Joe Hill fue el pionero y mártir de una escuela cuyo representante más destacado iba a ser Woody Guthrie (Woodrow Wilson Guthrie, 1912-1967), el legítimo trovador norteamericano, un vagabundo de azarosa biografía, perpetuo viajero en vagones de carga, un nómada que nunca acabaría de sacudirse el polvo de los caminos, autodidacta, peleador e inconformista, siempre dispuesto a meterse en toda clase de líos -generalmente en el bando de los perdedores-, un tipo indisciplinado, generoso, rebelde y heterodoxo, demasiado rebelde y demasiado heterodoxo incluso para el Partido Comunista de Estados Unidos, que no aceptó su solicitud de ingreso aunque lo admitió como columnista en el "Daily Worker". Más de mil canciones hicieron de este cantante, enfermo en un hospital desde 1954, una leyenda y un ejemplo para las nuevas generaciones de cantantes folk. Bob Dylan (Robert Allen Zimmerman, 1941), que le imitaba sin complejos en sus comienzos, tocando simultáneamente la guitarra y la armónica y adoptando su tono nasal de cantar, le dedicó una de sus primeras canciones y perseveró en su estela con los blues hablados de sus primeros tiempos, los "talkin' blues" que Guthrie había reinventado para acompañar sus diatribas más irónicas.
El eslabón perfecto entre Guthrie y los cantantes melenudos de los años sesenta que alimentaban la bohemia neoyorquina, sería Pete Seeger (1919), compañero de fatigas de Guthrie, cantante, autor y sobre todo recopilador y animador de la escena folk. Citado a comparecer, en su momento, ante el tristemente célebre Comité de Actividades Antiamericanas del senador Joseph McCarthy (1908-1957), Seeger declaró que sus ideas políticas y las de sus amigos eran cosa suya y fue juzgado y condenado por desacato al Congreso. Seeger nunca llegó a cumplir las diez penas de un año a las que fue condenado porque la sentencia fue anulada posteriormente, pero su nombre fue subrayado con tinta indeleble en todas las listas negras, unas listas que sobrevivieron al inquisidor McCarthy y a su Caza de Brujas y siguieron demostrando su utilidad muchos años después. La Guerra Fría no consiguió enfriar totalmente a los rebeldes aunque sus estrategas hicieran todo lo posible, legal o ilegalmente, para acallar sus voces y aislarlos de su público. En los años sesenta la herencia de Joe Hill y Woody Guthrie, a través de Pete Seeger, se convertiría en un valioso legado para los jóvenes inconformistas.
Siguiendo la tradición antibelicista y antimilitarista del movimiento obrero, aquella de que las guerras siempre las pierden los mismos, los de abajo, aunque estén en el bando vencedor, Woody Guthrie y sus compañeros se mostraron reticentes a la entrada de Estados Unidos en el conflicto europeo, pero la amenaza del expansionismo hitleriano, los horrores de la ocupación de Europa, el exterminio de los judíos y el bombardeo de Pearl Harbour, les hicieron cambiar de opinión. Después de la Segunda Guerra Mundial, el mayor delito en Estados Unidos no era ser fascista ni nacionalsocialista; la Guerra Fría estigmatizó preferentemente a los comunistas, una etiqueta que se aplicaba a todos los disidentes, a todos los que empezaban a vislumbrar que el "gran sueño americano" podía convertirse en la más negra de las pesadillas. Pete Seeger, que cantaba canciones de la guerra civil de España, se había convertido en la bestia negra de los nuevos inquisidores. Una parodia de juicio como el que llevó al paredón a Joe Hill, no era posible en los tiempos que corrían, pero Seeger y sus compañeros serían condenados al ostracismo de los medios de comunicación, aislados, boicoteados y perseguidos por expresar en voz alta y con un fondo de guitarras sus ideas y sus críticas. Nuevos discípulos como Joan Baez (Joan Chandos Baez, 1941) o el ya mencionado Bob Dylan, reivindicarían años después el nombre de Seeger, compartirían con él los escenarios y en ocasiones se negarían a actuar si no se le permitía hacerlo a su maestro.
Si las canciones de Hill se centraban, casi exclusivamente en las luchas sindicales de los afiliados a la IWW, las de Guthrie ampliarían considerablemente el espectro temático. El fue el cantor de los inmigrantes, de los jornaleros y los trabajadores temporarios, de los vagabundos y de los marginados. Solía ser irónico pero también épico, y hubiera podido ser un triunfador en el "país del éxito", un ejemplo vivo para corroborar el tópico que presenta a los Estados Unidos como el paraíso de la igualdad de oportunidades. Guthrie se negó a interpretar ese papel, aunque no pudo impedir que algunas de sus canciones se convirtiesen en éxitos discográficos, en ocasiones manipulados y tergiversados en versiones comerciales.
"This land is your land" (Esta tierra es tuya), quizás su canción mas emblemática, resistió todos los ataques sin perder su carisma de himno solidario que le devolvía a Estados Unidos su primitiva imagen de "tierra de todos y tierra de nadie", tierra prometida para los que la trabajan sin distinción de razas, credos o procedencias, tierra de libertad, nación en la que nadie era extranjero porque todos fueron extranjeros un día. Una visión que resultó subversiva y filocomunista porque ponía en entredicho el sagrado dogma de la propiedad privada, porque esa tierra ya no era de todos sino de unos pocos.
Una canción de Pete Seeger, "If I had a hammer" (Si yo tuviese un martillo), alcanzó también los primeros puestos de las listas en las voces melifluas de varios cantantes ocasionales. Seeger, coautor con Lee Hays de esa contundente canción, comprobó que "el martillo de la justicia y la campana de la libertad" repicaban, aunque con menos énfasis, en las discotecas y en las listas de popularidad de las emisoras de radio, en la televisión y en los periódicos, medios en los que Seeger y sus compañeros seguían siendo ignorados o censurados.
Entrados los años sesenta, la causa de los cantantes folk, a quienes algunos puristas empezaron a llamar "cantantes de protesta", se enriqueció con la llegada de nuevas generaciones de jóvenes radicales, cuya inspiración ya no estaba en las fábricas ni en los conflictos laborales, ya que la lucha sindical parecía perdida en las redes de turbias organizaciones de tipo mafioso o directamente manejadas por la mafia. Había otros campos de batalla: la guerra de Vietnam, la lucha por los derechos civiles de los negros, el pacifismo, revitalizado tras la bombas de Hiroshima y Nagasaki, el descontento y el desencanto de millones de jóvenes desertores del "American Way of Life", las inquietudes existenciales de los "beatniks" en huida permanente y las primeras ensoñaciones bucólicas y psicodélicas de los hippies, hijos de las flores, utopistas de una cofradía feliz entre las inmundicias de la sociedad industrial. Casi no hizo falta que llegase el filósofo Herbert Marcuse (1898-1979) para plantear el desplazamiento de la lucha de clases hacia otras áreas. Pareció como que Karl Marx (1818-1883) no había previsto una sociedad de obreros satisfechos con su salario y con su estatus, sin más afán reivindicatorio que la conservación de su puesto de trabajo, unos proletarios conformistas, egoístas y reaccionarios.
Los negros y las minorías raciales, los universitarios y los lumpenproletarios, las feministas, los gays, los pacifistas, los desertores, los vagabundos y los excéntricos, los poetas y los profetas, se convirtieron en los materiales, las bases de una revolución pacífica que parecía dispuesta a tomar el Capitolio sin más armas que sus flores, sus cantos y sus buenas intenciones. La Norteamérica blanca, mientras tanto, seguía pensando, adoctrinada desde los púlpitos y los televisores, que todo aquel alboroto era cosa de negros, judíos y comunistas. Cuando el movimiento fermentó en sus sobrealimentados y mimados hijos en edad universitaria ya era demasiado tarde. Los negros protestones como el compositor de blues Leadbelly (Huddie William Ledbetter, 1885-1949) o el concertista Paul Robeson (1898-1976) pagaron su osadía con la cárcel o el exilio. Robeson, un barítono bajo excepcional que compaginaba la ópera con el gospel, actor de cine y comunista confeso, sufrió primero la persecución y los ataques de los "patriotas" y más tarde el destierro. Para eludir la prohibición de cantar en Estados Unidos, actuó una vez en la frontera de Canadá proyectando su magnífica voz hacia los espectadores congregados al otro lado de la frontera.
Los puristas ortodoxos, arqueólogos del folklore, nunca estuvieron de acuerdo con la adopción del nombre de "folk-singers" por parte de los descendientes de Woody Guthrie y acuñaron para ellos el nombre de "cantantes de protesta", con la vana pretensión de aislarlos en un nuevo gueto. Desde los tiempos de Joe Hill, que actuaba en las concentraciones de los obreros inmigrantes que hablaban todas las lenguas de Europa, las canciones "de protesta" reflejaban las más variadas influencias étnicas y musicales, pero su tronco común se encontraba en las "broadsides", aquellas antiquísimas canciones reivindicativas británicas, impresas en hojas sueltas que contenían proclamas muchas veces anónimas y clandestinas, que tuvieron su apogeo en los siglos XVI y XVII. Las "broadsides" y los salmos religiosos a los que tan aficionados eran los descendientes de los peregrinos del Mayflower formaron una base que, a partir de Woody Guthrie y otros cantantes populares, se fue impregnando de nuevas influencias provenientes del blues, el gospel y las canciones vaqueras, y siempre conservarían las connotaciones religiosas (sobre todo al ser coreadas en las grandes manifestaciones por los derechos civiles o contra la guerra de Vietnam). Bastarda y mestiza, la canción de protesta, el "folk song" comprometido, alcanzaría en aquellos años sesenta su mayor promiscuidad, abriéndose a las influencias que destilaba la psicodelia californiana. California sustituyó a los barrios bajos neoyorquinos y las guitarras eléctricas amplificaron la protesta rompiendo la placidez de los instrumentos acústicos de los cantantes folk. Había nacido el folk-rock, Bob Dylan, su mayor profeta, resume en su trayectoria todas las etapas y se convirtió durante algún tiempo en un traidor para sus ex-compañeros más ortodoxos.
Quien sintetizó muchos de aquellos atributos es el canadiense Neil Young (1945), uno de los músicos más importantes, prolíficos e imprevisibles de la música de las últimas cuatro décadas, extraordinario tanto en su faceta más sensible y acústica como en su ferocidad eléctrica ilustrada por la hiriente y distorsionada sonoridad de su guitarra. Sus notas han transitado aspectos del rock, el pop, el folk, el country, el soul y el blues. Su musicalidad y su factura vocal lastimera y nasal, retrataron con pesimismo la pérdida de la inocencia tras la ruptura del sueño hippie y pusieron al descubierto las necesidades, los gustos y las expectativas de las generaciones que rompieron con el ideal de un gobierno paternalista y una policía protectora. Muchas veces tuvo momentos de convergencia con Bob Dylan, sobre todo en la utilización continuada del sarcasmo como medio expresivo, cuando se hallaban por una u otra razón, sentimentalmente heridos y anímicamente hundidos.
Ambos enlazaron a través de su misteriosas carreras, todas las etapas y todas las influencias, resumiendo un siglo que comenzó con las canciones sindicalistas de Hill y culminó con un retorno a las complicidades acústicas y a las nostalgias bucólicas de los últimos hippies. Ya en el nuevo siglo, poco queda de todo aquello que alguna vez resultó atractivo para millones de personas en todo el mundo. Hoy la protesta parece transitar por otros caminos, mucho menos honestos y considerablemente mucho más comerciales.