9 de diciembre de 2008

Entremeses literarios (XXIII)

BREVE NOVELA RIO NUMERO SIETE
Giorgio Manganelli
Italia (1922-1990)

El señor vestido de oscuro, de paso atento y reflexivo, sabe que lo siguen. Nadie se lo ha dicho, no existe ninguna prueba de que las cosas sean así, pero él sabe, con absoluta certeza, que alguien lo sigue. No sabe nada del perseguidor, pero sabe que la persecución ha comenzado hace tiempo, que tiene un motivo, aunque nadie, a excepción del perseguidor, lo conozca, y que es perseguido de manera cuidadosa y tenaz. Sabe pocas cosas de esta persecución: en primer lugar, es menos perseguido cuando está al aire libre, entre la multitud, que cuando se encuentra en casa; no pretende decir que la persecución disminuya, que el perseguidor se sienta estorbado por la multitud, sino que la persecución experimenta una especie de disminución, como si alterase el espacio en el que opera; sabe que la persecución es velocísima, y que, dado que el paso del señor es lento, es inevitable que lo alcancen, mejor dicho, ya hubiera debido haber sido alcanzado, y tendría que haber ocurrido lo que forzosamente debe ocurrir cuando alguien es alcanzado -si bien ignora lo que es-, pero sabe también que el perseguidor no lo alcanzará jamás, aunque él se detenga en un banco, fingiendo leer el periódico, en total, abierta e indefensa espera. El perseguidor sabe que al alcanzarlo, dejaría de ser el perseguidor, y cabe pensar que, en el esquema de la creación, sólo exista lugar para él en tanto que perseguidor. Cuando el señor está en su casa, el fragor de la persecución, el acoso, el sonido de los innumerables pies, lo ensordece, no oye el rumor de las hojas, habla en voz alta para poder oírse a sí mismo. En realidad, en esta rigurosa y acaso arcaica división de papeles, el perseguido, aunque se sepa inalcanzable, no puede liberarse del conocimiento de ser la presa. Sabe que a su espalda se deforma el espacio, hasta el punto de frustrar cualquier esperanza de alcanzarlo, pero sabe asimismo que el tiempo no le es propicio, su deformidad tiende únicamente a proteger la función de la presa. La presa se pregunta si el perseguidor es desgraciado, ya que el horror de la condición de ambos reside en una tarea irrealizable. Piensa si habrá un momento en el que pueda volverse de golpe, y comenzar a perseguir al perseguidor.


CONFESION
Pere Calders
España (1912-1994)

Mi novia me dijo que un pecho sí, pero que el otro no, porque lo tenía apalabrado. Colérico y egoísta perdí el único que quedaba disponible.


EL ANILLO DE GYGES
Aristocles Podros Platón
Grecia (428-347 a.C.)

Gyges era pastor del rey de Lidia. Después de una tormenta seguida de violentas sacudidas, la tierra se hendió en el preciso lugar en que Gyges apacentaba sus rebaños. Atónito de pasmo ante semejante cosa, Gyges bajó por aquella abertura, y vio, entre otras muchas cosas sorprendentes que se cuentan, un caballo de bronce, en cuyos flancos se abrían unas puertecillas, y que como Gyges introdujese por ellas la cabeza, para ver qué había dentro del caballo, vio un cadáver de estatura superior a la humana. El cadáver estaba desnudo, sin más que un anillo de oro en uno de sus dedos. Gyges se apoderó del anillo, y se retiró de allí. Habiéndose reunido luego los pastores como tenían por costumbre a fines de cada mes, para dar cuenta al rey del estado de sus rebaños, acudió Gyges a esa asamblea llevando su anillo en el dedo, y se sentó entre los pastores. Ocurrió que, como casualmente diese vuelta la piedra de la sortija hacia la palma de la mano, inmediatamente se hizo invisible para sus compañeros, de suerte que estos hablaban de él como si estuviera ausente. Asombrado ante aquel prodigio, volvió a poner hacia la parte de afuera la piedra de la sortija, y tornó a ser visible. Habiendo observado esta virtud del anillo, quiso asegurarse de ella por medio de diversas experiencias, y comprobó reiteradamente que se tornaba invisible cada vez que volvía la piedra hacia dentro, y visible cuando la volvía hacia fuera. Seguro ya del caso, se hizo incluir entre los pastores que habían de ir a dar cuenta al rey. Llega al palacio, corrompe a la reina y, con ayuda de ella, se deshace del rey y se apodera del trono.


TRANSPARENCIA
María Rosa Lojo
Argentina (1954)

Todos los atardeceres la mujer se sienta en el patio de la casa. Si alguien la acompañara vería como su cuerpo se vuelve transparente al compás de la sombra. Primero surge un mapa encendido de venas y de vísceras, luego, más abajo, una población de huesos huecos por donde el viento corre como un golpe de música. La mujer sonríe y levanta un brazo en la noche incipiente. Unos minutos más y se apagará el resplandor del hueso iluminado por canciones remotas y ocultará la piel el color de la sangre. Cuando todo concluye, ella guarda la silla bajo el alero y vuelve a la cocina, llevándose el secreto de la transparencia del mundo.


Y EL ARMA SE HIZO VERBO
Esther Cross
Argentina (1961)

Algunos pueblos fueron tomados por sitio, otros por la fuerza, otros fueron tomados por sorpresa, nosotros fuimos sometidos por la palabra. No hacía mucho tiempo que nuestros aguerridos padres se habían establecido en las márgenes del río caudaloso. Practicamos la pesca, la cacería y, más tarde, conocimos los dones propios de la tierra. Tallamos piedras y maderos, labramos lanzas y talismanes, erigimos un templo para honrar a los dioses. Un día, en el séptimo mes de nuestro año, llegó un extranjero con la voz extenuada por las penurias de la selva. Con algún recelo, lo acogimos, lo curamos, lo cubrimos con pieles. Naturalmente, al tiempo intentamos conversar con él. No lo comprendimos, no nos entendía y, asustados, comprobamos que había lenguas distintas de la nuestra. Gentilmente, el extranjero fue retenido por los doctores, que se abocaron con esmero a descifrar esas palabras de acento intencionado y hondo, esas interminables pausas que escindían las ideas. A este extranjero siguió otro, más elocuente aún y ornado con ricos atavíos; sin reparar en el riesgo que corría, nuestra gente comenzó a escucharlo, a frecuentarlo, a dialogar con él. Los procesos suelen ser tan lentos que difícilmente tomamos conciencia de ellos. Una mañana -es lo último que recuerdo- me desperté. Y salí de mi cabaña. Nadie podía ya entenderme.


LA ESCRITURA
Jorge Ricci
Argentina (1941)

Todo lo he escrito: que hace cuatro siglos esto era un desierto, que el abuelo llegó en los barcos polizontes, que papá quedó abrazado a sus amigos en las fotografías, que yo deambulaba triste y solitario por los textos y que hoy esto también es un desierto. Sin embargo, escriba lo que escriba, no hay trama ni suspenso. Se trata de una escritura indecisa y provinciana que traza historias inciertas. Se trata de nada. De algo que no sabe ser cuento y navega entre la prosa y la poesía. Entonces, cuando el lector se sitúa frente a estos riachos de palabras confusas, comprende que el río que va al mar está lejos de esta geografía, como también están lejos las grandes pasiones de la otra literatura. Y otra vez debo aceptar que soy la vana expresión y la vana memoria de una suerte pequeña, distante, sudamericana. Porque tan sólo mucho más al Norte, donde los misiles y los nóbeles, pasa el mundo y todo lo demás.


MECANICA POPULAR
Raymond Carver
Estados Unidos (1939-1988)

Aquel día, temprano, el tiempo cambió y la nieve se deshizo y se volvió agua sucia. Delgados regueros de nieve derretida caían de la pequeña ventana -una ventana abierta a la altura del hombro- que daba al traspatio. Por la calle pasaban coches salpicando. Estaba oscureciendo. Pero también oscurecía dentro de la casa. El estaba en el dormitorio metiendo ropas en una maleta cuando ella apareció en la puerta.
- ¡Estoy contenta de que que te vayas! ¡Estoy contenta de que te vayas! -gritó-. ¿Me oyes?
El siguió metiendo sus cosas en la maleta.
- ¡Hijo de puta! ¡Estoy contentísima de que te vayas! -empezó a llorar-. Ni siquiera te atreves a mirarme a la cara, ¿no es cierto?
Entonces ella vio la fotografía del niño encima de la cama y la tomó. El la miró; ella se secó los ojos y se quedó mirándolo fijamente, y después dio la vuelta y volvió a la sala.
- Trae aquí eso -le ordenó él.
- Toma tus cosas y lárgate -contestó ella.
El no respondió. Cerró la maleta, se puso el abrigo, miró a su alrededor antes de apagar la luz. Luego pasó a la sala. Ella estaba en el umbral de la cocina, con el niño en brazos.
- Quiero al niño -dijo él.
- ¿Estás loco?
- No, pero quiero al niño. Mandaré a alguien a recoger sus cosas.
- A este niño no lo tocas -le advirtió ella.
El niño se había puesto a llorar y ella le retiró la manta que le abrigaba la cabeza.
- Oh, oh -exclamó ella mirando al niño.
El avanzó hacia ella.
- ¡Por el amor de Dios! -se lamentó ella.
Retrocedió unos pasos hacia el interior de la cocina.
- Quiero al niño.
- ¡Fuera de aquí!
Ella se volvió y trató de refugiarse con el niño en un rincón, detrás de la cocina. Pero él los alcanzó. Alargó las manos por encima de la cocina y agarró al niño con fuerza.
- Suéltalo -dijo.
- ¡Apártate! ¡Apártate! -gritó ella.
El bebé, congestionado, gritaba. En la pelea tiraron una maceta que colgaba detrás de la cocina. El la aprisionó contra la pared, tratando de que soltara al niño. Siguió agarrándolo con fuerza y empujó con todo su peso.
- Suéltalo -repitió.
- No -dijo ella-. Le estás haciendo daño al niño.
- No le estoy haciendo daño.
Por la ventana de la cocina no entraba luz alguna. En la casi oscuridad él trató de abrir los aferrados dedos de ella con una mano, mientras con la otra agarraba al niño, que no paraba de chillar, por un brazo, cerca del hombro. Ella sintió que sus dedos iban a abrirse. Sintió que el bebé se le iba de las manos.
- ¡No! -gritó al darse cuenta de que sus manos cedían.
Tenía que retener a su bebé. Trató de agarrarle el otro brazo. Logró asirlo por la muñeca y se echó hacia atrás. Pero él no lo soltaba. El vio que el bebé se le escurría de las manos y estiró con todas sus fuerzas. Así, la cuestión quedó zanjada.


CIEN
José María Merino
España (1941)

Al despertar, Augusto Monterroso se había convertido en un dinosaurio. "Te noto mala cara", le dijo Gregorio Samsa, que también estaba en la cocina.


DOS INDIVIDUOS
Nathaniel Hawthorne
Estados Unidos (1804-1864)

Dos individuos, de común acuerdo, redactan testamentos en mutuo favor. Luego cada uno se pone a esperar con ansiedad la muerte del otro. Un buen día les informan, a la vez, que lo tan deseado por ambos ocurrió. Con feliz tristeza corren al funeral, se topan uno con otro y entienden que fueron objeto de una burla.


LEYENDA
Suniti Namjoshi
India (1941)

Había una vez un monstruo hembra. Vivía en el fondo del mar, a seis mil metros de profundidad, y fue sólo una leyenda hasta que un día los científicos se reunieron para pescarla. La arrastraron hasta la costa, la cargaron en un camión y finalmente la colocaron en un vasto anfiteatro donde se aprestaron a efectuar su disección. Pronto se vio que estaba embarazada. Alertaron a las fuerzas de seguridad y precintaron todas las puertas, porque eran hombres responsables y no querían correr riesgos con los cachorros del monstruo, pues quién sabe el daño que habrían podido causar si se los hubiera dejado sueltos por el mundo. Pero el monstruo hembra murió con su carnada de monstruos enterrada en su seno. Abrieron las puertas. La carne del monstruo empezaba a despedir mal olor. Varios científicos sucumbieron a los gases. No se rindieron. Trabajaban en turnos y con mascarillas. Al final, rascaron los huesos de la criatura hasta que quedaron bien limpios y contemplaron su brillante esqueleto. El esqueleto puede verse en el Museo Nacional. Debajo se puede leer: "El temido monstruo hembra. Los gases de esta criatura son nocivos para los hombres". Y a continuación figuran los nombres de los científicos que dieron su vida para descubrirlo.