11 de noviembre de 2007

La utopía de la Revolución Francesa

La revolución que estalló en Francia hacia 1789 forma parte del gran movimiento revolucionario que alcanzó a todo Occidente. Fue de la misma naturaleza que las restantes, aunque mucho más in­tensa. Esta diferencia cuantitativa se basa en dos hechos funda­mentales: el lugar ocupado por Francia durante el siglo XVIII en el concierto de las naciones, y las relaciones de las clases sociales francesas entre sí.
Por su superficie, Francia era mucho más extensa que cual­quiera de los restantes países alcanzados anteriormente por la re­volución, exceptuando los Estados Unidos; además, los superaba a todos, y con bastante diferencia, por su población. Según pare­ce, en 1789 Francia tenía un exceso de población, lo cual serviría para explicar el hecho de que la revolución tomara allí el cariz de una revuelta del hambre.
Las rentas del Estado, aun cuando su insuficiencia fuese una de las causas de la revolución, eran más importantes que las del Reino de Gran Bretaña, el doble que las de los Estados de la Casa de Habsburgo, el triple que las de Prusia, Rusia, Provincias Unidas o España, y veinticinco veces superiores a las de Estados Uni­dos. En el terreno intelectual, la preponderancia de Francia en Occidente era abrumadora, la mayoría de los filósofos del si­glo XVIII había escrito sus obras en francés, y la lengua francesa era, en aquella época, la lengua universal.
En cambio, la situación que ocupaban en el Estado la burgue­sía y el campesinado no correspondía a la función económica ni a la fuerza real de estas dos clases sociales. Mientras que la bur­guesía, desde principios del siglo XVIII, había ido aumentando in­cesantemente en número y riqueza, era, en cambio, cada vez más postergada de las funciones públicas importantes. Mientras que en el siglo XVII la burguesía había suministrado al Estado minis­tros de la talla de Jean Baptiste Colbert (1619-1683), multitud de intendentes, muchos magistrados en los Parlamentos, oficiales al ejército y a la marina y prelados a la Iglesia, en el siglo XVIII todos estos puestos eran re­servados a la nobleza; en último lugar, las reformas efectuadas por el conde de Saint-Germain (1696-1784) en el ejército y las de Antoine de Sartine (1729–1801), en la marina habían concedido prácticamente a la nobleza el monopolio de todas las graduaciones.
No cabe duda de que la burguesía po­día conseguir que le fueran otorgadas posiciones de nobleza, lo cual procuraba siempre comprando los cargos; pero al hacer esto desviaba del comercio y de la industria capitales que hubiese podido utilizar para tales fines, lo cual retrasaba el desarrollo económico de Francia, y la burgue­sía era consciente de tal consecuencia. La situación de la burgue­sía francesa era, pues, muy distinta a la de la burguesía británi­ca, que participaba ampliamente en el gobierno y en la mayor parte de las funciones estatales desde 1640, y aún era peor en compara­ción con las posiciones que ocupaban ya las burguesías america­na y holandesa. La burguesía francesa estaba, más que cualquier otra, animada por el violento deseo de hacerse con el poder. Si la nobleza tendía a monopolizar los cargos, ello se debía a que, durante el siglo XVIII, le resultaba cada vez más difícil vivir de sus rentas, debido al alza constante de los precios desde 1730. Para acrecentar sus rentas, esta clase procedió a exigir con ma­yor aspereza que nunca las rentas feudales que se le adeudaban. La reacción aristocrática se caracterizó por una reacción feudal particularmente aguda. Los cam­pesinos, que soportaban el peso principal de tales cargas, eran los más oprimidos. Además, la intensidad del incremento poblacional originó entre los campesinos una necesidad de tierras difícil de satisfacer precisamente en el momento en que los señores, cuan­do se procedía a repartir las tierras comunales, se hacían atribuir el tercio de las mismas y, para aumentar sus rentas sobre las tie­rras, tendían a agrupar sus propiedades en grandes fincas. Así pues, burgueses y campesinos franceses, esgrimiendo diferentes motivos de queja, sentían un odio parecido contra la nobleza y, en general, se aliarían contra ella. Esta unión es la característica específica de la Revolución francesa y la que explica su éxito.
1789 es la fecha en la cual, tradicionalmente, los historiadores sitúan el comienzo de la
revolución francesa. De hecho, ésta había empezado dos años an­tes, aunque con la apariencia de una revuelta de la oposición aristocrática al gobierno que, cuando se desunió y debilitó, fue sustituida por una revuelta de la burguesía, rápidamente apoyada por una gigantesca oposición campesina. La unión momentánea de estos tres grandes movimientos, a principios de agosto de este mismo año, dará por resultado el hundimiento del anti­guo régimen y la proclamación de los principios sobre los cuales habrá de fundamentarse no sólo el nuevo régimen de Francia, si­no también el de toda la Europa moderna. Así, la revolución francesa iba a ser infinitamente más radical que en los demás países y mucho más pródiga en consecuencias duraderas.El año 1789 empezó con la organización de las elecciones a los Estados Generales (el clero, Primer Estado; la nobleza, Segundo Estado y la burguesía, Tercer Estado), cuyas modalidades fueron fijadas por el re­glamento del 29 de enero. El derecho al voto era muy amplio, pues bastaba tener veinticinco años y figurar en la lista de contribuyentes. No se exigía condición alguna de riqueza para ser elegido. Sin embargo, el sufragio para los diputados del Tercer Estado com­portaba diversos grados. Los electores debían confiar a sus re­presentantes cuadernos en los cuales expondrían sus quejas. Las elecciones y la redacción de los cuadernos se llevaron a cabo con la más absoluta libertad. En los cuadernos de las parro­quias la burgue­sía pudo, gracias a su influencia, lograr la inscripción de sus rei­vindicaciones esenciales: voto de una constitución y supresión de los privilegios; en algunos de ellos se solicitaba también el libera­lismo económico. La forma monárquica de gobierno no era discu­tida por nadie. Pero en los 40.000 cuadernos redactados por las asambleas primarias se encontraban las quejas unánimes de los cam­pesinos contra el régimen feudal francés. Las elecciones y la redacción de los cuadernos mantuvieron la agitación. La crisis económica, la peor que Francia había conocido desde hacía medio siglo, imponía, por otra parte, la realidad de sus miserias. Un violento motín estalló en el arrabal de Saint Antoine en París el 28 de abril. También en las provincias menu­deaban los alborotos más o menos virulentos, débilmente repri­midos por las fuerzas armadas, víctimas también de la crisis.
No parece que estos desórdenes repercutieran sobre las elec­ciones. Los diputados fueron exclusivamente miembros del clero, de la nobleza y de la burguesía; entre las de esta última, los hom­bres de leyes formaban una amplia mayoría. La diputación de la nobleza contaba entre sus miembros algunos nobles liberales, tales como Marie Joseph du Motier, Marqués de La Fayette (1757-1834). Otro noble, conocido por su vida agitada y por su punzante oratoria, Honoré Riquetti, conde de Mirabeau (1749-1791), había sido elegi­do por el Tercer Estado de Aix-en-Provence. Se destacaban también el abate Emmanuel Sieyés (1748-1836), elegido por el Tercer Estado de París, cuyo folle­to titulado "¿Qué es el Tercer Estado?" acababa de elevarlo a la celebridad, y el obispo de Autun, Charles Maurice de Talleyrand (1754-1838). Muy pocos diputados del Tercer Estado eran conocidos fuera de sus respecti­vas provincias. No hubo ni un solo campesino ni un solo artesa­no que fuese elegido para ser diputado en los Estados Generales. El 5 de mayo de 1789, los Estados Generales fueron inaugura­dos solemnemente por el rey Luis XVI en Versalles. Desde el principio se trabó un largo debate que, en apariencia, se refería al procedi­miento, pero que de hecho comprometía la existencia y eficacia de los Estados Generales. Ante la negativa de los estamentos pri­vilegiados a renunciar a sus privilegios, los diputados del Tercer Estado consideraron que ellos representaban el 98% de la nación y declararon, el 17 de junio, que se constituían en Asam­blea Nacional. Atribuyéndose en seguida la aprobación de los im­puestos, confirmaron provisionalmente los que ya existían: era una advertencia en el sentido de que, si el rey o los privilegiados no admitían sus proyectos, podrían proclamar la huelga del impuesto, amenaza verda­deramente grave para el gobierno real.
No obstante, Luis XVI, aleccionado por su séquito, decidió anu­lar por la fuerza las decisiones del Tercer Estado. El 20 de junio ordenó la clausura de la sala de reuniones. Los diputados se dirigieron entonces al Salón del Juego de Pelota -lugar que servía para recreo de los cortesanos-, en el cual, y por iniciativa del diputado Jean Joseph Mounier (1758-1806), prestaron en medio del entusiasmo casi uná­nime de los allí congregados, el juramento solemne de "no sepa­rarse jamás y reunirse en todos los lugares que las circunstancias exigiesen, hasta que la constitución fuese establecida y asegurada sobre fundamentos sólidos".
Luis XVI pareció transigir. Permitió que el clero y los nobles liberales se uniesen a los "comunes" e incluso, el 27 de junio, invi­tó a los rebeldes a formar una Asamblea Nacional que, des­de aquel momento, tuvo la aprobación real. Pero aquello era sólo una estratagema para ganar tiempo y re­unir a las tropas alrededor de la capital. Los movimientos de tropas aumentaron la inquietud que se había apoderado del ánimo de todos ante el espectáculo de la impotencia de los diputados. Cam­pesinos y burgueses comprendieron en seguida que todos los pri­vilegiados se coligaban para resistir a las reivindicaciones popula­res, que iban a obtener del rey la disolución de los Estados Gene­rales y que existía un complot aristocrático dirigido contra la voluntad del pueblo.
Desde principios de julio, un miedo colectivo sacudió todas las regiones campestres normandas. En todas las ciudades, y prin­cipalmente en París, la exaltación alcanzó su punto culminante. Los aristócratas y sus agentes empezaron a ser amenazados. En esta atmósfera sobrecargada se supo, el 11 de julio, la noticia de la destitución del Director General de Finanzas Jacques Necker (1732-1804), preludio del golpe de fuerza maquinado por el rey.Aquélla fue la chispa que hizo estallar la pólvora. El pueblo de París se sublevó y el 14 de julio, tras asaltar los depósi­tos de armas y haberse apoderado de ellas, se lanzó a la toma de la Bastilla, que era no sólo un arsenal, sino también una prisión del Estado, símbolo de la arbitrariedad real. Los parisienses rebel­des formaron una municipalidad insurreccional, una guardia nacional y adoptaron una escarapela en la cual, a los colores azul y rojo de la ciudad de París, añadieron el blanco de los Borbones. Luis XVI, sorprendido por la magnitud de la revuelta, volvió a lla­mar a Necker al gobierno y llegó a París el 17 de julio, sancionan­do así los hechos consumados.
La revolución se extendió por toda Francia como un reguero de pólvora. En todas las provincias, el pueblo en armas se hizo con los poderes municipales. Los campesinos asaltaron los casti­llos y exigieron, para quemarlos, los viejos manuscritos en que fi­guraban los derechos feudales. Si se les oponía resistencia, llega­ban a veces hasta a incendiar las mansiones señoriales, desencadenándose durante la segunda quincena de julio, en las tres cuar­tas partes de Francia, ese extraño fenómeno conocido con el nom­bre de "la grande peur" (el gran terror).
A la revolución aristocrática, que desde 1787 atacaba el abso­lutismo real; a la revolución de los juristas y de los legistas, que desde el 5 de mayo creía hacer triunfar los principios de la liber­tad e igualdad de derechos con los únicos métodos del procedi­miento legislativo, le sucedía la más violenta subleva­ción popular que Francia había conocido a través de los siglos. Los burgueses, únicos representantes del Tercer Estado en la Asam­blea Nacional, tenían la intención de redactar metódicamente una constitución que proclamase, junto con la libertad individual y la igualdad ante la ley, el respeto a la propiedad privada. Entonces se apercibieron, con espanto, que la propiedad estaba amenazada en sí misma, pues los derechos feudales y los diezmos, cuya aboli­ción inmediata se exigía, eran propiedades.
Tuvo que ser alterado todo el programa de trabajo que la Asam­blea Nacional había elaborado a principios de julio. Pareció mu­cho más urgente poner fin a la insurrección campesina, ya que, de no actuar así, hasta la propiedad burguesa estaría amenazada. Entonces, los diputados del Tercer Estado defendieron las reivindi­caciones campesinas más esenciales con el fin de encauzar el movimiento revolucionario, surgiendo así uno de los aspectos más originales de la revolución ya que esta alianza tácita entre la burguesía y el campesinado, permitió a la revolución alcanzar de golpe sus resultados más definitivos. Durante la noche del 4 de agosto, bajo la influencia de los diputados del Tercer Estado y de algunos nobles liberales, la mayoría de los representantes de la nobleza y del clero accedió a los "sacrificios" esperados por Francia con tanta impaciencia. En medio del entusiasmo general, la Asamblea decretó la abolición del régimen y de los privilegios, la igualdad ante los impuestos y la supresión de los diezmos. Estas espectaculares decisiones fueron difundidas rápidamente por mi­les de periódicos y folletos y tuvieron las más profundas repercusiones al conseguir que las revueltas rurales se apaciguaron y la Asamblea pudiese reanudar con calma sus trabajos.Los constituyentes -como se llamó desde entonces a los dipu­tados- habían resuelto empezar su obra por medio de una declaración de derechos, de la misma forma que lo habían hecho los constituyentes norteamericanos. Pero hay una di­ferencia notable entre la Declaración francesa de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, cuya redacción fue concluida el 26 de agosto, y las declaraciones norteamericanas. Estas últimas no supera­ban la fase puramente localista; los diputados franceses, por el contrario, quisieron que su obra fuese válida para toda la humanidad. Desde 1789, la Revo­lución en Francia se distinguió de las anteriores en Occi­dente por su carácter universalista. La Declaración francesa fue redactada en términos tales que pudiese ser aplicada a todos los países y en cualquier época. Era tan válida para una monarquía como para una república y era auténticamente universal, lo que le confirió grandeza y le aseguró presti­gio.
La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano es, sin duda, la obra de una clase social: la burguesía. Pero tam­bién es cierto que las circunstancias influyeron sobre ella. A la vez que condenaba los abusos del antiguo régimen, era la base so­bre la cual se asentaba el nuevo orden. Colocada bajo la protec­ción del Ser Supremo, mantuvo la primacía del catolicismo y omitió la libertad de la industria y el comercio debido a que los diputados es­taban muy divididos en lo concerniente a esta cuestión.
Aunque fuese redactada por la burguesía francesa del siglo XVIII y en su exclusi­vo interés, superó ampliamente por su alcance los intereses de es­ta clase, las fronteras de Francia y los límites de su época, teniendo grandes repercusiones en el mundo entero.
Este carácter explosivo de la Declaración inquietó al rey, el cual no sancionó más que los decretos del 4 de agosto mientras pensaba nuevamente en organizar un gol­pe de Estado llamando a nuevos contingentes de tropas. Pero a estas concentraciones, acompañadas por un recrudecimiento de la carestía de víveres y del alza de los precios, replicó nuevamente la insurrección del pueblo de París. El 5 de octubre, una manifestación de mujeres, acompa­ñada por la guardia nacional, se dirigió a Versalles, y el 6 llevó consigo a París a la familia real. Desde aquel momento, en el pa­lacio de las Tullerías, el rey era el prisionero y el rehén de los pa­triotas.La Asamblea le siguió a la capital y decidió que la Asam­blea nacional y constituyente era superior al rey y que, por lo tanto, el monarca no podía rechazar una disposición constitucional. De allí en más, iba a ejercer una verdadera dictadura, y durante dos años gobernó soberanamente en Francia, cuyas estructuras políticas, ad­ministrativas, económicas, sociales y hasta religiosas renovó por completo. Sin embargo no tuvo absoluta independencia, ya que en París sufrió intensamente la presión del pue­blo, mantenido en estado de alerta constante, armado desde julio y agrupado en las organizaciones revolucionarias.
Desde principios de septiembre, los patriotas dominaron todas las corporaciones municipales de Francia. Armados, consti­tuyeron milicias, las "guardias nacionales", que desde el mes de agos­to, esbozaron federaciones locales, a partir de noviembre forma­ron federaciones regionales y, finalmente, se reunieron en París, en una grandiosa Federación nacional, el 14 de julio de 1790. Como ciudadanos, los patriotas se reunían para discutir los asun­tos del Estado en los clubes, surgidos frecuentemente de las nu­merosas "sociedades de pensadores", que se habían ido creando desde 1750 inspirados en los clubes ingleses, norteamericanos, ginebrinos y holandeses. Durante los primeros años de la Revolución francesa hubo clubes de todas las tenden­cias y matices políticos, pero los que agrupaban a los patriotas más enérgicos se fusionaron, y se tomó la costumbre de llamarlos ja­cobinos, porque el lugar en donde se reunían estaba en el refectorio del conven­to de los jacobinos, situado en la rué Saint-Honoré.
Estos clubes ejercían una vigilancia activa sobre los asuntos locales, estimulaban a las autoridades, reprendían a los modera­dos y denunciaban a los artistócratas. Pero también se discutía sobre las grandes reformas aprobadas por la Constituyente, las cua­les eran conocidas gracias a las numerosas publicaciones periódi­cas nuevas. La libertad de que disfrutaba la prensa, de hecho, desde mayo de 1789, había permitido la proliferación de periódicos, los cuales representaban a todas las opiniones. La prensa mantenía a los ciudadanos en estado de alerta, y los ciudadanos orientaban a la Asamblea. En tales condiciones, en el período de dos años, desde septiembre de 1789 hasta septiembre de 1791, la Asamblea Constituyente había creado un nuevo régimen, cuyos detalles fue­ron ciertamente efímeros, pero cuyas grandes líneas formaron el armazón de la Francia moderna.