Años antes, Walter Alvarez había ya identificado una capa de iridio en los estratos correspondientes al límite Cretácico-Terciario, justo hace 65 millones de años. El iridio es un elemento escaso en la corteza terrestre pero abundante en los meteoritos. Algunos científicos objetaron la hipótesis argumentando que el elemento también puede ser expulsado en erupciones volcánicas; sin embargo, una concentración alta de iridio sólo ha sido encontrada en el volcán Kilauea, de Hawai. Además, el tipo de vulcanismo no explosivo, abundante al final del Cretácico, difícilmente explicaría la distribución global en una capa uniforme. El mismo doctor Alvarez pensó que la causa de la presencia de iridio y de la extinción masiva podría haber sido la explosión de una estrella supernova, cercana al Sistema Solar. Pero las evidencias encontradas posteriormente los inclinaron a aceptar el impacto de un asteroide como la causa de la catástrofe.
En 1950 se iniciaron exploraciones para la búsqueda de petróleo en la península de Yucatán, México. En tres de los pozos perforados se encontró una roca interpretada entonces como andesita, de origen volcánico, pero que los científicos describen ahora como una roca producida por el impacto de un cuerpo extraterrestre. Por otra parte, los geólogos J. Camargo y G. Penfield, mediante estudios de geofísica del subsuelo, detectaron una estructura circular sepultada debajo de la cubierta Terciaria. En 1991, Hildebrand y su equipo de colaboradores retomaron los trabajos geofísicos de Camargo y Penfield y aportaron pruebas mineralógicas para proponer que el cráter Chicxulub, al norte de Mérida -la ciudad capital del estado mexicano de Yucatán- era la mayor estructura terrestre de impacto hasta entonces identificada, con un diámetro de 180 a 200 kilómetros y sepultada entre mil y dos mil metros bajo tierra. Tan importante fue el descubrimiento del cráter Chicxulub que la ahora llamada “Teoría Alvarez” del impacto celeste provocó tanto revuelo como la teoría de la Tectónica de Placas y a raíz de ella se produjeron cambios sustanciales en el pensamiento geológico.
Entre los científicos que retomaron la Teoría Alvarez están los licenciados en petrología Manuel Grajales y Esteban Cedillo; ambos son miembros de la Sociedad Geológica Mexicana, la Sociedad Mexicana de Paleontología y la Asociación Mexicana de Geólogos Petroleros. También pertenecen a la Geological Society of America y a la Mineralogical Society of America. Los dos científicos actualmente se encuentran trabajando con un equipo de investigadores de varias universidades, en especial con el grupo encabezado por el doctor Walter Alvarez, de la Universidad de California en Berkeley. Este equipo se dedica a analizar la composición geoquímica de las rocas y minerales procedentes de la zona del cráter. Un hecho muy importante fue el descubrimiento de tectitas y materia carbonosa en afloramientos de rocas que marcan el límite Cretácico-Terciario. Las tectitas son estructuras vítreas, generalmente esféricas, formadas por la condensación de vapores producidos por efecto del impacto. La materia carbonosa se explica por los incendios forestales en cientos de miles de kilómetros a la redonda, instantes después de la explosión. Esta materia fue dispersada a nivel global para formar después una capa de cenizas. La presencia de cuarzo de choque en el cráter Chicxulub es una evidencia más del fenómeno cósmico. El cuarzo de choque constituye un indicador de rocas sometidas a presiones más altas que las desarrolladas en los procesos geológicos normales. En algunos casos se forman nuevos minerales y rocas a partir de las rocas preexistentes fundidas a temperaturas extremadamente altas en los instantes de cataclismo.
Durante un ciclo de conferencias organizadas por la Sociedad Mexicana de Paleontología en 1992, el doctor Cedillo informó sobre las investigaciones realizadas hasta entonces por él y sus colegas, entre las cuales resaltaba la identificación de tectitas y rocas producidas por impacto, fechadas por el método Argón/Argón con una antigüedad de 65 millones de años, la misma en Chicxulub que en otros dos lugares estudiados por el grupo de Berkeley: El Mimbral, en el estado de Tamaulipas, al norte de México, y Beloc, en Haití. Además, la química de las rocas en los tres sitios resultaba extremadamente similar. Conforme a la reconstrucción realizada por los científicos, el cuerpo que hizo colisión contra nuestro planeta tenía 10 kilómetros de diámetro, viajaba a una velocidad de 20 kilómetros por segundo y produjo una explosión con una magnitud de 100 millones de megatones, lo que equivale a diez mil veces los arsenales nucleares existentes. La temperatura en el área del impacto se estima que llegó a los 20.000 grados centígrados y la materia que se elevó por la atmósfera hasta una altura de 40 kilómetros comprendía miles de kilómetros cúbicos de roca. Estos materiales, más el humo producido por los incendios, cubrieron completamente el firmamento y obstruyeron el Sol durante meses. Además, la producción de dióxido de carbono y dióxido de azufre a partir de carbonatos y sulfatos de las rocas que sufrieron el impacto produjeron, al hidratarse, una lluvia ácida. Los efectos sobre la vida, además de la desintegración inmediata de la flora y la fauna en el área del cataclismo, fueron contundentes. Las nubes de ceniza y escombros interrumpieron la fotosíntesis, lo que destruyó las cadenas alimenticias, tanto del mar como de la tierra. Murieron prácticamente todos los animales de mayor tamaño y algunas especies que ya venían en retroceso, como los moluscos cefalópodos llamados amonites, sufrieron la estocada final. Sólo las criaturas más pequeñas y en las áreas donde las nubes no fueron tan espesas, pudieron sobrevivir. La era de los grandes reptiles terminó para dar paso a la de los mamíferos, los que por entonces apenas tenían el tamaño de roedores.