21 de mayo de 2014

Apuntes sobre Bioy Casares (11). Marcelo Pichon Rivière

En la mayor parte de las obras de Bioy Casares la historia es contada por narradores protagonistas que recurren tanto al diario personal o la correspondencia como al relato de experiencias personales o referidas por terceros. En casi todos los casos, estos narradores hablan en un estilo coloquial de lengua culta con una clara propensión a la reflexión general y recurren con frecuencia a la reproducción de máximas y frases de tono sentencioso, lo que contribuye de alguna manera a crear en los lectores la impresión de estar en contacto directo con alguien que cuenta en voz alta. Al multiplicar las referencias explícitas al acto de narrar tales como anticipar que el narrador ya experimentó lo que va a contar o destacar que lo narrado es algo que efectivamente sucedió, que él protagonizó o conoce y que, además, le interesa contar, Bioy Casares logró, mediante estos procedimientos, que sus historias reprodujesen una de las características que el filósofo, crítico literario y ensayista alemán Walter Benjamin (1892-1940) reconocía como propias de la narración oral en su ensayo "Der erzähler" (El narrador): la condición de que el tema del relato ahonde en la vida misma del narrador para luego extraerlo de ella haciendo que permanezcan sus huellas. "Es inclinación del narrador -sostenía Benjamin- iniciar la exposición de su historia relatando las circunstancias en que tomó conocimiento él mismo de lo que va a narrar, cuando no es que se lo atribuye directamente a su propia experiencia". Así, y a partir del sobrentendido que la relación entre el narrador oral y su oyente está básicamente dominada por el interés de este último en recordar lo narrado para poder más tarde volver a contarlo, se cumple lo que con certeza señalaba en "El laboratorio de la escritura" Ricardo Piglia (1941) sobre que en Bioy Casares el arte de narrar gira sobre un doble vínculo: "Oír un relato que se pueda escribir, escribir un relato que se pueda contar en voz alta".


Marcelo Pichon Rivière (1944). Narrador, poeta y periodista especializado en temas culturales. Por años editor literario del suplemento "Cultura y Nación" del diario "Clarín", su primer libro de poemas fue publicado en 1963 y luego dio a conocer otros como "Los ladrones de agua", "Sombra del tigre", "Referencias", "La memoria de otro cielo", "Imágenes de Boda Blanca", "Piano marino" y "Noche de leves manos". También es autor de las novelas "Territorios" y "La Mariposa y la máscara". Fue invitado a hablar sobre la obra de Bioy Casares por el Instituto de Cooperación Iberoamericana en 1991 y por el Ministerio de Cultura en 1994, con motivo del otorgamiento del Premio Cervantes a dicho escritor, ambos en Madrid. Asimismo ha dado conferencias en Nueva York y en la Universidad Complutense de Madrid, y ha publicado numerosos artículos sobre Bioy Casares en diversos medios gráficos, entre ellos "Bioy Casares. Historia prodigiosa", en la revista "Panorama" de octubre de 1973. Pichon Rivière es probablemente una de las personas que más sepan acerca de la vida y la obra del autor de "El sueño de los héroes". Amigo durante décadas del escritor, realizó la edición anotada de sus obras escogidas titulada "La invención y la trama" y, también junto con Bioy Casares -"alguien difícil de clasificar, de encasillar, ni como autor ni como persona"-, un completo libro de memorias en 1994. "Apuntes acerca de la vida y la obra de un espectador del mundo" apareció publicado en la revista "La Maga" nº 19 en abril de 1996.


La obra de Bioy Casares sigue siendo un conjunto de novelas, cuentos, aforismos, ensayos y re­latos autobiográficos que se pres­ta a múltiples malentendidos y, fundamentalmente, parece desti­nada a ser mal leída o leída con desgano y prejuicios. En otras épocas, cuando Bioy era ignora­do por los medios, los lectores y hasta los escritores, ese destino no era singularmente curioso. Más bien era la lógica consecuen­cia de una ilógica indiferencia. Hoy, mientras las tragedias y los escándalos familiares apa­recen en los diarios como si Bioy fuera una figura del espectá­culo o de la política, y su obra recibe premios y todo tipo de reconocimientos, ese destino ya re­sulta inquietante. Muy distinto fue el caso de Borges. Todos sabíamos que Borges era más citado que leído, y que sus apariciones en público no implicaban necesariamente apa­riciones privadas en la intimidad de una lectura. Pero Borges, val­ga la paradoja, era un escritor poco leído pero claramente ubi­cado en la imaginación de todos los que no lo leían. Borges era el poeta ciego, que escribía cuentos y ensayos eruditos, y que desde la penumbra de su mirada -esa penumbra que lo alejó de la timidez para siempre- podía ha­blar en forma incesante de gau­chos y vikingos, de la muerte y de los sueños. La obra de Borges es comple­ja, densa, poblada de citas secre­tas. Espanta lectores. Pero su vida tiene algo de diáfano mito. Por eso, cuando Borges se volvió una figura pública, su obra también. En Borges, vida y obra son una unidad inquebrantable, que re­siste los embates de la ignorancia y de las simplificaciones. En cam­bio, cuando Bioy Casares se con­virtió en una figura notoria, al alcance de la mano, su obra no lo acompañó en esa dudosa trave­sía. Quedó relegada. Es probable que todo esto se deba a los cambios de rumbo de esa obra, que desconciertan a los lectores y no favorecen la crea­ción de un mito literario.
Bioy Casares no es fácil de clasificar, de encasillar, ni como autor ni como persona. En su vida, se lo conoce por su pasión por las mujeres, la literatura, el cine y el tenis. Hace muchos años solía decir que le gustaría ver el fin del mundo en una de esas canchas rojizas, con rayas y red blancas. Luego comenzó a decir, y ya no paró de repetirlo, que le gustaría estar en la sala de un cine, en esa oscuridad iluminada por la pantalla, cuando el mundo finalizara de una vez por todas. Nunca dijo, y eso es muy revela­dor, que desearía estar en brazos de una mujer cuando llegara ese momento apocalíptico. Bioy es un espectador del mundo. Se sien­te ajeno a sus tragedias, a sus ambiciones, a sus anhelos. Mu­chas veces, también, afirmó que no se enamoró de las mujeres que quiso. El amor, dice, le trajo de­masiados sufrimientos. Y un buen día ya no amó. La casi totalidad de las perso­nas que han llegado a conocer a Bioy Casares se han sentido atraí­das por su persona. Esa actitud aristocrática en la forma de mo­verse y de vestirse. Esa timidez seductora, su gentileza, esa au­sencia de vanidad que es una de los modos más tenues de la vani­dad, su mirada  transparente, ese gesto de pasarse la mano por la cabe­za, desaliñando apenas un corte de pelo impecable, que denota cierta inseguridad.
Para todas las personas que, por un motivo o por otro, no lo han tratado, que­da una imagen ní­tida pero poco in­tensa. Bioy no es una figura que se impone a la distancia. Necesita de la sutileza del encuentro, de los matices de un momento com­partido. Lo mismo ocurre con sus li­bros. Bioy necesita ser leído para ser admirado. Las personas que entran en sus historias se sienten seducidas por su destreza narrati­va, por su forma de matizar los relatos con digresiones siempre ocurrentes y vívidas, por la ma­nera en que introduce lo fantástico en el ámbito de lo cotidiano. Se puede admirar a Borges o Cortá­zar sin haberlos leído. Por supuesto es una simplificación, pero también es un hecho. La erudición de Borges y el humor y la cálida inmediatez de Cortázar, esa instantánea complicidad con el lector, conforman figuras literarias fáciles de comprender. Cortázar también posee una uni­dad inquebrantable entre vida y obra. Bioy necesita lectores y esos lectores se encuentran con una obra indómita a las clasificacio­nes. Cuando trabajé en la edi­ción anotada de sus obras escogi­das, que apareció con el título "La invención y la trama", establecí ciertas etapas en su obra que si­guen pareciéndome válidas para leer sus libros en forma adecua­da. Todo intento de este tipo, por supuesto, se basa en lo relativo de estas afirmaciones, porque hay textos de determinada época que auguran una etapa futura. De to­dos modos, esa especie de mapa esquemático creo que sirve para no perderse en un territorio de prodigios desconcertantes.


En sus primeros libros, escri­tos en la adolescencia, Bioy Casa­res intenta ser un escritor de van­guardia. Son libros ideados en los finales de la década del '20 y comienzos de la del '30, cuando se estaba por producir la gran decantación de los fulgores van­guardistas. Pero Bioy es un muchacho, entusiasta y confundido, y escribe más bien como si estu­viera en los comienzos de la década del '20, en los tiempos de las grandes maniobras de la vanguardia. En 1928 escribe "Vanidad o una aventura terrorífica" y, en 1929, "Prólogo". En 1933 la editorial Tor publica su tercer libro de la serie, "17 disparos contra lo porvenir". Bioy escribe en forma incesante con las banderas de la vanguardia. La vergüenza que luego le despertaron esos libros tal vez explique su actitud con­servadora, su desprecio por toda forma de experimentación con la escritura. Todos los ismos de las vanguardias van a aparecer con el tiempo en satíri­cos retratos de es­critores, como en los cuentos "En memoria de Pau­lina", "El perjurio de la nieve", "Historia prodigiosa" y "La sierva ajena". En una evocación de "Borges, libros y amistad", Bioy narra el momento de su primera transfi­guración. "Entre tantas conver­saciones, recuerdo una de esa re­mota semana en el campo. Yo estaba seguro de que para la crea­ción artística y literaria era indis­pensable la libertad total, la liber­tad idiota, que reclamaba uno de mis autores, y andaba como arre­batado por un manifiesto, leído no sé donde, que únicamente consistía en la repetición de dos pala­bras: "lo nuevo"; de modo que me puse a ponderar la contribución, a las artes y las letras, del sueño, de la irreflexión, de la locura. Me esperaba una sorpresa. Borges abogaba por el arte deliberado, tomaba partido con Horacio y con los profesores, contra mis héroes, los deslumbrantes poetas y pinto­res de vanguardia. Vivimos ensi­mismados, poco o nada sabemos de nuestro prójimo y en definitiva nos parecemos a ese librero, ami­go de Borges, que de treinta años a esta parte puntualmente le ofre­ce toda nueva biografía de principitos de la casa real inglesa o el tratado más completo sobre la pesca de la trucha. En aquella discusión Borges me dejó la últi­ma palabra y yo atribuí la cir­cunstancia al valor de mis razo­nes, pero al día siguiente, a lo mejor esa noche, me mudé de bando y empecé a descubrir que muchos autores eran menos ad­mirables en sus obras que en las páginas de críticos y de cronistas, y me esforcé por inventar y com­poner juiciosamente mis relatos".
Con "La invención de Morel" (1940) Bioy Casares se despide de una vasta obra ilegible, logra una novela perfecta y tiene ape­nas veintiséis años. También inicia una construcción de lo fantástico que responde a esa imaginación razo­nada por la que Borges se incli­naba esa noche de 1936 en el Rincón Viejo, durante esa discu­sión con su joven amigo. Bioy Casares inicia la escritu­ra de "La invención de Morel" en 1937, en el Rincón Viejo, la es­tancia de su padre. Comienza a escribir como quien se siente apes­tado. "Yo buscaba menos el acier­to que la eliminación de errores en la composición y la escritura de 'La invención de Morel'. De algún modo era como si me con­siderara infeccioso y tomara to­das las precauciones para no contagiar la obra. La escribí en frases cortas, porque una frase larga ofrece más posibilidades de error. Creo que estas frases molestaron a muchos lectores y que, en el prólogo a la novela, cuando Bor­ges dice 'la trama es perfecta', hay una clara reserva en cuanto al estilo", confiesa en sus "Memo­rias". La trama de "La invención de Morel" es tejida en el cuerpo de una isla. Isla verbal, también, donde la escritura de Bioy Casa­res se aísla del mundo, de su pasado de palabras muertas. Ro­deado de ese nuevo mar, la ima­ginación razonada, aprende a soñar en la aprensiva vigilia del inventor que no admite el menor detalle gratuito.
Detrás del estilo preciso, de­purado, de los cuentos y novelas escritas a partir de 1937, siempre hay algo desmesurado en Bioy Casares. Citando a Johnson, se declara uno de esos "autores de bárbaros romances que alientan a sus lectores con enanos y con gigantes". En las novelas "La invención de Morel" y "Plan de evasión" (1945) y en los cuentos de "La trama celeste" (1948), la desmesura, el bárbaro romance, es el reino de las invenciones. Los enanos y gigantes que alientan al lector pro­vienen ante todo de un narrador dominado por un inventor. Ama­mos a Faustine, como la ama el protagonista y narrador de la histo­ria, porque es una imagen, una imagen proyectada en forma cor­pórea en la isla. La amamos porque es inasible, vive para siempre en otro tiempo, cíclico y eterno, ape­nas interrumpido por las mareas, cuando el agua del mar se aleja de la costa y la máquina de Morel se detiene. Amamos una invención. No amamos una mujer. Si esta novela apasiona al lector es por la potencia estremecedora de la in­vención y de la trama utilizada para ponerla en escena. En ciertos tramos de "Plan de evasión" y en algunos cuentos de "La trama celeste", la fascinación por narrar es tan intensa como la fasci­nación por inventar, y es allí donde el estilo, el tono del bárbaro roman­ce comienza a transfigurarse. Uno de los cuentos de ese libro, "En memoria de Paulina", da un vivido retrato de la mujer amada, y la construcción fantástica es tan leve y sutil, que necesita del narrador para hacerla creíble.
"El sueño de los héroes" (1954) ya teje la nueva trama del narrador: dibujo en vaivén de lo fantástico donde la irrealidad de la vida, sus fulgores desconocidos y apenas en­trevistos, son tan desgarradores como los diarios afanes de los pro­tagonistas. Se puede pensar que no hay desmesura. Pero no es así. En la luz trémula de lo supuestamente cotidiano el bárbaro romance con­tinúa su gesta. En "El sueño de los héroes" el humor, el preciso registro de la forma de hablar de los personajes, en ningún momento se impone so­bre la trama, las digresiones ilumi­nan cada tramo del argumento y, al final, el hecho sobrenatural es en­tregado al lector de un modo tan diáfano como terrible. La acción de la novela tiende su trágica parábola entre 1927 y 1930. Como en otras tramas de Bioy Ca­sares, el tema de las réplicas y de las repeticiones forma una metáfora del destino. En una carrera, un caballo le depara la fortuna a Gauna. En la tercera noche de borra­chera, luego de un baile de disfra­ces, Gauna entrevé ese instante único. En 1930, se da una repeti­ción -la primera de la serie-: Gauna vuelve a ganar en el hipódromo. "Ascéticamente despojado de má­quinas y operaciones prodigiosas, Bioy Casares narra el más fasci­nante de sus viajes mentales. Un hombre parte en busca de un ins­tante de su pasado porque ese vacío lo atormenta. Al final del viaje descubre que no se ha movido del punto de partida. El pasado ha es­tado siempre junto a él, inmóvil y fluyente, esperando el instante en que los goznes del tiempo estallen para resolverse en presente -el pre­sente más pleno, más real- y desaparecer", dice Enrique Pezzoni en "El texto y sus voces". "El sueño de los héroes" es el triunfo de la trama: la obra mayor de un narrador que domina al in­ventor. La notable reconstrucción del Buenos Aires de los años '20, cada una de las aventuras y dichas menores que se van superponiendo a la aventura fundamental, como aquel viaje al campo y al arroyo, donde Gauna y Clara se aman má­gicamente y dócilmente, el tema del valor y de la cobardía, las diáfa­nas digresiones, el registro minu­cioso de la lengua hablada, van formando esa trama envolvente e intensa, que suscita la fascinación y el deslumbramiento.


En los cuentos de "Historia pro­digiosa" (1956), "El lado de la som­bra" (1962) y "El gran serafín" (1967), hay diversas desmesuras, tramas diáfanas y aterradoras, atenuadas por un tono narrativo cada vez más terso. Luego de una ruptura con el género en los cuentos de "Guirnalda con amores" (1959) y en la novela "Diario de la guerra del cerdo" (1969), su visión de lo fantástico se transfigura. En la novela "Dormir al sol" (1973) y en los cuentos de "El héroe de las mujeres" (1978), "Histo­rias desaforadas" (1986) y "Una muñeca rusa" (1991), Bioy Casares ya no intenta que un hecho fantás­tico resulte creíble y estremecedor. Tiende a que aparezca como increí­ble y hasta absurdo. Lo mismo su­cede -sin un hecho fantástico, pero sí con los recursos del género- en "La aventura de un fotógrafo en La Plata" (1985). "Dormir al sol" es la gran novela del escritor satírico. El hecho fan­tástico ya es sólo un marco donde se colocan imágenes entrañables: el tema de la mujer original y de sus réplicas, el amor como imposibili­dad (amar un cuerpo es tan ilusorio como amar la idea que uno se hace de una mujer, concuerdan Lucio Bordenave y Aldini), los perros y la transparente intimidad de la vida en un barrio.
"¿Por qué ese arraigo en mí de lo fantástico?" se pregunta Bioy en una vieja entrevista. "El horror y la fascinación del primer enfrentamiento con el más allá se mantie­nen frescos. Aunque todo el trato que tenemos con el más allá se limita a la desolación de la muerte, no perdemos la esperanza de en­contrar la llave que, tras media vuelta, depare otros prodigios. Para oponer a la muerte, inaceptable y fantástica, no nos basta la vida en que nos encontramos tan natural­mente. Nos parece, quizá por error, que la vida no pertenece al más allá, y la misma oscuridad de la muerte nos mueve a suponer, simétrica­mente, una luz. Al borde de las cosas que no comprendemos del todo, inventamos relatos fantásti­cos, para aventurar hipótesis o para compartir con otros los vértigos de nuestra perplejidad". En su juventud Bioy Casares se deja dominar por el inventor; en su madurez, por el narrador; en su vejez, por el escritor satírico. De las historias prodigiosas a las historias desaforadas: ésta es la parábola que propone la obra de Bioy Casares. El bárbaro romance es ahora satírico, liviano, escéptico. Los enanos y gigantes somos nosotros, la gente. La trama fantástica es un tenue telón de fondo. Un escenario donde el escritor satírico se siente a gusto.