Decía el maestro de la narrativa breve Slawomir
Mrożek (1930-2013) en uno de sus cuentos: "Los tiempos han
cambiado. Vivimos en una época de farsa, autoironía y parodia", y sabía de
qué hablaba: nadie mejor que él supo retratar esos tiempos, esa época. Escritor, dibujante, periodista y dramaturgo,
pasó sus primeros años en Borzęcin, su ciudad natal en el distrito
de Brzesko, Polonia. Luego se mudaría a Porąbka Uszewska, donde recibió la
enseñanza convencional católica y, durante la Segunda Guerra Mundial,
a Cracovia, ciudad en la que padecería la ocupación nazi. Allí se graduó
en la Nowodworski Lycée en 1949 para luego iniciar sucesivamente estudios
de arquitectura, historia del arte y cultura oriental, dejando todos ellos
inconclusos. Comenzó publicando dibujos satíricos en 1950 en las revistas "Przekroju" y "Dziennik Polski", siendo luego editor del
semanario "Postepowiec". En 1953 aparecieron sus dos primeros libros de
historias satíricas: "Opowiadania z Trzmielowej Góry" (Cuentos de las montañas
Trzmielowej) y "Półpancerze praktyczne" (Una caparazón apropiada). Tras años
después publicaría "Maleńkie lato" (Pequeño verano), su primer
novela. Se unió al Polska Zjednoczona Partia Robotnicza (Partido Obrero
Unificado Polaco) durante el dominio del estalinismo en su país y se ganó
la vida como periodista político trabajando para la estatal Związek Literatów
Polskich (Unión de Escritores Polacos). A partir de 1957 su carrera literaria
se desdobló en tres facetas: a la de dibujante y narrador le agregaría la de dramaturgo.
Ese año aparecieron la colección de dibujos "Polska w obrazkach"
(Polonia en fotos), el libro de cuentos "Słoń" (El elefante), y su
primera obra teatral, "Policja" (La policía), la que fue estrenada en
el Teatrze Dramatycznym (Teatro Dramático) de Varsovia. Con ella -y las
posteriores- obtuvo rápidamente un resonante éxito popular y sus obras
teatrales comenzaron a representarse en Londres, París y Nueva York. En 1963,
viviendo en Varsovia, decidió desertar y viajó a Italia, para luego pasar a Alemania,
Francia (donde en 1978 obtuvo la ciudadanía) y México. Volvería a Polonia en
1996 (donde sus obras habían sido prohibidas) tras el debilitamiento del
régimen estalinista. Sin embargo la abandonaría definitivamente en 2008 fijando
residencia en Niza, lugar en el que viviría hasta su fallecimiento. Su visión crítica del
mundo contemporáneo la expresó en obras de teatro cuyos personajes, enfrentados
a determinadas situaciones sociales, llevaban hasta el límite la lógica de los
estereotipos que simbolizaban y caían en el absurdo. Sin embargo, fue con sus
cuentos breves y microrrelatos que cimentaría su prestigio internacional. Con
una narrativa sustentada en el humor y la sátira, en lo insólito, sorprendente
y paradójico, en la intertextualidad, en el absurdo, Mrożek reveló la condición
humana en general a través de las creencias distorsionadas de sus personajes,
primero desencantados con el régimen comunista, luego su singular adaptación a
la economía de libre mercado, y finalmente desorientados ante la retórica
democrática con su constante manipulación del discurso. De sus libros de
cuentos más famosos se pueden citar "Deszcz" (La lluvia), "Dwa listy i inne
opowiadania" (Dos cartas y otros cuentos), "Ostatni husarz" (El último círculo
polar) y "Woda" (El agua) entre muchos otros. "Ptaszek ugupu" (El pájaro ugupu)
apareció originalmente en "La lluvia" en 1962.
EL PÁJARO UGUPU
En mi infancia, mi hermano me hizo sentar en una cocina encendida. Eso me incitó, prematuramente, a reflexionar acerca de un gran problema: "el hombre y la naturaleza". La influencia de la temperatura en nuestro comportamiento, no obstante haber actuado como estimulante en la ocasión, no por ello agotó la gama de preguntas a las cuales resolví encontrarles respuesta. ¿Cuál es el lugar del hombre en el gran ciclo de la naturaleza? ¿Cuál es su papel? La porción de calorías que absorbí entonces en la plancha de la cocina, la devolví a la atmósfera por transformación de la energía calórica en fonética, es decir -según mi parecer- en energía cinética, habida cuenta de que la voz consiste en modulaciones, es decir, en movimiento. De tal suerte, ya en la primavera de la vida me impresionó el hecho de que yo mismo fuera un eslabón del circuito natural.
¿Cuáles son los casos en los que el individuo se integra en el juego de los elementos para convertirse en parte integrante de él y cuáles aquéllos en los que conserva las cualidades que le son propias? En una palabra, este margen, esta conexión y esta interferencia entre el hombre y la naturaleza, estaban destinadas a convertirse para mí, gracias a mi hermano, en una verdadera pasión desde mi primera infancia. Para satisfacerla debí hacer esfuerzos puramente prácticos, dominar el conocimiento. Sin ir más lejos, admití como jeroglíficos de la naturaleza a aquellas de sus formas más evidentes: la botánica y, ante todo, la zoología.
Las aspiraciones, las experiencias y las tentativas de las cuales mi pasión secreta -sólo por mí conocida- eran el motor, me granjearon una reputación de sabio bastante estimable ante la gente. Más, no obstante, lejos de sentirme satisfecho, no dejaba de buscar. Ninguno de los resultados obtenidos me parecía suficiente. A esta insaciabilidad, a esta eterna ausencia de respuestas satisfactorias ha de atribuirse el hecho de que, aún cuando ya había cumplido los cincuenta, hubiese emprendido una nueva expedición científica a lo más profundo de una comarca salvaje, en compañía de un solo hombre.
El clima era allí infernal. La flora y la fauna, de una exuberancia asombrosa. Era nuestra base una casilla que se levantaba sobre pilotes en las cercanías de una ciénaga en el mismo centro de la selva virgen. Allí permanecía durante muchos meses acompañado por mi único asistente, el teniente C., luchando contra las mil plagas de la región y prosiguiendo sin desmayo con mis investigaciones relacionadas con el problema que más me apasionaba: el del misterio de la coexistencia y de la interdependencia de las diversas especies animales.
El teniente C. era un joven de muy altos méritos. Sobrellevaba las dificultades, sabía mirar al peligro de frente y había demostrado que era, por añadidura, un observador perspicaz. Llevábamos una vida espantosa. El calor tórrido, los vapores que emanaban de la ciénaga cercana, los ciclones inesperados, la multitud de criaturas y plantas, tanto ponzoñosas como venenosas, las enfermedades, la falta de todo vínculo con el mundo civilizado, la existencia de fieras de todo tipo, tales eran las condiciones en las cuales, no sólo teníamos que vivir, sino también llevar a cabo observaciones exhaustivas. Para nuestra propia seguridad tuvimos que adaptarnos rápidamente a la realidad circundante; asimilarla, aproximarnos, exterior e interiormente, a la naturaleza.
Nuestros rostros se cubrieron de largos pelos. Nuestras uñas, que no recortábamos, parecían garras. Nuestro lenguaje se tornó gutural, animal, inarticulado. En cuanto a nuestros cerebros, olvidamos, simplemente, las sutilezas del intelecto y sólo conservamos nuestro saber profesional. Si queríamos arrancar a la naturaleza sus secretos, debíamos borrar, en parte, las diferencias que había entre ella y nosotros. Por eso mismo, no retrocedía ante la necesidad de hacerle ciertas concesiones momentáneas. Me parecía que siempre estaría a tiempo de dar marcha atrás, que cuando hubiéramos realizado nuestra tarea podríamos volver a la civilización. Nuestros padecimientos alcanzaban su punto culminante entre las once de la mañana y las tres de la tarde cuando, en razón del calor insoportable, debíamos interrumpir nuestro trabajo. Cada uno de nosotros pasaba esas horas a su manera. Yo, totalmente debilitado, me echaba en mi litera, mientras que mi joven amigo se quedaba afuera, a la sombra, donde, según afirmaba, hacía un poquito más de fresco.
Como ya he dicho, hacíamos investigaciones acerca de la coexistencia entre animales. El punto central de nuestras observaciones era una variedad de rinoceronte que, por otra parte, ya está totalmente exterminada. Un solo y único ejemplar vivía en la ciénaga, no lejos de nuestro paradero. Era un animal enorme y solitario, lo cual sabíamos por antiguas crónicas que nuestra experiencia había confirmado. Era extremadamente salvaje y peligroso. Por eso sólo podíamos observarlo a la distancia por medio de gemelos y tomando todas las precauciones de rigor. A poco notamos que alrededor de aquel rinoceronte rondaba sin cesar un zorrillo de pequeño tamaño y pobre apariencia que se deslizaba con bastante frecuencia hacia los pantanos. Tiempo más tarde los vimos encaminarse con reserva hacia las profundidades de la selva virgen.
La aclaración del enigma nos llevó unas cuantas semanas. He aquí de qué se trataba: el zorrillo corría adelante y le señalaba al gigante el lugar donde crecían raíces de rábano silvestre, la golosina favorita del coloso. El rinoceronte, con una sola patada, hendía la tierra y descubría, al mismo tiempo, las entradas a las madrigueras subterráneas de los tejones. El zorrillo, entonces, se metía en la madriguera y consumaba una rápida cópula con la hembra, aprovechando para ello la ausencia del macho que, en esos mismos momentos, se encontraba en lo más espeso del bosque. Así era como el rinoceronte obtenía el rábano que tanto le gustaba, al tiempo que el zorrillo eludía la responsabilidad que hubiera supuesto la fundación de una familia.
Aquello me había impresionado. Como zoólogo que era, conocía el impudor de la inexorable naturaleza, pero allí, donde las condiciones eran las de las edades más primitivas, aquello alcanzaba una intensidad difícilmente soportable. Tracé el siguiente plan de acción; debíamos averiguar cómo sabía el zorrillo la hora a la que los tejones salen de sus madrigueras. De no ser así, no adelantaríamos ni un paso.
Comenzamos por suponer que eran los ratones los que, a su manera, informaban al zorrillo, conscientes de que sería favorable a sus propios intereses que la vida erótica de aquél le tomase tanto tiempo como fuera posible y lo apartase de la preocupación de alimentarse racionalmente. Como se sabe, los zorros se alimentan, entre otras cosas, de ratones. Nuestra suposición era errónea. La naturaleza, al parecer, era mucho más refinada. Eran las pavas reales las que suministraban información al zorrillo. Esas criaturas astutas le informaban acerca de todas las ocasiones que se presentaban porque, sabiendo como sabían lo muy desarrollado que está el espíritu de imitación en sus propios esposos, les ofrecían, de esa manera, la posibilidad de copiar servilmente el comportamiento del zorrillo.
- ¡Es espantoso! -le dije una noche a mi compañero-. Dos sentimientos me invaden. El primero es de asco, de miedo; el segundo, es de admiración, lo quiera o no lo quiera, por la perfecta organización de la naturaleza,
EL PÁJARO UGUPU
En mi infancia, mi hermano me hizo sentar en una cocina encendida. Eso me incitó, prematuramente, a reflexionar acerca de un gran problema: "el hombre y la naturaleza". La influencia de la temperatura en nuestro comportamiento, no obstante haber actuado como estimulante en la ocasión, no por ello agotó la gama de preguntas a las cuales resolví encontrarles respuesta. ¿Cuál es el lugar del hombre en el gran ciclo de la naturaleza? ¿Cuál es su papel? La porción de calorías que absorbí entonces en la plancha de la cocina, la devolví a la atmósfera por transformación de la energía calórica en fonética, es decir -según mi parecer- en energía cinética, habida cuenta de que la voz consiste en modulaciones, es decir, en movimiento. De tal suerte, ya en la primavera de la vida me impresionó el hecho de que yo mismo fuera un eslabón del circuito natural.
¿Cuáles son los casos en los que el individuo se integra en el juego de los elementos para convertirse en parte integrante de él y cuáles aquéllos en los que conserva las cualidades que le son propias? En una palabra, este margen, esta conexión y esta interferencia entre el hombre y la naturaleza, estaban destinadas a convertirse para mí, gracias a mi hermano, en una verdadera pasión desde mi primera infancia. Para satisfacerla debí hacer esfuerzos puramente prácticos, dominar el conocimiento. Sin ir más lejos, admití como jeroglíficos de la naturaleza a aquellas de sus formas más evidentes: la botánica y, ante todo, la zoología.
Las aspiraciones, las experiencias y las tentativas de las cuales mi pasión secreta -sólo por mí conocida- eran el motor, me granjearon una reputación de sabio bastante estimable ante la gente. Más, no obstante, lejos de sentirme satisfecho, no dejaba de buscar. Ninguno de los resultados obtenidos me parecía suficiente. A esta insaciabilidad, a esta eterna ausencia de respuestas satisfactorias ha de atribuirse el hecho de que, aún cuando ya había cumplido los cincuenta, hubiese emprendido una nueva expedición científica a lo más profundo de una comarca salvaje, en compañía de un solo hombre.
El clima era allí infernal. La flora y la fauna, de una exuberancia asombrosa. Era nuestra base una casilla que se levantaba sobre pilotes en las cercanías de una ciénaga en el mismo centro de la selva virgen. Allí permanecía durante muchos meses acompañado por mi único asistente, el teniente C., luchando contra las mil plagas de la región y prosiguiendo sin desmayo con mis investigaciones relacionadas con el problema que más me apasionaba: el del misterio de la coexistencia y de la interdependencia de las diversas especies animales.
El teniente C. era un joven de muy altos méritos. Sobrellevaba las dificultades, sabía mirar al peligro de frente y había demostrado que era, por añadidura, un observador perspicaz. Llevábamos una vida espantosa. El calor tórrido, los vapores que emanaban de la ciénaga cercana, los ciclones inesperados, la multitud de criaturas y plantas, tanto ponzoñosas como venenosas, las enfermedades, la falta de todo vínculo con el mundo civilizado, la existencia de fieras de todo tipo, tales eran las condiciones en las cuales, no sólo teníamos que vivir, sino también llevar a cabo observaciones exhaustivas. Para nuestra propia seguridad tuvimos que adaptarnos rápidamente a la realidad circundante; asimilarla, aproximarnos, exterior e interiormente, a la naturaleza.
Nuestros rostros se cubrieron de largos pelos. Nuestras uñas, que no recortábamos, parecían garras. Nuestro lenguaje se tornó gutural, animal, inarticulado. En cuanto a nuestros cerebros, olvidamos, simplemente, las sutilezas del intelecto y sólo conservamos nuestro saber profesional. Si queríamos arrancar a la naturaleza sus secretos, debíamos borrar, en parte, las diferencias que había entre ella y nosotros. Por eso mismo, no retrocedía ante la necesidad de hacerle ciertas concesiones momentáneas. Me parecía que siempre estaría a tiempo de dar marcha atrás, que cuando hubiéramos realizado nuestra tarea podríamos volver a la civilización. Nuestros padecimientos alcanzaban su punto culminante entre las once de la mañana y las tres de la tarde cuando, en razón del calor insoportable, debíamos interrumpir nuestro trabajo. Cada uno de nosotros pasaba esas horas a su manera. Yo, totalmente debilitado, me echaba en mi litera, mientras que mi joven amigo se quedaba afuera, a la sombra, donde, según afirmaba, hacía un poquito más de fresco.
Como ya he dicho, hacíamos investigaciones acerca de la coexistencia entre animales. El punto central de nuestras observaciones era una variedad de rinoceronte que, por otra parte, ya está totalmente exterminada. Un solo y único ejemplar vivía en la ciénaga, no lejos de nuestro paradero. Era un animal enorme y solitario, lo cual sabíamos por antiguas crónicas que nuestra experiencia había confirmado. Era extremadamente salvaje y peligroso. Por eso sólo podíamos observarlo a la distancia por medio de gemelos y tomando todas las precauciones de rigor. A poco notamos que alrededor de aquel rinoceronte rondaba sin cesar un zorrillo de pequeño tamaño y pobre apariencia que se deslizaba con bastante frecuencia hacia los pantanos. Tiempo más tarde los vimos encaminarse con reserva hacia las profundidades de la selva virgen.
La aclaración del enigma nos llevó unas cuantas semanas. He aquí de qué se trataba: el zorrillo corría adelante y le señalaba al gigante el lugar donde crecían raíces de rábano silvestre, la golosina favorita del coloso. El rinoceronte, con una sola patada, hendía la tierra y descubría, al mismo tiempo, las entradas a las madrigueras subterráneas de los tejones. El zorrillo, entonces, se metía en la madriguera y consumaba una rápida cópula con la hembra, aprovechando para ello la ausencia del macho que, en esos mismos momentos, se encontraba en lo más espeso del bosque. Así era como el rinoceronte obtenía el rábano que tanto le gustaba, al tiempo que el zorrillo eludía la responsabilidad que hubiera supuesto la fundación de una familia.
Aquello me había impresionado. Como zoólogo que era, conocía el impudor de la inexorable naturaleza, pero allí, donde las condiciones eran las de las edades más primitivas, aquello alcanzaba una intensidad difícilmente soportable. Tracé el siguiente plan de acción; debíamos averiguar cómo sabía el zorrillo la hora a la que los tejones salen de sus madrigueras. De no ser así, no adelantaríamos ni un paso.
Comenzamos por suponer que eran los ratones los que, a su manera, informaban al zorrillo, conscientes de que sería favorable a sus propios intereses que la vida erótica de aquél le tomase tanto tiempo como fuera posible y lo apartase de la preocupación de alimentarse racionalmente. Como se sabe, los zorros se alimentan, entre otras cosas, de ratones. Nuestra suposición era errónea. La naturaleza, al parecer, era mucho más refinada. Eran las pavas reales las que suministraban información al zorrillo. Esas criaturas astutas le informaban acerca de todas las ocasiones que se presentaban porque, sabiendo como sabían lo muy desarrollado que está el espíritu de imitación en sus propios esposos, les ofrecían, de esa manera, la posibilidad de copiar servilmente el comportamiento del zorrillo.
- ¡Es espantoso! -le dije una noche a mi compañero-. Dos sentimientos me invaden. El primero es de asco, de miedo; el segundo, es de admiración, lo quiera o no lo quiera, por la perfecta organización de la naturaleza,
- Lo que a mí me impresiona, sobre
todo, es la organización -me respondió el joven, pensativo.
- Un día -proseguí yo-, el hombre
hará irrupción en esta cadena de interdependencias que hay en el seno de la
naturaleza. Introducirá en la espontaneidad inconsciente de los instintos la premisa
de los valores morales. Y sin perturbar el curso de la naturaleza sino al
contrario, pues al constituirse en un eslabón consciente, la dotará de un
contenido nuevo y más noble.
Había otra cosa que no me daba
reposo. ¿Por qué los tejones iban con tanta frecuencia al bosque aun cuando
podían llegar a sospechar que su ausencia tenía consecuencias deplorables para
el desarrollo biológico de su especie? Problema tanto más difícil de resolver
cuanto que, con frecuencia, debía trabajar solo. El teniente había comenzado a
quejarse de jaquecas y de vértigos y con frecuencia divagaba como si tuviese
fiebre y caía en un pesado sueño de piedra entrecortado por sonoros ronquidos. No
pude seguir adelante por más tiempo pues por entonces hicimos un descubrimiento
realmente perturbador. La distracción de los pavos reales, provocada por el
vil comportamiento del zorrillo, era aprovechada por la serpiente pitón para
deslizarse furtivamente en el nido de aquéllos y llevarse los pavitos
pichones.
- ¡Es atroz! -dije esa noche.
El teniente estaba echado en su
litera. Se había sentido muy mal durante todo el día y, por primera vez, había
pasado en la cabaña los momentos -entre las once y las tres- que en general
dedicaba a dar un paseo por las profundidades del bosque.
- ¡Qué tinieblas! ¡Si tan sólo
pudiera saber cuál, en medio de este mundo de deseo brutal y de hambre, es el
lugar del hombre! ¿Qué piensa usted?
- ¡Qué sé yo...! -respondió el
teniente con voz de adormilado.
De pronto, un fuerte golpe
estremeció nuestra cabaña. Tomé mi carabina y miré afuera. Allí, a la luz de la
luna, el gigantesco rinoceronte se frotaba en los pilotes que sostenían nuestra
casa. No se podía perder un segundo. Apunté...
- ¡No tire! -exclamó el teniente
con tono salvaje al tiempo que desviaba el caño de mi carabina-. ¿No oyó
hablar de un pajarito llamado ugupu?
- ¡Usted está loco!
- ¡Si mata al rinoceronte, el pájaro
ugupu morirá!
- ¡Es absurdo!
- La pitón devorará al pájaro
ugupu a menos que esté demasiado ocupada con los pavitos!
- Y bueno, ¿qué importancia tiene?
- ¡Si el rinoceronte deja de ir en
busca del rábano silvestre en compañía del zorrillo, los pavos reales tendrán
más tiempo para dedicarle a su progenie y la pitón devorará al pájaro ugupu.
Ya estaba harto.
- ¡Escúcheme! -exclamé-. ¡Qué me
importa a mí el pájaro ugupu! ¡De un momento a otro el rinoceronte va a tirar
abajo nuestra casilla!
- ¡El pájaro ugupu no es un
pajarito de tantos! Se alimenta de una variedad especial de hojas y, después de
haberlas digerido...
Su voz se quebró.
- ...da alcohol -acabó con un
susurro-. Cien gramos de guano seco del pájaro ugupu por cada medio litro de
agua.
Ya comenzaba a ver claro.
- Y a cambio de eso, ¿qué le hacía al rinoceronte? -exclamé y le puse el caño de mi carabina en el pecho-.
¡Hable! ¡Hable! ¡Y rápido!
- Lo masajeaba, todos los días de
once a tres. Después siempre le daban ganas de rábanos silvestres.
Había comprendido. Ese día, el
teniente había pasado mucho tiempo en compañía del pájaro ugupu y había
descuidado al rinoceronte, el cual, privado de su masaje, había venido a
recordárselo. Media hora más tarde, después de haber sido masajeado por el
teniente ante mis propios ojos, se fue satisfecho. El teniente se rehusó a
volver a la civilización. La naturaleza se lo tragó. Fue mucho tiempo después,
en cambio, cuando supe por qué los tejones abandonan con tanta frecuencia sus
madrigueras para internarse en el bosque: lo hacen para que los dejen en paz.