Empecemos por el significado que tiene para la propia Rusia. No hará falta hacer hincapié en las consecuencias negativas de la Revolución. Durante varios años, y especialmente en estos últimos meses, han sido el tema obsesivo en los libros que se han publicado, en los periódicos, en la radio y en la televisión. No hay peligro de que se corra un tupido velo sobre los diversos aspectos negros del historial de la Revolución, sus costos en sufrimientos humanos o los crímenes cometidos en su nombre. El peligro estriba, más bien, en que sucumbamos a la tentación de olvidar por completo, o de silenciar sus inmensos logros. Y estoy pensando en la determinación, la dedicación, la organización, las ingentes dosis de ardua labor que, a lo largo de estos últimos sesenta años, han transformado Rusia y la han convertido en una de las principales naciones industrializadas y en una de las superpotencias. ¿Quién hubiese podido predecir algo semejante en 1917? Pero, aún más que esto, estoy pensando en las transformaciones que se han producido, con posterioridad a 1917, en la existencia del pueblo llano: la transformación de Rusia, de ser un país en el que más del 80% de su población eran campesinos analfabetos o semianalfabetos, en un país de cuya población el 60% reside en núcleos urbanos y que está adquiriendo a marchas forzadas los elementos de la cultura urbana. La mayoría de los miembros de esta nueva sociedad son nietos de campesinos; algunos incluso son biznietos de siervos. Es imposible que no tengan en mente lo que la Revolución ha hecho por ellos, y todo esto ha sido posible gracias al rechazo de los criterios fundamentales de la producción capitalista -beneficios y leyes de mercado- y su substitución por un plan económico global orientado a la promoción del bienestar común. Al margen de las promesas que hayan quedado sin cumplir, lo que se ha hecho en la Unión Soviética durante los últimos sesenta años, a pesar de las tremendas interrupciones provocadas desde el exterior, constituye un progreso extraordinario en el camino de la realización del programa económico del socialismo. Ni que decir tiene que soy plenamente consciente de que cualquiera que hable de los logros de la Revolución será inmediatamente tildado de estalinista. Pero yo no estoy dispuesto a aceptar esta especie de chantaje moral. Después de todo, cualquier historiador inglés puede cantar alabanzas a los logros obtenidos durante el reinado de Enrique VIII sin que, por ello, se le suponga favorable a la decapitación de esposas.
Su "Historia..." cubre el período en el que Stalin estableció su poder autocrático en el seno del partido bolchevique, derrotando y eliminando a las sucesivas oposiciones, y echando los cimientos de lo que posteriormente se denominaría estalinismo, como sistema político. En su opinión, ¿hasta qué punto su victoria en el seno del PCUS era inevitable? ¿Cuáles eran los márgenes de maniobrabilidad durante los años veinte?
Tengo tendencia a evitar las cuestiones de inevitabilidad en historia, porque conducen a un callejón sin salida. Al plantearse un porqué, el historiador se pregunta porqué, de entre todas las posibilidades existentes en un momento dado, se seleccionó una concreta. Si hubiesen confluido distintos antecedentes, los resultados hubiesen sido distintos. No tengo demasiada confianza en lo que se ha dado en llamar "historia contrafactual". Esto me recuerda un proverbio ruso que Alec Nove gusta de citar: "Si la abuela tuviese barba, la abuela sería el abuelo". Tratar de recomponer el pasado para adaptarlo a las predilecciones personales y al punto de vista de cada cual es una actividad muy relajante. Pero no creo que sea verdaderamente útil. Sin embargo, si insiste en que haga especulaciones, entonces le diré lo siguiente. Si Lenin hubiese vivido, en plenitud de sus facultades, durante los años veinte y treinta, habría tenido que hacer frente exactamente a los mismos problemas. El sabía perfectamente bien que la mecanización a gran escala de la agricultura era la primera condición para que hubiese progreso económico. Dudo de que hubiese estado de acuerdo con la "industrialización a paso de caracol" propuesta por Bujarin, y no creo que hubiese hecho demasiadas concesiones al mercado (acuérdese de su insistencia en mantener el monopolio del comercio exterior). Sabía perfectamente que, sin un control y una dirección eficaz del trabajo, no se llegaría a ninguna parte (recuerde sus observaciones acerca de la "dirección en manos de un solo hombre" en la industria, e incluso acerca del "taylorismo"). Pero Lenin no se basaba únicamente en una tradición humanista, sino que gozaba, además, de un prestigio enorme, de una gran autoridad moral y de poderes de persuasión; y estas cualidades de las que no estaba dotado ninguno de los restantes dirigentes, lo hubieran incitado y capacitado a minimizar y mitigar el elemento de coacción. Stalin carecía absolutamente de autoridad moral (posteriormente, trató de forjársela de la manera más cruda). Tan sólo entendía de coerción, que practicó de buen principio abierta y brutalmente. Con Lenin, las cosas no hubiesen sido más sencillas, pero hubiesen sido completamente distintas. Lenin no hubiese tolerado la falsificación de datos, actividad a la que Stalin se dedicó de modo permanente. De producirse fallos en la política o en la praxis del partido, los hubiese reconocido y admitido como tales. No hubiese considerado -como Stalin hizo- brillantes victorias lo que no eran sino expedientes desesperados. Con Lenin, la Unión Soviética no se hubiese convertido en lo que Ciliga denominara "la tierra de la gran mentira". Estas son mis especulaciones. Si bien carecen de valor, por lo menos manifiestan, en parte, mis creencias y mis opiniones.
Su "Historia..." concluye en el umbral de los años treinta, con la puesta en marcha del primer plan quinquenal. La colectivización y las purgas quedan para fecha más posterior. En el prefacio del primer volumen, usted escribía que las fuentes soviéticas para el período de los años treinta eran tan escasas que le resultaba imposible proseguir con ellas la investigación en el mismo plano. ¿En la actualidad, la situación es la misma, o se han publicado últimamente más documentos referentes a áreas selectas? ¿Le impide esa pobreza de archivos llevar sus investigaciones más allá de 1929?
Mucho es lo que se ha publicado, desde que yo escribí el prefacio en 1950, pero aún quedan zonas oscuras. R.W. Davies, quien colaboró conmigo en el último volumen económico, trabaja actualmente en la historia económica de los años treinta, y estoy seguro de que los resultados serán convincentes. Ultimamente me he interesado por las relaciones exteriores de este período y el proceso de constitución del frente popular; tampoco en este caso me he encontrado con escasez de materiales. Pero la historia política, en un sentido estricto, es, más o menos, un libro cerrado. Evidentemente, tuvieron lugar grandes controversias. Pero, ¿entre quiénes? ¿Quiénes vencieron? ¿Quiénes perdieron? ¿Qué compromiso hubo? No se dispone de documentación que sea equiparable a la de los debates relativamente libres que tenían lugar en los congresos del partido durante los años veinte, o las plataformas de oposiciones. Una espesa niebla envuelve todavía episodios tales como el asesinato de Kirov, la purga de los generales o los contactos secretos entre los enviados soviéticos y los alemanes, que, en opinión de muchos, tuvieron lugar a fines de los años treinta. Más allá de 1929 ya no hubiese podido seguir escribiendo la "Historia..." con la misma confianza de que conocía la clave de lo que había sucedido.
A menudo se presenta a los años treinta como la línea divisoria o de ruptura, en la historia de la Unión Soviética. El grado de represión que se liberó en el campo con la colectivización y que sacudió la totalidad de los propios aparatos del partido y del estado con el gran terror, según se dice, alteró cualitativamente la naturaleza del régimen soviético. La razón de las purgas y de los campos, que no ha vuelto a reproducirse a tal escala en ninguna otra revolución socialista, ha permanecido oscura hasta nuestros días. ¿Cuál es su opinión al respecto? ¿Considera válida la noción de la ruptura, especialmente después del XVII Congreso del partido, noción que tiene gran predicamento en la propia Unión Soviética?
En esto nos encontramos ante la famosa cuestión de la "periodización". Un acontecimiento del orden de la Revolución de 1917 es tan dramático y tan arrollador en sus consecuencias que aparece en la mente de cualquier historiador como uno de los momentos cardinales de la historia, el fin y el principio de un período. Sin embargo, hablando en términos generales, es el propio historiador quien tiene que definir sus períodos y, en el proceso de selección de materiales, decidir cuáles son los "momentos cruciales" o las "líneas divisorias"; la elección que haga reflejará con frecuencia, y a no dudarlo inconscientemente, sus propios puntos de vista, sus propias opiniones con respecto a la secuencia de los acontecimientos. Los historiadores de la Revolución Rusa, desde 1917 hasta, pongamos, 1940, tienen que enfrentarse a un dilema. El régimen revolucionario que comenzó como una fuerza liberadora se vio asociado, mucho antes de que concluyera ese período, a una represión de una crueldad inimaginable. ¿Debe el historiador considerar la totalidad del período como un proceso continuo de evolución o de degeneración? ¿O debe dividirlo en dos períodos distintos, de liberación y de represión, respectivamente, separados por una línea divisoria significativa? Historiadores serios que han adoptado la primera opción (de ellos excluyo a esos tratadistas de la guerra fría que simplemente pretenden oscurecer a Lenin con los pecados de Stalin) pondrán de relieve que tanto Marx como Lenin (cargando las tintas en este último) confirmaron el carácter esencialmente represivo del estado; que, desde el mismo momento en que la República Soviética rusa se autoproclamó Estado, se convirtió ineludiblemente en un instrumento de represión; y que este elemento creció monstruosamente, pero no fue modificado esencialmente, a causa de las presiones y vicisitudes a que se vio sometido con posterioridad. El historiador que adopta el segundo punto de vista parece hallarse ante un caso mucho más plausible, hasta que haya establecido la línea divisoria. ¿Hay que situar el paso a una política de represión en masa en la época de la revuelta de Kronstadt, en marzo de 1921, o tal vez con ocasión de los levantamientos campesinos en la Rusia central, ocurridos durante el invierno precedente? ¿O debe relacionarse con la conquista de la maquinaria del partido y del estado por Stalin a mediados de los años veinte, con las campañas contra Trotsky y Zinóviev, y con la expulsión y destierro de numerosísimos opositores significativos, en 1928? ¿O con los primeros procesos públicos a gran escala, en los que los acusados se declaraban culpables de cargos tan estrambóticos como sabotaje y traición, en 1930 y 1931? Los campos de concentración y de trabajos forzados ya existían mucho antes de 1930. No me siento inclinado hacia una solución que retrase la línea divisoria hasta mediados de los años treinta. Como dije anteriormente, la delimitación de los períodos responde a los criterios del historiador. No puedo evitar la sensación de que esta especie de periodización está cortada a medida para poder explicar y disculpar la enorme ceguera de los intelectuales occidentales de izquierda ante el carácter represivo del régimen. Pero ni aún así basta. En los mismos momentos en que se estaban desarrollando las grandes purgas y procesos, los intelectuales de izquierda afluían, en un número sin precedentes, a los partidos comunistas occidentales.
Bueno, esto vuelve a llevarnos a la segunda parte de la primera pregunta, tal y como estaba planteada en un principio: el significado que la Revolución Rusa tuvo para el mundo capitalista.
Trataré de hacer un breve resumen. En un primer momento, la Revolución polarizó la izquierda y la derecha del mundo capitalista. En la Europa central, la revolución se perfilaba en el horizonte. Incluso en nuestro país se dieron situaciones extremas: los comunistas que enarbolaron la bandera roja en Glasgow, y Churchill, que quería utilizar al ejército británico para destruir la Revolución rusa. Un número considerable de obreros, aunque no la mayoría, se adhirió a los partidos comunistas de Alemania, Francia, Italia y Checoslovaquia. Pero, a mediados de los años veinte, la euforia había remitido, especialmente entre los obreros organizados. La Internacional Roja de los Sindicatos no logró socavar la autoridad de la Internacional Socialdemócrata de Amsterdam, que, con el tiempo, fue haciéndose cada vez más anticomunista. El Trades Union Congress (TUC), con Citrine y Bevin, le siguió los pasos. Los obreros de los países occidentales habían dejado de ser revolucionarios; luchaban por mejorar su posición dentro del sistema capitalista, pero no para destruirlo. El "frente popular" de los años treinta (cuando menos en nuestro país) fue sobre todo un asunto de liberales y de intelectuales. Después de 1945, los intelectuales, lo mismo que los obreros, se alejaron de la Revolución. Orwell y Camus son claros ejemplos de ello. Desde entonces, este proceso ha seguido desarrollándose a un ritmo creciente. La polarización izquierda-derecha de 1917 ha sido sustituida por la polarización Este-Oeste. El rechazo del estalinismo ha tenido como resultado -y en ningún país con tanta claridad como en el nuestro- un frente unido de derecha y de izquierda contra la Unión Soviética. Pero, antes de proseguir, me gustaría aventurar dos generalizaciones. En primer lugar, que los sorprendentes cambios de opinión con respecto a la Revolución Rusa que se han producido en los países occidentales desde 1917, se deben explicar tanto a la luz de lo que ocurría en los respectivos países, como de lo que sucedía en la Unión Soviética. Y, en segundo lugar, allí donde estos cambios han sido provocados por las actividades soviéticas, estas actividades se refieren a la política exterior de la Unión Soviética, no a su política interna. Es difícil reconstruir el estado de la opinión británica en relación a la Revolución Rusa durante su primer año. Pero, basándome en mis propios recuerdos, tengo por seguro una cosa: la gran mayoría de la gente que desaprobaba la Revolución lo hacía por indignación, no por las historias que circulaban sobre la comunidad de bienes y comunidad de mujeres, sino por el hecho de que los bolcheviques habían retirado a Rusia de la guerra, abandonando a los aliados en el momento más crítico de la campaña. Una vez que los alemanes hubieron sido derrotados, ya todo cambió. Con la fatiga producida por la guerra, se condenaba ampliamente la intervención en Rusia, y el ambiente en Gran Bretaña se tornó favorable a los bolcheviques, que eran vagamente "izquierdistas", democráticos y amantes de la paz. Pero en todo ello no había ninguna carga ideológica: no se planteaba la cuestión de la oposición capitalismo-socialismo. Después de la victoria pírrica del primer gobierno laborista, las aguas volvieron a retirarse. La ola antisoviética del período 1924-1929 estuvo promovida en parte por consideraciones políticas de partido (la carta de Zinóviev había sido un elemento primordial en la captación de votos), y en parte por la creencia, bastante fundamentada, de que los rusos estaban colaborando en la tarea de socavar el prestigio y los intereses británicos en China. Por esta época, Austen Chamberlain creía que Stalin era un buen asunto, porque se aplicaba a la construcción del socialismo en su propio país, al contrario que los nocivos Trotsky y Zinóviev, que pretendían la revolución internacional. Todo ello se desvaneció a causa de la gran crisis económica de 1930-1933, que mantuvo preocupado a todo el mundo occidental. Por primera vez, el profundo desencanto por el capitalismo dio paso a una corriente de simpatía hacia la Unión Soviética. La opinión pública británica nada sabía de lo que estaba sucediendo allí. Pero había oído hablar del plan quinquenal, y tenía la sensación de que, allí, la hierba debía de ser más verde. La campaña en favor del desarme, que Litvínov llevó a cabo en Ginebra, produjo un fuerte impacto en una opinión predominantemente pacifista. Sin embargo, hay que hacer una precisión: los sindicatos consiguieron impedir los intentos de infiltración, y los obreros no se involucraron. La historia de los años treinta es la de la estampida de liberales e intelectuales de izquierda hacia el campo soviético. La única purga estalinista que causó gran preocupación en Gran Bretaña fue la de los generales. Causó un fuerte desánimo en el sector antialemán del partido conservador, que había apoyado en cierta medida la campaña pro-soviética, al convencerlos de que el Ejército Rojo sería un instrumento inútil frente a Hitler. Estos recelos se incrementaron ante la indecisión soviética en Munich. El acontecimiento que acabó por arruinar todo el edificio de la amistad británico-soviética fue el pacto nazi-soviético. Hasta el propio partido británico, que había sobrevivido incólume a las purgas, se conmovió hasta los cimientos por causa de ese pacto. Fue éste un golpe del que el prestigio soviético en Gran Bretaña, a pesar del entusiasmo circunstancial del período bélico, aún no se ha recuperado. No será menester que haga referencia al período de la posguerra. La amenaza soviética a Europa no tardó en ser detectada y aireada. El discurso de Churchill en Fulton hizo caer el telón de acero. El primer Sputnik proclamaba el surgimiento de una superpotencia, que iba a desafiar el monopolio que hasta entonces habían detentado los Estados Unidos. Desde entonces, el crecimiento del poder militar y económico soviético, y su influencia expansiva en otros continentes, han elevado a la Unión Soviética a la categoría de enemigo público número uno, y han hecho de ella el blanco de artillería propagandística que, actualmente, supera en intensidad a la de las "guerras frías" de los años veinte y cincuenta. Esta es, en esquema, la oscura y enmarañada historia de las reacciones de Occidente ante la Revolución Rusa.
¿Cómo valoraría usted la evolución política del sistema estatal soviético? ¿Qué resolución tendría la comparación entre la vida cultural e intelectual de la Unión Soviética de hoy día con, pongamos por caso, las de los años cincuenta o veinte? En Occidente, en la actualidad el fenómeno de los disidentes virtualmente monopoliza la atención de la izquierda. ¿Considera usted que es ésta la lente apropiada para contemplar la situación política de la Rusia contemporánea?
Hacer una revisión de las condiciones económicas, sociales, políticas y culturales en la Unión Soviética actual es algo que rebasa con mucho las posibilidades de esta entrevista, y, a decir verdad, hay que incluirlas en el capítulo de las relaciones Este-Oeste. La importancia actual que tiene la cuestión de los disidentes en esta relación es, por supuesto, un síntoma, pero no un factor causal. Sin embargo, plantea a la izquierda de los países occidentales un problema complejo y embarazoso. Históricamente, siempre ha sido la izquierda, no la derecha, la campeona de las víctimas de los regímenes opresores. Los disidentes de la Unión Soviética y de la Europa oriental, que se incluyen en esta categoría, difícilmente pueden confiar en la simpatía organizada y en las protestas de la izquierda. El problema radica en que su causa la ha adoptado, con mucho ruido, la derecha, y lo que comenzó como un movimiento humanitario se ha convertido en una campaña política de grandes proporciones, inspirada en unos motivos completamente distintos, orientada a distintos fines y desarrollada con un estilo distinto; y, dado que la derecha dispone de la mayor parte de la riqueza y de los recursos, cuenta con una organización más poderosa y controla en gran medida los medios de difusión, determina la estrategia y domina la campaña. La izquierda se encuentra en una situación de ir a remolque, luchando vanamente por mantener su independencia, sirviendo a unos propósitos distintos a los suyos y mancillada por la deshonestidad fundamental de la campaña. A este respecto, hay que subrayar dos aspectos. El primero de ellos es que los derechos humanos son universales, algo que pertenece a los seres humanos por el mero hecho de serlo, y no a los individuos de una determinada nación. Toda campaña en gran escala en pro de los derechos humanos se convierte en algo nefasto si se limita a un confín del mundo. Irán es sede de un régimen notoriamente represivo. Así y todo, el presidente Carter, en plena campaña en favor de los derechos humanos en Rusia, recibía al Sha en la Casa Blanca con todos los honores, y tanto el propio Carter como Callaghan le han expresado sus mejores deseos de éxito en el trato con los disidentes de su país. Es evidente que los disidentes iraníes carecen de derechos humanos. En China, la "Banda de los Cuatro", y centenares -tal vez millares- de sus seguidores, en Shanghai y en otras ciudades chinas, han desaparecido, sin más. Sin juicios y sin acusaciones. ¿Qué ha sido de ellos, sí es que aún están vivos? Nadie lo sabe, ni a nadie le importa. Preferimos no saberlo. Los derechos humanos de los disidentes chinos nos son indiferentes. Todo ello resulta bastante comprensible, en una campaña llevada por políticos cuyo interés primordial no radica en proteger los derechos humanos, sino en excitar la indignación y la hostilidad popular contra la Rusia soviética. Pero, ¿acaso la integridad moral de la izquierda es compatible con su participación en una campaña que se aprovecha de las emociones sincera y profundamente sentidas por una gente decente, pero políticamente ingenua, con unos propósitos totalmente extraños a los objetivos declarados? El otro aspecto se refiere al estilo y al carácter de la campaña. Hace algunos años di con esta cita de Macaulay: "Nada hay más ridículo que el espectáculo que ofrece el pueblo británico en uno de sus arrebatos periódicos de moralidad". Me temo que, en este caso, no se trata de algo ridículo, sino siniestro y terrorífico. Uno no puede leer el periódico sin tropezar con expresiones de este odio y temor obsesivo por Rusia. La persecución de los disidentes, el poderío naval y militar soviético, los espías rusos, el abuso del término marxismo en las discusiones políticas entre los partidos... todo ello contribuye a la paranoia. Una irrupción de la histeria nacional a tal escala es, evidentemente, síntoma de que la sociedad está enferma, una de esas sociedades que tratan de liberarse de sus propios problemas, de su indefensión, de su sentimiento de culpa, buscándose un chivo expiatorio en un grupo ajeno a ella, ya se trate de rusos, negros, judíos, o lo que sea. Y, la verdad, me alarma imaginar a dónde nos va a llevar todo esto. Lo que consuela es comprobar que esta histeria popular no ha afectado en el mismo grado a las demás naciones europeas, y que en los propios Estados Unidos se ha iniciado la reacción contra la diplomacia de púlpito que profesa Carter. Pero me apena comprobar que, en el proceso, se haya visto arrastrada una parte tan importante de la izquierda.