Extraña personalidad tenía el apacible personaje que el FBI consideraba como el banquero de la mafia: a pesar de haber sido el hombre de confianza de los gángsters más famosos del siglo XX -como Charles Lucky Luciano, Charles Anastasia, Benjamín Bugsy Siegel y Frank Costello-, Meyer Lansky nunca se manchó las manos con sangre, jamás apareció vinculado a ningún episodio de violencia y nunca necesitó alzar la voz para hacerse respetar. Su talento residía en su capacidad para invertir las fortunas que ganaban sus amigos mafiosos: aunque el verdadero inventor de Las Vegas fue Bugsy Siegel, Lansky fue el primero que comprendió las posibilidades que ofrecía ese paraíso artificial ubicado en medio del desierto de Nevada para blanquear el dinero procedente del juego clandestino, las extorsiones, los chantajes, la droga y la prostitución. Pero su mayor contribución a la evolución del delito organizado fue inventar el sistema de lavado de dólares a través del circuito bancario internacional. Meyer Lansky era, en definitiva, uno de esos inmigrantes que llegaron a América del Norte huyendo del hambre y las persecuciones, y que debieron abrirse un camino en la vida a puñetazos, a tiros o utilizando la materia gris para burlar a la justicia.
El 8 de abril de 1911, cuando desembarcó en Ellis Island al pie de la Estatua de la Libertad, Meyer Suchowljansky tenía once años y había dejado en la otra orilla del Atlántico el fantasma de los pogroms (persecución y matanza de minorías religiosas, ideológicas o raciales) sufridos por su familia en Grodno. Ese pueblo de Bielorrusia, con el 70% de la población judía, fue varias veces ocupado y arrasado por los ejércitos de Polonia, Rusia y Alemania. Su destino quedó sellado cuando sus padres decidieron instalarse en el Lower East Side de Nueva York: en ese distrito de clase media, poblado de inmigrantes de todos los orígenes, Lansky se crió con Benjamín Bugsy Siegel, Salvatore Lucania (Charlie Lucky Luciano) y Frank Costello, los tres personajes que americanizaron el delito organizado en Estados Unidos, que hasta 1920 había estado dominado por pandillas de origen extranjero (irlandeses, galeses y judíos de Europa Oriental).
Pero contrariamente a la leyenda, nunca trabajó con Alphonse Al Capone ni con los gángsters de Chicago, a los cuales consideraba grotescos, exhibicionistas, inútilmente violentos y, por lo tanto, poco dignos de confianza. Sus asociados, groseros, ignorantes y mal educados, admiraban a Lansky por su refinamiento. Cuando se instaló en una lujosa habitación del Majestic Hotel, después de su boda con Anne Citron, una pared de su sala de estar tenía una biblioteca cubierta de libros encuadernados, incluyendo los 56 volúmenes de la Enciclopedia Británica. Cuando la situación lo permitía, sin parecer pretencioso, era capaz de mencionar autores ingleses. Para aludir a la traición citaba párrafos de Shakespeare en “Ricardo III” o, cuando necesitaba apoyar sus opiniones en materia de inversiones, evocaba la opinión de algunos economistas de Harvard. Ese “genio de las finanzas subterráneas”, como lo definió en una oportunidad el diario “The Wall Street Journal”, tenía además la coquetería de suscitar admiración por su sobria elegancia: para mantener su fama de dandy, se hacía los trajes a medida en Brooks Brothers, sólo usaba camisas de Sulka con monograma, compraba sus corbatas en Countess Mara y sus medias de seda en Maurice, todas éstas sastrerías de gran prestigio en aquella época.
En ese período, su nombre fue registrado siete veces en los archivos de la policía de Nueva York por diversos delitos menores: en seis ocasiones salió en libertad por falta de méritos y en una oportunidad pagó 100 dólares de multa por violar la ley sobre la prohibición. Desde que eran adolescentes, ese talento para eludir a la justicia fue uno de los motivos que siempre suscitaron la admiración de sus amigos Benny Siegel, Lucky Luciano y Frank Costello. Mientras que la mayoría de sus amigos pasó largos períodos en la cárcel o terminó bajo las balas, Lansky -que no era ambicioso ni tenía un apetito desmesurado de poder- sólo padeció una breve condena en toda su vida: en septiembre de 1952 fue sentenciado a pagar 2.500 dólares y tres meses de prisión por infringir la ley de juego. Gerard King, que fue su compañero de celda, aseguró años después que todas las mañanas Lansky hacía una sesión de gimnasia, después de almorzar leía algunas horas y por la tarde se entrenaba en competir en rapidez contra una máquina de calcular, sumando y restando largas columnas de cifras.
La verdadera carrera de Lansky como banquero de la mafia había comenzado en 1933, cuando, aprovechando una confusa noción sobre las apuestas en la legislación federal, obtuvo autorización para abrir un casino en Saratoga Spring. El objetivo consistía en transformar esa estación termal, ubicada a 300 kilómetros al norte de Nueva York, en el Montecarlo de la costa este de Estados Unidos. En ese sentido, la apertura del “Piping Rock Casino” fue un anticipo de lo que sería Las Vegas algunos años más tarde. En esa primera experiencia importante, Meyer Lansky aplicó un método de trabajo que luego repitió durante toda su vida: en lugar de figurar como accionistas o responsables de la operación, Lansky y sus asociados lograron que la concesión fuera acordada a un grupo de inversores, que contaban con la protección del Partido Demócrata de Nueva York. Gracias a esa impunidad, Saratoga Spring fue el principal centro de juego del país durante los años de preguerra.
A mediados de los años treinta, cuando su prosperidad le permitió trasladarse a un apartamento del Waldorf Astoria, Lansky desayunaba todas las mañanas en la cafetería del hotel con Luciano, Siegel y Costello para examinar la evolución de sus negocios. Como si fueran miembros del directorio de una gran empresa, los tres gángsters consultaban sus operaciones con un consejero en finanzas. La vida de esos hombres experimentó un giro decisivo durante la Segunda Guerra Mundial. Por un lado, la amenaza nazi relegó a un segundo plano, por un tiempo, el interés de la opinión pública por el peligro que representaba la mafia. En consecuencia, Thomas Dewey, el implacable fiscal del estado de Nueva York, dejó de ocuparse de los pandilleros. Pero, al mismo tiempo, los grandes padrinos de la mafia, que controlaban a los sindicatos portuarios y mantenían estrechos vínculos con Sicilia, obtuvieron relativa impunidad cuando se convirtieron en interlocutores privilegiados de las autoridades militares. Luciano, Joe Adonis y Costello, aconsejados por Lansky, garantizaron la cooperación de los portuarios para impedir el desembarco de espías y activistas nazis que llegaban hasta las costas de Long Island. Simultáneamente, Luciano aportó la complicidad de las familias sicilianas para asegurar el desembarco de las tropas norteamericanas en Palermo, en 1943. De esa época provienen dos leyendas que siempre enturbiaron todos los esfuerzos para comprender las relaciones entre los políticos y la mafia tanto en Italia como en Estados Unidos. Una de ellas asegura que, para recompensar la participación de las familias sicilianas en la liberación de Italia, el Partido Demócrata Cristiano acordó con la mafia medio siglo de impunidad (y de complicidad). El plazo se habría agotado en 1993, lo cual explicaría el estallido de la guerra lanzada por las autoridades italianas contra las familias mafiosas en aquel año. La otra leyenda afirma que también la Casa Blanca decidió recompensar la patriótica contribución de los pandilleros al esfuerzo de guerra. En todo caso, las autoridades federales cerraron piadosamente los ojos cuando Benny Siegel descubrió que podía instalar un paraíso del juego en medio del desierto de Nevada, el único estado que desde 1931 toleraba las apuestas en los juegos de azar.
El montaje financiero ideado por Lansky consistía en utilizar los fondos de pensión que administraban los sindicatos controlados por la mafia, para financiar la construcción de hoteles y casinos en Las Vegas. Gracias a las ganancias de los casinos, Siegel podía asegurar una alta rentabilidad a esos capitales. En la época de prosperidad que se abrió en 1945, los propios sindicatos se encargaron de canalizar hacia Las Vegas esa nueva clase media que surgió de la guerra como poder adquisitivo como para comprarse un coche a crédito, vivir una semana de ensueño en un paraíso artificial, asistir a un show de Frank Sinatra en el night club del Flamingo Hotel y dejar algunos centenares de dólares sobre una mesa de juego sin demasiados remordimientos. De todas maneras, el todopoderoso director del FBI, Edgard Hoover, jamás admitió que Las vegas era una creación de los pandilleros y durante años rehusó reconocer que la mafia era una organización con ramificaciones en todo el país. Recién en los comienzos de la década del 90 se supo que durante años, la mafia chantajeó a Hoover con revelar sus prácticas homosexuales. Gracias a esa impunidad, Lansky y sus asociados pudieron consolidar su presencia en Las Vegas y extender sus operaciones al Caribe en 1952, cuando Fulgencio Batista se adueñó del poder en Cuba. Lansky se convirtió en el principal consejero del dictador cubano para atraer capitales extranjeros a la isla. La experiencia de Lansky en LasVegas coincidía exactamente con las pretensiones de Batista, que había concebido un ambicioso plan de desarrollo turístico para convertir La Habana en el París del Caribe: la joya de ese programa fue el Hotel Riviera, de 31 pisos, 440 habitaciones y salas de juego, que fue inaugurado en 1956.
Muchos años después, el detective de los servicios fiscales Dick Jaffe descubrió que, mientras operó en Cuba, Lansky también aprovechó sus negocios en las Bahamas para crear un nuevo sistema de lavado de dinero. Ese término (money laundering) se incorporó al lenguaje corriente en 1973 al ser utilizado por primera vez el 4 de abril de ese año por el diario “The Guardian”. Pero, desde mediados de los años cincuenta, Lansky fue el mago que enseñó a los grandes padrinos de la mafia como legalizar el dinero de origen delictivo. La IRS (servicios fiscales), el FBI (investigaciones federales) y la SEC (seguridad e intercambios) tardaron años en comprender ese complejo rompecabezas que permitía depositar dólares con olor a sangre en bancos de Panamá, Hong Kong, Mónaco y Suiza, y recuperarlos totalmente lavados en las Bahamas para reintroducirlos sin riesgo en el circuito legal. En esa época, Meyer Lansky y sus asociados controlaban 14 hoteles distribuidos entre el Caribe y los Estados Unidos. Pero ese imperio comenzó a desmoronarse el 31 de diciembre de 1959, cuando los barbudos revolucionarios de Fidel Castro ingresaron en La Habana y, poco después, cerraron los casinos, abolieron el juego y nacionalizaron las propiedades extranjeras.
En ese momento, al parecer, Lansky perdió toda su fortuna, aunque es difícil determinarlo ya que sólo figuraba como director de las cocinas del Hotel Riviera. El impacto que tuvo ese episodio, sumado a la campaña que sufrió poco después cuando la prensa de Miami organizó una ofensiva para desprestigiarlo, agravaron la úlcera que padecía desde hacía tiempo. Fue en esos años, cuando comenzó a circular el rumor de que poseía una fortuna de 300 millones de dólares, pero esa versión no coincidía con el valor de sus propiedades, el nivel de vida que llevaba en Florida con su segunda esposa, Teddy, y la escasa ayuda que aportaba a su familia. Uno de sus hijos, Buddy, padecía una enfermedad que afectaba su capacidad motriz. Lansky, según sus amigos, tenía dificultades para pagar los 1.500 dólares mensuales que aseguraban la presencia de una enfermera constantemente a su lado.
La necesidad de escapar de ese círculo depresivo fue la razón que lo indujo en 1970 a viajar a Israel, un país que había conocido fugazmente ocho años antes. Durante el viaje de turismo que hizo en 1962, aprovechó para rezar una plegaria ante la tumba de sus abuelos, que habían emigrado hacia Palestina el mismo año en que él y sus padres embarcaron hacia Estados Unidos. Esta vez pensaba aprovechar sus contactos en las altas esferas del gobierno judío para obtener la nacionalidad israelí. En principio, ese derecho (definido por Ben Gurion en la Declaración de la Independencia como la ley del retorno e inscrito en la Constitución), es acordado automáticamente a todo judío que decide regresar a la Tierra Prometida. Pero los antecedentes de Lansky y el temor a las represalias de Estados Unidos, obligaron al gobierno a negarle la nacionalidad. Una versión asegura que, durante una entrevista que mantuvo con la primer ministro Golda Meir, llegó a prometer que, si le concedían la nacionalidad, estaba en condiciones de transferir a Israel todo el dinero de la mafia. La respuesta fue negativa, y sólo muchos años después pudo conocer las razones de la misma: la jefa de gobierno temía irritar al Congreso norteamericano en momentos en que Israel estaba negociando la compra de 20 caza-bombarderos Panthom F-4. Finalmente, después de una prolongada batalla judicial que culminó con un espectacular dictamen de la Corte Suprema, fue expulsado del país.
Creyendo que podía obtener asilo en Paraguay, como le había prometido un amigo, el 5 de noviembre de 1972 se embarcó hacia Asunción vía Zurich, Río de Janeiro y Buenos Aires. Alertados por el FBI, en esos aeropuertos apenas aceptaron dejarlo bajar a la sala de tránsito. Los diarios de la época seguían hora a hora el periplo del judío errante, sin documentación legal, que era presentado en los titulares como el enemigo público número uno. Finalmente, cuando el vuelo 974 de la compañía Braniff llegó a Asunción, Lansky lanzó un suspiro de alivio, creyendo que allí terminarían sus desdichas. Pero esa alegría se disipó algunos minutos después, cuando dos policías ingresaron en la cabina de primera clase y le advirtieron que no estaba autorizado a descender y que debía permanecer en el avión. El FBI había invocado un proceso por tenencia de drogas para obligar a las autoridades de Paraguay a negarle la entrada al país. La misma respuesta oyó luego en La Paz, Lima y Panamá. Ese largo calvario aéreo culminó finalmente el 7 de noviembre, cuando después de 60 horas de haber despegado de Tel Aviv, descendió en el aeropuerto de Miami para ser conducido a la sede del FBI. Acusado de fraude fiscal, fue simplemente liberado tras prestar declaración.
Después de varios años de proceso, la justicia tuvo que absolverlo por falta de pruebas. Las otras causas abiertas también fueron abandonadas posteriormente por razones de salud: su úlcera no le hubiera permitido tolerar un solo día de cárcel. A partir de ese momento, Lansky y su esposa Teddy, con su inseparable perro Bruzzer, se instalaron en un modesto departamento de Miami Beach. Sus únicos lujos en esa época eran el café y los pasteles que comía cada mañana con un grupo de amigos, también jubilados. Después de su muerte, el 14 de enero de 1983, en su testamento sólo figuraban algunos ahorros insignificantes. Ningún miembro de su familia se enriqueció súbitamente ni modificó su ritmo de vida. Nadie, hasta ahora, ha sido capaz de encontrar la menor huella de esos 300 millones de dólares míticos sobre los cuales se forjó la leyenda del tesorero de la mafia.