor como para el público, presenta la absurda costumbre que se sigue actualmente de novelas por entregas, es la de que nuestro autor no ha considerado o determinado suficientemente los detalles particulares del argumento cuando empezó el relato que revisamos. En realidad vemos, o nos parece ver, numerosas huellas de indecisión, huellas que un diestro trabajo de corrección final le hubiera permitido eliminar.
La intención de conservar el misterio, una vez determinado, es obvia; en primer lugar, es preciso que no se emplee ningún medio indebido o poco artístico para ocultar el secreto de la trama; y en segundo lugar, que el secreto se conserve bien. Ahora bien, cuando leemos que se encontró el cuerpo del pobre míster Rudge, el mayordomo, meses después del crimen, vemos que Dickens no ha sido culpable de ningún delito contra el arte al afirmar que no fue la realidad, puesto que la falsedad se expresa en los labios de Salomón Daisy y se ofrece simplemente como la impresión de este personaje y del público. El escritor no se ha involucrado a sí mismo en dicha afirmación, sino que con ingenio transmite una idea (falsa en ella misma y no muy necesaria para el efecto del cuento) valiéndose de uno de sus personajes. Sin embargo, el caso es diferente cuando repetidamente se denomina viuda a la señora Rudge. En este caso es el autor quien la llama de ese modo. Esto es falso y poco artístico, pero no obstante, resulta casual. Simplemente nos referimos al argumento a modo de ilustrar nuestro punto de vista, así como a señalar un descuido por parte de Dickens. Evidentemente, es necesario guardar el secreto. Un fracaso, para preservarlo hasta el momento mismo del desenlace, haría todo confuso en relación con el efecto buscado. Si el misterio trasciende contra la voluntad del autor, sus propósitos de pronto se convierten en trozos sobrantes, pues él se basa en la suposición de que ciertas impresiones hacen existir lo que no existe en la mente de los lectores. En realidad no estamos preparados para asegurar, con toda la firmeza que hubiéramos deseado, que todo el misterio del asesinato cometido por Rudge con la identidad del rufián de Maypole ha sido adivinado por el público en general en algún período previo al previsto; y de ser así, si fue tan anticipado como para interferir el interés previsto; pero nos vemos obligados, debido a nuestra modestia, a suponer que así ocurre, pues por lo que respecta a nosotros descubrimos el secreto claramente después de leer la parte referente a Salomón Daisy.
En realidad, el título del libro, la elaboración y la trama del comienzo, la impresionante descripción de la mansión The Warren y especialmente de la señora Rudge, contribuye mucho a demostrar que Dickens, en realidad, se ha engañado a sí mismo. Lo que se concibió en un principio fue el asesinato de Haredale, con el descubrimiento consiguiente del asesino en la persona de Rudge; pero después se abandonó tal idea, o más bien sufrió al ser zambullida en los motines de los papas. La consecuencia fue muy desfavorable. Lo que por sí mismo hubiera resultado altamente efectivo, resultó casi nulo debido a su situación. En medio de la atrocidad de la multitud y el horror de la rebelión, la atrocidad del relato queda completamente ahogada, disminuida. Las razones de esta reflexión desde el primer propósito, nos parece evidente por sí misma. En realidad, nuestro autor no tardó mucho tiempo en darse cuenta de su precipitación. El solo se había colocado en un dilema del que incluso su elevado genio no le libraría. Entonces, inmediatamente, tergiversa el interés principal; en realidad no vemos qué otra cosa podía haber hecho. La atención del lector queda absorbida en los motines y deja de reparar en lo que de otro modo hubiera sido la verdadera catástrofe de la novela, es decir, su trama excesivamente débil e ineficaz. Por otro lado, y sin propósito alguno, en "Barnaby Rudge" se ha descuidado de modo lamentable la unidad de tiempo. El hecho de que Rudge sea capaz de sentir durante tanto tiempo y de modo tan profundo el aguijón de la conciencia es algo que no está de acuerdo con su brutalidad. Otro ejemplo es cuando nuestro autor nos descubre, demasiado tarde, lo que él había anticipado, quedando así su efecto principal falto de todo valor. Esto se comprende rápidamente. Al comienzo se niegan los detalles del asesinato y la fuerza del narrador se antepone al lector con objeto de despertar la curiosidad acerca de esos detalles: hasta ese momento el autor sigue el camino adecuado para obtener su propósito principal. Pero de esa intención, inconscientemente, pasa al error de la exagerada anticipación, y aunque sea un error, se trata de un error forjado con consumada habilidad. Algunas observaciones de paso: Dickens fracasa de modo peculiar en la narración pura.
Los personajes del drama confirman la alta fama del señor Dickens como delineador de caracteres. Miggs, la desconsolada asistenta de Varden; Tappertit, su caballeresco aprendiz; la misma señora Varden y Dennis el verdugo, se pueden considerar como caricaturas originales y, como tales, del más alto mérito. Sus rasgos se basan en una aguda observación de la naturaleza, pero se han exagerado hasta el límite admisible. La señorita Haredale y Edward Chester son vulgares, no se ha hecho el menor esfuerzo en su favor. Joe Willet es un retrato sencillo del joven del campo. Stagg es un simple contrapeso. Gashford y Gordon han sido reproducidos fielmente. Dolly Varden es la verdad misma. Haredale, Rudge y la señora Rudge sólo impresionan por las circunstancias que les rodean. Sir John Chester, sin duda alguna, no es original, pero significa una gran ventaja sobre sus predecesores; su inhumanidad supone algo demasiado divertido, y su fin como hombre de honor, decididamente impropio. Hugh está concebido noblemente; el fiero orgullo de su fuerza bruta, su sometimiento al pulido Chester, su alegre desprecio, su patronaje de Tappertit y su corazón brutal pero firme a la hora de la muerte, forman un retrato digno de alabanza. El viejo Willet no ha sido sobrepasado por ningún autor, incluyendo al propio Dickens. Es la naturalidad misma, y, sin embargo, un paso más lo habría situado entre las caricaturas. Su combinación de orgullo y torpeza resulta indescriptiblemente cómica, y si a ello se une su peculiar energía, que siempre se despierta a deshora, tendremos uno de los rasgos más exquisitos de toda la pintura humorística. Varden es uno de esos individuos independientes, honrados y joviales, que resulta caritativo con todo el mundo y que tanto le gusta pintar a nuestro autor. Finalmente, en cuanto a Barnaby, el héroe de la narración, hemos dicho que su deleite en las atrocidades de los motines se opone a su horror por la sangre, pero este horror es inconsecuente, y de eso nos quejamos. Después de tanto insistir sobre ello al principio del relato, las consecuencias no son adecuadas, y he aquí la gran oportunidad que ha perdido nuestro Dickens. La convicción del asesino después de un lapso de veintidós años podría haberse logrado fácilmente por medio del misterioso horror a la sangre de su hijo -terror creado en el nacimiento por el mismo asesino-, y ésta podría haber sido una de las más posibles incorporaciones de la idea que se acostumbra identificar con la "justicia poética". También el Cuervo, tan divertido como resulta, podría haberse usado con más frecuencia como parte de la concepción del fantástico Barnaby. Sus graznidos podían haber sido escuchados proféticamente en el curso del drama. Su carácter, en cuanto al del idiota, podía haber significado mucho de lo que en la música representa el acompañamiento respecto a la melodía. Ambos se habrían distinguido, y sin embargo, de haber habido entre ellos una semejanza analógica, y aunque ambos hubieran existido aparte, habrían formado un todo que habría resultado imperfecto de faltar uno de ellos.
De lo que hemos dicho hasta ahora, y tal vez sin la debida deliberación, no faltarán quienes nos acusen de un loco propósito para detractar la limpia fama del novelista. No hay hombre viviente que reverencie más profundamente al genio que nosotros. Tal vez nuestra objeción principal no ha sido manifestada con la claridad que hubiéramos deseado. Creemos que si esta obra de ficción, o de hecho cualquier obra de ficción escrita por Dickens, se basa en la excitación y en mantener la curiosidad, es debido a una mala interpretación, por parte del escritor, de sus grandes y con todo peculiares posibilidades. Indudablemente ha realizado un buen trabajo -haría bien cualquier cosa si se le compara con el resto de sus contemporáneos-, pero posiblemente no ha hecho todo lo que su elevada y justa reputación le exige. Suponemos que este libro ha significado para él un gran esfuerzo, únicamente debido a la naturaleza de su designio. Se ha dejado arrastrar por el deseo de marcar un nuevo camino en la novela. La idiosincrasia de su intelecto había de llevarle, naturalmente, a un estilo narrativo más fluido y sencillo. En cuentos de extensión ordinarios puede reinar, y reinará triunfante. Tiene un talento para todo, pero carece de genio para la adaptación, y todavía menos para ese arte metafísico donde yace el alma de todos los misterios.