11 de noviembre de 2009

Entremeses literarios (LXXX)

INTERVALO DOLOROSO
Fernando Pessoa

Portugal (1888-1935)

Todo me cansa, hasta lo que no me cansa. Mi alegría es tan dolorosa como mi dolor. Quien me diera ser un niño poniendo barcos de papel en un estanque de la quinta, con un tablero rústico de redes de parral poniendo ajedreces de luz y sombra verde en los reflejos sombríos de la poca agua. Entre yo y la vida hay un vidrio tenue. Por más nítidamente que yo vea y comprenda la vida, yo no la puedo tocar. ¿Razonar mi tristeza? ¿Para qué si el raciocinio es un esfuerzo? y quien está triste no puede esforzarse. Ni incluso abdico de aquellos gestos banales de la vida de los que yo tanto querría abdicar. Abdicar es un esfuerzo, y yo no poseo el alma con que esforzarme. ¡Cuántas veces me aflige el no ser el accionador de aquel coche, el conductor de aquel tren! ¡Cualquier banal Otro supuesto cuya vida, por no ser mía, deliciosamente me penetra para que yo la quiera y se me finge ajena! Yo no tendría el horror a la vida como a una Cosa. La noción de la vida como un Todo no me aplastaría los hombros del pensamiento.


UN CISNE, EN PALERMO, HACIA 1969
Sylvia Iparraguirre
Argentina (1947)

Hasta que un día me contaste lo del cisne, en Palermo, una madrugada sombría un cisne negro deslizándose por la tierna línea del alba hacia las ramas bajas que rozaban el agua, dónde la noche todavía armaba remolinos de oscuridad. Un cisne, dijiste, sobrenatural, al que seguiste desde la orilla en su delicado curso tan colmado de pena por el quejido del mundo, porque tenías algo crístico, una capacidad de sufrir por todos que te disparaba como una piedra hacia la luna, algo con la transparencia purísima de los puros de corazón, o con la miseria humana de la última cloaca. Entonces, habías seguido el delicado curso del cisne, con el cuaderno manoseado en el bolsillo del saco aquella madrugada de otoño, en Palermo, a donde habías ido a esperar que amaneciera mientras mirabas la oscuridad con los ojos mansos y a la vez llameantes. Ojos pálidos que absorbían las bisagras de la realidad, los puntos del chillido en el pecho y los tendones torcidos, hasta volverse oscuros como un trapo que se empapa de sangre. Sentado contra un árbol, con las rodillas abrazadas por no tener a otro a quien abrazar, al filo del alba que apenas empezaba a insinuarse en la niebla flotante del agua, en ese instante en que el mundo está en suspenso con algunos pocos que velan, como vos, para que no desaparezcamos del todo, entonces, en esa línea de silencio apareció el cisne y me dijiste que tu corazón se había helado y que, con el sigilo de un asesino, te habías puesto de pie y habías seguido expectante su delicado curso como quien descifra un presagio y que mirándolo supiste que era el presagio de tu muerte.



NOCHEBUENA
Jorge Montealegre

Chile (1954)

De par en par las puertas. El empleado se para y recibe a sus parientes. Tras ellos aparece una señora. La parentela se reparte saludos y brinda. La señora separa una silla y toma asiento. Y feliz navidad y feliz año nuevo. Parcamente la señora recibe un abrazo y otro. Luego se para y se aparta y sigue esperando que la atienda alguien en esa funeraria.


MUJERES
Julio Torri
México (1889-1970)

Siempre me descubro reverente al paso de las mujeres elefantas, maternales, castísimas, perfectas. Sé del sortilegio de las mujeres reptiles -los labios fríos, los ojos zarcos- que nos miran sin curiosidad ni comprensión desde otra especie zoológica. Convulso, no recuerdo si de espanto o de atracción, he conocido un raro ejemplar de mujeres tarántulas. Por misteriosa adivinación de su verdadera naturaleza vestía siempre de terciopelo negro. Tenía las pestañas largas y pesadas, y sus ojillos de bestezuela candida me miraban con simpatía casi humana. Las mujeres asnas son la perdición de los hombres superiores. Y los cenobitas secretamente piden que el diablo no revista tan terrible apariencia en la hora mortecina de las tentaciones. Y tú, a quien las acompasadas dichas del matrimonio han metamorfoseado en lucia vaca que rumia deberes y faenas, y que miras con tus grandes ojos el amanerado paisaje donde paces, cesa de mugir amenazadora al incauto que se acerca a tu vida, no como el tábano de la fábula antigua, sino llevado por veleidades de naturalista curioso.


TEORIA SIMPLISTA DE LAS ALMAS GORDAS
Felisberto Hernández
Uruguay (1902-1964)

Pienso en una nueva teoría teosófica de la reencarnación. Es necesario explicar la desproporción de los habitantes que nacen en relación con los que mueren. Pienso que los delgados tengan alma delgada y los gordos alma gorda. Si al morir un delgado, el alma le vuelve a nacer en el almita de un niño, un gordo hace reencarnar cuatro, cinco o más almitas a la vez.


TOP SECRET
Eugenia Cabral

Argentina (1954)

Me perturban esos hombres con aspectos de poderosos que se apartan para permitirme entrar al ascensor. Un traje, discreto perfume, reloj de marca. Me perturban. Son como reloj de arena. Sólo hay que ponerlos patas para arriba y reiteran exactamente su caída en el tiempo. Cómo harán para ser tan exactos. Me perturban esos hombres. En sus maletines, parecieran llevar un expediente donde constan todos mis secretos.


PARA MIRARTE MEJOR
Juan Armando Epple
Chile (1949)

Aunque te aceche con las mismas ansias, rondando siempre tu esquina, hoy no podríamos reconocernos como antes. Tú ya no usas esa capita roja que causaba revuelos cuando pasabas por la feria del Parque Forestal, hojeando libros o admirando cuadros, y yo no me atrevo ni a sonreírte, con esta boca desdentada.


SUICIDIO
Alfonso Reyes

México (1889-1959)

Hay muchos modos de suicidarse. El que yo propongo es el siguiente: suicídese usted mediante el único método de suicidio filosófico.
- ¿Y es?
- Esperando que le llegue la muerte. Desinterésese un instante, olvídese de su persona, dése por muerto, considérese como cosa transitoria llamada necesariamente a extinguirse. En cuanto logre usted posesionarse de este estado de ánimo, todas las cosas que le afectan pasarán a la categoría de ilusiones intrascendentes, y usted deseará continuar sus experiencias de la vida por una mera curiosidad intelectual, seguro como está de que la liberación lo espera. Entonces, con gran sorpresa suya, comenzará usted a sentir que la vida le divierte en sí misma, fuera de usted y de sus intereses y sus exigencias personales. Y como habrá usted hecho en su interior tabla rasa, cuanto le acontezca le parecerá ganancia y un bien con el que usted ya no contaba. Al cabo de unos cuantos días, el mundo le sonreirá de tal suerte que ya no deseará usted morir, y entonces su problema será el contrario.



SOBRE LOS MAGOS, PRESTIDIGITADORES Y MALABARISTAS
Marco Denevi

Argentina (1922-1998)

Me espanta la flema y hasta el regocijo con que usted asiste a las exhibiciones de los prestidigitadores. Debo informarle que usted cree ver una cosa y en realidad ve otra. Qué novedad, me dirá usted. No me refiero a los engaños e ilusiones que tanto lo divierten, sino a los recursos de que echan mano los prestidigitadores para embaucar al público. Antaño todo era limpio, lícito y, en el fondo, ingenuo. La supuesta trasmisión de pensamiento se basaba en un código convencional: ahora los magos obligan a sus ayudantes a mirar a través de las negras vendas que les cubren los ojos, y el esfuerzo las vuelve ciegas a corto plazo. Antes el descuartizamiento de la mujer que se encerraba en un baúl al que el mago serruchaba en dos era un truco: ahora la mujer encerrada en el baúl es verdaderamente asesinada y la otra, la que después aparece viva y sonriente, es su hermana gemela. El malabarista le pide a usted su reloj, lo hace pedazos, lo coloca en un sombrero, finge pronunciar no sé qué abracadabras, el reloj aparece intacto y usted aplaude. Pero no es el mismo reloj, es otro, aparentemente igual al suyo aunque de inferior calidad y que da una hora apócrifa que lo hace llegar tarde a todas las citas. Señor, convénzase: los prestidigitadores ya no dominan su arte, los secretos de su oficio se han perdido u olvidado. Pero esos mistificadores, esos embusteros, con tal de seguir contando con el favor del público, apelan a los innobles ardides (para llamarlos de alguna manera) que acabo de enumerarle.


LEER UN CUENTO
Miguel de Loyola

Chile (1957)

El escritor llega temprano, preparado para leer. Le han pedido ser puntual, habrá mucho público. Por eso denota nerviosismo cuando entra a la sala, pero viene reconfortado con la idea de leer su obra más reciente. Ha estado escribiendo cuentos eróticos, y eso agrada al lector, le han dicho. El erotismo está de moda, y la gente sigue las modas, hipnotizada, sin cuestionarse, como cerditos bíblicos hacia el barranco. Sin embargo, ya son cerca de las 19:30 y no llega nadie a la sala. El escritor pregunta tímidamente si hicieron las invitaciones respectivas. El organizador confirma, aunque de manera vaga. Tal vez no las hizo, es lo usual en estos casos, piensa el escritor. O tal vez sí, y eso fue todavía peor, reflexiona. Su obra y su nombre no figura en ninguna parte. Sus libros no han sido comentados en la TV, tampoco en radios, diarios y revistas. Entonces comienza a sospechar, la muchedumbre no ha venido por eso, dice en voz alta. Además, hoy la gente pasa ocupada en cosas muy importantes, rara vez se ve público en las presentaciones de libros, salvo aquellas personas vinculadas afectivamente con el autor, o comercialmente con el editor, o culinariamente con el coctel. Pero, a los lectores verdaderos, ¿quién los conoce? ¿Acaso existen todavía? ¿Alguien los ha visto alguna vez?, se pregunta sorpresivamente el escritor, aunque la pregunta se la ha hecho en otras ocasiones, en la soledad de su cuarto, y también durante otras lecturas donde asola la misma soledad. Aún así, sorpresivamente, a las 19:45 en punto, el escritor toma su lugar frente al micrófono y comienza a leer. Aparte del organizador no hay nadie más. Están los dos solos, y se siente el vacío silencioso de la sala. El escritor mira hacia el público inexistente, y continúa leyendo, ahora con fuerza, con mayor vehemencia, sin importarle nada, lee como si la sala estuviera repleta de gente, al punto que sorprende al propio organizador del espectáculo, quien en algún momento, llega a ver la sala atestada de oyentes. El escritor bebe un sorbo de agua, se acuerda de la sonata de John Cage, 4'33¨, y continúa, inmutable, sin parar hasta terminar su relato.