Por boca de uno de sus personajes dramáticos, William Shakespeare (1564-1616) cifra la vida del hombre en siete edades: siete actos de una obra en la cual todos somos actores obligados a interpretar una sucesión inexorable de papeles. Hacemos nuestra entrada en escena desempeñando el papel del recién nacido indefenso en los brazos solícitos de la madre, para ver caer el telón caracterizados de ancianos indefensos. La rueda de la vida cumple su giro completo y nosotros terminamos "sin dientes, sin ojos, sin gusto, desposeídos de todo". Al igual que en la obra de Shakespeare, entre el nacimiento y la muerte, pasamos por la niñez, la adolescencia, la juventud, la madurez y la vejez.
Podemos dividir la vida en tantas edades o períodos como deseemos. Podemos emplear para medirla años, décadas o los hitos de nuestro desarrollo físico o de nuestra evolución mental. Sin embargo, el esquema preciso de cualquier papel individual no puede ser escrito hasta que el papel ha sido representado en toda su extensión. Cada etapa de nuestra vida depende de las anteriores, de las experiencias vividas, recuerdos, educación, crianza, tipo de alimentación recibida, enfermedades sufridas y de otros factores que nos impone el ambiente que nos rodea. Alrededor de una cuarta parte de nuestra vida está dedicada al desarrollo de las facultades propias del ser humano y a la adquisición de la madurez física y emocional. Crecen nuestros cuerpos y adquieren habilidades físicas e intelectuales. Nos convertimos en seres capaces de procrear a otros seres y de asumir las responsabilidades que ello conlleva. Y tan pronto como alcanzamos la madurez, comienza lo queramos o no, nuestro declive físico de forma sutil pero inmediata. La mediana edad va acompañada, sin embargo, de nuevas satisfacciones y realizaciones, que solamente la experiencia y la sabiduría acumuladas pueden otorgarnos.
En los años de declive, la capacidad física disminuye inevitablemente, pero el intelecto mantiene, a menudo, su vigor. La tercera edad lleva consigo su propia carga de orgullo y un sentimiento de renovada alegría de vivir. Con la vejez, llega así mismo una agradecida aceptación de la inexorabilidad de la muerte y la desaparición del temor hacia ella. Gracias al progreso de la medicina, las edades de la vida se prolongan. La enfermedad está siendo vencida y la calidad de la existencia está mejorando en todos sus aspectos al elevarse el nivel de vida. Durante el último siglo se produjeron notables cambios en el patrón de crecimiento y de envejecimiento; así, por ejemplo, la edad de aparición de la menarquía y de la menopausia ha variado. Pero sólo podemos hacer conjeturas acerca de cómo será el futuro del ser humano y esperar sencillamente que sabremos evitar los peligros inesperados inherentes a una sociedad en que el progreso tecnológico es vertiginoso.