En el artículo "Kafka, el acusado" publicado en el nº 20 de la revista "Crisis" correspondiente a diciembre de 1974, la crítica literaria Beatriz Sarlo (1942) dice sobre el autor de "Die verwandlung" (La metamorfosis): "En las novelas y los relatos de Kafka -y de manera obsesiva en sus Diarios y su correspondencia- se repiten algunas situaciones básicas que tienen que ver, en un plano de realizaciones simbólicas, con la afirmación de una identidad a partir de situaciones de segregación, de aislamiento... En toda la literatura de Kafka las relaciones se basan sobre malentendidos: las palabras significan cosas diferentes para unos y otros, las señales y los símbolos son interpretados por los personajes de manera siempre equívoca. Y, sin embargo, la palabra -la escritura- fue la obsesión, el camino y la meta al mismo tiempo, de la vida de Franz Kafka".
Efectivamente. Cuando, en 1921, entregó a la periodista Milena Jesenská (1896-1944) -la traductora de sus obras al checo- todos los cuadernos de sus Diarios, Kafka escribió: "¿Has encontrado en mi diario algo decisivo en contra de mí?". Es decir: suponía que era su escritura la que podía condenarlo, que sobre su escritura podía abrírsele un proceso, que en su escritura estaban todas las pruebas en su contra. Así de conflictiva era su relación con la escritura. Esos Diarios testimonian el largo trabajo de Kafka sobre su obra: se suceden versiones diferentes o casi idénticas de un mismo relato, de una descripción, esbozos de diálogo; aparecen intercalados fragmentos de sus novelas; se anotan detalles fragmentarios, sometidos a una óptica deformante, de obras y argumentos varios; borradores de cartas terribles, detalles ínfimos en apariencia; la relación con su cuerpo, el avance de su enfermedad. Todo está allí, como un registro minucioso de esa relación dificultosa y casi siempre decepcionante.
A lo largo de los cuadernos que escribió desde 1910 hasta 1923, se sucede el registro de muchos de los temas fundamentales de su narrativa y, al mismo tiempo, aparece del modo más trasparente y explícito la dificultad, tal como es experimentada por Kafka, frente a la escritura. Así, por ejemplo, dice en noviembre de 1910: "Finalmente, después de cinco meses de mi vida, durante los cuales no pude escribir nada que me satisficiera, y que ningún poder podrá compensarme, aunque todos se sintieran obligados a ello, se me ocurre la ¡dea de volver a hablar conmigo mismo. Cada vez que realmente me formulaba una pregunta, siempre contestaba, siempre había algo que arrancar de mí, de este manojo de paja que soy desde hace cinco meses y cuyo destino parece ser encenderse en verano y consumirse antes de que los espectadores tengan tiempo de parpadear. ¡Si por lo menos pudiera sucederme eso! Y que me sucediera decenas de veces, porque ni siquiera me arrepiento de esa época desdichada. Mi estado no es la desdicha, pero tampoco es la dicha; no es ni indiferencia, ni debilidad, ni cansancio, ni otros intereses, ¿y entonces qué es? El hecho de que yo no lo sepa, se relaciona sin duda con mi incapacidad de escribir. Y a ésta creo comprenderla, aunque no sé el motivo. En efecto, todas las cosas que se me ocurren, no se me ocurren desde la raíz, sino en cierto modo desde la mitad. Que intente entonces alguien retenerlas, que intente alguien retener una hierba y aferrarse a ella, cuando esa hierba sólo crece de la mitad del tallo hacia arriba...".
Y en diciembre del mismo año: "Si no fuera indudable que el motivo que me induce a dejar las cartas (incluso aquéllas cuyo contenido es previsiblemente insignificante, como ésta que tengo aquí adelante) sin abrir durante cierto tiempo radica en mi debilidad y en mi cobardía, que titubean en abrir una carta como titubearían en abrir la puerta de una habitación donde alguien tal vez impaciente me espera, podría entonces explicar mucho mejor ese desdén epistolar como una demostración de firmeza de carácter. Es decir, suponiendo que yo fuera una persona de carácter firme, debería tratar de prolongar todo lo que se refiera a la carta, y por lo tanto abrirla con lentitud, leerla despacio y repetidas veces, considerarla largamente, preparar la versión definitiva mediante muchos borradores, y finalmente demorarme en el envío de la respuesta. Todo esto está a mi alcance, lo único que no puedo evitar es la llegada repentina de la carta. Por lo tanto, retardo también esto de una manera artificial, tardo mucho en abrirla; continuamente se me ofrece, continuamente la recibo, pero no la acepto".
Dos años más tarde anotó: "En el momento de escribir es fácil observar en mí una gran concentración de fuerzas únicamente al servicio de la literatura. Cuando se hizo evidente en mi organismo que la literatura era la posibilidad más productiva de mi ser, todo se encaminó en esa dirección, y dejó vacías aquellas aptitudes que correspondían a las alegrías del sexo, de la comida, de la bebida, de la reflexión filosófica y sobre todo de la música. Me atrofié en todas esas direcciones. Esto era necesario porque la suma total de mis fuerzas era tan escasa que incluso todas reunidas no alcanzaban ni a medias a satisfacer las exigencias de mis propósitos literarios. Naturalmente, yo no descubrí estos propósitos independiente y concientemente; se descubrieron a sí mismos y actualmente sólo la oficina les impide realizarse. Mi desarrollo va a llegar a su término; a mi entender ya no me queda más nada que sacrificar, y por lo tanto no tengo más que agregar mi trabajo en la oficina a la lista mencionada para empezar mi verdadera vida, donde los progresos de mi obra permitirán por fin a mi cara envejecer de una manera natural".
Sin embargo no fue así. Permaneció en la misma oficina -la de una compañía de seguros para trabajadores- durante casi veinte años, hasta que la tuberculosis lo obligó a abandonarla. En 1920 se internó en el sanatorio de Kierling, cerca de Viena, donde murió cuatro años después con sólo cuarentiun años de edad, debilitado y consumido por su enfermedad, sin poder ver realizado su deseo de envejecer "de una manera natural".