En
noviembre de 2001 se llevó a cabo en la ciudad de Trelew el XI Congreso Nacional de Literatura Argentina cuyo programa general de actividades ofreció un
nutridísimo programa de exposiciones, talleres, seminarios, charlas y lecturas.
Estudiantes, profesores, críticos, narradores y poetas centraron sus ponencias
en el tema central del congreso: la identidad, tanto en el pasado como en el
presente de la literatura argentina. Fueron sus participantes Arturo Carrera, Esther Cross, Marcelo Eckhardt, Daniel
Freidemberg, Martín Kohan, Guillermo Saccomanno, Sylvia Saítta y Graciela
Speranza entre muchos otros. Un mediodía, en una pausa en las
actividades, sentados a la mesa de un café uno de los escritores presentes propuso
con picardía una historia sexual de la literatura argentina, historia que
debería tener en cuenta los pasajes y desplazamientos de escritoras y
escritores por alcobas y lechos. Si fulana, al pasar por mengano, cambió su
prosa. O si perengano, al juntarse con zutana, modificó su indumentaria. Los
nombres se reservaron pudorosamente, pero todos, quien más quien menos, podían
identificar a los involucrados. Entonces alguien comentó la relación entre
cómplice y diplomática que unió a Bioy Casares con Silvina Ocampo. Una sospecha
generalizada acordó que tal vez ella era más escritora que él, quien en buena
medida recelaba de ese talento femenino confinado a una reserva esencial. Como
quiera que sea, la anécdota sirve para ilustrar que, aunque muchos opinen que
estos aspectos de la vida de los escritores son meramente anecdóticos y que lo
que importa son sus libros, el hecho es que la posibilidad de contar con datos
de la vida de un escritor siempre ayuda a iluminar ciertos aspectos de su
creación literaria.
Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares conformaron
sin dudas una extraña pareja. Once años mayor que él, la Ocampo conoció a Bioy Casares
en la casa de su hermana, Victoria Ocampo (1890-1979), la fundadora de la
revista "Sur", en 1933 y contrajeron matrimonio en 1940. La relación no les fue
fácil, lo que no les impidió convivir por algo más de cincuenta años. Fueron
una pareja particular a los ojos de la época pero, más allá de las
dificultades, la de Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo pasó a la historia
como una de las parejas más importantes de la literatura argentina, no solo por
su peculiaridad sino también por sus respectivas obras literarias y su obra en
común que incluye la célebre "Antología de la literatura fantástica"
en 1940, la "Antología poética argentina" en 1941 (ambas junto a
Borges), y la novela "Los que aman, odian" en 1946.
Graciela
Speranza (1957). Crítica,
narradora, traductora y guionista de cine, es doctora en Letras por la
Universidad de Buenos Aires. Ha colaborado y ejerció crítica literaria en los
suplementos culturales de los diarios "Página/12", "Clarín" y "La Nación" y
codirige la revista de letras y artes "Otra parte". Es profesora de Literatura
Argentina en la Universidad de Buenos Aires y del Programa de Artistas de la
Universidad Torcuato Di Tella, y además es traductora pública de inglés en la
Universidad Católica Argentina. Ha publicado tres libros de conversaciones
sobre arte y literatura: "Primera persona. Conversaciones con quince narradores
argentinos", "Guillermo Kuitca. Obras 1982-1998" y "Razones intensas. Conversaciones
sobre arte"; y el relato testimonial sobre la guerra de Malvinas "Partes de
guerra". También es autora de los ensayos "Manuel Puig. Después del fin de la
literatura" y "Fuera de campo. Literatura y arte argentinos después de Duchamp",
y de las novelas "Oficios ingleses" y "En el aire". "La voz del otro. Bioy
Casares y Silvina Ocampo" forma parte del libro "Homenaje a Adolfo Bioy
Casares. Una retrospectiva de su obra" publicado en Madrid en 2002.
En las fotos, en la atención crítica, en las
distinciones, en las antologías y en las historias de la literatura argentina,
Bioy Casares aparece por lo general en primer plano; Silvina Ocampo, su mujer,
escritora también, al costado o desenfocada en el fondo del cuadro.
Contrariando esa fatalidad y la voluntad de Silvina quizás, el film documental "Las
dependencias" la coloca en el centro de la escena y es por eso que el
nombre de Bioy aparece sólo al pasar en los testimonios y su figura, a un lado
o al otro en los retratos. Las criadas, los amigos, la casa, Bioy mismo, sólo
hablan de Silvina. Aun así, dispersas en los testimonios, mezcladas con los
apuntes biográficos familiares, es posible encontrar allí las marcas de
elecciones estéticas e ideológicas particulares que, más allá de los respectivos
espacios institucionales, los acercan y los distancian. Una escena menor
de "Las dependencias" adquiere, en este sentido, una rara elocuencia.
Las voces de Bioy, Borges, Manuel Peyrou y Silvina Ocampo se escuchan en la
sala vacía de la casa de la calle Posadas. Se trata de una grabación casera
improvisada un primero de mayo sin dato preciso de año, pero en ese registro
casual, un divertimento casi, se condensa con inusual economía lo que el
documental y también las ficciones de Bioy y Silvina dicen con otras palabras;
el tema oculto por detrás del juego banal, las gracias y los sobreentendidos,
se diría, es la propiedad lingüística en la obra literaria. Es Bioy -seguro de sí,
desenfadado, mundano, jovial- el que organiza la grabación y da la palabra a
los otros. El primero en intervenir es Borges. No se lo nombra pero tampoco
hace falta; su voz es inconfundible y única, no sólo en la dicción un poco
balbuceante y el tono tenuemente arrabalero, sino también en la construcción
perfecta de la frase, la elección precisa del adjetivo, el uso de la voz
pasiva, la oralidad escrita, en suma, el estilo borgeano. Habla luego Manuel
Peyrou que, imitando la dicción de un compadrito, improvisa o recuerda una
copla. Cuando le llega el turno a Silvina se niega al juego; dice que no le
gusta su voz y a pesar de la insistencia de Bioy y de Peyrou, que improvisan
ahora una parodia de la dicción del inmigrante italiano, no dice nada. El
documental no incluye el resto de la grabación pero el juego continúa: hacia el
final, para divertimento del público, Bioy imita a su peluquero italiano.
La timidez y la
discreción de Silvina a la que aluden los testimonios y evidencian los retratos
se recupera así en este registro casual que, metafóricamente, condensa la
matriz de una poética empeñada en ocultar la propia voz para escuchar las voces
de otros, por lo general, otros sociales. Es evidente en las historias de las
criadas, en los recuerdos de Bioy y en los comentarios críticos de sus amigos
escritores que, más que la conversación en la sala, a Silvina la atraen desde
la infancia las voces del otro lado de la casa. El recuerdo recuperado en el
poema "La casa natal" lo deja claro: "Yo huía de la sala, de
la gran escalera,/ del comedor severo con oro en la dulcera,/ del mueble, de
los cuadros, de orgullosas presencias,/ porque a mí me gustaban sólo las
dependencias/ que estaban destinadas para la servidumbre". La confrontación de
los relatos biográficos de la criada con el cuento "Las vestiduras peligrosas"
pone en escena esa productividad literaria de la voz ajena: "Había
siempre en los cuentos de Silvina, explica, algo de lo que yo le decía, pero
transformado". Bioy atribuye esa particular atención a las voces de las
mucamas, planchadoras, modistas que protagonizarán luego sus relatos, a una
nostalgia de la infancia: Silvina era la menor de las Ocampo relegada a la
atención del personal de servicio de la casa. Sus amigos, Ernesto Schoo y Juan
José Hernández, encuentran allí más bien el origen de una sensibilidad
particular que su literatura convierte en tema y estilo de los relatos: un oído
particularísimo para las hablas populares, los lugares comunes, el chisme, los
clisés de las lenguas bajas. También a Bioy, es
cierto, lo atraen las voces populares pero su incorporación de la voz ajena,
como se insinúa en la grabación, impone una prudente distancia. Basta comparar,
a modo de ejemplo, algunas ficciones de Bioy y de Ocampo.
Se ha dicho ya
que "El sueño de los héroes" marca un momento de inflexión en la obra
de Bioy Casares en tanto la lengua escrita de las primeras novelas abre paso a
una voluntad de representación de la lengua hablada, no como reflejo verista
del habla popular de los personajes, sino como un componente central de la
entonación oral del relato. Borges exaltó la "descuidada
felicidad de su estilo oral" y mucho más tarde María Luisa Bastos,
avanzando sobre las lecturas de Andrés Avellaneda y de Enrique Pezzoni, analizó
la particular estilización del habla de la clase media baja argentina en la
novela. Después de un minucioso análisis de los procedimientos lingüísticos,
Bastos concluye que "esa estilización -que tiene muchos puntos
de contacto con la de Cortázar- se consigue alternadamente
subrayando y esfumando contornos, solazándose con los rasgos diferenciales que
separan el habla popular de la norma aceptable en los estratos sociales más
esclarecidos; pero reconociendo que hay, más allá de las inseguridades
ridiculizables, una red de vasos comunicantes que unifica el discurso porteño
argentino". Quisiera detenerme
en "El sueño de los héroes" y en una obra menor de Bioy,
el "Diccionario del argentino exquisito", para reconsiderar los alcances de
ese "subrayado y esfumado de contornos" y ese virtual
interés en la "red de vasos comunicantes que unifica el
discurso porteño argentino", postulados por Bastos.
Borges, se sabe, celebró
la novela de Bioy como una recuperación, "una salvación", del mito del coraje.
Sólo puede leerla en esa clave como si en realidad leyera "El sur", expandido o
prefigurado en la novela del amigo. De hecho, bien podría suscribir la frase,
próxima al final, que reúne duelo, destino y coraje: "Supo,
o meramente sintió, que retomaba por fin su destino y que su destino estaba
cumpliéndose. También eso lo conformó. No sólo vio su coraje, que se reflejaba
con la luna en el cuchillito sereno; vio el gran final, la muerte esplendorosa".
En el final de la novela, sin embargo, el narrador de "El sueño de los
héroes" vuelve a Clara, a quien Borges ignora por completo en la
lectura: "Infiel, a la manera de los hombres, no tuvo un
pensamiento para Clara, su amada, antes de morir. El Mudo encontró el
cuerpo". La frase corona una tensión permanente -quizás el tema de
la novela- que opone el amor a una mujer a los atributos viriles exaltados en
los grupos masculinos del arrabal porteño: el coraje, la amistad entre hombres,
la independencia y la prescindencia de la mujer como rasgos de la superioridad
masculina. Y es allí, a mi juicio, y no en la estilización lingüística, donde
Bioy subraya y esfuma alternativamente los contornos sociales y culturales, y
encuentra "una red de vasos comunicantes que unifica el
discurso porteño argentino". Esa red se traduce en una contaminación evidente
entre el discurso del narrador y el de sus personajes. En estilo directo o en
enunciados entrecomillados, el protagonista, Gauna, expone desembozadamente los
argumentos de la superioridad viril. En indirecto libre o en tercera
omnisciente, el narrador lo acompaña a cierta distancia ambigua: "Gauna
la miraba inmóvil. 'Pobre chica' se dijo, y sintió una inesperada ternura, una
compasión que lo impulsaba a acariciarle la cabeza. Ahora la tenía ahí:
admirable como un animalito o como una flor o como un objeto pequeño y perfecto
que debía cuidar, que era suyo". O "Pensar
en explicaciones lo descorazonaba. Le gustaría darle dos bofetadas y dejarla.
No podía tratarla así. Cuando Clara lo mirara perdería el ímpetu. 'Esto me
ocurre por haber sido tan amigo y tan razonable. Tan estúpido'. Linda
mariconería amigarse con las mujeres".
Avanzada la novela, mientras el narrador asegura
que "Gauna se preguntaba si un hombre podía estar enamorado
de una mujer y anhelar, con desesperado y secreto empeño, verse libre de
ella", el personaje, en discurso directo, remata: "Voy
a extrañar la vida de soltero. Las mujeres le cortan a uno las alas, si me
entendés. Con sus cuidados, lo vuelven prudente y hasta medio feminista, como
decía el alemán del gimnasio. A los pocos años estaré más domesticado que el
gato de la panadera". Pero es el narrador el
que señala sutilmente la ambigüedad de la tensión de Gauna: "Esa
noche estaban sin tema y Gauna se puso a hablar de Clara. Larsen casi no
contestaba. Gauna quería darle una buena impresión de Clara, pero temía
parecer enamorado y subyugado; entonces hablaba mal de la muchacha y veía con
disgusto que Larsen movía la cabeza y asentía. Habló mucho y habló solo, y al
final se sintió asqueado y deprimido, como si lo abandonara un frenesí que
después de impulsarlo a vituperar a Clara, a desconcertar a su amigo y a
manifestarse él mismo como un desequilibrado o como un tonto, lo dejara vacío y
exhausto". El narrador registra también la aparente
transformación del personaje. Salvado por la entrega franca de Clara y por la
intuición de su padre, el brujo Taboada, Gauna parece alcanzar la plenitud de
la dicha amorosa, alejándose de las imposiciones de la cofradía masculina: "Le
habían asegurado que las personas que viven juntas llegan a mirarse, primero,
con desdén, y después con encono. Él creía tener infinitas reservas de
necesidad de Clara; de necesidad de conocer a Clara; de necesidad de acercarse
a Clara. Cuanto más estaba con ella, más la quería. Al recordar sus antiguos temores
de perder la libertad, se avergonzaba; le parecían pedanterías ingenuas y
aborrecibles".
Antes de morir, Taboada alcanza a alertar a
Clara del riesgo que todavía acecha a Gauna y enuncia la verdadera moral de la
historia, que más que reivindicar el culto del coraje, lo denigra: "Tratá de que no se convierta en el guapo Valerga". Y después de un
suspiro: "Me gustaría explicarle que hay generosidad en la
dicha y egoísmo en la aventura". Más que como "una última versión del mito del coraje", así, es posible
leer "El sueño de los héroes" como la expansión fantástica de la lucha
interior de Gauna que entreve la felicidad de la entrega amorosa y la
posibilidad de una reciprocidad de conciencia con la mujer amada, pero flaquea y
vuelve a someterse al código viril del grupo de pertenencia. Esa vacilación
desencadena la tragedia. El narrador lo sabe y lo va pautando sutilmente,
difuminando los contornos de su propia voz y la de Gauna, hasta llegar a la
frase final en que, feminizándose casi, invierte el triunfo aparente del mito
del coraje: "Infiel, a la manera de los hombres, no
tuvo un pensamiento para Clara, su amada, antes de morir". Es en ese estigma
cultural -el machismo argentino, herencia de compadritos y guapos- donde el
narrador se acerca piadosamente a sus personajes.
En el plano lingüístico, por el contrario, Bioy
mantiene una prudente distancia. La nota de color coloquial, es cierto, le
sirve para dar carnadura real a un Buenos Aires de sueño y hacer más verosímil
la dimensión fantástica del relato. Pero no es sólo la necesidad de un
verosímil lingüístico lo que lo lleva a trabajar el habla popular. Hay en el
diálogo directo y en el entrecomillado un regodeo de coleccionista aristócrata
que evoca el tono burlón de la conversación con los amigos del primero de mayo
y anticipa el "Diccionario del argentino exquisito". El narrador se
distancia claramente y en la distancia subrayada por las formas del discurso
revela su intención paródica. Nada más ajeno a la elegancia estilística del
narrador, su pureza y su corrección, que la contaminación y la incorrección de
la lengua de sus personajes, construida deliberadamente con resabios rurales,
deformaciones de variantes dialectales de inmigrantes (incluido un peluquero
italiano), metáforas cristalizadas tomadas de los juegos y deportes populares
(truco, fútbol, turf), incorrecciones léxicas, sintácticas y fonéticas, frases
hechas y dichos populares. Véase, a modo de ejemplo, este breve diálogo y compárense
la circunspección del narrador que lo presenta y el despliegue del
coleccionista en el intercambio de los personajes: "Hablaron del tiempo. Alguien observó: 'Es de no creerlo: ahora
con este frío, que usted se atornilla el espinazo y dentro de pocas horas el
que más y el que menos estará sudando los chicharrones'. 'Hoy no va a hacer calor', aseguró una voz femenina. '¿No? Ya verás:
comparado, el día de Navidad va a resultar un poroto'. 'Es lo que digo: el tiempo
está loquísimo'".
No se trata, sin embargo, de una simple
confrontación. A veces el narrador se ocupa de subrayar la distancia: "¿Tienen algo que objetar?", pregunta, por ejemplo, Valerga en
discurso directo y el narrador acota: "Por cierto que
ninguna 'b' entorpeció el verbo". Esa distancia explícita
en el plano lingüístico se corresponde con la distancia estética que guía las
descripciones de los interiores de las casas populares. Cito completa la
descripción del cuarto de Taboada que puede leerse como una presentación y una
exégesis crítica del gusto kitsch popular: "Tenía el cuarto esa mezcla de indiferencia y de
pretensión, esa desapacible y muy pobre heterogeneidad, determinada acaso, por
la falta de estilo, y esa desnudez, imperfecta pero áspera, que no son frecuentes
adentro y afuera de las casas de la Argentina, en el campo y en las ciudades.
La cama de Taboada era angosta, de hierro, pintada de blanco y la mesa de luz,
también blanca, era de madera, muy simple; había tres sillas de Viena y, contra
una pared, un pequeño sofá, con brazo en un extremo, tapizado en cretona
(cuando Clara tenía cuatro o cinco años, estaba tapizado en clin); en una mesa
rinconera se adivinaba el teléfono, adentro de una muñeca de trapo, que
representaba una negra (hay gallinas, parecidas que se usan de cubreteteras);
sobre una cómoda moderna, de cedro, con manijas negras y brillosas, había una
flor que era rosada cuando hacía buen tiempo y azul cuando iba a llover, una
caja de caracoles y de nácar, con la inscripción 'Recuerdo de Mar del
Plata', una fotografía, en marco de terciopelo, con mostacilla, de los padres de
Taboada (personas antiguas, más toscas, sin duda, que Taboada, pero mucho menos
que los antepasados de todos sus vecinos) y un ejemplar, encuadernado en cuero
repujado, de 'Los simuladores del talento en la lucha por la vida', de José
Ingenieros".
La descripción recurre a formas reconocibles del
gusto kitsch -las curvas ornamentales de los sillones de Viena, las
superficies totalmente cubiertas o enriquecidas con ornamentos- y se adecúa a
sus principios compositivos básicos: el principio de inadecuación, que supone
una distancia con respecto a la función que el objeto debe cumplir (la muñeca
que cubre el teléfono, la rosa como barómetro); el principio de acumulación
que, respondiendo a un deseo de abarrotamiento, reúne materiales y estilos
diversos (cama de hierro, mesa de madera, sillas de Viena, cómoda moderna de
cedro, texturas variadas, cretona, terciopelo, mostacilla, nácar). Con el mismo
afán coleccionista que rige la elaboración lingüística, la descripción incluye
objetos paradigmáticos del interior kitsch argentino (la caja con
caracoles "Recuerdo de Mar del Plata", el libro con tapa repujada en cuero)
y una cita literaria convertida por contaminación en lectura kitsch, "Los
simuladores del talento en la lucha por la vida" de José Ingenieros.
Reforzando por anticipado la distancia estética de la mirada, el narrador
define el estilo, o más bien, para usar sus palabras, "la
falta de estilo": una mezcla de indiferencia y pretensión, una desapasible y
pobre heterogeneidad.
El coleccionismo que informa la descripción y la
lengua de "El sueño de los héroes" se convierte en programa explícito
en el "Diccionario del argentino exquisito". La obra reúne indiscriminadamente
dos series lingüísticas regidas por principios diversos y la arbitrariedad con
la que Bioy las confunde es elocuente. Porque si bien el uso de la mayoría de
las palabras y expresiones incluidas responden a una pretensión cultural kitsch
(una afectación típica de "la incultura de los cultos" que se manifiesta en el
uso de vocablos rebuscados, neologismos, o en la sinonimia ridícula para evitar
la repetición), el diccionario reúne también, sin ninguna distinción,
coloquialismos pintorescos de la clase media, incorrecciones sintácticas y
léxicas, simples expresiones populares. Explica Bioy en el Prólogo: "La
vena satírica del librito me indujo a incluir en sus páginas algunas voces que
si bien no pertenecen a la jerga del título, comparten con ella una
incomprensible popularidad en el país. Encontrará así el lector, argentinismos
difundidos, como familiar por pariente, los vocativos mamá, papá,
mami, papi, aplicados por los padres a los hijos, piloto por impermeable,
la expresión de novela y otras. Como los límites de las jergas no son
precisos, también pudo deslizarse alguna palabra del lunfardo; o alguna palabra
de las usadas por ciertos grupos, tal vez tan notorios, como efímeros, de
muchachos de nuestras ciudades".
Así, en la
letra A del "Diccionario..." aparecen, por
ejemplo, anoticiamiento, automotor, asistencial, abonar, pero también la
expresión popular de ahora en más; en la Ch aparece el
neologismo chequear pero también chinela, chocho, o chomba; en
la D desabastecimiento pero también de que, o en
la H, habilitar pero también hacer a tiempo, hacer gala,
hacerse problema. Es evidente que algunas palabras y expresiones se ridiculizan
por su engolamiento en nombre de un uso "natural y eficaz" del lenguaje
corriente, pero otros se señalan en base a una distinción social más que una
distinción estética. No hay en chinela, ni en piloto ni en el
dequeismo, ninguna pretensión cultural asimilable al uso kitsch del
lenguaje, sino simplemente una marca dialectal de clase o, en todo caso, una
incorrección, producto de la incultura. Ese señalamiento subraya los contornos
de los dialectos según la pertenencia de clase y evidencia en el archivo la
matriz ideológica que guía la apropiación de las hablas populares en la
construcción de una lengua literaria. La dimensión ideológica de la
representación de la lengua en "El sueño de los héroes" se hace
explícita en la inconsecuencia paródica del "Diccionario...".
No es ésta la ocasión para ocuparse de las
ficciones de Silvina Ocampo, pero baste señalar que en su caso, por el
contrario, los contornos de los dialectos sociales más que subrayarse se
difuminan. En "Las vestiduras peligrosas", por ejemplo, el cuento que se
menciona en "Las dependencias", la voluntad de fundir la propia voz con la
voz del otro se revela desde el comienzo: "Lloro como una Magdalena cuando pienso en la
Artemia, que era la sabiduría en persona cuando charlábamos. Podía ser
buenísima, pero hay bondades que matan, como decía mi tía Lucy. Lo peor es que
por más que trate, no puedo describirla sin quitarle algo de su gracia. Me decía: 'Piluca, hacéme un
vestido peligroso'. Era ociosa y dicen que la
ociosidad es madre de todos los vicios. A pesar de eso, hacía cada dibujo que lo
dejaba a uno bizco". Es Piluca, la pantalonera, la narradora del
relato y Silvina no sólo estiliza su voz sino que, como en muchos otros
cuentos, expande el lugar común en la trama. "Hay bondades
que matan", dice la pantalonera, y preanuncia ya la muerte de la Artemia. La
estilización del habla de la clase media baja resulta de un laborioso esfumado
de contornos dialectales que combina comparaciones, dichos populares, refranes
e hipérboles cristalizadas con elecciones léxicas de otro registro. La lengua
oral popular se naturaliza en la lengua literaria sin subrayados ni excesos,
sin incorrecciones ridiculizadas. El cuento a su vez se deja contaminar por el
saber popular cristalizado en aforismos anónimos, socializado en formas bajas
del relato -el rumor, el chisme- hasta confundir deliberadamente las formas y
los contenidos. No hay afán verista de reflejo, más bien una voluntad verdadera
de pasar al otro lado, y encontrar allí una mirada y una voz extrañada. Como su
amigo Manuel Puig, se diría, Silvina descree de la necesidad de señalar con
claridad los límites de la palabra propia, descree incluso de la propia voz y
la literatura es una forma de renovarla.
Hay escritores de la primera persona del
singular, dijo alguna vez Peter Handke, y escritores de la primera persona del
plural, sin hacer de la distinción una cuestión de valor sino una naturaleza.
La grabación del primero de mayo resume con cierta impudicia de conversación
íntima algo que las ficciones dicen en forma sesgada: Bioy Casares como Borges
pertenecen a la primera categoría, Silvina Ocampo como Manuel Puig, a la
segunda.