23 de mayo de 2014

Apuntes sobre Bioy Casares (12). Osvaldo Soriano

A finales de los años '60, cuando una parte importante de la obra de Bioy Casares faltaba aún desarrollarse, en "Bioy Casares. Adversos milagros" el escritor y crítico literario argentino Enrique Pezzoni (1926-1989) la definía como describiendo "una parábola gobernada por un ideal de austeridad". Según afirma Judith Podlubne (1968), profesora de Análisis del Texto en la Facultad de Humanidades y Artes de la Universidad Nacional de Rosario, "aunque no puede prever en ese momento que será ese mismo ideal el que llevará a Bioy Casares a simplificar al extremo sus mayores logros literarios, la observación de Pezzoni advierte con nitidez el rasgo dominante en su narrativa hasta el final de su carrera. Desde sus renegados inicios hasta sus últimos relatos, toda la trayectoria de Bioy Casares se presenta como un aprendizaje orientado hacia la claridad y la sencillez en el estilo y la composición". Y agrega en su ensayo "Fantasía, oralidad y humor en Adolfo Bioy Casares": "Desde 'El sueño de los héroes' en adelante, y con el propósito preciso de descomprimir las severidades de la trama en sus narraciones, Bioy Casares confiere una importancia especial a la construcción de los personajes. Menos que interesarse en la morosa descripción de procesos mentales que identifica al héroe de las novelas psicológicas, resuelve la cuestión de un modo propio y, en cierto sentido, conciliatorio: inventa seres que presentan, con asombrosa verosimilitud, 'elementos conocidos', fácilmente identificables como representativos de algunos tipos sociales de la cultura argentina, pero que, lejos de intervenir en historias de corte realista, protagonizan aventuras extravagantes e impredecibles. El diálogo es el procedimiento privilegiado para 'naturalizar' la construcción de estos caracteres. A medida que su obra progresa, la utilización de este recurso se intensifica y la representación de los personajes compromete cada vez menos la intervención de una voz narrativa. La mayoría de ellos parecen definirse a sí mismos a través de las conversaciones en las que participan y de la lengua con la que hablan. Una lengua híbrida, que recrea el habla coloquial de los barrios pobres de Buenos Aires, y en la que se mezclan fórmulas populares, clisés, giros del lunfardo, expresiones del tango y locuciones rurales, recorre sus novelas y muchos de sus cuentos".
Ana María Barrenechea (1913-2010), lingüista y crítica literaria argentina, entendía en "El conflicto generacional en dos novelistas hispanoamericanos: Adolfo Bioy Casares y Elena Portocarrero" que el "interés excluyente que Bioy Casares deposita en el diálogo como procedimiento central en la configuración de los personajes responde a una búsqueda narrativa orientada a captar la atención y facilitar la comprensión de un público progresivamente más amplio. El diálogo facilita un tipo de lectura sin sobresaltos y de mínimo esfuerzo que anhela para sus narraciones. Tanto en sus novelas como en sus cuentos, las conversaciones resultan cada vez más directas, más informales y concisas, y se sostienen en un régimen de preguntas y respuestas antes que en un intercambio elaborado de opiniones o de estados de ánimo. De este modo, se convierten con frecuencia en el motor de las historias: los personajes en uso de la palabra son quienes se encargan de hacerlas progresar. Ligado al desarrollo de la acción, el diálogo cumple en las narraciones de Bioy Casares funciones muy similares a las que ejecuta en el texto dramático". "En el diálogo -explica- las personas dicen cómo es el asunto, y lo dicen con palabras de todos los días, que permiten imaginar las cosas, no hay ese escudo de vanidad que de algún modo interrumpe el fluir del relato y la eficacia de lo que se está contando. Es como si todo pasara con más facilidad por la mente del lector, en lugar de someterlo a un orden: aquí una descripción; ahora, acción".
Así, a diferencia de la lengua formal y elaborada en la que escribían los protagonistas de "La invención de Morel" y de "Plan de evasión", estos narradores se expresaron en un estilo coloquial, levemente marcado por particularidades contextuales. Un estilo que intensificó el carácter oral de la narración hasta resultar cada vez más terso, más "transparente", y dio lugar a un particular estilo de prosa conversada con el que Bioy Casares terminó de desprenderse de todo rastro de solemnidad o afectación que pudiese alejar al lector. Añade más adelante Podlubne en el ensayo antes citado: "Con los cuentos de 'La trama celeste' -los más elaborados de toda su obra- Bioy Casares experimenta por primera vez una creciente incomodidad ante ese modo del relato fantástico centrado en la construcción de 'invenciones rigurosas, verosímiles, a fuerza de sintaxis', que dominó su perspectiva sobre el género durante los años cuarenta. La sospecha de estar componiendo, conforme a un oficio mecánicamente aprendido, cuentos de tramas cada vez más complejas e intrincadas, se continúa durante la escritura de los relatos de 'Historia prodigiosa' y motiva, poco tiempo después, una ruptura relativa y circunstancial con las convenciones del género defendidas hasta ese momento. 'Guirnaldas con amores' (1959), un libro misceláneo en el que alternan fragmentos y aforismos de índole variada con cuentos breves y de arquitectura menos rígida, concreta ese alejamiento momentáneo de un modo ostensible. El componente fantástico, dominante en sus historias anteriores, es desplazado de estos relatos por la otra gran constante temática que su literatura viene desarrollando desde la década anterior, la sentimental".
Aquel secreto malentendido en que se fundaban las relaciones amorosas, la falta de correspondencia entre el enamorado y su objeto, tan palpables en "La invención de Morel", fueron dando paso en las historias posteriores de Bioy Casares a imágenes convencionales de la vida sentimental, en las que primó una perspectiva más superficial y desdichada del amor. Aunque no renunció del todo a la perspectiva del relato fantástico, los cuentos de "El lado de la sombra" (1962), "El gran serafín" (1967) y "El héroe de las mujeres" (1978), presentaron tramas más simples y diáfanas, en las que dosificó con equilibrio los misterios fantásticos y los efectos sentimentales, exhibiendo un tono narrativo cada vez más afable que luego dominaría por completo sus últimas narraciones. Con "Historias desaforadas" (1986) y "Una muñeca rusa" (1990), los relatos de Bioy Casares consolidaron de un modo definitivo esa nueva vuelta sobre el género. El tratamiento paródico, humorístico y hasta grotesco de sus temas más característicos se tornó un componente decisivo en la invención de las anécdotas y en la resolución de los relatos. Sus últimas obras, "Un campeón desparejo" (1993) y "Una magia modesta" (1997), si bien puede achacárseles cierta trivialidad en las tramas, conservaron la magistral fluidez de su escritura narrativa. De los grandes escritores queda siempre la fascinación de su universo ficcional, la seducción de su escritura, su imagen de autor y el aura de una vivaz visión social de su época. Bioy Casares reunió con holgura todas estas cualidades.

Osvaldo Soriano (1943-1997). Narrador y periodista argentino nacido en Mar del Plata. Pasó su infancia y adolescencia en su ciudad natal y en las provincias de San Luis y Río Negro, cuyos paisajes evocaría en su obra y en sus columnas periodísticas. Fue futbolista y, tras variados empleos, se dedicó al periodismo político, deportivo y cultural. En 1969 se trasladó a Buenos Aires para integrarse a la redacción de la revista "Primera Plana", colaborando además en otras como "Panorama" y "Confirmado", en los diarios "El Eco de Tandil", "Noticias", "El Cronista" y "La Opinión", y como corresponsal de "Il Manifesto" de Italia. En 1973 publicó su primera novela, "Triste, solitario y final". Considerada su mejor obra, sería traducida a doce idiomas. Tras el golpe militar de 1976, abandonó Argentina y vivió en México, Bruselas y París. No regresó al país hasta 1984 tras el advenimiento del gobierno democrático. Desde entonces y hasta su muerte colaboró en el diario "Página/12". Durante su exilio europeo había publicado "No habrá más penas ni olvido" (1978) y "Cuarteles de invierno" (1980) -ambas elogiadas y varias veces reeditadas en Italia-, las que recién se conocerían en Argentina en 1983. Al año siguiente apareció "Artistas, locos y criminales" y, en 1988, "Rebeldes, soñadores y fugitivos", dos colecciones de textos e historias de vidas. Ese mismo año publicó la novela "A sus plantas rendido un león", con un enorme éxito editorial. Luego publicaría "Una sombra ya pronto serás" (1990), "El ojo de la patria" (1992), "Cuentos de los años felices" (1994), "La hora sin sombra" (1995) y "Piratas, fantasmas y dinosaurios" (1996). Varias de sus novelas, publicadas en veinte países y traducidas a más de quince idiomas, fueron llevadas al cine. Su narrativa se apoyó tanto en la construcción de personajes y diálogos (artificios clásicos del género novelesco) como en la utilización de un estilo llano y fácilmente asimilable para el lector (lineamientos propios del periodismo). Cuando apareció "La hora sin sombra", Bioy Casares le escribió una carta a Soriano. Decía textualmente: "Buenos Aires, 15 de diciembre de 1995. Señor Osvaldo Soriano. Querido amigo: Usted me ha llevado, con mano segura y delica­da, a lo largo de situaciones, de aventuras extrañas, divertidísimas, hasta la última línea de la última página de su espléndida novela. El personaje del padre me parece muy grato, muy logrado. Hoy, cuando emprenda otras lecturas, echaré de menos el magistral ritmo de 'La hora sin sombra'. Lo felicito. Adolfo Bioy Casares". Ángel Chiatti (1946), escritor y crítico cinematográfico italiano muy amigo de Soriano, recordó en una entrevista realizada en Mar del Plata en agosto de 1998 que éste lo llamó, una noche alrededor de las tres de la mañana, para decirle: "Mira, discúlpame, yo tenía que comentarte algo porque me salgo de la vaina. Si no lo comparto me voy a morir ahogado". "¿Pero qué te pasa?", le dije. "Me mandó una carta Bioy Casares". La emoción de Soriano provenía de la carta: con letra imprecisa y toda movida Bioy Casares le decía que "La hora sin sombra" era la mejor novela que había leído en los últimos años. "Yo le propuse que pusiera ese comentario de Bioy Casares en la con­tratapa del libro. Pero me contestó: "No, a mí no me da. Yo te lo comento a vos. A mí me da mucha vergüenza". "E inmediatamente me dice: "Pero mira vos che, Bioy quiere decir que todo lo que yo había escrito anteriormente no le había gustado". Era la habitual autocrítica, tan típica de Soriano. El respeto y la devoción que profesó por la figura de Bioy Casares los había expresado en reiteradas oportunidades. Una muestra de ello es el texto "Bioy Casares. El más perdurable" -aparecido inicialmente en el periódico italiano "Il Manifesto"-, en el que Soriano trazó un perfil de Bioy Casares en el que puso en evi­dencia su fascinación por su admirado escritor, aquel que "introdujo para siempre a Buenos Aires en el vértigo de la duda y la perplejidad".

Bioy Casares es el narrador con­temporáneo que más va a perdu­rar en el tiempo. Mientras la lite­ratura sea digna de ser llamada por su nombre, Bioy se asomará, cordial y denso, a señalar un cami­no. La obra de este coloso de la literatura fantástica describe en varios de sus cuentos y novelas un Buenos Aires fantástico y aparen­temente apacible, una ciudad que nunca existió y que todavía exis­te. Un ámbito que Bioy ha recorri­do durante más de sesenta años, barrio por barrio, en busca de per­sonajes y amores deslumbrantes. Si se recorren ahora las calles porteñas de Bioy se las encuentra degradadas y desiertas, pero siem­pre cargadas de extraños sueños, de un indecible malestar, de una inquietud serena y aterradora. Buenos Aires es una ciudad decadente y melancólica. En cier­tos barrios se siente esa desazón arbolada que sale de los zagua­nes, los adoquines desparejos y los abandonados rieles del tran­vía.
Pasados los años de la caza nocturna y los treinta mil secues­tros silenciosos, los ancianos de Adolfo Bioy Casares que urdían su desesperada defensa en "Diario de la guerra del cerdo" pueden volver a caminar sin temor por la ciudad a cualquier hora de la no­che: no se conocen aquí los horro­res nocturnos de Nueva York, París o Londres. Quince años atrás los cafés y las librerías permane­cían abiertos toda la noche y los colectivos recogían cada cinco minutos a los paseantes, pero ese esplendor ya no volverá. Los patrulleros de la policía recorren las pizzerías para mendi­gar la cena del comisario de turno. Los vigilantes tienen feos bigo­tes, modales falsamente amables y vigilan de reojo.


Hay algo de irreal en los atardeceres con sol y con luna, algo propicio para que un mundo de calma cansada se con­vierta de golpe en la novela de Bioy en pura inquietud e incertidumbre. La población es hosca y formal; no hay jóvenes de pelo teñido ni ropas disonantes, ni en las calles ni en la obra de Bioy. En la "city" los hombres llevan su maletín gastado y cruzan la calle por cualquier parte, entre colectivos y coches que igno­ran todas las reglas de tránsito. Si alguien cae al suelo fulminado por un infarto se lo auxilia un poco por curiosidad, un poco por lástima; la ambulancia puede tardar media hora en llegar, o no llegar nunca. En este mundo de puritanismo español y perversión siciliana no se encuentran prostitutas, travestis ni drogadictos de alboroto. La ciudad más embarullada del mundo cuida las formas de su agonía. Las apa­riencias son, en la Argentina, la primera preocupación. Una vez, un general de la dictadura, cansado de encontrar mendigos en la calles de su provincia, los cargó en un tren y los hizo arrojar en la frontera. Por ahí deben andar todavía de camino en camino. No existen trenes a horario ni citas puntuales y los teléfonos rara vez funcionan. Los muros están pintarrajeados de insultos a Menem y de reivindicaciones gremiales. El porteño que en "Dormir al sol" se "defendía" arreglando relojes aho­ra compra dólares para "zafar". Esa es la palabra que más se utiliza hoy en Buenos Aires.
Aún quedan algunos lugares cor­diales: los albergues transitorios y ciertos cines de la Recoleta. En los albergues se puede alquilar la mejor habitación del mundo para un ro­mance de dos horas, que es un plazo más que razonable. No se admiten per­sonas solas ni de a tres. Tienen que ser dos y de distinto sexo. Ya casi nadie va al cine y uno puede sentarse a su antojo en cualquier fila. Allí está, siempre, Adolfo Bioy Casa­res. El más grande escritor argentino de este tiempo espera que el fin del mundo, si llega, lo encuentre a oscuras, en un cine. Años atrás, cuando recorría cada barrio de Buenos Aires según su talante, solía demorarse en aquellas salas inmensas ahora convertidas en supermercados o en templos de apócrifos evangelios.
En el tiempo de su primera ju­ventud, recuerda Bioy, había tran­vías, circos fantásticos y unas mis­teriosas grutas artificiales adonde acudían amantes y suicidas. En los teatros de la Avenida de Mayo da­ban zarzuela y servían paella valen­ciana. Gardel estrenaba en la calle Corrientes los tangos que quedaron para siempre congelados en el tiem­po como toda la ciudad. Bioy -como su amigo Borges- detesta la voz de Gardel y prefiere los tangos proca­ces que iba a escuchar cuando era muchacho con choferes de taxi y porteros de cine. Frecuentaba los teatros de revis­ta de la calle Comentes cuando todavía no estaba el Obelisco. Allí iba a mirarles las piernas y el corsé a las coristas, a recomponer una alucinación que lo marcó para toda la vida: tenía sólo cuatro años cuando una muchacha que le pa­reció la más bella del mundo lo condujo a una glorieta y se desnu­dó para él. Desde entonces tiene dos gran­des pasiones: las mujeres y la lite­ratura. Al evocar esos arrebatos de amor y de genio hace lo impo­sible para que su buena estrella no hiera a nadie. No he conocido otro hombre que respete tanto a sus semejantes. Bioy se incomoda si alguien lo elogia pero no lo con­tradice. "Cuando alguien dice que un libro mío es espléndido, yo, un poco por cortesía y por ser agra­dable, creo, por lo menos durante la visita de esa persona, que mi libro es espléndido". Tal vez ese recato gentil y tími­do lo haya colocado a la sombra de su amigo Borges. Juntos crea­ron un alter ego, Bustos Domecq, al que se le deben muchos cuentos inolvidables. Hasta que un día perdió a aquel cómplice y no hay nadie que pueda llenar ese vacío. Bioy entró metódicamente en los suburbios y en los libros. De­dicó un tiempo de su vida a cada lectura y a cada barrio de la ciu­dad. Buenos Aires ha hecho un culto de sus esquinas: la de Co­rrientes y Suipacha o la de San Juan y Boedo, para el tango. Ciertas calles como Flori­da y Boedo separaron, al menos en la mitología, dos corrientes litera­rias de los años '20. A Borges se lo si­túa en Florida aun­que sus personajes son compadritos del arrabal.
Bioy Casa­res nació y vive en la Recoleta, uno de los pocos lugares de la ciudad que todavía se pare­cen a Europa. Ahí cerca está el cementerio de notables y patricios, pero el barrio es artificial y sin en­canto. Los personajes de "Historias fantásticas", "El sueño de los héroes", "Diario de la guerra del cerdo" y "Dormir al sol" deambulan por regio­nes más grises y ambiguas en las que todo es posible: una banal no­che de juerga en el apático Parque Chacabuco se vuelve aventura fan­tástica en el desolado pasaje Owen que apenas figura en los mapas. El de Bioy es un Buenos Aires sobrenatural y siniestro con domicilios precisos en los que se confunden las fronteras del cielo y el infierno: una iglesia de la calle Márquez 6890, la casa de Bolívar 971, la confitería Los Argonautas, el club Obras Sa­nitarias, la cancha de Atlanta, el cementerio de la Chacarita, el tran­vía 24 o el hipódromo de Palermo. Un viaje en tranvía o un trayecto en taxi con los personajes de Bioy es un salto al vacío. Si se acompaña por las rutas del campo a sus viajan­tes de comercio se corre el riesgo de terminar fusilado por un pelotón que dispara desde otra dimensión del espacio y quizá del tiempo. En­trar en un prostíbulo de Barracas, en el Sur, es ingresar en un laberinto que conduce a una historia circular.


Julio Cortázar, el otro gran hacedor de geometrías fantásticas, lo admi­raba y lo invocaba como a un maestro. Y no se equivocaba: de todos los novelistas argentinos Bioy es el que deja una obra más vasta y per­durable que arranca hace medio siglo con "La invención de Morel". Cortázar nombraba un Buenos Ai­res que había abandonado de joven y rehacía en París con una memoria portentosa. Bioy se apoderó de la ciudad con una mueca de ironía y hasta de compasión: a veces cuenta que Borges, enamorado del feo Puente de la Noria que cruza el Riachuelo, lo arrastraba a admirar un paisaje en el que nada hay para ver. Tal vez porque suponía que ahí se apuñalaban los tahúres. "A veces pasábamos vergüenza con los ami­gos extranjeros", dice. Pero si al­guien va en busca del universo de Bioy encontrará también barrios chatos, casas sin gracia y jardines descuidados.
El paisaje fantástico de sus cuen­tos y novelas es puro invento de Bioy, una fundación mitológica e irrepetible. Por eso en alguna parte del paraíso narrativo Bioy se en­cuentra y se abraza con Roberto Arlt, el autor de "Los siete locos" y "Los lanzallamas", muerto a poco de pu­blicada "La invención de Morel". Arlt escribía deliberadamente un argot de malas traducciones españolas y dialogaba en un lunfardo que todavía perdura en cada muchachón des­esperado. Bioy reconoce una apa­sionada afinidad con aquel suicida que predijo en sus novelas el desas­tre argentino. "Sí, definitivamente somos hermanos", reconoce, y el cuadro de familia, velado por la sombra de Borges, se recompone: Arlt, Marechal, Cortázar, Sabato, Conti, Bioy (y también el uruguayo Onetti) respiran un mismo aire de irónica melancolía porteña. Los personajes del Río de la Plata y sus sueños destrozados es­tán sobre todo en las páginas del Bioy más fantástico, irónico y sutil. El escritor que introdujo para siempre a Buenos Aires en el vértigo de la duda y la perplejidad.