Sabido es que el género policial surgió en la Argentina cuando promediaba el siglo XIX. En 1877 el jurisconsulto Luis V. Varela (1845-1911) publicó las dos primeras narraciones que cruzaban infidelidad y crimen. En 1884 aparecieron las primeras traducciones de Edgar Allan Poe (1809-1849), y ese mismo año Paul Groussac (1848-1929) publicaba "La pesquisa". Dice Vicente Muleiro en un artículo aparecido en la revista "Ñ" en junio de 2008: "Otros rastros de sangre se encontraron entre los originales de narradores que publicaron a principios del siglo XX, Horacio Quiroga entre ellos. Hasta que, hacia la década de 1930, las ediciones populares repartieron millares de historias intrigantes en las revistas semanales y mensuales y en otras entregas de formato para el kiosco. El prestigio crecería con la difusión que emprendió Borges. Otro salto se produciría en los años '70, con la obviedad de 'género menor' convenientemente sepultada y la discusión sobre sus líneas posibles (novela de intriga o suspenso, novela problema, thriller de acción, novela negra o dura) francamente abierta para que cada uno se sirviera a gusto. Escritores con patente (Walsh, Bosco, Pla, Soriano, Martini, Giardinelli, entre otros), bebían y beben en su normativa, para transgredirla a su modo".
El docente de Literatura Hispanoamericana de la Facultad de Filosofía y Letras (UBA) Roberto Ferro (1951), ha publicado numerosos textos de teoría y crítica literaria. Entre sus obras figuran "Escritura y desconstrucción. Lectura (h)errada con Jacques Derrida", "Grabados", "El lector apócrifo", "La ficción. Un caso de sonambulismo teórico", "Sostiene Tabucchi", "Línea de flotación" y "Onetti. La fundación imaginada". En 1991 seleccionó y prologó, para la editorial Desde la Gente del Instituto Movilizador de Fondos Cooperativos, una serie de diez textos de autores argentinos que suponen una recorrida por el género desde sus inicios hasta finales del siglo XX. Los títulos elegidos fueron "La pesquisa" de Paul Groussac, "El triple robo de Bellamore" de Horacio Quiroga, "El caso de Ada Terry" de Leonardo Castellani, "El perjurio de la nieve" de Adolfo Bioy Casares, "Muerte en el Riachuelo" de Manuel Peyrou, "Transposición de jugadas" de Rodolfo Walsh, "Fuga" de Adolfo Pérez Zelaschi, "Orden jerárquico" de Edgardo Goligorsky, "La loca y el relato del crimen" de Ricardo Piglia, y "La unidad móvil" de Guillermo Saccomanno.
Lo que se reproduce a continuación es, justamente, el prólogo de Roberto Ferro a la mencionada antología que apareció con el título de "Policiales. El asesino tiene quien le escribe"
El lector aficionado a la narrativa policial es siempre, en mayor o en menor medida, un experto que pone a prueba frente a cada nuevo relato un saber modelado por la experiencia con el género. La intuición, la capacidad de razonamiento, la audacia imaginativa con que elije su recorrido en la indagación, que cada caso le propone, agrega al placer de la lectura, la tensión de un desafío. El enigma, la simulación, el suspenso, las dilaciones, responden a un régimen de reglas de juego que el lector y el relato comparten. Por eso la pregunta sobre el género, cuando de narrativa policial se trata, no apunta a una definición cerrada y apriorística que pretenda en una serie de enunciados generales y dogmáticos señalar sus características distintivas, sino más bien busca establecer sus límites y considerar las variantes posibles que permitan dar cuenta, con mayor o menor certeza, de la pertenencia o no a ese espacio, de determinados relatos. Planteado el interrogante en esos términos, es posible señalar que existe consenso, más o menos generalizado, entre los críticos, historiadores y aficionados al género, en aceptar dos grandes vertientes: la policial clásica, también llamada novela-problema y la policial negra o dura.
El comienzo de la primera se puede datar en 1841 con la publicación de "Los crímenes de la calle Morgue" de Edgar Alian Poe, que constituye el punto de partida de la poética del género con una concepción definida de sus posibilidades y asimismo establece el origen de un linaje que reconoce a Arthur Conan Doyle, John Dickson Carr, Gilbert K. Chesterton y Agatha Christie como sus continuadores más ilustres. El hallazgo genial de Poe radica en haber considerado equivalentes al determinismo y a la necesidad, lo que permite concebir los actos humanos como explicables de acuerdo a las mismas leyes que rigen los fenómenos físicos; en otras palabras: son previsibles, lo que supone que pueden ser objeto de deducción. Todo enigma o misterio en las acciones humanas, sólo es una apariencia; bastará con la aplicación del razonamiento apropiado para resolverlo. Quedan así abolidos la contingencia y el azar. Las acciones del criminal son fuerzas en movimiento; el investigador posee el saber suficiente para poder calcular y determinar sus condiciones y prever su trayectoria. En la policial clásica se cuentan dos historias. La primera, la del crimen, ha finalizado antes de que comience la segunda, la historia de la investigación. En ésta los personajes, y principalmente el investigador, no actúan, sino que razonan reconstruyendo paso a paso el enigma. Hay una separación tajante entre el crimen y la motivación social. Las preguntas del investigador están orientadas hacia el cómo se llevó a cabo la transgresión delictiva, que puso en cuestión a la ley; el por qué, en cambio, nunca agrega elementos válidos al orden de la causalidad racional, no es un interrogante pertinente.
La otra vertiente, la policial negra, también exhibe una genealogía que marca su origen con precisión. Los "pulps-magazines" eran revistas producidas con oscuro papel de pulpa, el más barato del mercado; el público lector norteamericano de entreguerras consumía ávidamente las series de relatos con tema policial, casi siempre desarrollado de acuerdo a los lineamientos de intriga del estilo clásico. Uno de esos "pulps", el "Black Mask", fundado en 1920, dio cabida a una serie de narraciones que revolucionaron el género. Su director, el legendario Joseph T. Shaw, abrió las páginas del "Black Mask" a los primeros relatos de los grandes escritores de la policial negra: Dashiell Hammett, Horace McCoy, James Cain, Raymond Chandler, William Burnett.
La acción en estas narraciones tiene a la calle de la gran ciudad como escenario privilegiado. La realidad no acepta las laberínticas deducciones ordenadas y prolijas, ya no hay espacio para las disquisiciones racionales, que han perdido todo interés ante la convulsión desmesurada de la nueva sociedad. La acción en la policial negra lleva a la violencia, la causalidad deja de ser ordenada por la inteligencia, el factor económico rige las relaciones. El detective no descifra misterios, se mueve en un mundo en el que la competencia individualista propia del capitalismo determina e impone su lógica de apropiación. El crimen es un modo privilegiado de exponer las relaciones sociales.
Los primeros antecedentes de la narrativa policial en la Argentina se remontan a finales del siglo pasado, los relatos de Luis V. Varela, Paul Groussac y Eduardo L. Holmberg exhiben manejo y conocimiento de las reglas del género. El hilo cronológico se continúa, ya en el presente siglo, con algunas narraciones de Horacio Quiroga y con mayor asiduidad en la obra de Vicente Rossi. La constitución de un público lector cada vez más amplio puede testimoniarse con la aparición de publicaciones como "La Novela Semanal", "El Cuento Ilustrado", "La Novela Universitaria", que a partir de la segunda década comparten y disputan la atención del mercado. El interés por la narrativa policial aparece marcado por la frecuencia de obras del género en esas publicaciones, relativamente importante en relación al número de ediciones; señal inequívoca de un cierto conocimiento de los modelos impuestos por los magazines ingleses y norteamericanos, que comenzaban a circular asiduamente en las series publicadas en las revistas como "Tit-Bits", "Tipperary", "Pucky" y otras que planteaban idéntica perspectiva. Eustaquio Pellicer, Enrique Richard Lavalle, Arístides Rabello, Enzo Aloisi, Enrique Anderson Imbert, Leonardo Castellani, Conrado Nalé Roxlo, son algunos de los autores que durante los años '20 y '30 producen relatos policiales. El lector aficionado a la narrativa policial es siempre, en mayor o en menor medida, un experto que pone a prueba frente a cada nuevo relato un saber modelado por la experiencia con el género. La intuición, la capacidad de razonamiento, la audacia imaginativa con que elije su recorrido en la indagación, que cada caso le propone, agrega al placer de la lectura, la tensión de un desafío. El enigma, la simulación, el suspenso, las dilaciones, responden a un régimen de reglas de juego que el lector y el relato comparten. Por eso la pregunta sobre el género, cuando de narrativa policial se trata, no apunta a una definición cerrada y apriorística que pretenda en una serie de enunciados generales y dogmáticos señalar sus características distintivas, sino más bien busca establecer sus límites y considerar las variantes posibles que permitan dar cuenta, con mayor o menor certeza, de la pertenencia o no a ese espacio, de determinados relatos. Planteado el interrogante en esos términos, es posible señalar que existe consenso, más o menos generalizado, entre los críticos, historiadores y aficionados al género, en aceptar dos grandes vertientes: la policial clásica, también llamada novela-problema y la policial negra o dura.
El comienzo de la primera se puede datar en 1841 con la publicación de "Los crímenes de la calle Morgue" de Edgar Alian Poe, que constituye el punto de partida de la poética del género con una concepción definida de sus posibilidades y asimismo establece el origen de un linaje que reconoce a Arthur Conan Doyle, John Dickson Carr, Gilbert K. Chesterton y Agatha Christie como sus continuadores más ilustres. El hallazgo genial de Poe radica en haber considerado equivalentes al determinismo y a la necesidad, lo que permite concebir los actos humanos como explicables de acuerdo a las mismas leyes que rigen los fenómenos físicos; en otras palabras: son previsibles, lo que supone que pueden ser objeto de deducción. Todo enigma o misterio en las acciones humanas, sólo es una apariencia; bastará con la aplicación del razonamiento apropiado para resolverlo. Quedan así abolidos la contingencia y el azar. Las acciones del criminal son fuerzas en movimiento; el investigador posee el saber suficiente para poder calcular y determinar sus condiciones y prever su trayectoria. En la policial clásica se cuentan dos historias. La primera, la del crimen, ha finalizado antes de que comience la segunda, la historia de la investigación. En ésta los personajes, y principalmente el investigador, no actúan, sino que razonan reconstruyendo paso a paso el enigma. Hay una separación tajante entre el crimen y la motivación social. Las preguntas del investigador están orientadas hacia el cómo se llevó a cabo la transgresión delictiva, que puso en cuestión a la ley; el por qué, en cambio, nunca agrega elementos válidos al orden de la causalidad racional, no es un interrogante pertinente.
La otra vertiente, la policial negra, también exhibe una genealogía que marca su origen con precisión. Los "pulps-magazines" eran revistas producidas con oscuro papel de pulpa, el más barato del mercado; el público lector norteamericano de entreguerras consumía ávidamente las series de relatos con tema policial, casi siempre desarrollado de acuerdo a los lineamientos de intriga del estilo clásico. Uno de esos "pulps", el "Black Mask", fundado en 1920, dio cabida a una serie de narraciones que revolucionaron el género. Su director, el legendario Joseph T. Shaw, abrió las páginas del "Black Mask" a los primeros relatos de los grandes escritores de la policial negra: Dashiell Hammett, Horace McCoy, James Cain, Raymond Chandler, William Burnett.
La acción en estas narraciones tiene a la calle de la gran ciudad como escenario privilegiado. La realidad no acepta las laberínticas deducciones ordenadas y prolijas, ya no hay espacio para las disquisiciones racionales, que han perdido todo interés ante la convulsión desmesurada de la nueva sociedad. La acción en la policial negra lleva a la violencia, la causalidad deja de ser ordenada por la inteligencia, el factor económico rige las relaciones. El detective no descifra misterios, se mueve en un mundo en el que la competencia individualista propia del capitalismo determina e impone su lógica de apropiación. El crimen es un modo privilegiado de exponer las relaciones sociales.
Durante los últimos años de la década del '30 es posible percibir síntomas más o menos precisos de la configuración de un amplio segmento del público lector, que va definiendo su competencia e interés por el género, lo que prueba simétricamente la aparición de algunas publicaciones que lanzaban a la venta, cada vez con mayor asiduidad, relatos policiales. El "Magazine Sexton Blake" comienza a editarse quincenalmente desde 1929 por Editorial Tor, con materiales provenientes de los "pulps" norteamericanos y de los folletines europeos. Se confundían así, relatos genuinamente policiales con novelas de aventuras con héroes superdotados a la manera de Fantomas. Por su parte la "Serie Misterio" de J.C. Rovira Editor, posteriormente unificada con la "Serie Wallace", puso en circulación narraciones de autores pertenecientes al policial clásico. La aparición de las colecciones de la Editorial Molino y de la Biblioteca de Oro, cada una de ellas compuestas de varias series, señalan que están dadas las condiciones para el primer gran momento de la narrativa policial en el conjunto de la literatura argentina.En el curso de la década del '40 y buena parte de los años '50 es posible advertir un cambio en el que confluyen una serie de factores que distinguen nítidamente esta etapa de las anteriores. Hasta ese entonces, el aporte de los escritores argentinos en la producción de la narrativa policial había sido aislado y fragmentario, bastante alejado de las exigencias propias del género, que impone un ritmo acorde a las necesidades del consumo de un público lector caracterizado por una demanda intensa y constante. En esos años, junto a la publicación de las más importantes series, comienzan a editarse un número considerablemente mayor de relatos producidos por escritores argentinos. La aparición en 1944 de la colección "El Séptimo Círculo", dirigida por Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, que desde su propio título remite a un proyecto con connotaciones que exceden la circulación habitual del quiosco y acercan el género a la biblioteca culta, marca un primer modo de inscripción de la narrativa policial que trastorna el estatuto de legitimación recibido hasta ese momento.
En una línea cercana a "El Séptimo Círculo", Editorial Molino pone en circulación las "Selecciones Biblioteca Oro", y la Editorial Hachette, dos colecciones que alcanzaron una fuerte repercusión, "Evasión" y "Serie Naranja", en las que aparecen relatos policiales de los más renombrados escritores del género. Las editoriales y las revistas de venta masiva alientan la producción local con concursos en los que participan una gran cantidad de autores argentinos. Rodolfo Walsh publica en 1953 "Variaciones en rojo", que al año siguiente recibe el premio Municipal de Literatura; el jurado, en esa oportunidad, dejó asentado que la distinción se otorgaba por la alta calidad de los relatos, más allá del género al que pertenecían, exhibiendo los reparos con que se percibía ese segmento de la escritura literaria, al que sin dudas se lo seguía considerando de modo diagonal y con cierto desprecio. En 1953 aparecerá "Diez cuentos policiales argentinos", primera antología del género dedicada exclusivamente a escritores argentinos, con selección y prólogo a cargo de Rodolfo Walsh, lo que puede ser leído como un hito muy significativo.La publicación, en 1969, por la Editorial Tiempo Contemporáneo de la "Serie Negra" dirigida por Ricardo Piglia, señala el segundo momento relevante de participación de la narrativa policial en el sistema literario argentino. Dedicada especialmente a escritores extranjeros, publica una serie de nombres clásicos de la novela negra: Hammett, Chandler, Cain, McCoy, Goodis. Todos ellos habían sido traducidos con anterioridad y leídos desde la poética de la policial clásica; ahora ingresaban en otro espacio de legibilidad, al que no eran ajenas las condiciones sociopolíticas de la época. El éxito y la repercusión de la "Serie Negra" marcan un nuevo perfil de lector del género, un cambio de biblioteca y, asimismo, un desplazamiento en la valoración a partir de la cual se considera la narrativa policial.La presentación del género y la sucinta síntesis que intentamos como una doble entrada en este prólogo de "El asesino tiene quien le escribe", que se propone como un recorrido por la narrativa policial argentina, apunta a exhibir algunas cuestiones, señalándolas antes que proponiendo conclusiones: la importancia que para los relatos policiales producidos en nuestro país han tenido los modelos foráneos del género; la transformación del estatuto de valoración de la narrativa policial en el curso de los años; la decisiva participación de nombres de la "gran literatura" en el espacio del género: Borges, Bioy Casares, Walsh, Piglia; no sólo en la producción de escritura, sino en la traducción, dirección de colecciones, selección de antologías, con su presencia en los concursos específicamente dedicados a la narrativa policial.
Finalmente queda por aludir a las relaciones cada vez más complejas que traman sus líneas entre la poética que distingue a la narrativa policial y la literatura que se ha producido en los últimos años; Ricardo Piglia, Juan José Saer, Manuel Puig, por señalar los puntos más altos, exhiben una confabulación en su escritura de juegos de transtextualidad que envían y trastornan, una y otra vez, a las poéticas de género como componente importante en el tramado de sus textos. En esta consideración no puede dejar de atenderse el modo en que, en los últimos tiempos, se han aflojado y trastornado los límites que escindían a la "gran literatura", por una parte, y a las escrituras marginales, por la otra.Queda aún un último detalle, quizás una pista: esta antología que hoy presentamos, pretende aludir a un reconocimiento en la figura de dos "investigadores" sin cuyos aportes nuestro saber sobre toda la problemática que abarca la literatura policial sería mucho más precario, me refiero a Jorge Lafforgue y Jorge B. Rivera.
En una línea cercana a "El Séptimo Círculo", Editorial Molino pone en circulación las "Selecciones Biblioteca Oro", y la Editorial Hachette, dos colecciones que alcanzaron una fuerte repercusión, "Evasión" y "Serie Naranja", en las que aparecen relatos policiales de los más renombrados escritores del género. Las editoriales y las revistas de venta masiva alientan la producción local con concursos en los que participan una gran cantidad de autores argentinos. Rodolfo Walsh publica en 1953 "Variaciones en rojo", que al año siguiente recibe el premio Municipal de Literatura; el jurado, en esa oportunidad, dejó asentado que la distinción se otorgaba por la alta calidad de los relatos, más allá del género al que pertenecían, exhibiendo los reparos con que se percibía ese segmento de la escritura literaria, al que sin dudas se lo seguía considerando de modo diagonal y con cierto desprecio. En 1953 aparecerá "Diez cuentos policiales argentinos", primera antología del género dedicada exclusivamente a escritores argentinos, con selección y prólogo a cargo de Rodolfo Walsh, lo que puede ser leído como un hito muy significativo.La publicación, en 1969, por la Editorial Tiempo Contemporáneo de la "Serie Negra" dirigida por Ricardo Piglia, señala el segundo momento relevante de participación de la narrativa policial en el sistema literario argentino. Dedicada especialmente a escritores extranjeros, publica una serie de nombres clásicos de la novela negra: Hammett, Chandler, Cain, McCoy, Goodis. Todos ellos habían sido traducidos con anterioridad y leídos desde la poética de la policial clásica; ahora ingresaban en otro espacio de legibilidad, al que no eran ajenas las condiciones sociopolíticas de la época. El éxito y la repercusión de la "Serie Negra" marcan un nuevo perfil de lector del género, un cambio de biblioteca y, asimismo, un desplazamiento en la valoración a partir de la cual se considera la narrativa policial.La presentación del género y la sucinta síntesis que intentamos como una doble entrada en este prólogo de "El asesino tiene quien le escribe", que se propone como un recorrido por la narrativa policial argentina, apunta a exhibir algunas cuestiones, señalándolas antes que proponiendo conclusiones: la importancia que para los relatos policiales producidos en nuestro país han tenido los modelos foráneos del género; la transformación del estatuto de valoración de la narrativa policial en el curso de los años; la decisiva participación de nombres de la "gran literatura" en el espacio del género: Borges, Bioy Casares, Walsh, Piglia; no sólo en la producción de escritura, sino en la traducción, dirección de colecciones, selección de antologías, con su presencia en los concursos específicamente dedicados a la narrativa policial.
Finalmente queda por aludir a las relaciones cada vez más complejas que traman sus líneas entre la poética que distingue a la narrativa policial y la literatura que se ha producido en los últimos años; Ricardo Piglia, Juan José Saer, Manuel Puig, por señalar los puntos más altos, exhiben una confabulación en su escritura de juegos de transtextualidad que envían y trastornan, una y otra vez, a las poéticas de género como componente importante en el tramado de sus textos. En esta consideración no puede dejar de atenderse el modo en que, en los últimos tiempos, se han aflojado y trastornado los límites que escindían a la "gran literatura", por una parte, y a las escrituras marginales, por la otra.Queda aún un último detalle, quizás una pista: esta antología que hoy presentamos, pretende aludir a un reconocimiento en la figura de dos "investigadores" sin cuyos aportes nuestro saber sobre toda la problemática que abarca la literatura policial sería mucho más precario, me refiero a Jorge Lafforgue y Jorge B. Rivera.