En 1990, la Real Academia
Española le otorgó a Bioy Casares el Premio Cervantes. La alegría de
recibir el premio sólo fue atenuada por el tiempo que estos compromisos le
quitaban a la literatura. Esa noche, el autor de "El héroe de las mujeres" agradeció
el premio hablando de Miguel de Cervantes (1547-1616), de Jorge Manrique (1440-1479), de Baltasar Gracián (1601-1658), de fray Luis de León (1527-1591) y de Marcelino Menéndez y Pelayo (1856-1912), autores todos ellos que, de una u otra manera, influyeron en su decisión de ser escritor. "Antes de leer el Quijote -dijo en aquella oportunidad-, en dos
oportunidades tomé la pluma para escribir literariamente. En la primera lo hice
para llamar la atención de una muchacha; en la segunda, para imitar a Conan
Doyle y a Gastón Leroux. Debo aclarar que en aquella época mis ambiciones no
eran literarias. Lo que yo realmente quería era correr cien metros en nueve
segundos y ser campeón de box y de tenis. Cuando leí el inolvidable comienzo
y todo aquel primer capitulo que nos refiere cómo era Don Quijote, dónde y con
quienes vivía, sentí una emoción muy fuerte. Había en ella un dejo de
ansiedad, porque Don Quijote abandonaría esa vida apacible para salir en busca
de aventuras, y una fascinación que probablemente el despreocupado tono del
relato exacerbaba. Si mal no recuerdo, antes de
concluir el primer capítulo supe que yo quería ser escritor. Sin duda lo quise
para contar, en tono despreocupado, historias de héroes que dejan la seguridad
de su casa o de su patria y el afecto de su gente, para aventurarse por mundos
desconocidos. No tardé ciertamente en emprender la composición de una
larguísima novela, en cuyas páginas iniciales un joven español llega a Buenos
Aires para hacer la América. Nuestro futuro es inescrutable y los
caminos de la vida trazan extraños dibujos. Quién me hubiera dicho que al
cabo de sesenta años felices, ocupados en contar historias, yo recibiría el premio
que lleva el nombre del querido escritor que me inició en las letras. Tengo por afortunada casualidad
la circunstancia de que mi primera ambición literaria no haya sido de gloria,
sino de suscitar algún día en los lectores una fascinación como la que
despertó en mí una novela. Quien aspira a la gloria, piensa en sí mismo y ve a
su libro como un instrumento para triunfar. Sospecho que para escribir bien debemos
pensar en el libro, no en nosotros".
"Poco tiempo después -continuó Bioy Casares-, en una
antología escolar encontré las 'Coplas a la muerte de su
padre' de Jorge Manrique. Con emoción jubilosa admiré el fluir de los versos y escuché la
tranquila enunciación de las inexorables verdades de nuestro destino. Diríase
que la conjunción de limpidez poética y de veracidad profunda no dejaron lugar
para que la tristeza del tema me acongojara. Vi en el poema cuanto parecía reafirmar
mi convicción de que la vida es para una sola vez y que por ello debemos estar
atentos mientras la recorremos. Reparé asimismo en los versos que podían
servirme de talismanes contra la vanidad. En aquellos días, mi plan de
trabajo consistía en leer todos los libros y escribir otros tantos. Como la novela
en preparación postergaba las historias que se me ocurrían, la hice a un lado
y, con alivio, me puse a escribir un libro de relatos que no gustó a nadie.
Borges atribuyó mis errores al apresuramiento; no me dejé engañar por su
generosa hipótesis: comprendí que los errores provenían de la inmadurez de mi
criterio. Para mejorarlo estudié manuales de técnica literaria y, cuando descubrí 'Agudeza y arte de ingenio' de Gracián, proyecté un libro similar. Muy
pronto hubo un cambio de planes. Yo publicaría un arte de escribir. Estaba seguro de que en
el análisis de los errores cometidos en mi libro de relatos encontraría leyes
valiosas. Debió de parecerme que nada mejor podía hacer con mi experiencia de
fracaso como escritor que emplearla para la composición de un arte de
escribir. No me pregunté qué opinarían los lectores".
Siguió recordando Bioy Casares: "En una tarde muy lejana, mi padre
me habló de fray Luis de León; se refirió, conmovido, a las famosas palabras
'como decíamos ayer' y recordó estrofas de 'Vida retirada'. No creo haber olvidado esos
versos. Fray Luis no proponía tópicos retóricos; decía las verdades que yo
quería oír. Mostraba cuán insustanciales son los triunfos de la vanidad y
recomendaba la vida retirada. A ésta la interpreté, primero, como una isla
remota y solitaria, a la que nunca llegué, salvo en mis novelas; después, como
la casa de campo donde viví durante cinco años; por último, como la vida privada,
que llevo mientras puedo. De los poemas de fray Luis pasé a
sus hermosas traducciones de Horacio. Una lectura lleva a la otra: la suerte me
deparó 'Horacio en España', el encantador libro de Marcelino Menéndez y Pelayo.
En sus páginas se cotejan traducciones de Horacio por numerosos escritores
españoles, portugueses y latinoamericanos, de diversas épocas. Este cotejo, en
el que participé como lector, me pareció un utilísimo ejercicio literario. Las
traducciones de los Argensolas me agradaron particularmente, pero la mayor
revelación para mí fue la espléndida 'Epístola a Horacio' de Menéndez y Pelayo.
Asombra cómo, para la fama, un mérito oculta a otro. Porque se admira en
Menéndez y Pelayo al erudito, pero se le olvida como poeta. Quiero también expresar mi
gratitud a un escritor que no está aquí, pero que está presente: Cervantes, a quien
le debo la literatura, que dio sentido a mi vida".
Esther Cross (1961). Escritora, traductora y psicóloga
argentina. Estudió Letras en la Universidad de Buenos Aires y se
recibió de Licenciada en Psicología en la Universidad Católica de Buenos Aires. A partir de 1982 comenzó a colaborar en distintas revistas
culturales de la época como "Puro Cuento" y "Tramas". En 1987, después de varias visitas al taller de Borges y Bioy Casares, publica los libros "Bioy Casares a la hora de
escribir" y "Conversaciones con Borges en el taller literario". El propio Bioy Casares participó
activamente de toda la edición de estos libros. En 1992 publica su primera novela: "Crónica de alados y aprendices", a la que seguiría otra, "La inundación", y el libro de cuentos "La divina proporción". Durante 1998 estudió guión, producción, edición e historia del cine en Nueva York y, tras la recomendación de uno de sus profesores, trajo a su regreso el proyecto de traducción del libro de Richard Yates (1926-1992) "Eleven kinds of loneliness" (Once tipos de soledad). A partir de entonces comenzó su actividad como
traductora. Otras de sus obras son las novelas "El banquete de la araña", "Radiana" y "La señorita Porcel"; el texto de no ficción "La mujer que escribió
Frankenstein"; y los libros de cuentos "La divina proporción" y "Kavanagh". Actualmente colabora en distintos medios como la revista "Lamujerdemivida" y "Radar", el suplemento cultural del diario "Página/12". En "Cómo leer a Adolfo Bioy Casares", artículo pensado para "un lector ingenuo o que recién se aproxima a la obra del
autor (tal como ella advierte), Cross propone
un recorrido "despojado de prejuicios" por los libros de Bioy Casares, que
permita dejarse llevar y adquirir "cierta dosis de espíritu
aventurero". En él enumera sus preferencias, a las que define como
"injustas y arbitrarias", acaso porque con Bioy Casares toda justificación es
vana. "Cuando hablo de las historias de Bioy, no puedo abstenerme de
contarlas, confiesa".
A Bioy Casaros le gusta comparar
su oficio con el de los muchachos que entraban en los cafés de El Cairo para
contar las historias que forman "Las mil y una noches". Es un escritor que no
requiere una literatura previa para comprenderlo. Se dirige a esa gente que está
deseando que le narren historias. Es un narrador de historias, y aclaro, por
si hace falta, que con las historias pasa lo mismo que con los chistes: el
mejor de ellos pierde sentido si la persona que lo cuenta carece del don y la
habilidad específicos para hacerlo. Así, de antemano, de un plumazo -siempre
gentil- Bioy Casares se libera, nos libera, de la inútil oposición entre forma
y contenido. En sus libros, la trama, el argumento, los personajes, son lo decisivo
y sus historias sólo son concebibles, a la vez, por la manera en que las
cuenta.
Yo propongo una lista de los
libros que vienen, como disparados por asociación, a la memoria. Para leer a
Bioy, al lector le corresponde solamente acercarse despojado de prejuicios,
dispuestos a dejarse llevar y contar con cierta dosis de espíritu aventurero.
Se me ocurre que la idea de aventura es la que define y relaciona sus novelas y
cuentos. La aventura es un suceso o lance extraño. Los libros de Bioy facilitan
nuestro acceso a las zonas extrañas de la realidad, esos mundos alternativos
que cada tanto entrevemos en el sueño y en la premonición, a veces difusa, de
que la regularidad y el orden de los días suponen variaciones sutiles y
fantásticas, veladas por lo general a la percepción consciente.
Desde esta perspectiva, me inclino
a sugerir, en primer término, el primero de sus libros -el primer libro que
Bioy reconoce-, "La invención de Morel", a pesar de que él mismo atribuya esta
preferencia al hecho de que siempre elegimos el primer libro que leímos de un
autor para recordarlo. Yo tengo otras razones. "La invención de Morel" es el
inicio de su aventura como escritor y en ella se presentan los temas que aparecerán,
desde ópticas distintas, en la mayoría de sus libros. El protagonista llega a
una isla desierta. Para quienes conozcan a Wells y a Stevenson, ese comienzo es
familiar y denota un desafío del que Bioy Casares sale lúcidamente invicto.
Para quienes los ignoren, la primera página es, de por sí, atrayente. Esa isla
se puebla de personas singulares que juegan al tenis y bailan "Té para dos". Hay
una casa en la colina, hay un científico, hay una máquina de cine para la
inmortalidad, hay una historia de amor (la del protagonista con Faustine, no
entre ellos, porque Faustine es una mujer tan apreciable como virtual). El azar
opera aquí por la decisión de la marea, que deriva al fugitivo a la isla y
activa el funcionamiento de esa máquina que reproduce de manera integral a los
personajes que la habitan. La aventura del protagonista es salir en busca de
las claves que develan el enigma, y esa exploración exterior modifica radicalmente
su historia.
En "El sueño de los héroes", la
aventura sucede en dirección inversa. Emilio Gauna indaga su memoria para
encontrar una respuesta que, finalmente, resulta desfavorable. Se busca a sí
mismo en la repetición minuciosa de tres noches del Carnaval de 1927. "He
ahí el secreto horror de lo maravilloso: maravilla. La embriagaron, la envolvieron.
Clara trató de resistir, hasta que al fin se abandonó a lo que se presentaba
como la dicha. En algún momento breve, pero muy profundo, fue tan feliz que
olvidó la prudencia. Bastó eso para que se deslizara el destino". Otra vez,
Bioy Casares pone bajo la lupa de su curiosidad ilimitada ese mínimo desliz que
abre camino a la aventura. "El sueño de los héroes" es una novela inolvidable que
Bioy aconsejó, alguna vez, para comenzar a leer sus libros. A mí me complacen especialmente
los diálogos, las cavilaciones de Gauna, la intervención solícita de Clara. En
la busca de Gauna se encuentran otros temas predilectos de Bioy: las máscaras,
la repetición ceremonial de unos días casi olvidados que parecen encerrar el
secreto de una culminación indescifrable. La amistad, la confusión de
identidades, la traición y el amor están presentes con nitidez.
Esos temas ya habían sido
anunciados en "El perjurio de la nieve". Yo siento una inclinación particular
hacia ese cuento, al que leí después de ver la versión cinematográfica de Torre
Nilsson, "El crimen de Oribe". Hay también un juego de identidades que se
resuelve en los sucesivos encubrimientos y revelaciones de una serie de
escritos. La repetición minuciosa, el ritual, funciona como un conjuro contra
la muerte. Esa repetición, obsesa y textual, continuada, se parece más a una
representación teatral -pues admite, aunque tema, intervenciones- que a una
función de cine.
Como hablo de Bioy y el cine, del
cine y Bioy, quiero nombrar un cuento de "Historias desaforadas", "El noúmeno", en
el cual la proyección de una película en el biógrafo de un parque de diversiones
se revela determinante en el destino de los espectadores. Y también, por libre
asociación, quiero mencionar "En memoria de Paulina". Este cuento habla, asimismo,
de una proyección, pero se trata de la proyección de una mente enfermiza que se
refleja en la vida, en la experiencia, en la casa del protagonista. Considero
un hallazgo feliz esa idea de que nuestras percepciones puedan no ser más que
lo que vemos en la pantalla de la experiencia, pantalla que recibe las
proyecciones de otra persona o de una máquina.
Cuando hablo de las historias de
Bioy, no puedo abstenerme de contarlas. La infidencia -que recalca sus
aciertos- no irá seguramente en contra de la curiosidad del lector que aún no
leyó sus historias. Yo releo esos cuentos y novelas con la misma expectativa
con que los conocí hace años.
Hablé de Bioy Casares y del cine.
Bioy, aficionado al cine, ha estimulado la imaginación de muchos directores
(Torre Nilsson, Resnais, Greco y Subiela, entre otros). Me gusta pensar en Bioy
como en un director secreto, que filma de alguna extraña forma sus textos, que
dirige a los personajes en viajes y peregrinaciones por lugares y ambientes
que sabe concitar a su alrededor. Muchas veces, ese espacio es Buenos Aires.
Buenos Aires y sus lugares conocidos y remotos. Recuerdo, entonces, "Diario de
la guerra del cerdo", una novela en que la ciudad funciona como un sitio que
alternativamente expone y resguarda a los jubilados de la furia de los
jóvenes. Y también las calles que transita Morales, el taxista de "Un campeón
desparejo", y ese hotel de la calle Corrientes en donde le administran un
filtro oscuro que ilumina y enrarece su vida. Rescato los caminos de Gauna por
los barrios de una Buenos Aires ya desaparecida. Y también la ciudad modificada
de "La trama celeste", ciudad tan familiar como inabordable, en la que aterriza
un probador de aviones por obra y gracia de un pase aéreo del destino. Una
Buenos Aires a la que nunca llegaron los vascos, que es, entonces, la misma y
es, también, diferente. El cuento supone otra idea singular y admirable:
trasponer la barrera de lo posible. Lo posible es probable y lo probable sucede
con absoluta naturalidad: maravilla.
A mí me gusta, especialmente. "Dormir
al sol". Bioy dijo alguna vez que si los libros fueran casas, a él le gustaría
vivir en esta novela. Su inclinación es comprensible. Hay una placidez y un
mundo propio que superan la elaborada y atrayente trama de la historia. La enumeración me parece injusta.
Hablé de máscaras y olvidaba "Máscaras venecianas". Hablé de viajes y olvidaba "Planes para una fuga al Carmelo". Hablo de ese cuento y, entonces, siempre por
libre asociación, recuerdo "Plan de evasión", la idea de esa prisión aislada -en
sentido literal- en la que los condenados se liberan por medio de una alteración
de sus sentidos, que finalmente resulta tan cautivante para ellos como para el
lector. Injusto es no recordar que el amor, por lo riesgoso y lanzado, también
es una aventura. Me refiero a "El héroe de las mujeres" y a "Historias de amor".
Continuar sería prolongarse
demasiado. Exponer el motivo de cada preferencia, casi vano. Sólo quisiera
recordar una frase que le oí decir en una entrevista: "Escribir es agregar
un cuarto a la casa de la vida. Está la vida y está pensar sobre la vida, que
es otra manera de recorrerla intensamente". La forma de esa casa
dependerá, al fin de cuentas, de la inquietud personal de quien lo lea.