CAÍDA DEL CIELO
Juan Martini
Argentina
(1944)
Si
su destino hubiese sido un cementerio marino; si un error en New York la
hubiese sentado en otro vuelo, verbi gratia: en el Boeing 747-200B de KAL que
aquella noche, después de su habitual escala en Anchorage, el veterano
comandante Chun Byung In conduciría hacia la cresta de la leucemia bélica; si,
por tanto, los restos de su cuerpo derivasen aún hoy en aguas del Mar de Japón,
bajo flores coreanas y fantasmas siberianos; si los gobiernos occidentales -por así decirlo- se hubiesen visto en la obligación de repudiar también el
estallido de sus tiernos muslos, el íntimo holocausto entre medusas de sus
brazos y su pelo, las abyectas dentelladas del tiburón que habría asaltado su
lecho de plancton, sus ojos y su vientre en esa fría y última morada de altas
olas en mareas inclementes; si el anónimo piloto de un caza Sukhoi 15, y el
mariscal Nikolai Ogarkov, y el comentarista de televisión Genryk Borovik, y la
propia y austera agencia Tass hubiesen debido imputar a la involuntaria pero
infalible memoria de un misil aire-aire no sólo las pérdidas irreparables y
los nombres inolvidables de Lawrence P. McDonald (Georgia), congresista
demócrata y líder de la extrema John Birch Society, y de Rebecca Scruton
(Connecticut), joven viuda y madre, sino además los de una ignota (Olivos),
melancólica y esbelta huérfana y heredera argentina; si ella, entonces, hubiese
embarcado en el Korean Air Lines Flight 007, que desde el New York City's John F. Kennedy International Airport, acudiría ciegamente a la cita secreta de su
último duelo celestial, sería admisible creer en consecuencia que quizás ella,
a bordo, habría esparcido en el olvido las cenizas fatuas de la película "Man,
woman and child" y habría probado con recelo un plato de "zucchini au gratín", y
se habría humedecido más tarde sus espléndidos labios con un sorbo de vino
rojo, y habría hojeado conmovida las páginas del "Time" del 12 de septiembre de
1983, o se habría limado las uñas desdeñando las miradas explícitas de un
ardiente súbdito oriental, o se habría dormido después de haber fumado un
cigarrillo, inapetente y aburrida, sin advertir las bases terrenales de
Petrapavlosk, en la península de Kamchatka, y Vostochniy, en la isla de
Sakhalin, abajo, ni los guiños, las luces parpadeantes, el aleteo convencional
y metálico de los Mig 23, arriba, colmillos de lobos nocturnos, heridas de una
estrella carnívora, aullidos esteparios que cortarían la ruta que ya no
conducía angelicalmente al Seoul's Kimpo Airport. Y si así hubiese sido, si su
destino aquella noche hubiese sido un destino real -amable y humano-, ella no
hubiera podido llegar hasta aquí para preguntarme, como acaba de hacerlo, si es
verdad que ya no la quiero.
NUEVA ARS POÉTICA
Osvaldo Sauma
Costa
Rica (1949)
Ya
sin afán ni aspiraciones sólo escribo para no morirme antes de tiempo, para
liberar al amor y al rencor del combate feroz de las vísceras y no olvidarme
jamás de los artífices de la usura. También para sentir (de vez en cuando) ese
nirvana transitorio de toda creación furtiva del silencio.
O UNA COLUMNA DE HUMO
Mar Horno García
España (1970)
A la cola, como todo el mundo, lo pusieron. Subió un poco la cabeza y vio una
larga fila. Sin querer, empezó a imaginar que todos eran una sarta de cuentas
de un collar infinito. Una larga cadena de preciosos eslabones dorados. Una
hilera de olivos de su tierra amada. Una línea discontinua de una carretera que
desembocaba en la playa. Una bandada de pájaros que volaba hacia el sur. Una
ristra de conchas marinas unidas por un hilo de plata. Una retahíla de palabras
que formaban un poema, y se olvidó, completamente, de que solo eran una recua
de reses. Y al fondo, los hornos crematorios.
EL PAJARERO
Adolfo Pérez Zelaschi
Argentina
(1920-2005)
Todos
los amaneceres recorría el bosque saludando a los pájaros con las manos en alto
e imitando sus píos, gorjeos y silbos.
- ¡Avecitas
mías, aladas hermanas! ¡Livianos corazones de la mañana, alegría del cielo! ¡Aquí está mi pecho, si necesitáis nido! ¡Aquí mis manos, para calentaros si
tenéis frío! ¡Cuánto os amo, hijas del Sol y del aire, volvedoras golondrinas,
armoniosos jilgueros, gorriones saltarines, ruiseñores de la noche! ¡Aquí estoy
yo, vuestro hermano! ¡Buenos días, buenos días...!
Así
decía el pajarero mientras armaba sus ligas en los lugares del bosque
concurridos por los pájaros: algún manantial o los senderos donde caían de los
carros de los labradores granos de trigo, mijo o alpiste. Al
mediodía comía sus ajos y anchoas emparedados en rodajas de pan frito, bebía
media bota de vino y se detenía a descansar, siguiendo con arrobo y lágrimas de
ternura en los ojos el vuelo de sus hermanos alados. Luego, desandando sus
pasos, recogía el fruto de su labor, medio centenar de pájaros de toda
especie, los descogotaba en el acto y los vendía en la plaza del mercado
- ¡A
los ricos pajaritos para el guiso de hoy! ¡Pajaritos, pajaritos para el arroz
y la polenta! ¡Pronto, pronto, que no quedan más!
A
unos pasos de allí, en el lugar de la plaza reservado para actos cívicos, casi
siempre había un candidato a senador, edil, pretor o cualquier otro puesto
discernido por el voto de las gentes, proclamando con grandes ademanes y voces
ante algunos incautos, su infinito y desinteresado amor por el pueblo.
PEQUEÑO DETALLE
Alonso Ibarrola
España
(1934)
El
cadáver se halla sobre el lecho mortuorio. La viuda, hacendosa hasta en el
dolor, no descuida el más leve detalle. El aposento está limpio y ordenado,
pero con un plumero prosigue su concienzuda búsqueda de polvo por todos los
rincones, mientras musita unas oraciones. Otra señora, de luto riguroso,
acurrucada en un rincón, observa sus afanes y musita asimismo unas oraciones.
El féretro, colocado a los pies del difunto, aguarda... Se oye un timbrazo. Las
dos mujeres interrumpen sus oraciones y se miran interrogativamente:
"¿Serán ellos?". La viuda no responde y se dirige a la puerta,
alisándose el cabello. Sí, son "ellos". El momento es trágico, y la
viuda comienza a llorar desconsoladamente mientras indica con la mano dónde se
encuentra su marido. El caballero, acompañado de una enfermera, se introduce en
la cámara mortuoria. La viuda, abrazada a su amiga, aguarda fuera. "Era
tan bueno, tan bueno..., pero no debería haber hecho esto", musita. Pasa
el tiempo y, por fin, el caballero y la enfermera aparecen. "¡Señora, la
conducta de su marido es un ejemplo! La Humanidad necesita de hombres como él,
porque la Humanidad necesita ojos. ¡Gracias, en nombre de los que no ven! Uno
de ellos, gracias a su marido, verá...". La viuda arrecia en sus sollozos.
El caballero besa su mano y se dirige hacia la puerta, acompañado siempre de la
enfermera. De nuevo a solas, las dos mujeres se dirigen a la cámara mortuoria,
como si quisieran cerciorarse de que el muerto está allí... Sí, efectivamente,
está allí, pero ahora tiene una venda sobre los ojos; mejor dicho, sobre las
cuencas vacías... Los sollozos de la viuda se elevan de tono. La amiga la
abraza... "¡Es un santo! ¡Es un santo!", musita. De nuevo, el timbre
de la puerta de la calle. Es el caballero: "Perdón, señora. Su marido
usaba gafas, ¿verdad?". La viuda asiente con la cabeza, con lágrimas en
los ojos. "Si no le importa..., sería conveniente que me las entregara,
porque el 'otro' las necesitará, naturalmente...".
PERDERSE DE VISTA
Roxana Palacios
Argentina
(1957)
Difícil,
a tu edad, perderse de vista. Por muy arbitrario que sea tu tamaño siempre hay
una gota de agua que se convierte en espejo, un deseo que proyecta la imagen
impalpable, minúscula, gigantesca. Siempre hay alguien que conoce la forma de
tu cabeza, la posición en que te gusta dormir. A tu edad, difícil desaparecer; alguien,
por ejemplo, puede estar guardando ahora mismo tu recuerdo en un cajón, tu
ignorancia en su bolsillo. También puede pasar que al final de todo te quedes
en la pared formando parte de las fotos de familia como mi bisabuela, blanca y
negra en el hueco de la escalera. Inútil esconderse, aunque creas que una
especie de velo te cubre a veces, tu sueño está más expuesto de lo que
pensabas. Algunos lo saben. Es que el sordo y el ciego reconocen la lluvia de
distinta manera.
MANOS QUE VEN
Ángel Olgoso
España
(1961)
Una
eterna tarde de verano. Subimos la callejuela de este pueblo blanco y calmo del
sur cogidos de la mano. En la esquina, tres ancianas a la sombra, absortas en
sus labores de costura, indiferentes a la indiferencia de los turistas. Unas
sillas de anea, una pequeña radio, unos geranios, un bisbiseo, unas
aspidistras. Ella sólo ve los vestidos negros, las infinitas arrugas de la
piel. Querría decirle que forman un aparte con el tiempo, con el mundo, que la
inmemorial habilidad de sus dedos es una manifestación de lo sagrado, que esos
movimientos tienen algo de arácnido, de inconmovible y que no prevén el
desconsuelo cuando urden los destinos. Querría decirle que mientras una hila,
otra devana y la última corta la hebra de la vida de los hombres.
CADA MORTAL TIENE SU
SOMBRA
Graciela Licciardi
Argentina
(1953)
Se
me escapó la sombra. Fue un día en que estábamos en la plaza. Gustavo y yo. El
nene era chico. Yo lo estaba buscando y como es de imaginar, no podía dejarlo
solo para ir detrás de la sombra. No parece tan importante, pero no es así.
Desde ese día no pude encontrarla más. Yo siempre digo que cuando está nublado
o se va el sol, nadie tiene su sombra. Y no sólo cada mortal, sino las cosas,
los animales, hasta las paredes. Todo, todo. Menos yo, me entiende. Al único
que le pudo pasar esto es a mí, se da cuenta. El caso es que nadie se tiene que
cuidar de pisar su propia sombra porque ella siempre va adelante de cada uno, o
detrás o al costado izquierdo o al costado derecho; pero los pies de la sombra
coinciden siempre con los del dueño. La
mía, que anda suelta por ahí, no se sabe qué suerte pueda correr, la pobrecita.
Seguro
que en menos que canta un gallo me la pisotean de lo lindo y entonces cuando la
encuentre no me va a servir para nada; en realidad no sé para qué puede servir
la sombra de uno, pero si todos la tienen por qué no la voy a tener yo, no.
Lo
que pasa es que yo le voy a decir algo, vea, yo necesito la sombra para saber
que existo, me entiende. Porque si no me veo proyectado cómo sé que soy. Además
no puedo confiar en nadie, porque si no tengo sombra cómo voy a hacer. No puedo
ser nada, no me parezco a nada porque no me veo, porque no soy. Hacía un
tiempo, cuando todavía podía ver el sol ahí arriba, me gustaba porque me
llegaban muchos paisajes para los ojos y también oía los sonidos y sentía las
señales de cosas que me traspasaban; eran ruidos raros que venían de todas
partes y no me dejaban tranquilo y yo sabía que era porque no tengo sombra. Últimamente
me siento que no soy, que es como si yo me aparezco pero que no estoy en ningún
lado y es por eso que tengo que encontrar mi propia sombra.
Y
ahora, cuando estoy bajo esa luz del cuarto todo blanco, mi cuerpo no se
refleja ni en el piso ni en las paredes ni en ningún lado. A veces, cuando
otros me hablan, o me miro en el espejo, me parece que existo, que soy alguien,
pero a veces, sólo a veces. Hace rato que estoy buscando mi sombra, pero creo
que pronto voy a encontrarla, porque esos señores vestidos todos iguales siempre
me dicen lo mismo, y cuando me pongo un poco nervioso, me tienen de los brazos
fuerte fuerte y entonces oigo que alguno me dice vení que te hago sombra y me
baja los pantalones.
EL VIAJE
Cristina Fernández Cubas
España
(1945)
Un
día la madre de una amiga me contó una curiosa anécdota. Estábamos en su casa,
en el barrio antiguo de Palma de Mallorca, y desde el balcón interior, que
daba a un pequeño jardín, se alcanzaba a ver la fachada del vecino convento de
clausura. La madre de mi amiga solía visitar a la abadesa; le llevaba helados
para la comunidad y conversaban durante horas a través de la celosía.
Estábamos ya en una época en que las reglas de clausura eran menos estrictas de
lo que fueron antaño, y nada impedía a la abadesa, si así lo hubiera deseado,
interrumpiera en más de una ocasión su encierro y saliera al mundo. Pero ella
se negaba en redondo. Llevaba casi treinta años entre aquellas cuatro paredes y
las llamadas del exterior no le interesaban lo más mínimo. Por eso la señora de
la casa creyó que estaba soñando cuando una mañana sonó el timbre y una silueta
oscura se dibujó al trasluz en el marco de la puerta. "Si no le importa", dijo
la abadesa tras los saludos de rigor, "me gustaría ver el convento desde
fuera".Y después, en el mismo balcón en el que fue narrada la historia se quedó
unos minutos en silencio. "Es muy bonito", concluyó. Y, con la misma alegría
con la que había llamado a la puerta, se despidió y regresó al convento. Creo
que no ha vuelto a salir, pero eso ahora no importa.
El viaje de la abadesa me sigue pareciendo, como entonces, uno de los viajes
más largos de todos los viajes largos de los que tengo noticias.
FIDELIDAD DE LAS
ESTATUAS
Álvaro Menen Desleal
El
Salvador (1932-2000)
A
la circunstancia de que las estatuas no fueran del todo mudas atribuye Casiodoro
(Variarum libri duodecim, VII, 13) el que los ladrones no terminaran con el
arte de Roma: fue necesario armar patrullas nocturnas en la ciudad para proteger
las estatuas de bronce de la rapiña de los ladrones de metal; pero los ladrones
eran numerosos, y las patrullas fueron incapaces de contenerlos. Las
estatuas de bronce estuvieron a un paso de desaparecer de Roma; pero no hay
manera de cortar una estatua de bronce sin que el metal suene aparatosamente
al golpe de los instrumentos, y el ruido que desvelaba a los ciudadanos era una
especie de pedido de auxilio al que acudían las patrullas. Las estatuas quedaban
casi siempre magulladas; pero quedaban... Versiones de la época señalan que
las estatuas, poco a poco, aprendieron a emitir sonidos cada vez que un sospechoso
se les acercaba en la oscuridad de la noche, sin que para ello fuera ya
necesario el tocarlas.
Por
otro lado, también ha habido estatuas valientes en la guerra. Cuando los godos
invaden Roma el año 537, atacan con especial ferocidad el Mausoleo de Adriano (el Castel
Sant'Angelo de hoy). A punto de caer en manos enemigas, un soldado romano,
aterrorizado, como todos sus camaradas, ante la inminencia de la victoria goda,
lanzó una estatua encima del invasor. Al caer a tierra, la estatua se portó
valientemente y dejó de aplastar soldados invasores sólo cuando alguien
logró cortarle la cabeza de un mazazo brutal. Naturalmente, los soldados romanos lanzaron más estatuas; tuvo tanto éxito la hueste marmórea (según la pintoresca descripción de
Procopio) que el Mausoleo no llegó a
caer nunca en manos enemigas, y por 1865 años más la construcción siguió
sirviendo de fortaleza. A los héroes damnificados pertenecen los fragmentos de mármol que los agricultores
italianos desentierran a cada rato hoy en día.
Es
curioso, sin embargo, el hecho de que los romanos tardaran tanto tiempo en descubrir
la fidelidad de las estatuas y su amor por la gran urbe, aunque bien puede
atribuirse tal ceguera a cierto complejo de culpa por los excesos cometidos en
tiempos anteriores (como el siglo IV, cuando se colocaban las esculturas de las
cabezas de famosos políticos de la época sobre restos de estatuas antiguas). Bien
puede pensarse que los romanos sabían perfectamente de esta fidelidad, y que
era para su protección que llegaron a acumular en las calles de Roma, de
acuerdo a Curiosum Urbis y Notitia Urbis, 22 estatuas ecuestres, 88 estatuas de
divinidades bañadas en oro, 74 de divinidades labradas en marfil y 3785
estatuas de bronce, aparte de 36 arcos de triunfo, y esto en la tardía época
imperial, venida ya a menos la grandeza romana. Ceguera o no, la verdad es que,
antes aún del episodio bélico en el Mausoleo de Adriano, las estatuas habían
dado ya numerosas pruebas de su amor a Roma: fue a su actitud de estática
vigilancia y patriótica inmovilidad que la urbe no perece del todo en los
incendios provocados por Alarico el año 410, por Genserico en 455 y en 472 por
Ricimero.
Una
de las demostraciones de fidelidad de las estatuas que más nos conmueven es la
que dan a propósito de la visita de Constante II a Roma, cuando se pone de
manifiesto de una vez para siempre que las estatuas, como los caballeros, sólo
forman al lado de las causas perdidas. Cerca
de doscientos años más tarde de la caída del Imperio de Occidente, Roma,
después de mucho tiempo de no ver la cara de un emperador, recibe en el 663 a
Constante II, quien llega a la ciudad con el apenas oculto propósito de
llevarse a Constantinopla todo lo que de la vieja ciudad valga la pena. Le echa
mano por eso a cuanta pieza de metal ve, incluyendo el techo de placas de
bronce dorado del Panteón que su predecesor, Focas, había regalado al Papa el
año 609. Constante
II llena las bodegas de su nave con el botín, y parte a adornar las calles y
las plazas de su metrópoli. Pero las estatuas romanas se confabulan y hunden el
barco en Siracusa, con todo y emperador. Es innecesario agregar que las
estatuas, debido a su naturaleza, no tenían posibilidad alguna de salvación en
el naufragio, cosa que, por saberla bien ellas, hace más que ejemplar su
heroico acto. Esta
fidelidad de las estatuas a la ciudad de Roma (donde vivían, en un momento
dado, tantas estatuas como habitantes) se debió más que todo a los amorosos
cuidados que los Cumtor statuarum les prodigaban. Se cuentan casos (no extraordinarios,
por cierto, en época tan extraordinaria) en que estos empleados del gobierno
citadino abandonaron a sus mujeres y a sus hijos para residir a la sombra de
sus estatuas favoritas, para ellos más queridas que la familia.