23 de noviembre de 2007

J. Edgar Hoover, un vulgar chantajista

John Edgar Hoover nació en Washington el 1 de enero de 1895 y desde 1924 hasta su muerte -el 2 de mayo de 1972- fue el director del FBI (Federal Bureau of Investigation). Durante los 48 años que duró su conducción, se convirtió en el funcionario público más temido de los Estados Unidos.
A su muerte, fue definido como una leyenda y un héroe, pero en realidad era un policía siniestro y un miserable chantajista que durante casi medio siglo mantuvo un régimen de terror y oscurantismo. Fue un feroz enemigo de todo aquello que "oliera" a comunismo, hostil al voto femenino, partidario de la pena de muerte, adversario de la integración racial, guardián de los valores tradicionales del país, opositor a las ideas liberales y perseguidor de homosexuales (a pesar de serlo él mismo).
Nunca en la historia de la humanidad, ni siquiera en la URSS, existió un aparato policial tan sofisticado como el FBI en los tiempos de Hoover, ni tampoco existió jamás en Estados Unidos, un hombre tan poderoso y tan temido como él. Fue un personaje tan sórdido, que incluso inspiraba miedo a los propios presidentes. Por lo menos cinco de ellos fueron abiertamente chantajea­dos por el director del FBI, empezando por Franklin Delano Roosevelt.
En un informe de 450 páginas, Hoover tenía documentación comprometedora sobre las presun­tas actividades izquierdistas de Eleanor, la esposa del Presidente. También había reunido información sobre su militancia a favor de la integración racial y, sobre todo, sus aventuras extraconyugales. En el expediente figuraban una serie de roman­ces -reales o imaginarios- con el escritor"comunista" Joseph Lash, con su chofer negro, con su médico y con dos dirigentes del sindicato de marinos.
También Dwight Eisenhower lo padeció. Hoover tenía información de primera mano sobre las relaciones de Eisenhower con Kay Summersby, la mu­jer que fue su asistente a partir de 1942. La aventura, que co­menzó en Europa durante la guerra, prosiguió después en la Casa Blanca.
Desde que el clan Kennedy ingresó en la Casa Blanca, Hoover se encargó de hacerles saber que estaba al tan­to de su complicidad con la mafia durante la campaña electoral. El chantaje continuó insinuando que conocía las relaciones que mantuvo John Kennedy durante la guerra con la periodista danesa Inga Arvard. El problema residía en que Kennedy formaba parte del departamento de Inteligencia Naval en Washington y que esa escandinava era una asistente habitual a los círculos nazis, era amante de Hermann Goering y había entrevistado en varias opor­tunidades a Hitler. Más tarde, Hoover sugirió que conocía las numerosas aventuras que tuvo Kennedy durante la campaña y, poste­riormente, las "realaciones peligrosas" que vivió con Judith Campbell (ex amante del gángster de Chicago, Sam Giancana), Angie Dickinson y Marilyn Monroe. Con la complicidad de la mafia, pudo colocar micrófonos bajo los lechos de Judith Campbell y Marilyn Monroe para comprometer a John Kennedy. En 1975 se comprobó que Hoover tenía pruebas sobre las 32 aventuras que mantuvo Kennedy durante sus 1.000 días en la Casa Blanca.
El vicepresidente de Kennedy, Lyndon B. Johnson, arrastraba va­rias aventuras extraconyugales cuando llegó a la presidencia. La más conocida de ellas fue su relación con Madeleine Brown, una belleza texana que cono­ció en 1948 en Dallas. En 1963, cuando Johnson accedió a la Casa Blanca, Hoover le sugirió que poseía información sobre sus contactos con la mafia texana y le hizo pensar que tenía in­dicios que demostraban la complicidad de Johnson con los or­ganizadores del asesinato de Kennedy: un personaje vinculado a los dos principales protagonistas de ese episodio -el presunto asesino, Lee Harvey Oswald, y el supuesto vengador Jack Ruby- era Madeleine Brown, una habitante de Dallas que, según afirmaba, había sido amante de Lyndon Johnson durante 21 años. Rastreando en el pasado de Richard Nixon, Hoover había descu­bierto una relación que mantuvo Nixon -cuando era vicepresi­dente- con una azafata de Hong Kong, Marianna Lu. Pero, además, también poseía una nutrida documentación sobre los vínculos de Nixon con la mafia de Las Vegas y Chicago, y con los transportistas de Jimmy Hoffa, que financiaban sus campañas electorales. Hoover sabía igualmente que Nixon había supervisado el primer complot para asesinar a Fidel Castro, urdido por la CIA con ayuda de la mafia durante el último año de la presidencia de Eisenhower, como confirmó en 1975 el Informe del Comité de Inteligencia del Senado. En sentido inverso, la Casa Blanca también apelaba con fre­cuencia a los servicios indecentes del FBI, según la investiga­ción realizada en 1975 por una comisión del Senado. Gracias a ese verdadero proceso póstumo de Hoover, se pudo saber que en 1940, Franklin Roosevelt pidió al FBI que vigilara a los partidarios del coronel Charles Lindbergh, adversario de la entrada en guerra de Estados Unidos junto a los aliados. Harry Truman, por su parte, exigía ser infor­mado de los chismes más sabrosos que cir­culaban en el mundo político de Washington. Dwight Eisenhower -acaso el más serio en ese sentido- había pedido información de­tallada sobre la actividad de todos los políti­cos que se oponían a su política de integración racial. Robert Kennedy, brazo derecho de su hermano John, había au­torizado por escrito la vigilancia telefónica del pastor Martin Luther King y de ciertos periodistas.
Lyndon B. Johnnson también ordenó la vigilancia telefónica del senador republicano Barry Goldwater -su adversario en la elec­ción presidencial de 1964- y de los periodistas más hostiles a la escalada norteamericana en Vietnam, en particular el presen­tador de televisión Walter Cronkite y el célebre comentarista del "New York Times", Joseph Kraft. Richard Nixon intentó apelar al FBI durante el escándalo de Watergate, que estalló poco después de la muerte de Hoover, pero no obtuvo la ayuda que deseaba. Ese sórdido episodio, que finalmente obligó a Nixon a dejar la Casa Blanca en condi­ciones humillantes, también devoró a Patrick Grey, el sucesor de Hoover. El nuevo director del FBI fue incapaz de manejar su primera crisis política con la destreza que había demostrado Hoover durante 48 años para sobrevivir al frente de la organiza­ción más poderosa de Estados Unidos.