A finales de los años '60,
cuando una parte importante de la obra de Bioy Casares faltaba aún
desarrollarse, en "Bioy Casares. Adversos milagros" el escritor y
crítico literario argentino Enrique Pezzoni (1926-1989) la definía como
describiendo "una parábola gobernada por un ideal de austeridad".
Según afirma Judith Podlubne (1968), profesora de Análisis del Texto en la
Facultad de Humanidades y Artes de la Universidad Nacional de Rosario,
"aunque no puede prever en ese momento que será ese mismo ideal el que
llevará a Bioy Casares a simplificar al extremo sus mayores logros literarios,
la observación de Pezzoni advierte con nitidez el rasgo dominante en su
narrativa hasta el final de su carrera. Desde sus renegados inicios hasta sus
últimos relatos, toda la trayectoria de Bioy Casares se presenta como un
aprendizaje orientado hacia la claridad y la sencillez en el estilo y la
composición". Y agrega en su ensayo "Fantasía, oralidad y humor en
Adolfo Bioy Casares": "Desde 'El sueño de los héroes' en
adelante, y con el propósito preciso de descomprimir las severidades de la
trama en sus narraciones, Bioy Casares confiere una importancia especial a la
construcción de los personajes. Menos que interesarse en la morosa descripción
de procesos mentales que identifica al héroe de las novelas psicológicas,
resuelve la cuestión de un modo propio y, en cierto sentido, conciliatorio:
inventa seres que presentan, con asombrosa verosimilitud, 'elementos
conocidos', fácilmente identificables como representativos de algunos tipos
sociales de la cultura argentina, pero que, lejos de intervenir en historias de
corte realista, protagonizan aventuras extravagantes e impredecibles. El
diálogo es el procedimiento privilegiado para 'naturalizar' la construcción de
estos caracteres. A medida que su obra progresa, la utilización de este recurso
se intensifica y la representación de los personajes compromete cada vez menos
la intervención de una voz narrativa. La mayoría de ellos parecen definirse a
sí mismos a través de las conversaciones en las que participan y de la lengua
con la que hablan. Una lengua híbrida, que recrea el habla coloquial de los
barrios pobres de Buenos Aires, y en la que se mezclan fórmulas populares,
clisés, giros del lunfardo, expresiones del tango y locuciones rurales, recorre
sus novelas y muchos de sus cuentos".
Ana María Barrenechea (1913-2010), lingüista y crítica
literaria argentina, entendía en "El conflicto generacional
en dos novelistas hispanoamericanos: Adolfo Bioy Casares y Elena
Portocarrero" que el "interés
excluyente que Bioy Casares deposita en el diálogo como procedimiento central
en la configuración de los personajes responde a una búsqueda narrativa
orientada a captar la atención y facilitar la comprensión de un público
progresivamente más amplio. El diálogo facilita un tipo de lectura sin
sobresaltos y de mínimo esfuerzo que anhela para sus narraciones. Tanto en sus
novelas como en sus cuentos, las conversaciones resultan cada vez más directas,
más informales y concisas, y se sostienen en un régimen de preguntas y
respuestas antes que en un intercambio elaborado de opiniones o de estados de
ánimo. De este modo, se convierten con frecuencia en el motor de las historias:
los personajes en uso de la palabra son quienes se encargan de hacerlas
progresar. Ligado al desarrollo de la acción, el diálogo cumple en las
narraciones de Bioy Casares funciones muy similares a las que ejecuta en el
texto dramático". "En el diálogo -explica- las
personas dicen cómo es el asunto, y lo dicen con palabras de todos los días,
que permiten imaginar las cosas, no hay ese escudo de vanidad que de algún modo
interrumpe el fluir del relato y la eficacia de lo que se está contando. Es como
si todo pasara con más facilidad por la mente del lector, en lugar de someterlo
a un orden: aquí una descripción; ahora, acción".
Así, a diferencia de la lengua
formal y elaborada en la que escribían los protagonistas de "La
invención de Morel" y de "Plan de evasión", estos
narradores se expresaron en un estilo coloquial, levemente marcado por
particularidades contextuales. Un estilo que intensificó el carácter oral de la
narración hasta resultar cada vez más terso, más "transparente", y
dio lugar a un particular estilo de prosa conversada con el que Bioy Casares
terminó de desprenderse de todo rastro de solemnidad o afectación que pudiese
alejar al lector. Añade más adelante Podlubne en el ensayo antes citado: "Con los
cuentos de 'La trama celeste' -los más elaborados de toda su obra- Bioy Casares
experimenta por primera vez una creciente incomodidad ante ese modo del relato
fantástico centrado en la construcción de 'invenciones rigurosas, verosímiles,
a fuerza de sintaxis', que dominó su perspectiva sobre el género durante los
años cuarenta. La sospecha de estar componiendo, conforme a un oficio
mecánicamente aprendido, cuentos de tramas cada vez más complejas e
intrincadas, se continúa durante la escritura de los relatos de 'Historia
prodigiosa' y motiva, poco tiempo después, una ruptura relativa y
circunstancial con las convenciones del género defendidas hasta ese momento.
'Guirnaldas con amores' (1959), un libro misceláneo en el que alternan
fragmentos y aforismos de índole variada con cuentos breves y de arquitectura
menos rígida, concreta ese alejamiento momentáneo de un modo ostensible. El
componente fantástico, dominante en sus historias anteriores, es desplazado de
estos relatos por la otra gran constante temática que su literatura viene
desarrollando desde la década anterior, la sentimental".
Aquel secreto malentendido en
que se fundaban las relaciones amorosas, la falta de correspondencia entre el
enamorado y su objeto, tan palpables en "La invención de Morel",
fueron dando paso en las historias posteriores de Bioy Casares a imágenes
convencionales de la vida sentimental, en las que primó una perspectiva más
superficial y desdichada del amor. Aunque no renunció del todo a la
perspectiva del relato fantástico, los cuentos de "El lado de la
sombra" (1962), "El gran serafín" (1967) y "El héroe de las
mujeres" (1978), presentaron tramas más simples y diáfanas, en las que
dosificó con equilibrio los misterios fantásticos y los efectos sentimentales,
exhibiendo un tono narrativo cada vez más afable que luego dominaría por
completo sus últimas narraciones. Con "Historias desaforadas" (1986) y
"Una muñeca rusa" (1990), los relatos de Bioy Casares consolidaron de
un modo definitivo esa nueva vuelta sobre el género. El tratamiento paródico,
humorístico y hasta grotesco de sus temas más característicos se tornó un componente
decisivo en la invención de las anécdotas y en la resolución de los relatos.
Sus últimas obras, "Un campeón desparejo" (1993) y "Una magia
modesta" (1997), si bien puede achacárseles cierta trivialidad en las
tramas, conservaron la magistral fluidez de su
escritura narrativa. De los grandes escritores queda siempre la fascinación de
su universo ficcional, la seducción de su escritura, su imagen de autor y el
aura de una vivaz visión social de su época. Bioy Casares reunió con holgura
todas estas cualidades.
Osvaldo Soriano
(1943-1997). Narrador y periodista argentino
nacido en Mar del Plata. Pasó su infancia y adolescencia en su ciudad natal y
en las provincias de San Luis y Río Negro, cuyos paisajes evocaría en su obra y
en sus columnas periodísticas. Fue futbolista y, tras variados empleos, se
dedicó al periodismo político, deportivo y cultural. En 1969 se trasladó
a Buenos Aires para integrarse a la redacción de la revista "Primera
Plana", colaborando además en otras como "Panorama" y
"Confirmado", en los diarios "El Eco de Tandil",
"Noticias", "El Cronista" y "La Opinión", y como
corresponsal de "Il Manifesto" de Italia. En 1973 publicó su primera
novela, "Triste, solitario y final". Considerada su mejor obra, sería
traducida a doce idiomas. Tras el golpe militar de 1976, abandonó Argentina y
vivió en México, Bruselas y París. No regresó al país hasta 1984 tras el
advenimiento del gobierno democrático. Desde entonces y hasta su muerte
colaboró en el diario "Página/12". Durante su exilio europeo había
publicado "No habrá más penas ni olvido" (1978) y "Cuarteles de
invierno" (1980) -ambas elogiadas y varias veces reeditadas en Italia-,
las que recién se conocerían en Argentina en 1983. Al año siguiente apareció
"Artistas, locos y criminales" y, en 1988, "Rebeldes, soñadores
y fugitivos", dos colecciones de textos e historias de vidas. Ese mismo
año publicó la novela "A sus plantas rendido un león", con un enorme
éxito editorial. Luego publicaría "Una sombra ya pronto serás"
(1990), "El ojo de la patria" (1992), "Cuentos de los años
felices" (1994), "La hora sin sombra" (1995) y "Piratas,
fantasmas y dinosaurios" (1996). Varias de sus novelas, publicadas en
veinte países y traducidas a más de quince idiomas, fueron llevadas al cine. Su
narrativa se apoyó tanto en la construcción de personajes y diálogos
(artificios clásicos del género novelesco) como en la utilización de un estilo
llano y fácilmente asimilable para el lector (lineamientos propios del
periodismo). Cuando apareció "La hora sin sombra", Bioy Casares le
escribió una carta a Soriano. Decía textualmente: "Buenos Aires, 15 de
diciembre de 1995. Señor Osvaldo Soriano. Querido amigo: Usted me ha llevado,
con mano segura y delicada, a lo largo de situaciones, de aventuras extrañas,
divertidísimas, hasta la última línea de la última página de su espléndida
novela. El personaje del padre me parece muy grato, muy logrado. Hoy, cuando
emprenda otras lecturas, echaré de menos el magistral ritmo de 'La hora sin
sombra'. Lo felicito. Adolfo Bioy Casares". Ángel Chiatti (1946),
escritor y crítico cinematográfico italiano muy amigo de Soriano, recordó en
una entrevista realizada en Mar del Plata en agosto de 1998 que éste lo llamó,
una noche alrededor de las tres de la mañana, para decirle: "Mira,
discúlpame, yo tenía que comentarte algo porque me salgo de la vaina. Si no lo
comparto me voy a morir ahogado". "¿Pero qué te pasa?", le dije.
"Me mandó una carta Bioy Casares". La emoción de Soriano provenía de
la carta: con letra imprecisa y toda movida Bioy Casares le decía que "La
hora sin sombra" era la mejor novela que había leído en los últimos años.
"Yo le propuse que pusiera ese comentario de Bioy Casares en la contratapa
del libro. Pero me contestó: "No, a mí no me da. Yo te lo comento a vos. A
mí me da mucha vergüenza". "E inmediatamente me dice: "Pero mira
vos che, Bioy quiere decir que todo lo que yo había escrito anteriormente no le
había gustado". Era la habitual autocrítica, tan típica de Soriano. El
respeto y la devoción que profesó por la figura de Bioy Casares los había
expresado en reiteradas oportunidades. Una muestra de ello es el texto
"Bioy Casares. El más perdurable" -aparecido inicialmente en el
periódico italiano "Il Manifesto"-, en el que Soriano trazó un perfil
de Bioy Casares en el que puso en evidencia su fascinación por su admirado
escritor, aquel que "introdujo para siempre a Buenos Aires en el vértigo
de la duda y la perplejidad".
Bioy Casares es el narrador contemporáneo
que más va a perdurar en el tiempo. Mientras la literatura sea digna de ser
llamada por su nombre, Bioy se asomará, cordial y denso, a señalar un camino.
La obra de este coloso de la literatura fantástica describe en varios de sus
cuentos y novelas un Buenos Aires fantástico y aparentemente apacible, una
ciudad que nunca existió y que todavía existe. Un ámbito que Bioy ha recorrido
durante más de sesenta años, barrio por barrio, en busca de personajes y
amores deslumbrantes. Si se recorren ahora las calles porteñas de Bioy se
las encuentra degradadas y desiertas, pero siempre cargadas de extraños
sueños, de un indecible malestar, de una inquietud serena y
aterradora. Buenos Aires es una ciudad decadente y melancólica. En ciertos
barrios se siente esa desazón arbolada que sale de los zaguanes, los adoquines
desparejos y los abandonados rieles del tranvía.
Pasados los años de la caza
nocturna y los treinta mil secuestros silenciosos, los ancianos de Adolfo Bioy
Casares que urdían su desesperada defensa en "Diario de la guerra del
cerdo" pueden volver a caminar sin temor por la ciudad a cualquier hora de
la noche: no se conocen aquí los horrores nocturnos de Nueva York, París o
Londres. Quince años atrás los cafés y las librerías permanecían abiertos toda
la noche y los colectivos recogían cada cinco minutos a los paseantes, pero ese
esplendor ya no volverá. Los patrulleros de la policía recorren las
pizzerías para mendigar la cena del comisario de turno. Los vigilantes tienen
feos bigotes, modales falsamente amables y vigilan de reojo.
Hay algo de irreal en los atardeceres con sol y con luna, algo propicio para
que un mundo de calma cansada se convierta de golpe en la novela de Bioy en
pura inquietud e incertidumbre. La población es hosca y formal; no hay
jóvenes de pelo teñido ni ropas disonantes, ni en las calles ni en la obra de
Bioy. En la "city" los hombres llevan su maletín gastado y cruzan la
calle por cualquier parte, entre colectivos y coches que ignoran todas las
reglas de tránsito. Si alguien cae al suelo fulminado por un infarto se lo
auxilia un poco por curiosidad, un poco por lástima; la ambulancia puede tardar
media hora en llegar, o no llegar nunca. En este mundo de puritanismo
español y perversión siciliana no se encuentran prostitutas, travestis ni
drogadictos de alboroto. La ciudad más embarullada del mundo cuida las formas
de su agonía. Las apariencias son, en la Argentina, la primera preocupación.
Una vez, un general de la dictadura, cansado de encontrar mendigos en la calles
de su provincia, los cargó en un tren y los hizo arrojar en la frontera. Por
ahí deben andar todavía de camino en camino. No existen trenes a horario
ni citas puntuales y los teléfonos rara vez funcionan. Los muros están pintarrajeados
de insultos a Menem y de reivindicaciones gremiales. El porteño que en
"Dormir al sol" se "defendía" arreglando relojes ahora
compra dólares para "zafar". Esa es la palabra que más se
utiliza hoy en Buenos Aires.
Aún quedan algunos lugares cordiales:
los albergues transitorios y ciertos cines de la Recoleta. En los albergues se
puede alquilar la mejor habitación del mundo para un romance de dos horas, que
es un plazo más que razonable. No se admiten personas solas ni de a tres.
Tienen que ser dos y de distinto sexo. Ya casi nadie va al cine y uno
puede sentarse a su antojo en cualquier fila. Allí está, siempre, Adolfo Bioy
Casares. El más grande escritor argentino de este tiempo espera que el fin del
mundo, si llega, lo encuentre a oscuras, en un cine. Años atrás, cuando
recorría cada barrio de Buenos Aires según su talante, solía demorarse en
aquellas salas inmensas ahora convertidas en supermercados o en templos de
apócrifos evangelios.
En el tiempo de su primera juventud,
recuerda Bioy, había tranvías, circos fantásticos y unas misteriosas grutas
artificiales adonde acudían amantes y suicidas. En los teatros de la Avenida de
Mayo daban zarzuela y servían paella valenciana. Gardel estrenaba en la calle
Corrientes los tangos que quedaron para siempre congelados en el tiempo como
toda la ciudad. Bioy -como su amigo Borges- detesta la voz de Gardel y prefiere
los tangos procaces que iba a escuchar cuando era muchacho con choferes de
taxi y porteros de cine. Frecuentaba los teatros de revista de la calle
Comentes cuando todavía no estaba el Obelisco. Allí iba a mirarles las piernas
y el corsé a las coristas, a recomponer una alucinación que lo marcó para toda
la vida: tenía sólo cuatro años cuando una muchacha que le pareció la más
bella del mundo lo condujo a una glorieta y se desnudó para él. Desde entonces tiene dos grandes
pasiones: las mujeres y la literatura. Al evocar esos arrebatos de amor y de
genio hace lo imposible para que su buena estrella no hiera a nadie. No he
conocido otro hombre que respete tanto a sus semejantes. Bioy se incomoda si
alguien lo elogia pero no lo contradice. "Cuando alguien dice que un
libro mío es espléndido, yo, un poco por cortesía y por ser agradable, creo,
por lo menos durante la visita de esa persona, que mi libro es
espléndido". Tal vez ese recato gentil y tímido
lo haya colocado a la sombra de su amigo Borges. Juntos crearon un alter ego,
Bustos Domecq, al que se le deben muchos cuentos inolvidables. Hasta que un día
perdió a aquel cómplice y no hay nadie que pueda llenar ese vacío. Bioy entró
metódicamente en los suburbios y en los libros. Dedicó un tiempo de su vida a
cada lectura y a cada barrio de la ciudad. Buenos Aires ha hecho un culto de
sus esquinas: la de Corrientes y Suipacha o la de San Juan y Boedo, para el
tango. Ciertas calles como Florida y Boedo separaron, al menos en la
mitología, dos corrientes literarias de los años '20. A Borges se lo sitúa en
Florida aunque sus personajes son compadritos del arrabal.
Bioy Casares nació y vive en la
Recoleta, uno de los pocos lugares de la ciudad que todavía se parecen a
Europa. Ahí cerca está el cementerio de notables y patricios, pero el barrio es
artificial y sin encanto. Los personajes de "Historias fantásticas",
"El sueño de los héroes", "Diario de la guerra del cerdo" y
"Dormir al sol" deambulan por regiones más grises y ambiguas en las
que todo es posible: una banal noche de juerga en el apático Parque Chacabuco
se vuelve aventura fantástica en el desolado pasaje Owen que apenas figura en
los mapas. El de Bioy es un Buenos Aires
sobrenatural y siniestro con domicilios precisos en los que se confunden las
fronteras del cielo y el infierno: una iglesia de la calle Márquez 6890, la
casa de Bolívar 971, la confitería Los Argonautas, el club Obras Sanitarias,
la cancha de Atlanta, el cementerio de la Chacarita, el tranvía 24 o el
hipódromo de Palermo. Un viaje en tranvía o un trayecto en taxi con los
personajes de Bioy es un salto al vacío. Si se acompaña por las rutas del campo
a sus viajantes de comercio se corre el riesgo de terminar fusilado por un
pelotón que dispara desde otra dimensión del espacio y quizá del tiempo. Entrar
en un prostíbulo de Barracas, en el Sur, es ingresar en un laberinto que
conduce a una historia circular.
Julio Cortázar, el otro gran
hacedor de geometrías fantásticas, lo admiraba y lo invocaba como a un
maestro. Y no se equivocaba: de todos los novelistas argentinos Bioy es el que
deja una obra más vasta y perdurable que arranca hace medio siglo con "La
invención de Morel". Cortázar nombraba un Buenos Aires que había
abandonado de joven y rehacía en París con una memoria portentosa. Bioy se
apoderó de la ciudad con una mueca de ironía y hasta de compasión: a veces
cuenta que Borges, enamorado del feo Puente de la Noria que cruza el Riachuelo,
lo arrastraba a admirar un paisaje en el que nada hay para ver. Tal vez porque
suponía que ahí se apuñalaban los tahúres. "A veces pasábamos vergüenza
con los amigos extranjeros", dice. Pero si alguien va en busca del
universo de Bioy encontrará también barrios chatos, casas sin gracia y jardines
descuidados.
El paisaje fantástico de sus
cuentos y novelas es puro invento de Bioy, una fundación mitológica e
irrepetible. Por eso en alguna parte del paraíso narrativo Bioy se encuentra y
se abraza con Roberto Arlt, el autor de "Los siete locos" y "Los
lanzallamas", muerto a poco de publicada "La invención de
Morel". Arlt escribía deliberadamente un argot de malas traducciones
españolas y dialogaba en un lunfardo que todavía perdura en cada muchachón desesperado.
Bioy reconoce una apasionada afinidad con aquel suicida que predijo en sus
novelas el desastre argentino. "Sí, definitivamente somos hermanos",
reconoce, y el cuadro de familia, velado por la sombra de Borges, se recompone:
Arlt, Marechal, Cortázar, Sabato, Conti, Bioy (y también el uruguayo Onetti)
respiran un mismo aire de irónica melancolía porteña. Los personajes del Río de la
Plata y sus sueños destrozados están sobre todo en las páginas del Bioy más
fantástico, irónico y sutil. El escritor que introdujo para siempre a Buenos
Aires en el vértigo de la duda y la perplejidad.