6 de julio de 2013

André Green: "Lacan era un personaje fuera de serie. La palabra 'brillante' no basta; 'ge­nial' es arriesgada" (2)

A mediados del siglo XX, en medio de las grandes polémicas del momento en Francia (el
existencialismo, el estructuralismo, la fenomenología), Jacques Lacan empieza a ser conocido y a tener una influencia cada vez mayor en psiquiatría y en psicoanálisis. En 1953 ocurrió la primera escisión de la Sociedad Psicoanalítica de París y se fundó la Sociedad Francesa de Psicoanálisis. Fue el comienzo del movimiento lacaniano, que adquiriría luego una enorme importancia. André Green participó en todo este clima turbulento mientras seguía su carrera exitosa en el hospital psiquiátrico Saint Anne hasta que, en 1956, comenzó su formación como psicoanalista en la SPP. Cinco años después y a pesar de que esto era mal visto en su Sociedad, asistió regularmente durante siete años a los seminarios de Lacan, cuyo pensamiento ejerció una gran influencia en él. No obstante los cuestionamientos a algunos aspectos esenciales de la teoría lacaniana que irían surgiendo con el tiempo, Lacan fue un interlocutor válido para Green y en muchos de sus escritos puntualizó sus acuerdos y desacuerdos con él. El propio Green lo recordó así: "Creo que mis relaciones con Lacan se dividen en tres etapas. Desde 1954 a 1960, desde 1960 a 1967, y desde 1967 en adelante. La primera fue una etapa de observación mutua, de acercamiento, mientras que la segunda fue de colaboración activa. La última fue de mayor independencia, desarrollando mi propia obra. Encontré a Lacan en 1954 en Saint Anne, un año después de la salida de su grupo de la Sociedad Psicoanalítica de París, para fundar la Sociedad Francesa de Psicoanálisis. Sin conocerme personalmente, él me enviaba mensajes, me hacía llegar sus textos. Quería que yo me alineara de su lado. Por mi parte, yo estaba fascinado con las lecturas de sus trabajos. El encuentro personal ocurrió en el Coloquio de Bonneval de 1960. Entonces me invitó a su seminario y comenzó una etapa de colaboración. Fue un período de extraordinaria riqueza intelectual en Francia. El de la convergencia en el movimiento estructuralista de los aportes de Lévi Strauss, la recuperación de De Saussure gracias a Merlau Ponty, de Marx gracias a Althusser. Se tenía la impresión de un progreso, de desembarazarse de ciertos fardos y limitaciones: especialmente del marxismo mecanicista, de la fenomenología de Sartre y el predominio del punto de vista genético. Lacan se inscribió en ese movimiento estructuralista a su manera. Pero lo que destacaba a Lacan era la profundidad de su lectura de Freud: iba lejos, hacía pensar. Porque tenía una manera de dirigirse a lo inconsciente. Y provocaba efectos. Aunque cuando uno era psicoanalista y volvía al consultorio a escuchar a sus pacientes, y se preguntaba qué relación tenía lo que decía Lacan con la práctica, surgían dudas sobre su consistencia". A continuación, la segunda y última parte de la entrevista realizada por Cathérine Clément para la revista "Magazín Literario" nº 5 de noviembre de 1997.


¿Encuentra al menos un eco de lo que usted afirma en la teoría de Lacan?

Sí. Siempre hay que reubicar a Lacan en la historia del psi­coanálisis. En el informe de Roma (1953), Lacan toma partido contra cierto número de concepciones psicoanalíticas: la rela­ción de objeto, lo imaginario, las fantasías, el cientificismo nor­teamericano. Pero siete años más tarde, en "Subversión del sujeto y dialéctica del deseo en el inconsciente", Lacan nos dice, en resumen: ¡despiérten­se! Vean el masoquismo fundamental en el corazón del hom­bre. Si los recluto, si los hago mis servidores, les hago un favor; sin ello, se arrojarían en los brazos del "narcisismo de la causa perdida". De hecho, en este terreno dio pruebas de coraje, in­cluso cuando enfrentaba a los estudiantes en Vincennes después de mayo del '68...

Les dijo: "Ustedes buscan un maestro y lo tendrán". Yo entendí que evocaba el poder político del momento.

No, no, pensaba en sí mismo, como solía hacerlo. Partía de un principio simple: si alguien viene a verme, si me aborda, la transferencia entre esa persona y yo ya está ahí, porque me pide algo y desea algo de mí. Había en el psicoanalista demasiado del niño omnipotente y en el teórico había demasiado de dra­maturgo. Me refiero a que había demasiado de mago manipula­dor. Demasiada ambigüedad también alrededor de lo que él llamaba el Gran Otro. A pesar de todo, encarnaba al Gran Otro ubicándolo en un "afuera" en la teoría. De hecho, jugaba con dos imágenes: no soy el que usted cree, diríjase al Gran Otro; y al mismo tiempo, acá, en el consultorio analítico, soy el único amo a bordo.

No me respondió realmente sobre los testimonios de los analizantes.

No hay ninguna manera de tratar los testimonios de los analizantes en forma unívoca, pero a veces se tienen esbozos de ciertas presunciones. ¿Qué es una presunción en materia de psicoanálisis? Un analista decía: "Cuando un paciente me dice que parezco cansado, interpreto; cuando me lo dicen cuatro en el mismo día, me tomo vacaciones". Los analistas jugaron de­masiado con la ética (no solamente los lacanianos), resguardán­dose en el argumento de las fantasías de los pacientes y de su transferencia. Y si bien conviene ser prudente, hay que examinar ciertas concordancias sin dar la impresión de defender a cualquier precio a colegas a veces perversos. Cuando la comi­sión de investigación de la Asociación Psicoanalítica Internacional vino para interiorizarse acerca de las prácticas de Lacan, le dijo a sus pacientes que no men­cionaran las sesiones cortas y que dijeran que tenían sesiones como todo el mundo. Muchos lo hicieron. Con respecto a las violencias ejercidas hacia sus pacientes, se afirmó que esas prác­ticas habían comenzado con su "demencia". Error: desde prin­cipios de los años setenta escuché hablar de ellas a algunos ami­gos de sus analizantes. No faltan pruebas.

¿Usted quiere hablar de los testimonios?

Si usted quiere. Cuando muchos convergen, a menos que haya un complot organizado, hay que pensar en su posible au­tenticidad. Y aunque ponga en duda la validez histórica del li­bro "Lacan. Esbozo de una vida" de Élisabeth Roudinesco, hay allí material utilizable, muchos testi­monios, hechos turbadores. Desgraciadamente, eso empieza a parecerse a una secuencia de chismes y no está seguido por ninguna aclaración analítica.

Volvamos al emprendimiento Roudinesco, que usted califica de mediático.

Si, en un momento. Entonces, Lacan constituyó un fenóme­no cultural considerable. Hasta tal punto que, llegado un mo­mento, todas las críticas a Lacan se tachan de estúpidas (por otro lado, a veces lo son realmente). Los psicoanalistas se callan, tienen miedo a las represalias, es demasiado fuerte para ellos. Creo que yo fui el primero en hacer una crítica seria, en 1970, con mi trabajo "El afecto" que desde entonces se llamó "El discurso vivo". I.acan lo toma muy a mal y llama a esa obra "Lo abyec­to". Se destacaba por rechazar todas las críticas con ironía des­preciable e injurias groseras. Su fondo pequeño-burgués volvía a la superficie. Sin embargo, el lacanismo se convirtió en un fenó­meno mediático importante en la edición, en las universidades; al igual que De Gaulle, habla de sí mismo en tercera persona. Y llegan los últimos años: se dice que está afásico o demente, cuando en realidad -pienso, no estoy seguro- no es ni lo uno ni lo otro, sino más probablemente depresivo, melancólico, tal vez con involución. Cuando muere, es la apoteosis; hasta Georges Marchais hizo su elogio. Después de su muerte, deja una heren­cia, material y espiritual, herederos, entre los cuales encontramos a un ejecutor testamentario controvertido entre los psicoanalistas lacanianos. Asistimos periódicamente a una reanimación de La­can gracias a los seminarios que se publican por intervalos para que se vuelva a hablar de Lacan en el momento en que se corre el riesgo de olvidarlo. Comercialmente es una maniobra hábil y rentable, pero intelectualmente no es muy amable para los que esperan disponer de las obras completas. Siguen polémicas. En un sentido, Elisabeth Roudinesco hace lo mismo: reanima. "La batalla de cien años" ya era más una historia del lacanismo que del psicoanálisis en Francia; menos de siete años después, reincide con un solo de Lacan: "Lacan. Esbozo de una vida".

Y bien, ¿por qué esos siete años son chocantes?

No tenía manera de recomenzar, ¡si ya había escrito lo mis­mo! No, la razón es de otra naturaleza, y tengo mi interpretación personal. Su empresa se inscribe en el contexto de la, digamos, ''democratización del psicoanálisis" que ella misma criticó y en nombre de la cual cualquiera puede convertirse en psicoanalista: se terminaron las historias de selección, se terminó la retención del saber... Y no hablo de los problemas financieros, de las cuestiones del IVA que los profesionales de la salud no pagan y donde vemos que los psicoanalistas lacanianos hacen alarde de ser terapeutas, ellos, que siempre proclamaron lo contrario. ¡Necesidad obli­ga! En 1989, antes de las Jornadas de la Sociedad Psicoanalítica de París en la UNESCO, escandalicé a todo el mundo al decir que si la degradación de la práctica psicoanalítica se extendía en nombre de la multiplicación descontrolada de los lacanianos, sería inevitable la intervención de los poderes públicos. Esas jornadas de la UNESCO son un inmenso éxito y provocan respuestas veneno­sas y aterradas de los lacanianos. Roudinesco aprovecha la opor­tunidad y escribe un artículo virulento. El movimiento lacaniano está fragmentado desde entonces (treinta y cuatro grupos). Los que ella llama los "legitimistas lacanianos" (la Escuela de la Causa dirigida por Alain Miller) están en la misma bolsa que los "legitimistas ipeístas" (de la Asociación Psiquiátrica Internacional). De hecho, los lacanianos no podrían pedir nada mejor que ser reconocidos sentándose en la mesa de negociación, porque este movimiento fragmentado está en vías de "salchichescisión" (condensación de "salchicha" fabricada en serie y de "escisión") y cerca de la desintegración. Roudinesco está bien ubicada para comprender la amenaza que representa esta fragmentación para el lacanismo: apunta a esta­blecer una distinción entre los buenos y los malos lacanianos y a robar en provecho de los buenos (los suyos, evidentemente), los no millerianos.

Pero al hacer esto, ¿no destruye completameme al hombre que era Lacan?

¿Qué importancia tiene? Uno se olvida del hombre; para la historia lo único que cuenta es la obra. Mi­re a Sade. Roudinesco no hace ningún aná­lisis teórico de la obra de Lacan. Salvemos al "sistema de pensamiento", dice, aunque el hombre fuera espantoso. ¿Se puede juz­gar a los genios con los mismos criterios con que se juzga a los hombres comunes? Si pretende ser historiadora y psicoanalista, podríamos haber esperado una mirada analítica sobre Lacan: ¿quién era realmente? Ahora bien, la "psicología" de Élisabeth Roudinesco es una psicología académica anterior al psicoanáli­sis. Los biógrafos de Freud se interesaron en su historia infantil, en lo que pudo haber jugado algún papel en su estructura per­sonal. En la primera infancia de Freud se pone en evidencia el papel de la muerte de Julius, su hermano menor; Freud aún era chico, el trauma fue considerable, al igual que la culpa. Pero, ¿qué encontramos sobre Lacan en el libro de Roudinesco? Des­cubrimos la existencia de un hermano menor, Raymond, que nació cuando Jacques Lacan tenía un año y murió cuando tenía tres. Nadie había hablado de eso hasta ahora. Ni una palabra sobre las consecuencias de ese traumatismo, cuando Lacan es­cribe sobre el complejo de destete. Sin embargo, se puede ha­blar de Lacan disfrazado de lechuza en los bailes de Marie Laure de Noailles...

Bueno, al menos díganos algo acerca del hermanito muerto.

Voy a contestarle un poco a medias, mostrándole una fotografía reveladora. Vemos al padre de Lacan con uniforme mili­tar (es la época de la guerra), su madre y, detrás de ella, la hija (la hermana de Lacan); el pequeño Marc está al lado (no faltan comentarios con respecto a esto: todo para Marc, nada para Raymond) y Jacques está detrás del padre. ¿Pero qué hace? Tiene un aspecto arrogan­te y seductor, lee un libro abierto sobre la cabeza del padre, como si quisiera decir: "¡Así es como obedezco yo al padre! Este soy yo y lo que hago es mucho más digno de interés". Como si quisiera luchar para focalizar todas las miradas, afirmarse como el único digno de admiración y conservar un lugar que le había sido arrebatado por el pequeño Raymond. ¿Y el duelo de la ma­dre de Lacan cuando murió su hijo? Se po­drían señalar muchas otras cosas. Sin ir más lejos, mire la firma de Lacan: ¿qué lee en la primera letra del nombre?

¿Una "e" mayúscula?

Y si, no es una "j" de Jacques, es una "e" de la primera letra del nombre de su abue­lo, que tanto detestó, Émile... El único que lo ponía en su lugar. Lacan esperó toda su vida al Comendador. Le hizo la mala juga­da de no responderle jamás.